Cuentos olvidados

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Manuel Vรกsquez Carmona

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Primera Edici贸n Digital: Junio, 2013

Cuentos olvidados por Manuel V谩squez Carmona se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported. Formato Digital E-Book y PDF Creado utilizando LibreOffice 4.0.2.2 Fuente utilizada: Gentium Book Basic Imagen de portada: Disturbed body. http://x-princess-n0-mad-x.deviantart.com/ -6-


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Retazos

Estaba al frente, pero las miradas se desviaban en un esfuerzo por contemplar el interior. ¿El interior de qué? De sus almas, claro. Se hacían las cerradas, las tristes. Sus almas sí estaban tristes de nostalgias y sus miradas inexistentes sólo buscaban una cosa. Simplemente vacíos resquebrajados, partidos y repartidos desordenadamente, sin secuencia alguna, flotando en mundos tristes de dolor. Y de nostalgias, ya sabe. “Su primer trago… Sí, lo recuerdo muy bien. Él miró la botella con aquellos ojos vivaces y brillosos. Comenzó a bebé su contenido como si fuese agua ¡Mira, ese muchacho descontrolao! Aguáitese, muchá, aguáitese, yo le decía. Ya era todo un hombre, sabía contá el dinero de las ventas sin siquiera pelase un centavo. ¡Ese carajito! No sé qué fue lo que le pasó, ¡tienes que trabajá duro, carajo, la vida es muy coñoemadre!, siempre le decía. ¡Sí, pá!, siempre me respondía. Pero pienso que él creía que era más coñoemadre ¿verdá?” “¿Cómo olvidarlo? Correteaba sobre la tierra como si de un gallo se tratase y luego se iba -9-


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derechito a metele la mano a la torta con que su abuela le consentía. ¡Vaya a lavarse las manos, carajo!, siempre le gritaba. Pero ná, él igualito se metía media torta en la boca y salía con sus cachetes infladotes con trozos ensalivados colgando de su barbilla y corría más rápido, jugando con las luciérnagas que comenzaban a parpadear y yo me sentaba a verlo. A verlo cómo se embadurnaba de tierra que a veces era barro, que a veces era mierda. ¡Mi orgullo, mi diversión! Hacía morisquetas imitando a su padre, ese borracho que me dio ese retoño maravilloso… ¡Vamos, carajo, a dormí se ha dicho! y él se escurría de mis manos, siempre tan travieso…” “Lo pillé masturbándose bajo la sombra de un árbol, a orillas del río. Me daba mucha risa cómo se movía, pero la verdad verdaíta es que sentía curiosidad por lo que hacía. Siempre allí, siempre al atardecer, queriéndose salvajemente. Hasta que me descubrió, algún destello se escapó que me delató. Me atemoricé al principio pero luego me dio risa y al rato como que lástima. La vergüenza prendió su rostro. Me senté junto a él y le dije oye, está bien, no te pongas así; pero él se quedaba sumergido en el revoltijo de sus manos y rodillas. Y para que no se sintiera mal, me subí la falda y le mostré mi cosita; luego lo hicimos al pie del árbol testigo de todo. Esa fue la primera vez…” - 10 -


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“La primera vez que lo vi entrar venía con su rostro altivo, amén de su primera afeitada. Ya era todo un hombrecito, vino directo hacia mí y me dijo que quería una tirada ¡Qué sinvergüenza! Yo no lo hago con niñitos, le dije y él me dijo que no era un niñito, que ya tengo pelos en las bolas y, además, tengo real. ¡Qué risa! Accedí, claro, motivada más por la segunda razón de su hombría que la primera. ¡Cómo me divertí con ese carrizo! Me montó como todo un vaquero aunque sólo fuera por unos pocos minutos. Recuerdo que se fue luego sin siquiera decirme adiós… como todos.” “Mi alto pana, siempre era él que hacía la movida; yo, simplemente lo seguía. Porque así conseguíamos siempre real y polvo, polvo del bueno, de calidá. Pero te pasaste mi pana, cuadraste mal la movida. ¡Te cogieron como el mismísimo güevón! Sabias que la puta poli no te iba a llevá pa’ la cárcel ¡No que va! Tú lo sabías… te llevarían pa’l matadero, coño, y tú lo sabías… Nunca te perdonaré por eso, mi pana, mi alto pana…” Me encontraba al frente. Tapiado de roble y flores. Ya terminaba el velorio. Las miradas se levantaron para verme por última vez y desaparecieron tras un corto adiós…

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El micropaís

El rostro del profesor sudaba miedo, se le marcaba en el rostro. En su oficina de rector, los estudiantes rebeldes mantenían firme la actitud de amenaza y yo, entre ellos, mantenía mi puño apretado y listo para cualquier oportunidad. Ellos tendrán sus razones: en la universidad cualquiera de ellas sirve para secuestrar a las autoridades de mierda. La mía era simple: el profesor era un coñodesumadre. Todos los son al final, los profesores viven con esa clase de estigmas; los estudiantes, al menos alguno, se encargan de marcarle la frente de por vida con aquel insulso apelativo. Pero para mí, estudiante de ingeniería sin mayores pretensiones que el tener mi título universitario, trabajar en alguna empresa básica, tener mi mujercita, casa y carro, aquel insulto obedecía a una singular rabia reprimida durante meses, un odio de muerte que la pasividad de mi personalidad lo apaciguaba e, incluso, lo desvanecía. Pero esa mañana sería diferente. Cuando iba camino a la universidad, aún se despertaban las calles y los techos rojos de las casas, los perros - 12 -


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callejeros se estiraban y se lamían sus partes traseras. Algunas amas de casa salían casi desnudas a sus oficios tempraneros. El frío nocturno seguía flotando esparcido por Ciudad Guayana, impactando mis huesos, entonando mis pulmones y endureciendo las lagañas de los ojos y los mocos de la nariz. La universidad no despertaba, no tenía por qué: siempre parecía despierta, sonámbula, insomne, en apacible desvelo. Al cruzar la esquina de siempre, una humareda negra luchaba por llegar al cielo. Cauchos quemados, un penetrante olor a goma chamuscada, carteles, consignas usadas y re-usadas, estudiantes encapuchados y un sin fin de curiosos espectadores, dominaban la entrada del recinto universitario, creando un caos de vehículos retenidos allí. Tras la muchedumbre apostada en la boca del portón te vi pasiva, observando, casi saboreando el escenario montado, con sorpresa fingida, ya que estuviste junto con otros, preparándolo la noche anterior. Arropado por la oscuridad de esa noche, te observé tras las ventanitas del Centro de Estudiantes. Allí estaban reunidos, cociendo lo que la mañana de hoy servía de alimento para la causa. Nunca comprendí esas ideas tuyas de revoluciones y Chés dibujados por doquier. La universidad te empuja a ello, me decías y yo te decía que qué carajo, que yo vengo a estudiar y te molestabas y me - 13 -


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dejabas bajo las sombras de tu culo, inmenso, glorioso, que siempre fue motivo de mis enamoramientos por ti. Debo reconocerlo, pues, qué otra explicación daría: aquel par de nalgas mantenía en velo no sólo mis calenturas sureñas sino las del maldito profesor éste que ahora hedía a miedo, secuestrado por sus propios estudiantes el muy pendejo. Pendejo aparentó siempre y pendejeando como él sabe hacerlo, llegó a ser jefe de la especialidad donde estudiábamos. Tanto pendejeó que se lanzó luego como candidato al rectorado de la Universidad Nacional del Orinoco. Y así (hecho el pendejo), ganó el puesto, pues, para jubilarse con su sueldo de rector. Y siempre te siguió y tú también lo seguiste, aunque por diferentes causas: él por tu culo y tú por sus ideales. Siempre permanecía callado en tus discusiones con él: observaba, como portentosa lumbre, cómo él intentaba atisbar alguna de tus tantas curvaturas; y a ti, cómo intentabas atajar alguna frase, proclama, idea que configurasen tus creencias neófitas y moldasen la palabra revolución en tu cabeza. Mis intervenciones eran, como de costumbre, de servil güevón, trayendo de vez en cuando algún vaso de agua o taza de café y, en una oportunidad, par de cervezas. Lo apoyaste en su campaña como candidato para jefe de la especialidad. Dejaste algunas clases, - 14 -


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algunas costumbres de ocio y a mí, por tus trabajos nocturnos con él. No conciliaste la idea de que yo te esperara o acompañara y hasta ayudara sólo para estar contigo y desviarle la mirada al muy pendejo de tus aberturas, de tus resquicios, de tus protuberancias. El pobre, terminaba sucumbiendo ante aquello que ya nombré, sus mejillas se prendían y un bulto aparecía en sus pantalones. Quino lo describiría mejor con un par de trazos. Y luego, la campaña que lo llevaría al rectorado, y otras más que abultarían una gestión invisible. Ese día de protesta estudiantil, un papel cubrió mis zapatos: el volante estampaba una sonrisa que parecía retocada por algún pincel virtual, desdibujada en el rostro del muy pendejo, sirviéndole de adorno al eslogan que utilizaría para sus repetidos lanzamientos: “¡Todos juntos al rescate de la universidad!” Y el acostumbrado logotipo de tres círculos formando la sombra de un triángulo. Aquel volante inútil, sirvió para limpiar la bosta de mis zapatos justo antes de tener enfrente a la autoridad máxima de la universidad; el que utilizó estos volantes en sus campañas sucesivas, el que me arrebató mis momentos contigo por sus pendejadas revolucionarias, el que logró llegar más lejos contigo de lo que yo pude llegar... la mierda embarrada en el papel se colaba - 15 -


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entre mis dedos cerrados y un rojo ladrillo cubrió mi rostro de rabia, aquella que reprimía por güevón. Un instante después, como secuencias de películas mochadas, estaba encima de él con el “coñodesumadre” atragantado. Cuando los estudiantes encapuchados llegaron, lanzando eufóricos “¡vivas!” y “¡secuestren al rector!”, celebrando alegres mis grandes testículos por haber contribuido a la causa secuestrando al muy pendejo, al rector de la Universidad Nacional del Orinoco, quedé perplejo, arrodillado en el suelo. Muchos abrazos sentí, rostros aupando mi temeraria acción, risas y cohetes estallaron en algún lugar: parecía todo un festejo, casi pude observar grandes fuegos artificiales que gritaban mi nombre. Todos ellos tomaron al pobre pendejo y se lo llevaron a rastras a su oficina. Una vieja pancarta, colgada a lo alto del edificio quién coño sabe de dónde, rezaba lo que el volante ya decía. Pensé en ti... en el momento en que nombraban de rector al coñodesumadre hace un año atrás y la tira cómica de todo ese tiempo surgió rápidamente, una mala imitación del país. Qué coño. Así que lo que hedía no era su miedo, sino la mierda que le restregué en el rostro momentos antes. Después te vi, mirándome. Te volteaste, me conocías muy bien, caminaste balanceando tu culo, hasta perderte en el laberinto de oficinas y dejando - 16 -


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un camino de aromas, tan tuyos, para que te encontrara en la oscuridad de alg煤n rinc贸n...

