La Palanca 19

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LA PALANCA 19 INVIERNO 2011 #

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LA PALANCA 19 INVIERNO 2011 #

Presentación: Ricardo Piglia, apunta un idea sobre la escritura: «La amplitud de posibilidades va a tener incidencia en la construcción de un sistema narrativo». La novela se convierte así, en el espacio idóneo para generar universos imaginativos que nos permiten ir más allá de lo estrictamente real, o para ahondar en las complejidades de la vida humana: toda novela es una posibilidad abierta que implica tres voluntades: los deseos del autor, la energía autónoma del relato y la complicidad de la lectura. Partiendo de tales supuestos, decidimos abordar la idea de novela desde distintos frentes: una conversación con el autor de La ciudad ausente y de Blanco nocturno, donde desentraña algunas señales de sus planteamientos narrativos; un par de lecturas acompañadas sobre la obra de Juan Marsé y Pierre Michon; y una selección de novelistas mexicanos contemporáneos que, en una suerte de confesión literaria, nos cuentan las incidencias en la escritura de su primera novela. No podemos esquivar la pena ni el vacío que implica el fallecimiento de Daniel Sada, probablemente «il miglior fabbro» de la novela mexicana reciente. Al escritor y al maestro dedicamos el silencio que abrazó nuestro entusiasmo y la dicha que sólo el trabajo pudo restituir. Por último, pero siguiendo en una travesía conjunta, presentamos la controversial, cómica y estridente obra de Carlos Pérez Bucio, convencidos —como afirma Hermann Broch en La muerte de Virgilio— que: «El arte genuino rompe los confines, los atraviesa y va por nuevos, hasta entonces desconocidos ámbitos del alma, de la vista, de la expresión, penetra en lo originario, en lo inmediato, en lo real». Este número le debe su planeación y congruencia a la mirada pertinente de Geney Beltrán Félix.

Índice: Alfonso Macedo José Mariano Leyva Verónica Murguía Gonzalo Ortega y Carlos Pérez Bucio Luis Felipe Pérez Sánchez Yuri Herrera Héctor Iván González Eduardo Montagner Paulette Jonguitud Acosta

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3. 10. 13. 15. 22. 26. 28. 32. 35.

Los mundos posibles de Ricardo Piglia Enojos que hacen novelas La primera vez Demasiado viejo para ser underground Una rubia llamada Teresa Sobre el trajín de la mirada Situación Michon Los lectores y las confidencias Un golem enmohecido


LA PALANCA director general

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la realización de este proyecto:

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LA PALANCA, ANO 15, # 19 INVIERNO 2011 I

Agradecemos profundamente el apoyo y entusiasmo para

LA PALANCA es una publicación trimestral editada por

Pablo Fernando Mayans Islas / Mina Editorial. Almendro #107, Fracc. Campestre El Álamo, Cp. 42181, Mineral de la Reforma, Hidalgo. Editor responsable: Pablo Fernando Mayans Islas, lapalanca@yahoo.com http://issuu.com/lapalanca Número de certificado de reserva de derechos al uso exclusivo del título: 04-2011-040512095100-102 Número de registro de ISSN: en trámite. Ambos otorgados por: Instituto Nacional del Derecho de Autor. Número de certificado de licitud de título: en trámite. Número de certificado de licitud de contenido: en trámite. Ambos otorgados por: Comisión Calificadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas de la Secretaría de Gobernación. Permiso sepomex: en trámite.

LA PALANCA se terminó de imprimir, en diciembre de 2011,

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Para más información sobre la obra de Carlos Pérez Bucio: www.livingartroom.com/carlos_perezbucio

en los talleres de: Offset Santiago, S.A. de C.V. Rio San Joaquín, 436, Col. Ampliación Granada, Cp. 11520. México D.F. Para su composición se utilizaron tipos de la familia Century Schoolbook. La tipografía y el logotipo de LA PALANCA son BD PLAKATBAU del Buro Destruct: www.typedifferent.com Los textos y el arte aquí publicados son responsabilidad de sus autores. Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido sin la previa autorización por escrito de los editores. © 2011 TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS Esta revista es producida gracias al Programa “Edmundo Valadés” de Apoyo a la Edición de Revistas Independientes 2011, del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes.

r  Carlos Pérez Bucio, Bla bla bla, pierre noire, tinta y letras transferibles / papel, 32X24 cm. 2011. Portada: Carlos Pérez Bucio, Niñera, pastel, 42X32 cm. 2010.

