Padres e hijos

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Iván Turgueniev

Padres e hijos

miedo a Pavel Petrovich,el cual casi nunca le dirigía la palabra. -Duniascha -llamó-; traiga usted a Mitia -Zenichka les hablaba de usted a todos los de la casa-. Pero no, espere usted; hay que vestirlo. Zenichka dirigióse a la puerta. -Es lo mismo -observó Pavel Petrovich. -En seguida vuelvo -respondió Zeniohka, y salió ligera. Pavel Petrovich quedóse solo, y aquella vez, con una intención especial, pasó revista al aposento. Aquel cuartito pequeño, bajo de techo, en que se hallaba, respiraba limpieza y comodidad. Olía a los suelos recién fregados, a tila y melisa. A lo largo de las paredes alineábanse sillas con respaldos en forma de lira; compráralas el difunto general en Polonia cuando la guerra; en un rincón alzábase una camita, bajo cortinillas de muselina, en fila con un arcón, de tapa redonda. En el rincón frontero ardía una lámpara ante una grande y oscura imagen de Nikolai el Taumaturgo; un diminuto huevecillo de china, colgado de una cinta roja, pendía del pecho del santo, apuntando al nimbo. En las ventanas, tarros con dulces del año anterior, cuidadosamente sujetos, destacaban su verde color; en sus tapaderas de papel, la propia Zenichka había escrito con enérgicos trazos: "Arrope." A Nikolai Petrovich gustábanle mucho esos dulces. Del cielo raso, prendida en un cordoncillo, colgaba una jaula con un canario de corta cola, el cual no paraba de revolotear y saltar, con lo que la jaula no paraba tampoco de oscilar y columpiarse; granos de cañamón, con un leve ruidillo, caían al suelo. En la pared divisoria colgaban, encima de una comodita, unos retratos en fotografía mala de Nikolai Petrovich en distintas posturas, obras de artistas volanderos, y también campeaba allí la fotografía de la propia Zenichka, perfectamente malograda: una carita sin ojos sonreía de mala gana en el fondo borroso; no era posible hacerlo peor; pero por encima de Zenichka, en un pequeño buró, Yermolov miraba amenazante a las lejanas cumbres del Cáucaso, por debajo del cordoncillo para el clavo que le caía sobre la misma frente. Transcurrieron cinco minutos; en el cuarto contiguo oíanse revuelos y murmullos. Pavel Petrovich tomó de encima de la cómoda un grasiento librito, un tomo suelto de los Tiradores de Masalsk; pasó algunas hojas. La puerta se abrió y entró Zenichka con Mitia en los brazos. Habíale puesto una camisita encarnada con galón en el cuello, alisándole el pelito y lavándole la cara. Alentaba el niño con pesadez, rebullía el cuerpo y levantaba sus manecitas, como hacen todos los niños sanos; pero aquella blusita de pana lo encantaba visiblemente, y una expresión de contento extendíase por toda su inflada figurilla. También Zenichka habíase ordenado sus cabellos y arreglado sus trenzas, que le caían mejor; pero podía haber prescindido de eso y quedádose como estaba. Porque ¿hay, efectivamente, en el mundo, algo más cautivante que una madre joven y linda con un niño saludable en los brazos? -¡Qué gordito está! -dijo con benevolencia Pavel Petrovich, y 30


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