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De bares y de putas Cada esquina es un bar, o un garito, o un burdel Miguel Otero Silva

I Aquel día subí al autobús con el sol fundiéndose en el humo de la industria, tiñendo de sangre el horizonte. El autobús desbaratándose lento, con una gran C en el parabrisas, Almacaroní en rojo debajo de la letra, rugía forzado en su recorrido hacia Alta Vista, donde debía bajar y tomar otro para cruzar el puente, cada vez son menos los que te llevan directo. Pensé en ti durante todo el trayecto. Los recuerdos aparecieron mientras miraba la carrera de casas en la ventana del autobús, enfiladas, como tiras de película y mi rostro reflejado tras la mugre del vidrio como mal retrato. En la cumbre de Alta Vista, ya mis recuerdos rozaban ese forcejeo que terminó en el primer beso que nos dimos, absorbiéndonos desesperados, respirando un vapor de aliento espeso, como si un beso tuyo y un beso mío necesitáramos para subsistir. La mirada de un bebé en los brazos de la - 18 -


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señora sentada junto a mí, parecía escudriñar mis pensamientos, la del conductor se difuminaba en el retrovisor. Viré el rostro hacia un lado: poca gente sentada, puestos vacíos, espaldares rotos como heridas infectadas; el rechinar de metales, el crujir de viejas soldaduras, el bailoteo del viejo armatoste. Mientras, el motor se quejaba por las frecuentes paradas y arranques. En el cruce con la avenida Paseo Caroní, ese beso se extinguiría por un nuevo ajetreo, el de carros que no conocen del tránsito congestionado ni mucho menos de luces de semáforos, el de niños y su eterna venta de periódicos que al menos dan cuenta de la luz roja y el de centros comerciales apabullados entre sí. Pero antes, el autobús transitó por la urbanización, viniendo y volviendo, una y otra vez; y la universidad volvía contigo, a nuestras charlas sin sentido, sin importancia, que consumían las horas y el tiempo no dejaba de ir y venir, como tú, como el autobús que se detenía y arrancaba, mecía a los pasajeros en sus puestos, aún no había gente parada; y en clases, escribíamos en papelitos que luego se perdían como huellas sobre arena y continuábamos en casa por teléfono, las horas pasaban, engordaban las cuentas de la cantevé, hasta que las arrecheras de nuestros padres hacían que colgáramos y dejáramos para otro día la continuación de la conversa interrumpida. - 19 -


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Muchas veces te esperé en los pasillos, jardines o salones a los que solías ir, sabía de memoria tus rutinas, tus idas y venidas con tus amigas, te observaba por alguna rendija de ventana, puerta o reja mientras que jugabas a ignorarme y seguías leyendo algún libro de bolsillo o riendo con tus amigas. Me obsesionaba verte, estar a tu lado, sentir tu respiración cerca de mí, quería convertirme en todo lo que te rodeaba, en tus libros para encontrarme con tus ojos, o en banco para apretarme a tus nalgas; o en agua para humedecer tus labios y estrellarme con ellos en un beso mortal. Pero lograbas escaparte de mí, jugando al juego que tú sabes y yo sé pero que los dos no sabemos. El autobús recibía a la última persona. La gente rebosaba: algunos infelices tomados de la puerta endeble, otros recostando sus miembros a otros más, mezclando respiraciones y fluidos. El aire comenzaba a espesar, los sonidos se volvían algarabías y el recuerdo se volvió en aquel forcejeo. Tú me tomabas fuertemente de los hombros y yo empujándote a un lado, intentando dominarte. El bebé del autobús lloraba, quizás por la espeluznante visión de una vieja asida a la baranda del techo, alimentando repugnancias en unos y glorias en otros aquella axila borrascosa. En la tuya, unos vellos comenzaban a juguetear fuera de las minúsculas mangas de tu camisa, yo las sentí, en un - 20 -


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movimiento que pensé podría tumbarte; pero eras fuerte y más bien, fuiste tú quien me dejó en el piso aunque dejaste que me levantara y volviéramos a nuestra íntima lucha. Subía ya por la loma de la ciudad. Al cruzar el puente, la vista hacia aquélla sería hermosa, deslumbrante y, a veces, pretenciosa. Como tú. Ese primer beso no tardaría en darse, seguíamos en nuestra lucha sin sentido, tomándonos, empujándonos, cayéndonos y levantándonos, una y otra vez. Hasta que me diste ese puñetazo que ensangrentó mis labios. Cruzaba la inmensa avenida y el aire comenzaba a ventilar las fauces del autobús, la brisa se colaba por las innumerables hendijas y acariciaba mis cabellos; como tus dedos cuando, finalmente, te dominé y quedaste atrapada entre la pared y yo, jugando a los magos o a los fantasmas para fundirnos en el concreto o traspasarlo, convertirnos en aire mientras que la pared se negaba a engullirnos como realmente queríamos. Te besé y no te quedó otra que besarme. Querías seguir con el juego de la lucha, porque seguías empujando y arañando suavemente, tus dedos halaban mis cabellos, o se cerraban en puño y me golpeaban, o empujaban mis hombros hacia atrás. Pero yo no quería seguir con la lucha, mis labios querían juguetear con los tuyos y no hacías más que aparentar que no querías. - 21 -


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Suspiré justo cuando el autobús se detuvo en mi parada. El chofer no se dio cuenta que faltaron cien bolívares en mi pasaje. II Casi este mismo recorrido lo haría mi padre en su momento. Por el mismo puente él cruzaría para llegar a la Siderúrgica cuando ésta, junto con otras, comenzaban a parir Puerto Ordaz. Aquella parte del río era sólo monte, me resumía; la gran empresa nacía rodeada de una ruralidad dispareja, paradójica en todo caso. San Félix, al otro lado del río, cobijó a mi padre durante un tiempo y yo, como cosas del destino, buscaba cobijarme en ella: salir de este lado sin sentido, sin cuerpo y sin alma. Allá, al cruzar el puente, todo adquiere luz y su calor remienda el corazón envenenado por basuras más basura que la que expulsan las empresas. Muchas veces discutíamos sobre nuestras ciudades en esas largas charlas, aún cuando sabíamos que Ciudad Guayana es una sola. Así te decía, casi en susurro, tan cerca de ti que todo se volvía grande y se mezclaban las imágenes, como aquel cíclope de Cortázar, autor que (nunca me interesó qué libros) siempre releías con pasión; y reías no sé por qué, como tampoco sabía por qué nuestras conversas terminaban en forcejeo y luego, - 22 -


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en beso. Para mí, besarte significaba interpretar ese tedioso teatro donde los telones suben y bajan desesperados, como una arritmia imposible que forzaba a aquellos besos desenfrenados, torpes y dolorosos que no llegaban a nada más que a despedidas furtivas, de huidas, de auxilios, de correr hasta salir de allí, dejando mi corazón embotado y dolorosa la entrepierna. El río Caroní parecía un manto sedoso, en aparente arrullo con la ciudad que separa y divide. Antes, el río mantenía alejada a la ciudad del barullo de las empresas que comenzaban a violentar la tierra y el río Orinoco. Los trabajadores surcaban aquellos montes de antaño para ir y venir, tan sólo algunos campamentos se esparcían alrededor de aquella larga espesura verde y pálida. Yo surco otro monte, de concreto y hormigón, de cielos enfermos y gente malsana. Esto último lo escuché de ti. Siempre me criticabas por ser de este lado de la ciudad mientras yo te desnudaba con la mirada y me hacía el que escuchaba. Luego el forcejo, luego el beso, luego la huida. Nuestro teatro sin fin. Decías que yo tenía algún tipo de problema, pero me seguías restregando tus pieles y olores que me arrebataban el pudor y subía el telón y bajaba y subía... No tenía remedio, decías al fin. Ciudad Guayana tampoco tenía remedio, me decía mi padre de vez en cuando. Puerto Ordaz - 23 -