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Alfonso Macedo

Los mundos posibles de Ricardo Piglia

Me ha citado a la una de la tarde, después de dedicarse al trabajo creativo de la mañana, como acostumbra desde hace años, según lo he leído en alguna entrevista. Toco el timbre y unos minutos después me recibe Emilio Renzi, quien va de salida. Me indica el nivel y el número del departamento de esa calle de Marcelo T. de Alvear que está tan cerca de la Avenida Santa Fe y del Grand Splendid, ese antiguo teatro que ahora funciona como librería y que ha sido el lugar de las acciones de “El espectro” de Horacio Quiroga. Ricardo Piglia nos abre la puerta de su departamento, nos ofrece agua y té, que sirve sobre una mesa minimalista que funciona como un escritorio provisional. La estancia es amplia; hay unos cuantos muebles —el departamento es el estudio-laboratorio del escritor—; destaca un ancho librero que llega hasta la ventana del extremo y al que no me atrevo a consultar. Frente al librero se encuentra una reproducción de una de las imágenes clásicas de La naranja mecánica: el joven Alex DeLarge que mira al espectador de modo amenazador, mucho tiempo antes del trabajo de manipulación e integración a la sociedad al que será sometido por las fuerzas policiales. Mientras saco la grabadora, Claudia, mi esposa, fotografía a Piglia en el momento en que lo mira revisando el ejemplar de Rulfo que acabo de obsequiarle: se trata de un volumen con fotografías del autor de Pedro Páramo que tomó en Hidalgo y otros estados durante los años previos a la publicación de su novela y su volumen de cuentos: ruinas de haciendas, paisajes, niños corriendo… Piglia pone atención a la primera imagen: se ve de lejos al joven Juan Rulfo, al pie de un árbol. A su vez, el escritor argentino me regala un ejemplar de Cuentos morales, la antología que publicó para Espasa y luego para Planeta, obra inhallable en México, como toda la obra de Juan José Saer, reducido, editorialmente, al Cono Sur. Tengo ese material únicamente en fotocopias, le comento a Piglia. Así, le agradezco la dedicatoria. Renzi ha vuelto y se sienta cerca de la ventana, alejado de la mesa: lo veo atento, dispuesto a la polémica.

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Alfonso Macedo: En una entrevista concedida a Marithelma Costa en el 86, en Hispamérica, publicada posteriormente en Crítica y ficción, usted menciona a Steve Ratliff como su mentor literario; sin embargo, después, en otra entrevista, en 1993, con Edmundo Magaña, para La jornada semanal, usted afirma que Ratliff es un personaje ficcional. ¿Esto se debe a la estrategia narrativa de construir una figura de escritor? ¿O es una necesidad de transitar entre la ficción y la autobiografía? Ricardo Piglia: No. Bueno, por un lado, uno puede decir que la figura de Ratliff la podemos entender como alguien que ha tenido importancia en mi formación: lo que me motivó a trabajar sobre Ratliff es la idea de que él condensa para mí la literatura norteamericana, de modo que no importa si el personaje es real o no. No importa si el personaje existió o no existió porque quizá uno puede también imaginar mucha gente que se condensa sencillamente en la figura de Ratliff; lo que yo trataba en cierto sentido de elaborar a partir de él, digamos, es esa relación que yo tengo desde hace muchos años con alguien que tuve, sobre todo en unos años, en una época, con la literatura norteamericana. Funciona de esa manera. AM: Yo veo una relación entre Ratliff y Stephen Stevensen. Pienso que forma parte de un cambio en su poética y ahora que usted habla sobre este personaje que representaría la literatura estadounidense… RP: Un diálogo con la literatura norteamericana. Entonces como ese diálogo es un tanto abstracto, muchas veces ese diálogo se materializa, a veces es una figura real y a veces es una figura imaginaria; entonces, para mí es importante que esas relaciones con las tradiciones múltiples aparezcan a veces encarnadas en personas reales, en sujetos con los cuales uno puede mantener un diálogo con la tradición. AM: Y por eso Stevensen representa la línea británica. RP: Un poco, también ahí se representan mis

