MATERIALES COMPLEMENTARIOS SOBRE FLAUBERT

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9 Flores del Mal, de Baudelaire), pero, sintiéndose limitado en esta severa y ceñida exposición de lo real, [144] sin recurso alguno a los tópicos psicológicos o sentimentales, a la escasa capacidad de la nueva clase lectora burguesa, tanto la urbana como la de provincias, se despachó después con obras que parecen una supervivencia de las más claras categorías de lo romántico: el orientalismo (en Salambó, recreación entre ficticia e histórica de un episodio menor de la historia de Cartago), o la imaginación delirante (en Las tentaciones de San Antonio). Otra cosa es que, vencido por un odio visceral a todo lo burgués -clase que en Francia conoció su apoteosis en la época del Segundo Imperio, entre 1851 y La Comuna-, Flaubert retomara lo que había sido su proyecto literario inicial -que es el proyecto que anima en el fondo toda su creación literaria- y se volcara, en la insólita y genial Bouvard y Pécuchet (publicada a título póstumo en 1880), en una crítica lacerante de los modos de vida, las pequeñas pasiones, las mezquinas ambiciones y, sobre todo, la enorme estupidez de que hacían gala sus contemporáneos burgueses: tanto los de a pie como los literariamente encumbrados. Ahora bien; si dejamos a un lado esta confusa dialéctica entre lo «clásico» y lo «romántico» que presidirá la mayor parte de la literatura del siglo XIX -piénsese, por ejemplo, en la propuesta neoclásica de los parnasianos (relativo al Parnaso, montaña sagrada de Grecia)-, lo cierto es que Flaubert definió en su obra más celebrada, Madame Bovary, y también en La educación sentimental, un modelo que puede servir perfectamente a nuestro propósito de definir el Realismo en literatura. Es cierto que la señora Bovary vive en un mundo de fantasía que a menudo ha sido comparado con el de Don Quijote (Cervantes fue uno de los autores que más admiró Flaubert); pero más cierto es todavía que el contexto general de la novela, el marco en el que se desarrollan los delirios y ambiciones de la Bovary es un marco que, en cierto modo, niega de raíz las posibilidades de que se mantenga incólume todo desbordamiento de la imaginación. Lo que es propiamente realista, en la novela Madame Bovary, no es este personaje (aunque personajes como ella existían de verdad en aquel momento, como los hubo en tiempos de Cervantes, o corno éste deseaba por lo menos que dejara de haberlos), sino la manera en que la esposa de un médico rural -calzonazos, pero sólida y complacientemente anclado en su propia mediocridad- choca con unas categorías sociales y, especialmente, económico-financieras. Madame Bovary puede ser considerada una novela realista por el mero hecho de que en ella se presentan todas las tramas y urdimbres que constituyen la verdad de la escena de lo público-real de la época, que es la contemporánea de Flaubert; lo mismo cabría decir de La educación sentimental. Además, y quizás esto sea lo más determinante, Madame Bovary es con toda probabilidad el mejor ejemplo en todo el siglo XIX -más todavía que Guerra y paz, de Tolstói, que también pretende ceñirse a la narración de lo real-histórico, aunque con cierto predominio del marco histórico de la novela: la campaña de Napoleón en tierras de Rusia- en el que [145] el estilo se encuentra a plena disposición del «efecto de realidad» que el autor pretende transmitir. Flaubert, por así decirlo, se halla del todo ausente en la obra; la perspectiva en que están narrados los hechos no se somete a puntos de vista arbitrariamente subjetivos, y todo parece desarrollarse según unas leyes derivadas de los personajes mismos, de sus acciones, y del choque entre ellos y su contexto social. Las descripciones en Flaubert son minuciosas, pero como desarrolladas a partir del punto de vista de lo que el personaje presente en aquel momento y en aquel lugar sería capaz de ver y describir él mismo: como si el autor, en lo que se llama actitud heterodiegética,1 pretendiera eclipsarse por completo de la acción; como si la acción no fuera más que el desarrollo de acontecimientos que, por así decir, aparecen solos y con total autonomía respecto del punto de vista del escritor. Por lo que concierne precisamente a esta pasión por la distancia objetiva, recordemos que Madame Bovary empieza siendo narrada en una extraña primera persona del plural: «Estábamos en clase cuando entró el director, y tras él un nuevo, vestido éste de paisano, y un celador cargado con un gran pupitre»: es el futuro señor Bovary, que en estas primeras escenas colegiales parece observado por un condiscípulo suyo, de quien debemos suponer que es el autor del libro, Gustave Flaubert, como si con este procedimiento quisiera damos a entender que se dispone a narrar una historia verídica, vivida por él mismo. Pero Flaubert no tarda en abandonar esta primera persona (que no por plural deja de ser «primera

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Véase Gérard Genette, Figuras IlI, Barcelona, Lumen, 1991.


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