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crecía desordenadamente siendo una de las mejor planificadas del país. Ignoran que nuestros pueblos y ciudades no los paren las empresas, me decía. Tampoco las petroleras, ahí está Oficina N. 1, léete esa vaina, y mi padre me señalaba el librito de Miguel Otero Silva, una edición para estudiantes que utilicé en la secundaria; sí, lo leí en el liceo, papá; mentí, no lo pude terminar, mis compañeros tuvieron que contarme la historia para la evaluación. Y continuaba su conversa, todos nuestros pueblos, antes de ser pueblos, de tener iglesias y escuelas, antes de ser tan siquiera un pobre caserío, tenían sus bares y tenían sus putas, carajo; se reía ante tal comentario sin contexto, sorbía de su vaso güisquisero, como lo llamaba, y terminaba con aliento tristón, coño, Puerto Ordaz no tuvo sus putas; y nos reíamos los dos. Siempre pensé que mi padre, en su juventud, no tuvo la oportunidad de revolcarse con esas ponzoñosas del placer y sanearlo del distanciamiento con mi madre cuando salió de Oriente para trabajar en la Siderúrgica. Mas ahora, reflexionando en este abismo de tiempo volando en el autobús por encima del río Caroní, pienso que aquel aliento tristón de mi padre era mucho más profundo que lo que en aquel momento identifiqué como un arrepentimiento juvenil. Puerto Ordaz se convirtió en un desastre. Y lo terminará siendo. Por eso, - 24 -


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quizás, tú me criticabas y, por eso, quizás, yo constantemente cruzo el puente. San Félix sí tuvo sus putas. III Cruzado el puente, el autobús daba sus acostumbradas vueltas en San Félix. Bajaría en El Roble y caminaría por una callejuela desconocida, al menos para mí, que nunca pude aprenderme los nombres de estas calles, sólo sabía las referencias que me daba, sigues derecho hasta llegar al bar tal, cruza a la izquierda y luego de dos cuadras cruzas a la derecha (debe haber una peluquería en alguna de las cuatro esquinas); así, sigues hasta encontrar la única casa que tiene un tanque de agua en esa cuadra, esa es mi casa. La casa de ella, una negrita que me deja amarla desaforado y ella a mí sin prejuicios. Con ella no hay teatros, ni forcejeos, ni besos dolorosos y torpes, ni huidas, ni auxilios; sólo un brinco a la cama, frotarme exquisito entre tetas, axilas y nalgas, un roce desesperado de manos y sexos, y penetrarla por las aberturas que tiene su cuerpo ofertado. Y lo mejor de todo, me fía.

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Trazos para un cuento ...y ese es otro cuento que no tiene cuento... José Pérez

primera parte (el fragmento) Estaba leyendo cuando de pronto fui interrumpido por un desplazar de sombras a través de la ventana del cuartico que tengo en la terraza. Mi mirada, cautiva por las palabras impresas, logró captar aquella anomalía de la noche, pero fue después de unos pocos segundos que sentí cierta angustia, cierto dejo por lo que creí ver. Casi por inercia miré el pomo de la puerta, centré mi mirada en él... esperando... pensando en el seguro que no estaba puesto. Y como si obrara en respuesta a mis pensamientos, el picaporte comenzó a girar muy lento, lo suficiente para lanzarme a pasar el seguro. Me levanté y me apoyé en la pared opuesta tratando de convencerme de que era una ilusión. Pero luego, el picaporte bailó ruidoso de un lado a otro, tembló y junto a él, la puerta toda parecía una marejada frenética, animal. Tomé el bate de madera con que solía jugar de niño y esperé a que la puerta cediera. Pero no ocurrió. Repentinamente, la puerta enmudeció aún cerrada. A través de la ventana, - 26 -


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tras una densa oscuridad, estaba allí aquella sombra, contorneándose en la noche. No distinguí su rostro, pero pude sentir su mirada fija en mí, escrutando mi miedo. Luego, desapareció mientras me atacaba la imagen de la reja abierta, mamá preparando su con leche acostumbrado y mi hermanita dormida en su cuna. Otra imagen me paralizó: aquella sombra entrando a la casa. Mas no podía hacer nada, la repentina quietud de la noche me intranquilizaba. Vagué por los parajes de un ilusorio asesinato: mi sala, mi dormitorio, el de mi madre, el de mi hermana. Creo que eso fue lo que me dio el valor para salir del cuartico, entrar a la casa y encerrarla con llave... El sonido que producía el batir de la leche me calmó un poco. Mi mamá, ignorante de todo, se disponía a sorber su con leche como cada noche. La abracé y extrañamente -para ella- le deseé las buenas noches, como si aquello aniquilase por completo el susto que ya comenzaba apaciguarse. Al día siguiente, ya con los nervios repuestos y bajo la protección de una limpia mañana, subí a la terraza tentado por una curiosidad irresistible. Quién iba a pensar que regresaría con un revólver apuntando mi nuca... segunda parte (otro tiempo) Esto lo encontré en la vieja casa. Espaciosa, irresistiblemente blanca, sólo había una señal de vida -o algo que lo indicara-: esto. Vagué por cada rincón, cada fragmento en donde antes colgaban - 27 -


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majestuosos cuadros, cada escondrijo de lo que antes fueron tuberías, cauces de agua y bazofias humanas... Pero no encontré nada más. Aquello me perturbaba, la certeza de que ningún otro indicio me guiaría, dejaba una densa neblina de inquietud ante mis ojos. Tengo esto en mis manos, ya sucio, amarillento, pero no hace sino acrecentar mi angustia y mi curiosidad. Al principio, pensé, creí encontrar algunas respuestas. Pero, lo que encontré fueron más preguntas, más interrogantes. Nunca antes me había sentido tan desolado como ahora, tan minúsculo, inservible, tan desgraciado. Sólo esto. Una ínfima luz que ensombrece aún más mi existencia. Sólo me queda la imaginación... tercera parte (la imaginación) ¿Cómo podría el agresor permanecer en el lugar del hecho por tanto tiempo? ¿Cómo llegó allí? Después de haber estudiado la distribución de las casas y haber probado cada una de las posibles entradas, ¿cómo hizo para que nadie lo viera? Según parece, no hubo intento de llamar a la policía. Estuvo toda la noche escondido en una parte donde nadie pudiera verlo, incluso en la mañana. Es posible que hubiese algunas cajas o alguna manta que haya servido de escondrijo. ¿Por qué esperaría la salida del sol para hacer lo que hizo? Extraño - 28 -


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comportamiento para un delincuente… Lo más intrigante: ¿Qué pasó después? ¿Lo habrá matado? No, no es posible. Si así hubiese pasado, no existiese el fragmento. Entonces, no lo pudo haber matado. Entró con él, lo amordazó y lo tuvo como rehén. Pero, ¿cómo podría alguien escribir lo sucedido bajo tal tensión psicológica y física? La caligrafía podría ser un claro indicio… Y ¿su madre? ¿su hermana? ¿Qué sucedió con ellas? Es posible que las haya matado. Pero, ¿por qué? ¿Qué razón tendría el delincuente? ¿Es que acaso un delincuente razona? ¿Qué buscaba? ¿Dinero? Quizá la violó… Las tomó como rehén para pedir dinero. ¿Y él? ¿Y este fragmento? ¿Acaso sobrevivieron? Me fundiré en especulaciones insanas: 1. El agresor amordaza a toda la familia y demanda dinero por su liberación. 2. El agresor mata desmedidamente a toda la familia en un delirante impulso irrazonable e ilógico, traspasando las fronteras de la cordura. 3. El agresor sólo mata al hijo y a la pequeña. De aquí se puede especular lo siguiente con respecto a la madre: a. El agresor la amordaza y la toma como rehén. b. El agresor la viola y la toma como rehén. c. El agresor la viola. Luego, la mata. - 29 -


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4. El agresor sólo mata a la madre y al hijo. Toma a la niña. 5. … Nota: Por motivos éticos y morales, se dejará hasta aquí la serie de especulaciones por no poder afrontar otras posibilidades que se piensa son infrahumanas e indecibles. cuarta parte (la desolación) ¿Habrá sido el diario de aquel desdichado? De alguna forma, pudo vivir lo suficiente para plasmar lo sucedido y la otra parte se desvaneció y se integró al olvido. ¿O es que acaso ha sido esto un mero cuento, una burda e insolente narración de alguna mente inquieta? ¿Me estaré sobrepasando en mis especulaciones? ¿Estaré sufriendo esta tragicomedia por una historieta barata? ¿Y si éste es el último suspiro de alguien que sabía estaba destinado a morir en manos de un desalmado? Escribió su historia y no pudo culminarla sino en el otro mundo. ¿Cómo saberlo? Viviré y moriré con esta angustia, lo que habrá pasado será cosa del vacío, de la nada, de la sin memoria. Sólo quedará la sombra de este papel, de este fragmento que he encontrado en esta vieja casa, que me ha suspendido en el tiempo, en un revólver apuntando la nuca de alguien y que eternamente seguirá así. ¡Pobre desdichado! Hasta en los fantasmales aires - 30 -


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del olvido te tendrán apuntando con esa arma, con la incertidumbre de lo que pasará. ¡Pobre de mí! Que no podré nunca saber tu historia. Sólo me queda la imaginación... quinta y última parte (lo que en verdad ocurrió) ...Me zafé y pude arrebatarle el arma. Mi agresor comenzó a huir porque yo estaba dispuesto a dispararle y, esta vez, no tendría piedad. Entre la persecución y el forcejeo, escuché a mi mamá que gritó: ¡La comida está servida! Disparé y un chorro de agua empapó a mi primo que cayó al suelo. Le dije que nunca podría conmigo, él sonrió, se levantó y nos preparamos para comer nuestro desayuno… Fin de… Justificación impropia: por lo terrible y pobre que ha resultado este ¿cuento? el autor ha considerado justificarse para no rayar en el ridículo ante el lector. ¿acaso servirá de algo? de cualquier forma, el asunto es que una página en blanco es siempre un dolor de cabeza y cuando se tiene sólo un escuálido fragmento (el fragmento) mal elaborado y la pereza sobrepasa los límites, no queda más remedio que zafarse de una vez de este ¿trazo para un cuento? fácil hubiese sido echarlo a la basura, pero como saben, este escribidor no sería capaz de tan feliz solución. excúseme lector por tal infamia… - 31 -