relaciones con el género del diario. Por lo que yo recuerdo, Stevensen está obsesionado por la relación entre lo que escribe en un diario y lo que sucede en la realidad, que es una experiencia que todos tenemos cuando escribimos un diario, registrar un diario es una escritura extraña en relación a los acontecimientos. Yo lo he dicho muchas veces, uno a veces registra en un diario hechos que luego no recuerda, cosas que eran muy importantes en el momento en que uno las anotó en el diario y sin embargo uno no las recuerda hasta que no las lee, y a la inversa: cosas que para uno son muy importantes, muchas veces el diario no registra. Entonces ese tipo de experiencias, ya no con la literatura norteamericana, sino más bien la experiencia con la escritura, durante muchos años, de un diario, de pronto se convierte en una ficción y se materializa en un sujeto. Eso es un poco lo que yo puedo decir sobre ese tema. Es tan válido lo que yo digo como lo que puede decir cualquier otro, pero la idea sería trabajar con algunos personajes o algunos sujetos a partir de los cuales es posible establecer un diálogo con cierto tipo de experiencia personal. En un caso, la literatura norteamericana; en otro caso, la escritura de un diario. AM: Por eso, quizá, usted habla, en una carta con Sergio Waisman, sobre las citas: él tenía una duda sobre las citas y usted le dijo: “Una cita habría que pensarla como el señor Melville, como el señor Freud”, y me parece que ahí se produce un juego muy inquietante en relación con la intertextualidad. RP: Yo tiendo a distanciarme de la noción de intertextualidad como un camino de la crítica que busca siempre rastros de otros textos; más bien tiendo a pensar en lo que decíamos ahí, en el sentido de pensar las relaciones con textos ya leídos, con el espíritu con que uno recuerda a los viejos amigos, momentos de la vida de uno que a veces están encarnados en personas reales y a veces están encarnados en sujetos con los que uno tiene una relación muy intensa pero imaginaria, como es el caso de Melville, que forman parte de la experiencia de todos nosotros pero a la vez son sujetos ajenos.

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AM: Es posible que eso también se pueda relacionar con Macedonio Fernández, sobre todo por el trabajo de investigación que usted ha realizado, tomando en cuenta su intención de darle una nueva significación a su obra, por ejemplo, la entrada “Complot” en el Diccionario de la Novela de Macedonio Fernández, donde se habla de que el complot “funciona en la oposición de existencias posibles que encierra cada uno de los espacios”. Toda esta relación se puede, de alguna forma, ubicar dentro de un género, como el fantástico. Y en ese sentido, mi pregunta es: ¿se puede hacer una relación entre La ciudad ausente y La sonámbula? RP: Sí. Yo creo que La sonámbula podría ser un relato de la máquina, podría formar parte de la novela en la medida de que La ciudad ausente es una novela sobre mundos posibles, sobre realidades alternativas, sobre cómo en una ciudad hay muchas ciudades y entonces en un punto uno podría imaginar que La sonámbula es como un desvío del mundo que está presente en La ciudad ausente y de hecho Spiner había leído La ciudad ausente cuando me llamó para ver si escribíamos juntos una película, así que es cierto lo que dices, que La sonámbula está emparentada un poco por la atmósfera del relato, con la novela; aunque no es, desde luego, una adaptación de la novela, pero sí tiene que ver con el espíritu. AM: Sí, por ejemplo, Kluge es el personaje cuyo nombre desapareció de la versión final de La ciudad ausente; es decir: aparecía primero en “Otra novela que comienza”, ¿no es así? RP: ¡Es cierto! No me acordaba de eso. ¿Aparecía ahí? AM: Sí, de acuerdo con lo que he estado buscando sobre ese pretexto; recuerdo que alguien por ahí escribió que es Kluge el nombre de Russo, el nombre original del científico en la novela. RP: No me había dado cuenta. Bueno, no me acordaba.