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Variaciones sobre el micropaís

Soy profesor universitario en la Universidad Nacional del Orinoco de Ciudad Guayana. Enseño física en la escuela de ingeniería, ya próximo a jubilarme. A ese nivel de la carrera, se agrupan los estudiantes de todas las especialidades para ver las cátedras de física, matemática y química, las materias básicas, así que uno tiene más o menos ponderado la clase de estudiantes que hacen vida en la universidad. Llegas a conocer sus manías, sus primeras ideas revolucionarias (como buen universitario), el comportamiento general y los ves como una masa homogénea, como un banco de peces sorteando las corrientes del mar. Me es difícil discriminar a cada cual, aún teniendo su ficha, aún teniendo su récord académico en mis manos, se me hace casi imposible saber de alguien específico y menos si ese alguien entraba a mis clases hace tres semestres atrás. No, no es tanto tiempo, pero tenga en cuenta que mis clases siempre entran más de cuarenta estudiantes, añádele, además, las cuatro secciones que me tocan. Ya es difícil evaluar a tanta cantidad de estudiantes, escuchar cada inquietud, - 32 -


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cada pregunta, cada excusa. Le digo en serio, es un trabajo difícil. Me imagino que es un trabajo difícil, y que el profesor de física haya dicho lo difícil que es acordarse de algún estudiante. Pero, créame, ese no fue cualquier estudiante, al menos para él. Yo vi clases con el profesor hace cuatro o cinco semestres, no recuerdo muy bien, lo cierto es que comencé a trabajar como ayundatía con él hace tres semestres. Fui buena estudiante, la mejor de la clase, me convertí, vamos a decirlo así, en su consentida, pero tampoco tan así, eran exageraciones de las demás. Mis amigas bromeaban que tenía loquito al profesor, otras sentían envidia, celos y me guardaban rencor, claro, pensaban que con lo que le sobraba de cuerpo, iban a rellenar el vacío de su mente, pero el profesor no comía cuento. Además, el profesor nunca gustó de las estudiantes, me consta. A mí, que no soy especialmente fea y tengo un cuerpo que no está tan mal, como puede ver, nunca me hizo nada ni se pasó de la raya conmigo. No recuerdo bien el momento, lo cierto es que el profesor me ofreció trabajar con él como asistente y preparadora. Acepté feliz porque, además de gustarme mucho la física, creo que me había enamorado de él. No sé cómo creen que voy a recordar a algún cliente, por dios, a veces ni siquiera les veo las caras - 33 -


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por estar metida entre sus piernas chupándoles el pipe. Disculpe, sé que prometí nada de vulgaridades. ¿Cómo se dice entonces? Haciéndoles sexo oral, gracias ¡ja, ja!. Mira, muchos jóvenes (para mí son todos estudiantes) se aventuran a venir acá a Castillito, algunos para vernos como si fuéramos raros de circo, otros nos buscan únicamente por el sexo oral, saben que nosotras lo hacemos mejor que cualquier mujer, por algo también tenemos miembro; muy pocos, casi ninguno, al menos que yo recuerde, vienen para tener relaciones sexuales, anales claro. Para estos servicios, siempre vienen adultos, viejos, hombres casados, algunos importantes como empresarios y políticos. Sabes, esos que han pasado toda su vida tirándose la misma chocha de siempre y vienen a probar algo diferente, digamos, con un sabor distinto. Pero, fíjate, recuerdo algo de ese estudiante, sí. Todas hablaban de él luego de lo que pasó. Demás está decirle que lo que pasó nos echó a perder el negocio, al menos por un tiempo, la poli se la pasaba cada rato por la avenida, cuando jamás lo hacía. Fue un tiempo en la que muchas pasamos por vainas. Pero nunca lo conocí, como le dije, tantos clientes una no se acuerda de nadie, claro, hay algunos que son clientes fijos y que más o menos una los conoce, pero en general todos son como rostros nublados. Como profesor siempre se está susceptible ante - 34 -


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agravios de estudiantes e, incluso, de colegas. A ver, durante estos tres últimos semestres he recibido de todo: insultos públicos, cartas amenazadoras, me han acuchillado los cauchos del carro, telefoneaban a mi hogar con el objeto de asustar a mi ex-esposa e hija; afortunadamente, no ha pasado a mayores consecuencias y es que uno se llega a acostumbrar, los estudiantes amedrentan pero no son más que ladridos al aire. Verá, los estudiantes universitarios (no todos, claro, pero sí un importante número que me permite generalizar) sienten que su vida pende del valor de una nota, como si aquello alimentara su existencia, ¿me explico? Hay estudiantes que, para aprobar la materia o aumentar su nota (ellos saben que por las unidades de crédito de las materias básicas podrán obtener un alto índice académico si aprueban con la mayor nota), me ofrecen una botella de güisqui (Old Parr es mi preferida); algunas muchachas me sugieren la realización de lo que universalmente se le conoce como “operación colchón” que, según la idea que me he creado de dicha operación (demás está decirles que considero que es una práctica inmoral y de falta de ética, aunque muchos colegas la hagan común) abarca todas las variantes del sexo que puede haber entre un hombre y una mujer. Recuerdo el cuento de un colega (desconozco quién será, sólo fue rumor de pasillos y cafés) que le pidió a una estudiante que lo - 35 -


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golpeara suavemente en sus nalgas mientras se introducía en el ano uno de esos artefactos de autoestimulación. ¡Qué horror, ¿no?! Pero bueno, eso es lo más sano que le puedo contar, comparado con otros desafueros y fantasías sexuales de mis colegas. Claro, muchos son sólo rumores. Respecto al caso que me menciona, creo recordar algo, sí, un estudiante que asistió a mi clase y que dicen tenía problemas psicológicos, creo que venía de un entorno familiar desajustado, ¿saben a lo que me refiero? y que, bueno, como muchos, se comportó como un delincuente ante una nota que, me imagino, le pareció exigua, quiero decir una mala nota. Algo supe, creo haberlo escuchado hace poco en conversaciones de pasillo, que fue asesinado, que encontraron el cuerpo en un basurero en Castillito ¿no es cierto? Ah, pobre muchacho, con toda una vida por delante. Tenía toda una vida por delante, no era un mal muchacho, siempre me buscaba, junto a su grupo de estudio, para que lo ayudara con algún problema o alguna pregunta en particular. Sobre física, claro. Llegué a entablar cierta amistad con él, ¿sí me entiende? En fin, siempre era él quien sobresalía porque era el más ansioso, siempre era él quien me llamaba, el que me buscaba, ávido por resolver cuanto problema de física conseguía. Llegué, incluso, a pensar (¡ay, qué ingenua!) que yo le - 36 -


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gustaba, que estaba enamorado de mí, pero no qué va. ¿Qué tipo de problemas me llevaba? Bueno, sobre teoría electromagnética, ecuaciones de Maxwell, sabes, eso de que dos polos opuestos se atraen e iguales se repelen, esas leyes formuladas por Coulomb hace tres siglos y que vinieron a explicar tan sencillamente la complejidad de las relaciones humanas. Bueno, por allí iba la cosa, por esos temas. Un día fue para mi casa, solo, por un problema que lo tenía desvelado, apenas había dormido, tenía que ver con la radiación de las estrellas y su interpretación como una luz del pasado; las luces que vemos en el cielo, me dijo, se produjeron hace miles de años. Ahora que lo recuerdo, no fue un problema sino ganas de hablar sobre el tema con alguien y, me imagino, pensó, que quién mejor que conmigo. Dijo algo como que la humanidad es ciega ante los eventos del universo, que capaz que la destrucción del mundo había comenzado, que puede que esté en curso, y la humanidad ni enterada. Ay, yo lo que hacía era reírme y él al final también. Ahora que lo pienso, su obsesión era sobre el espacio y tiempo, luz y pensamiento (las seis dimensiones del universo, según me dijo) y su constante, cómo llamarlo, “amoldamiento”, esa constante acción y reacción donde todo tiene que ver con todo y que estamos tan cerrados en las tres dimensiones del espacio y la - 37 -


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del tiempo, que nos cegamos ante otras posibilidades dimensionales, como la luz y el pensamiento; entonces dejamos de percibir la verdad de todo, que todo influye en todo y que el principio es el mismo fin... Disculpe, me dejé llevar un poco por estas, cómo diría, vagas ideas, pero puede que explique algo, no sé, de lo que sucede en este caso. ¿Mi cierta amistad con él? Bueno, eso es algo más personal, más íntimo... Pero si sirve de algo contarlo, ese mismo día me salió con otro problema. Tenía que ver con algo de la propagación de las ondas electromagnéticas a través del mar, no lo recuerdo bien, lo que sí recuerdo es que fue una pregunta sencilla y que se respondía al tener bien claro la naturaleza de estas ondas y su forma de propagación. Pero entonces, me salió con un poema, de un poeta margariteño, me dijo; Pereira, Gustavo Pereira creo recordar, y resultó ser un poema de amor; ah, bueno, la cosa fue que caí y terminamos haciendo el amor en el sofá de mi casa y mis padres dormidos en su cuarto, se podrá imaginar. Claro, no fue amor aquello, fue puro sexo, desesperado, rápido y desinteresado, pero me gustó así, sabes, sin ataduras. Creo que esa fue la última vez que lo vi con vida. La Chichi luego me contó, después de hablar con todas las niñas, que ese muchacho no había sido cliente de nadie, ninguna lo había visto antes, todas - 38 -


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suponen (y así se lo dijimos a la poli) que era la primera vez que venía y, además, solo. Ay, pobre ingenuo, ¡niño cómo coño se te ocurrió venir solo a esta boca de lobo! Supongo que quería que nadie se enterara, la mayoría de los clientes adultos vienen solos, con carros propios o alquilados, sólo los jóvenes se vienen en grupo, a jodernos la paciencia o a una orgía de mamadas. Claro, hay otras que también trabajan por acá, pero son muy pocas y nosotras somos las que controlamos esta parte. ¿Mi trabajo? Ay, niño, creo que te he contado todo ya, vengo todas las noches, a golpe de medianoche, a ofrecerme, pues. Muchas lo hacen porque le hace falta la pasta para sobrevivir, yo lo hago porque me gusta, no te lo puedo negar. Me gusta que me cojan, disculpa, tener relaciones sexuales. Me gusta cómo los hombres me descubren, soy como un tercer sexo, sabes, ni hombre ni mujer; me encanta cómo ellos se asombran cuando me ven el miembro, la mayoría de los hombres no lo tocan o simplemente lo ignoran; hay otros que sí, que mientras me penetran por detrás me lo acarician y hasta me hacen la paja, disculpa, me masturban. Pero nunca se los pido, me lo hacen porque quieren, yo acabo igual. Yo lo disfruto y, además, cobro por eso. ¿Me da para vivir? Claro, niño, me basta y me sobra, no te imaginas cuántos hombres vienen cada noche. ¿Lo que hago durante el día? Bueno, tengo mi vida, - 39 -


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mi otra vida, nada más tengo que decir al respecto. Es difícil recordar en donde me encontraba esa noche, fue hace algún tiempo ya. Vivo solo desde hace cuatro años, ya mi hija era lo suficientemente mayor para comprender ciertas situaciones matrimoniales, y pude divorciarme de Isabel y mudarme a un apartamento en la Churuata para estar cerca de la universidad. Así que no tengo a nadie quien pueda dar reparo del lugar en donde me encontraba esa noche, generalmente me quedo solo en el apartamento, leyendo o viendo la televisión si hay algún programa que valga la pena (sólo veo Discovery Channel, A&E Mundo, los canales deportivos y de noticias, no son muchos en realidad). Si no, me quedo leyendo un buen libro, novelas preferiblemente aunque de vez en cuando leo sobre otros temas, algún libro de Stephen Hawking (es uno de mis favoritos) o de Chomsky. De novelas leo de todo un poco, me encanta la ciencia-ficción, Bradbury, Asimov, Arthur C. Clark, Stanislaw Lem (sólo los clásicos); leo mucho a Arturo Pérez-Reverte, a Antonio Muñoz Molina, a Roberto Bolaño, la serie detectivesca de Vázquez Moltalbán. A Ernesto Sábato, claro, también lo leo. La verdad es que no salgo mucho en las noches desde que me divorcié. Es atrevido de su parte involucrarme en un hecho así. Soy profesor universitario, todos mis colegas pueden dar fe de mi - 40 -


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excelente reputación, además, no tenía nada en contra de ese muchacho, muchos estudiantes, como le dije, tienden a asumir comportamientos delictivos, hombre claro, bajo un contexto permisible, es decir, son jugarretas, berrinches, llámelo como usted quiera, pero si yo matara por esas razones, media universidad se quedaría sin estudiantes, ¡ja, ja, ja! Disculpe, es que esta sinrazón me causa algo de risa. El profesor tiene sus manías, sabe. Todos los profesores tienen algo, como un punto débil si prefiere llamarlo así. Los estudiantes, parte de nuestra tarea, créame, es dar con ese puntico débil para tener, cómo llamarlo, un refuerzo, un as debajo de la manga, un plan B. Creo que ese estudiante le había encontrado ese punto débil al profesor, esa maña, esa manía En las mañanas estoy en mi casa, no le puedo dar mi dirección, porque la poli, en uno de esos arranques de locura que tiene de vez en cuando, puede llegarme a la casa, mientras descanso y adiós conmigo. No salgo durante el día, las compras las hago ya al atardecer, a veces voy a un café, pero generalmente me encierro en mi casa, no soy de esas que se la pasan cambinbeando por ahí. Yo me cuido, me maquillo únicamente para venir a trabajar, uso ropa normal y no ésta tan extravagante que me encanta usarla pero sólo aquí, - 41 -


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nunca mezclo estas dos formas de mi vida, en la mañana soy una y en la noche soy otra, es que en Puerto Ordaz, niño, la gente no está preparada para alguien como yo, como nosotras. Es atrevido de su parte involucrarme en un hecho así, no tengo absolutamente nada que ver con ese muchacho ni con ninguno de mis clientes, que sólo son eso y yo, sólo un cuerpo para ellos. No es verdad que ese estudiante había descubierto, como usted dijo, alguna manía mía, algún punto débil. En todo caso, todos tenemos un punto débil, pero me parece una aseveración atrevida porque intenta involucrarme (¿incriminarme?) en el asesinato de ese muchacho. Disculpe, pero no hablaré más del asunto. Sí, el punto débil del profesor, sabes, él es un hombre muy recto, demasiado correcto, demasiado aislado en su mundo académico que ni siquiera conmigo, que he sido la más cercana a él, se ha comportado de otra forma que no sea del estricto profesor. No, no es normal, demasiada rectitud asusta y te da qué pensar, ¿me explico?, esa clase de personas tienen su lado oscuro, su doble vida, acuérdese, espacio, tiempo, luz y pensamiento. Ahora que lo ha deducido, dudo mucho que usted lo haya deducido solo, y no es una ofensa sólo que siempre hay un tercero que da un poco de luz al asunto. Ay, todo ha sido una mala comedia, no sé - 42 -


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cómo ese estudiante descubrió, usando sus palabras, mi punto débil, esta vida que llevo cada noche, alejada de aquella otra que me reprime y me encarcela y no deja que sea la que soy en verdad, ésta que usted ve y que disfruto y hago disfrutar. Aquel niño quiso aprovecharse de eso, ¿me entiende?, el muy desgraciado era muy ambicioso, quería volar por lo alto. Digamos, que lo ayudé, que le di alas para que volara bien arriba de nosotros ¡ja, ja, ja! Disculpe, es que toda esta historia me causa algo de risa...

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La habitación contigua

Su nieta llegaba de la universidad. Después de una larga temporada en clases, volvía a casa, a pasar apenas algunas semanas con sus abuelos, su única familia; luego viajaba a conocer lugares y gente, más tarde retornaba a su universidad. Siempre esperaba ese momento, ¿verdad, viejo? Digo, en el que ella llegaba a casa y se quedaba un tiempo. Cuando sus manos, amargadas por las manchas de un millar de lunares escupidos alrededor de los grises ramales de sus venas, comenzaban a temblar encima de su máquina de escribir, sabía que ya la nieta estaba en camino, ¿no es así, viejito? ¿No te llegaba la sensación de que ya es tiempo, como que ya le toca venir a casa? Lo sabía, lo presentía y cuando escuche a Negro ladrar frente a la puerta principal, estará seguro de que será ella. Se sintió un suspiro cuando el carro aparcó en el garaje, nada que ver con los rugidos salvajes de los autos de antaño ¿no, viejo? Como aquel Buick que ostentaba la vanidosa cualidad de llamar la atención por donde pasara con un rugido estridente: la gente lo miraba, daba igual si por admiración o para recordarle a su madre con - 44 -


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la seña grotesca del dedo, y es que la olvidaba a menudo, digo a su madre, tanto tiempo atrás que se había ido. Se asoma por la ventana de su estudio para verla salir del carro, era el único momento en que la máquina de escribir, ya en huesos, sentía celos; no importan los años, esos sentimientos siempre se mantienen jóvenes. Tenía que verla bajar, primero el pie, zapatos de goma blancos, con una orilla gris alrededor de la suela, sus medias pequeñas hasta los tobillos, sus piernas blancas, sus rodillas rosadas y luego su rostro, la puerta del carro siempre cubría aquella parte intermedia del cuerpo, bien sabios son estos modelos, no vaya a ser que el viejo se infarte por verla toda de un solo golpe. Porque le corre el corazón, ¿verdad, viejo? Y la tembladera y el sudor, siempre es así, ¿no, viejito? Negro también se emociona, brinca por todos lados y ladra desesperado, pero es un perro y ellos siempre se emocionan por eventos como éstos. ¿Cómo explicar tu emoción, viejo? Dirá que no lo sabe si alguien se lo pregunta. Es mi nieta, cómo no me voy a emocionar. Se entiende, ¿no? Al verla entrar a la casa, vuelve a sentarse frente a su máquina de escribir, teclea garabatos, total lo que desea es que se escuchen esos golpeteos secos, que anuncian la entrega total a su trabajo. La nieta entra a su estudio, es la única que tiene el derecho de hacerlo sin antes tocar la puerta, Negro se - 45 -


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enternece por la imagen de la nieta abrazando a su abuelo, después de una larga temporada de ausencia. Lo que no observa el perro es la tenue nubecilla que envuelve a estas dos generaciones que se abrazan por el encuentro, una neblina azulenca que termina arremolinándose en las cuencas nasales del abuelo. Es su olor, digo el olor de ella, aún cuando se sabe que los olores no gozan de algún tipo de bruma visible. Es así como el abuelo supo que el viaje ha sido largo, que ha llevado sol y sentido calor, que le hace falta un baño o al menos cambiarse de ropa, que lo último comido por ella fue una hamburguesa con un té frío. Ella se vuelve y sale del estudio. Él se queda pensativo, mirando la máquina de escribir que le remira los ojos, si es que por alguna parte tendrá un par; intenta retornar a su trabajo, pero sus manos ya no las controla, ¿aún tienes ese corazón palpitando peligrosamente fuerte, viejito? Le cuesta un poco respirar. Mira hacia el techo, ve las manchas viejas, las texturas, la palidez de antaño de la madera y vigas de acero, comienza a recorrerlos, a seguir aquellos caminos abstractos. Negro también observa, imitándolo. ¿Así controlas tu taquicardia, no viejo? Comienza a calmarse. Regresa al golpeteo en su máquina de escribir, gran amiga de antaño, pero que ahora, y a cada visita de la nieta, se vuelve recelosa, como viscosa - 46 -


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cuando intenta escribir algo. Entonces, la palabras no salen, ¿no viejo? Lo que imprime la máquina de escribir en la hoja amarillenta son puros garabatos, letras sueltas o palabras sin sentido, ¿te está jugando una broma, viejito? Pero el anciano la ignora, escucha una lejana puerta cerrarse y eso llama su atención. ¿Es el cuarto de tu nieta, viejo? Sabe bien que sí. Reconoce, de todos los crujidos de las puertas de la casa, la de su nieta. Vuelve otra vez la taquicardia, el sudor comienza a recorrer su frente y mejillas, la máquina de escribir con su ceño ardiendo. Se levanta. ¿Hacia dónde te diriges, viejito? Lo sabe perfectamente bien. Es sólo pasar a su habitación, abrir el clóset, encerrarse allí y despegar cuidadosamente una pequeña cerámica a mitad de la pared. Dejar que un rayo de luz estimule sus retinas con la imagen de su nieta, en la habitación contigua, en su intimidad.

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Aproximaciones

Salió de la oficina con cierto desdén. La tarde caía adormecida sobre la ciudad, la soledad invocaba la pesadumbre, todo parecía una mala fotografía. Salió y sin levantar la mirada buscó la parada de autobuses. Los carros pasaban lentos. Los taxis transitaban con cierta pesadez. Ningún autobús se asomaba en ninguno de los sentidos de la carretera. Aquellos fueron los únicos momentos en que levantó la mirada y luego siguió con su rostro bajo, como abandonado por algún pensamiento ¿nostálgico? ¿acaso triste? ¿o sólo pensaba en nada? Será difícil saberlo, uno observa y piensa que pudiera traer consigo alguna profunda contradicción en su interior, alguna guerra librándose dentro de ella (¿se mencionó que era una mujer?), algún viaje a tiempos remotos donde todo parecía mejor o, al menos, y ahora lo sabe, pudo hacerlo mejor. Lo cierto es que parecía abstraída de todo a su alrededor. Un autobús se detuvo justo frente de ella y la puerta abrió con un chillido metálico y viejo. Subió y buscó acomodo al lado de una ventana. Silencios y sombras eran los pasajeros - 48 -


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de ese transporte colectivo. Ni los gritos del colector buscando clientes pudieron despejar aquel silencio que ella sentía. Bastaba con mirarla para saberlo. El autobús siguió su camino, los vaivenes de sus paradas y arranques, los chillidos metálicos, los susurros lejanos de la ciudad entera. Apenas se dio cuenta de aquél a su lado. Le hablaba en una jerga poco comprensible. Un olor rancio de alcohol la mareó, la expresión del sujeto parecía violenta. Sintió una puntada a su costado, algo punzante le presionaba la cadera. Apenas pudo entender las palabras “teléfono” y “dinero”, apenas pudo ver el brillo fugaz que reflejó el cuchillo. Tomó ambas cosas y se las entregó, sin estar segura del porqué, sin estar segura si era esa la petición. El sujeto tomó lo que le daba ella, lo guardó junto con el cuchillo y pidió su parada al colector. Ella vio la sombra moverse hasta perderse tras la puerta chirriante. Volteó a su ventana, en cuya pantalla se transmitía la vida de la ciudad con su carrera sin sentido. Esperaba llegar a casa pronto y cerró los ojos. Seguía sintiendo una puntada a su costado.

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Cuatro breves brevarios Los sin rostros (en colaboración ficticia con Eduardo Galeano) ...y fue que una mañana amanecieron sin rostros, éstos se desprendieron de sus caras y salieron aleteando como mariposas gigantes cubriendo gran parte de un cielo que no volvería a amanecer. los sin rostros levantaban sus brazos esperando atajar alguno y cubrían las tierras de un suelo que no volvería a reverdecer. *** Labiopicao A él, cuando ella lo besó, los labios se le cuartearon, se le resecaron y le salieron llagas. De allí su sobrenombre, Labiopicao. Andaba de casa en casa, pidiendo algo de comida con su bemba hinchada y sanguinolenta. Pero era feliz. Le recordaba siempre ese momento en que ella le chupó los labios, yéndose luego sonriente, como quien hiciera una picardía infantil. *** - 50 -


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La Iglesia Un vagabundo observó, en la iglesia de la Virgen del Valle de Villa Brasil, un letrero que reza: “Ayudamos a los más necesitados”. Ya de noche y con el estómago gruñéndole, fue a solicitar la ayuda ofrecida. –¿Tendrán algo qué comer o pa’abrigarme? –dijo, luego de sobrevivir a la formalísima presentación. –Sí tenemos –le responde alguien– ¿lugar de residencia? –San Félix –le dice, por responderle algo. –Sólo atendemos a los que viven en esta parroquia, hasta luego. Tuvo que irse a dormir con las estrellas como techo y la oscuridad como abrigo. Hoy, adorna la página de crónica roja de los diarios vespertinos. *** La cola y el tiempo La cola seguía larga y lenta. Al llegar, la taquilla estaba cerrada. Debes venir mañana media hora antes, le dijo alguien. Así fue. Pero no alcanzó la taquilla abierta. Fue entonces al día siguiente otra media hora antes. La cola larga y lenta. La taquilla - 51 -


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cerrada. Y así cada día fue a hacer su cola, cada vez una media hora antes, hasta que las horas se fundieron con las del día anterior y continuó así, superando el tiempo por varios días anteriores al siguiente que debía encontrar la taquilla abierta.

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Cuando no se espera nada más

El niño pegó un brinco cuando escuchó el feliz grito del otro que lo buscaba ansiosamente. Comenzó a correr para llegar primero a la taima. Otros niños salían de sus escondites, trazaban ese camino que los libraba de esa opresión que nace cuando se está escondido. La algarabía infantil alimentaba la noche moribunda, fría, apática y las pocas gentes de aquella se llenaban de ese sonido, de ese teatral juego con que los niños se divertían. -Las noches son tan estériles -dijo alguna doña a alguien o quizás a ella misma- Mi Juancho estaría en este momento armando un cachivache o arreglando algo que esté partío, pero estuviese haciendo algo. Pa’él, las noches eran desperdicios de sueños y soledades. -¿Y por qué dice eso, mi doña? -preguntó una voz, tal vez la de ella misma. -Mira a esos niños. Desperdician su vida en juegos inútiles -la doña se escuchaba triste, mecida por la nostalgia- No saben hacé ná’de provecho. Podía ver una vez más, a su Juancho, caminando de un lado a otro, buscando qué hacer, - 53 -


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qué reparar. Sus pasos resonaban por toda la casa y eran como su canción de cuna, se dejaba llevar por el ritmo monótono de sus pisadas y soñaba con una gran orquesta de pies y pasos, de alpargatas y cantos. Se despertaba y comenzaba a cocinar, “Juancho debe estar hambriento”, siempre se decía. Pero él salía muy temprano y no regresaba hasta la hora del dormir, cuando sus pisadas eran la llave para entrar a un sueño posible. Otras miradas no veían nada más que aquella mujer y sus pensamientos fluían cual caudal brioso. Los niños seguían alborotando la noche y la doña se retiró a su rancho de zinc. -¿Quién es ese Juancho? -preguntó alguien. -No es nadie -contestó una voz perdida- ella nunca ha tenido marío ni familiar alguno y mucho menos hijos. La doña se acostó, dejándose envolver por aquellas pisadas, su canción de cuna, su Juancho que llegaba en la noche y quehacer buscaba.

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La solitaria cresta del mar A Fernando, por darme la oportunidad de volver a soñar y a Jacklyn, por las mismas razones

El día en que el hombre soñó por primera vez con el mar, fue el día en que nació su hijo. Los dolores de parto habían comenzado días atrás, pero las contracciones llegaron de golpe la noche del sábado, mientras la mujer observaba algún programa de televisión. El hombre no estaba en casa para aquel momento y cuando llegó, ya las contracciones se repetían a intervalos de 7 minutos. Cualquier otra pareja estaría feliz por el acontecimiento; para ellos, sin embargo, fue tan similar a un estado de angustia que rayaba en alarma. Faltaba aún una semana para cumplir las 38 de embarazo y realizar la cesárea que sin mucha facilidad habían programado; no cabía la posibilidad, al menos en las mentes de este hombre y esta mujer, de que su bebé naciera bajo un parto natural, al parecer por recomendaciones médicas, pero si se escarbaba dentro del corazón de la mujer, se podía encontrar con que ella así lo había - 55 -


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decidido. Esa extraña alarma, se acentuó al no recibir respuesta de su doctor, luego de las primeras y no últimas llamadas de esa noche. Ante tanta llamada infructuosa a su doctor, decidieron salir a la noche hacia la clínica G. donde estaba pautada la cesárea; la mujer ya tenía su maleta lista, la del bebé, la de su esposo y la de su otro hijo, que en ese momento dormía en casa de sus abuelos, después de exigir y rogar enérgicamente como sólo un niño de ocho años sabe hacerlo; quién sabe cómo este niño, anticipándose a estos acontecimientos, supo dejar solos al hombre y a la mujer resolver eso de traer a su hermano menor a este mundo. La entrada a la emergencia de la clínica G. se encontraba cerrada con una cadena de aluminio y sendos candados, el sitio parecía abandonado y la noche oprimía los alrededores de soledad. Es que este lugar es peligroso, pensó la mujer. No alcanzó a decirlo, el hombre ya estaba repitiendo las mismas palabras. Los dolores de las contracciones continuaban periódicas, cada vez más dolorosas. El hombre tocó un timbre a un costado de la emergencia, una minúscula araña salió despavorida, quizás imaginando cómo alguien, en una real emergencia, podrá presionar aquel estropajo de timbre. Una enfermera se acercó y sin abrir los candados le preguntó al hombre si ya había - 56 -


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contactado a su doctor; todavía no me he podido comunicar con él, pero déjenos entrar y seguiremos intentando, dijo aquel hombre que ya se le comenzaba a dibujar un semblante de honda preocupación; no puedo dejarles entrar si no está su doctor, le respondió la enfermera tras la puerta encadenada de la emergencia. Extrañado, el hombre subió su mirada y observó el inmenso letrero que rezaba en rojo “Emergencia 24 horas”. Rogó a la enfermera; no puedo hacer nada por ustedes sin su doctor, finalizó la enfermera aquel sombrío encuentro. Siguieron sin rumbo por la desnudez de las avenidas y calles de la ciudad. Pocos ruidos, pocos movimientos, poca vida a esas horas de la madrugada. La mujer ocupada en soportar las contracciones, susurrándole a su bebé algún ruego, alguna solicitud de piedad, algo se podrá lograr si al menos se intenta, siempre pensaba. Mientras manejaba, el hombre seguía llamando al teléfono personal de su doctor, sin respuesta alguna. Pensaba en el episodio anterior, la desidia teñía la noche de una espesa oscuridad sin vida. Decidieron en silencio ir a la clínica F., que se encontraba a pocos kilómetros de allí. Ninguno se imaginó que en ese lugar no conseguirían otra cosa distinta a pesadillas.

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No puedes, desde el punto de vista físico, parir, recordó la mujer lo que una vez le dijo su doctor. No entendió, como tampoco entendía en ese instante, lo que quería decir el doctor con su punto de vista físico, lo cierto es que jamás pensó que podría parir aquél bebé: hace casi nueve años, la mujer había parido a su primer hijo, cuando cumplía las 26 semanas de embarazo, un alumbramiento que pudo haber sido un aborto, si no fuera porque el bebé sobrevivió y creció sano y necio como cualquier loco bajito. Con aquel recuerdo sin nostalgia, impregnado de traumas (que la llevaron a la decisión de querer, casi desear, aquella cesárea que traería a su segundo bebé), llegó la mujer junto a su esposo a la clínica F. El hombre recordará los minutos en aquella clínica como los peores de su vida. Su mujer puede parir en cualquier momento, le dijo el médico de guardia. Antes de aquella sentencia amenazadora, le había preguntado por su empresa de seguro, pregunta que tienen que hacer para dar la bienvenida a los visitantes enfermos que dan su paseo por la emergencia. Las cuestiones sobre empresas de seguro y clínicas saltaban fuera de la comprensión de este hombre que sólo esperaba a su bebé, un acontecimiento tan de rutina para muchos, considerando la ciudad donde se encontraban, donde diariamente estos pequeños - 58 -


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milagros sucedían sin penas ni glorias. Para él, este pequeño milagro que esperaba se tornaba atribulado, con más penas y pocas glorias. La empresa de seguro no aceptó la emergencia de esta pareja; es mejor que pagues por todo y después te arreglas con tu seguro, gordo, le dijo una muchacha despeinada por el trasnocho de su guardia. Un parto natural aquí cuesta unos doce palos, cariño, continuó la muchacha de la clínica, y la cesárea está en catorce. El hombre pensó en los únicos ahorros que tenían, que apenas representaban una ínfima parte de esos valores que la trasnochada le informaba. El hombre, ante aquellas cifras, ante el desvarío de su seguro, ante la impotencia que medraba sus nervios, soltó una frase que consideró trillada, incluso al momento de decirla, pero fue la mejor que consiguió para desahogar su frustración; no puedo creer que esto me esté pasando a mi, dijo el hombre; la trasnochada y el médico de guardia cruzaron miradas y pensaron que habían entrado en el mundo almidonado y exagerado de los culebrones y melodramas de la televisión, sintieron ganas de crear mayor drama a la escena. Esos fueron los momentos en que las primeras lágrimas de desesperación rodaron por el rostro del hombre. Él se dirigió hacia su esposa con aquel nudo en la garganta, y le dijo algo que necesitaba decir - 59 -


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desde hacía algún tiempo; amor, ya no sé qué hacer, dijo rompiendo en llanto. Tanta planificación, tanto ahorrar el poco dinero que pudieron reunir para aquella cesárea en la clínica G. para terminar ante la incomprensión de un mundo donde el resolver aquellos asuntos misteriosos entre las empresas de seguro y las clínicas, privaban la ocurrencia de ese pequeño milagro que tanto ansiaban este hombre y esta mujer. Salieron de allí, tal como salieron de su casa horas antes, con las contracciones más dolorosas, más repetitivas, abriéndose el camino para el nacimiento del bebé; con aquella frase lapidaria y amenazante del médico de guardia, “esta mujer puede parir en cualquier momento”, el trauma del nacimiento del primer hijo, la impotencia del hombre y la soledad negra de aquella ciudad, que dormía dando la espalda, indiferente. Sollozando en silencio, el hombre manejó hasta el hospital público, buscando que ocurriese aquel pequeño milagro. El hospital público estaba desierto. Esa madrugada sin luna, llena de sombras y soledad, alimentaba el miedo, incluso ese miedo irreal a lo desconocido. Los alrededores silenciosos, eructaban de vez en cuando sonidos extraños y en cualquier rincón, oscuro, parecía estar escondida alguna - 60 -


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forma acechante y amenazadora. La emergencia no era menos lúgubre, muy pocas personas se apostaban allí, sentadas en el suelo, acostadas en herrumbrosos esqueletos de lo que fueron colchones o en mantas roídas por el tiempo o por las ratas, igual da si fuera por lo uno o por lo otro. Pase al quinto piso, les dijo alguien al observar a la mujer embarazada. Los parajes solitarios de aquella edificación parecían un laberinto, tuvieron que devolverse a preguntar cómo se llegaba a ese quinto piso, otra voz les dio pista del camino. Siguieron avanzando entre neblinas de oscuridad, tanta soledad oprimía aquellos corazones, la mujer esperaba que al menos el de su bebé se encontrara tranquilo. Consiguieron el único ascensor del lugar, un armatoste que daba la impresión de querer encerrar a cualquiera que se atreviese a utilizarlo. Mientras subían dentro de ese cubo de metal, como a punto de desbaratarse, tosco en su movimiento vertical, la impotencia sobrevino en ambos y lloraron una vez más abrazados; una minúscula lagartija los observaba desde el techo, pareció entristecerse por aquella pareja que se abrazaba con fuerza, pues movía la cabeza de un lado a otro; se fue por alguna hendija, seguramente a llorar también por ellos. Llegaron al quinto piso y los pasillos parecían iguales, silenciosos, llenos de sombras, algunos cuerpos sin rostros tirados en el - 61 -


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suelo, conciliando algún sueño o pesadilla, esperando algo o a alguien. Ningún doctor o enfermera apareció por aquellos predios sanitarios. Al llegar a maternidad, la imagen seguía de pesadilla, de mala película de terror, una soledad inquebrantable, tan densa que hacían que la pareja caminara despacio, como llevando un gran peso en los hombros. Tocaron una puerta y luego de algunos minutos apareció alguien con una bata azulenca de quirófano. Lo que dijo terminó de quebrar el ánimo decaído del hombre; no puedes estar aquí, dijo, salga y espere allá afuera. La mujer se quedó con aquella persona, enfermera o médico, no lo sabían con seguridad, el hombre pensó que sería la última vez que vería a su esposa hasta el alumbramiento. Lloró una vez más mientras le decía a su esposa la más simple y profunda frase que pueden decirse los esposos; te amo, le dijo sin mirarla a la cara. Se retiró, tal como le dijo aquella desconocida. Minutos más tarde, la mujer salió con una pasividad tan inusual pero a la vez tan propia que confundió al hombre; volvamos a casa, amor, dijo la mujer, tengo cuatro centímetros de dilatación y aún falta mucho tiempo para que el bebé nazca; por ahora no hay nada más qué hacer, culminó la mujer bajando la mirada. Y tanto que se había hecho para una cesárea, una cirugía tan simple como escabrosa y que aún así, ella había decidido hacerla con tal - 62 -


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convicción que aquella forma natural de nacer del ser humano la consideraba como la peor de las torturas humanas. Por eso, la mujer al decir lo que está a punto de decirle al hombre, puso un semblante de indiscutible resignación pero con gran firmeza y valentía; si tengo que parir, dijo, pues pariré a mi bebé. Se fueron a casa, lejos de aquel edificio de pesadilla, lejos de aquella tiniebla urbana que llamaba más a la muerte que a la vida pero que, sin embargo, les había dado el único momento de paz y tranquilidad en esa madrugada de mal sueño. Ellos ya lo sabían. Sabían que el trabajo de parto podía durar horas, que esa frase amenazadora dicha por el médico de guardia, “puede parir en cualquier momento”, sólo se dan en las malas películas rosas. Que cualquier cesárea puede realizarse hasta el último momento del parto. Lo sabían, pero de nada servía aquel conocimiento en esos momentos que trastocaban la realidad sumiéndola en algo más parecido a la desesperanza. Aquella resignación y valentía de la mujer pronto se esfumarían, las contracciones seguían cada vez más fuertes y comenzaba a amanecer. El hombre seguía insistente en su intento por localizar a su doctor, que aún no respondía ni daba señales de vida. La mujer sólo dijo lo que podía decir en aquel momento; amor, sácame este bebé, le dijo al hombre entre sollozos y retorciéndose por el dolor. Lloraron - 63 -


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ambos una vez más. Al amanecer, el hombre continuó con las llamadas. Era tal su desconcierto que dudó por instantes si el doctor realmente existía, si realmente existió. Ya con el sol asomándose en el horizonte, salieron a la ciudad amanecida, esta vez a la clínica H., donde se encontraba el consultorio; si no me responde a mí, pensó el hombre, deberá responder a su clínica. Con la luz del sol asomándose en el horizonte, en la clínica H. no preguntaron por seguros ni cartas avales, al menos no en esos primeros minutos. Las enfermeras de guardia intentaron comunicarse con su doctor, sin éxito. La pareja esperaba a que la mañana se situara en una hora más noble, con tanto anhelo que las horas caprichosas caminaban lentas. Todo fue estéril. Médicos desconocidos, doctores desconocidos, enfermeras desconocidas. Así fueron llegando a la sala de emergencia. Una voz suelta, finalmente, dio la orden de llevar a la mujer al quirófano a la ansiada cesárea. Parecía extraño, luego de tal noche, la sencillez de aquella orden y su acatamiento. Mientras la llevaban al quirófano, largos minutos después, por aquellos médicos y doctores desconocidos, la mujer quedó tan dormida que no sintió nada de lo que le hicieron. Sólo abrió los ojos - 64 -


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para ver a su bebé que ya llevaba varios minutos llorando sus primeras lágrimas. Mientras veía a su mujer entrar al quirófano, el cansancio derrumbó al hombre. Se sentó y nunca supo cuánto tiempo pasó hasta escuchar el llanto de su bebé, que inundó la sala de emergencia. Sintió un oleaje lento y calmo sobre su cuerpo; el mar, pensó o soñó, un oleaje que pasaba de un estado tan vertiginoso, tan de tormenta o viento enfurecido, a uno apenas perceptible, un leve ir y venir que parecía acurrucarlo; sintió que algo culminaba, que algo iniciaba y lo primero que le vino a la memoria fueron los versos de un poema. Recordó ese poema de Gustavo Pereira, pero nunca pudo entender por qué lo recordó en ese momento. La solitaria cresta del mar, recitó en silencio mientras seguía escuchando el llanto que se impregnó en toda la sala de emergencia; La solitaria cresta del mar / apura su último sorbo de sol. Mientras escuchaba el llanto de su hijo, lloró una vez más, apurando aquel último sorbo de sol que acababa de ponerse en el alba; sintió que despertaba de un sueño sólo para iniciar otro.

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Ventanas Imagino lo que ven los ojos del viejo cuando la observa. Una vaga mirada cálida cuando ella pasa a su lado y con una sonrisa lo saluda y, luego, una mirada como soñadora, de un querer, un desear casi juvenil, así como tú me dices que me veo cuando te observo y te deseo. Casi percibo la nostalgia escondida tras esa mirada, sus recuerdos renuevan la oquedad de sus ojos, como una lumbre en caverna y le devuelven a sus manchadas manos de tantas arrugas y lunares milenarios, el tacto con su piel, cuando se dejaba que otras manos la limpiasen y bañasen, cuando apenas susurraba algún sonido intangible, cuando usaba sus brazos y piernas en un intento de gateo involuntario y precoz. Su mirada divaga por aquellos momentos con la bebé de sus viejos compadres, aquella pequeñez regordeta que más de una vez vomitó su hombro y cagó sus pantalones, con maliciosa ternura, como un primer jugueteo con él y sus intimidades. Y ahora volvían, cuando aquella sonrisa lo saludaba al bajar de las escaleras del edificio (él sentado en su escritorio de vigilancia) y luego dejaba que, en su caminar hacia la salida, sus anchas caderas casi desnudas (abrazadas por un jean obstinado en caerse dejando en su suaves vaivenes, un trazo –a - 66 -


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veces blanca, otras negras, moradas– de su ropa interior), hicieran el resto en él. Y es cuando su mirada cambia, cuando recorre sus contornos traseros, subiendo por la delicada curva de su espalda (también casi desnuda por la diminuta franela que siempre lleva) con blanquísimos vellos marcando un camino querido de transitar. Nunca había visto al viejo vigilante con tales rostros, él siempre inexpresivo, sentado en su escritorio observando a la gente con marcada indiferencia y garabateando en algún crucigrama de periódico. La pesadez de su cuerpo gordo y largo lo desgana, convierte sus pasos en lentos y dolorosos movimientos... un pie tras otro... sus piernas casi ayudadas por sus manos para que se levantaran una tras otra, en un compás viejo, desarticulado, cansino. Sólo lo he visto sentado tras su escritorio, pero imagino ese andar. Así como lo que oculta cuando la ve. A veces, ella se sienta en su escritorio y deja que el viejo le observe los rollitos de su vientre y su ombligo custodiado por unos vellos que se pierden debajo del jean que insiste en caerse. Entablan una pequeñísima conversación de cómo están tus padres, bien vale, y las clases, chévere bueno chaito, chao. Y meneaba aquel culo sobre la mirada del viejo y él pensaba en sus manos dándole palmaditas, tal como una vez le habrá dado cuando bebé, ese - 67 -


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recuerdo guardado hacía tantos años. Casi diecisiete, si no calculo mal. Ella, apenas entraba a la universidad, así que debían ser unos diecisiete años desde que el viejo vigilante jugueteaba con ella y bebía con sus viejos compadres. El rostro del viejo resucitaba en cada encuentro con ella, con su cuerpo, con sus nalgas que manchan su mirada y lo ciegan, lo enmudecen, lo ensordecen e incomodan su entrepierna: un ademán grotesco, de esfuerzo doloroso e inhumano, cuando intenta colocar en mejor posición su verga reanimada después de una larga y silenciosa muerte, que el resto de las mujeres que siempre desfilan ante él, no han podido reanimar. Ella no recuerda sus palmaditas, tal como lo recordará él. Sin embargo, sabe de él, sabe de la compadrería con sus padres en un antaño y, por supuesto, sabe de la fiesta de su entrepierna cuando ella se le presenta. Esto, claro, lo noto en su rostro: una carita aún de bebé, puesta en ese cuello de mujer, en esos hombros de mujer, con esos pechos de mujer, con su sonrisita alentadora, sus movimientos cazando miradas, su cuerpo que sabe manejar y domina a su antojo. Ella fantasea con las fantasías que crea en él. Se le ve en sus ojitos verdosos y vivaces. Juega con su pelo aunque no sea eso lo que hace arder al viejo. Ella lo sabe. Sabe que son sus nalguitas amoldadas por el jean que no - 68 -


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termina de caerse, ese culo que da violentas sacudidas al caminar, dejando estela, flotando en las miradas sedientas de ese bamboleo que devora. Por eso, en una ocasión, mientras mantenían sus rápidas conversaciones de mi papá está trabajando, ah y tú mamá, bien en la casa, y cómo te va, chévere hay un profesor que esto y lo otro; ella se voltea, ofreciéndole su espalda que el viejo observa y degusta con lentitud. Ella, sentada en el escritorio mirando al vacío, dándole tiempo. Él se baña en ese segmento de piel que deja libre la minúscula franela. Aquel sutil trazo de vellos, casi imperceptibles, lo invita a mirar más abajo, donde la piel se abre y se pliega y se convierte en oscuridad deseada, en hoyuelo negro, umbral de sus nalgas apretujadas por ese jean que, coño, no termina de caerse. El viejo y su mirada desvanecen finalmente al pantalón, la ve sentarse sobre sus rodillas de espalda a él, la franelilla también desvanecida y un brillo de sudor encegueciéndolo; el ademán grotesco, se acomoda en la silla del escritorio; ella comenzando su menear, sus despabilados vaivenes que cubren la rama marchita del viejo, lo envuelven en una tibia humedad, y la oscuridad de sus nalgas rozando con el estómago gigantesco y un vientecillo cálido comienza a juguetear con los pelos que lo cubren, y sube un olor denso, asfixiante; vuelve acomodarse en su - 69 -


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silla, ésta se queja adolorida, ella mirando al frente, al vacío; él observando aquel contorneo de sus caderas, el lomo sinuoso como felino asechando, su pelo pegado a sus hombros, él toma, bebe con sus manos aquella piel húmeda, caliente, moviéndose a un ritmo que él no puede controlar; ella finalmente se levanta, da media vuelta para ofrecerle su sonrisa de despedida y se pierde tras la salida del edificio. Él se acomoda en su silla que vuelve a quejarse, se limpia el rostro con un pañuelo y comienza a garabatear en algún crucigrama de periódico...

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Manuel Vásquez Carmona

(Ciudad Guayana, Venezuela. 1980) Intento de escritor. Fue miembro fundador del Grupo Literario Rendija, co-editor de los libros XXXI Hojas de Otoño de la

poeta Daniela Saidman y de la edición artesanal de la Antología de dicho grupo (ambos publicados en el 2003). Algunos de sus textos han sido publicado en las páginas web de la Sala de Arte de SIDOR, Venezuela Analítica y Arte Literal. En

medios impresos ha publicado en el Correo del Caroní, El Diario de Guayana y

en la Edición Aniversaria N° 25 de la revista CosmoGuayana. En el 2013 fue incluido en el libro Antología sin fin de la Escuela Literaria del Sur.


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