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AM: Ahí se encuentra la presencia de lo científico. RP: Claro, claro. Ahí tenemos una conexión que está bien. Esto probaría de un modo nuevo, distinto, o abriendo otro camino, esa conexión entra la novela y la película. AM: En “Un cadáver sobre la ciudad”, de Formas breves, usted menciona, en un estilo autobiográfico, que Juan C. Martini Real le mostró una serie de fotos del velorio de Roberto Arlt. Habla de que el féretro, con el cuerpo del escritor, por ser muy grande, no cabía en el pasillo y lo sacaron por la ventana. Esto le generó una molestia a Bolaño, que en un ensayo se queja de que lo anterior solo pasó en su imaginación. RP: Espero que no sea una queja. AM: Es que el estilo… no sé… RP: ¿Él decía que eso no había sido real? AM: Sí, él lo menciona de ese modo, y lo que yo le estaría preguntando sería si no es acaso esto, de alguna forma, una evidencia más del juego entre la realidad y la ficción. RP: Yo supongo que sí. Yo recuerdo, de todas maneras, la situación. Martini Real es un escritor ya muerto, un argentino conocido… AM: De su generación RP: Sí. Y fue un editor importante. Él fue el editor de La muerte y la niña de Onetti, de la primera edición que salió en Corregidor, donde él trabajaba, y yo estaba un día en la oficina de él, en Corregidor, y él me mostró esa foto, de modo que tendríamos que hacer un ejercicio espiritista para traer aquí a Martini Real y también a Bolaño porque también ha muerto. Pero yo creo que, otra vez, eso no importa tanto en la literatura; en otros registros de la realidad eso sí es muy importante, definir el lugar de la verdad: en la política, en la historia… pero me parece que la ficción, justamente, se


define porque no es ni verdadera ni falsa; la ficción es esa indeterminación, que es al mismo tiempo verdadera pero no lo es, es el registro de la ficción que en la literatura encuentra su plano más exigente, y con mayor tradición; en otros campos de la experiencia social no funcionan de esa manera; en ese sentido, yo me separo de las posiciones un poco cínicas de los posmodernos, digamos, por llamarlos así, que quieren ver a la ficción diseminada por todos los espacios, entonces utilizan esta relación entre ficción y no ficción, o entre ficción y realidad, también en la política, como si no hubiera verdad, como si todo fuera, al mismo tiempo, válido; como si todo en el fondo valiera lo mismo. Yo no lo creo, pero creo que la literatura investiga esa relación, nos hace conocer los matices de esa tensión entre la ficción y la realidad, mientras que en el resto de la experiencia social que no es la literatura, esas relaciones son más claras, y las manipulaciones que tienden a producir efectos de la realidad cuando no lo son tienen que ver con la política, los medios… me parece que la literatura es un campo de experimentación de esa relación; entonces, todas esas historias que estamos recuperando acá, si existe o no existió, si la foto existió o no existió, en fin, todo eso, me parece que hace el intento de pedirle a la ficción una respuesta que la ficción no puede dar, porque la ficción es esa indeterminación en el sentido de que nos produce un efecto que es el efecto de suspenso, yo diría… esto que estoy leyendo sucedió o no sucedió, sucedió en un sentido, ¿no? Desde luego, más allá de la existencia de las fotos, se trataba de una metáfora; ­fuera real o no la foto, es una metáfora decir que Arlt sigue ahí, insepulto todavía y en el aire. Si no recuerdo más, podríamos hablar de Bolaño. Bolaño me parece que tenía con respecto a Arlt —porque él decía que hubiera sido mejor que yo en lugar de dedicarme tanto a Arlt me dedicara más a Gombrowicz, cosa que yo hacía por mi lado desde luego—... pero me parece que la relación con Roberto Arlt o Macedonio Fernández son relaciones que fuera de la literatura argentina producen efectos perturbadores. Son escritores difíciles de registrar en la literatura latinoamericana, escritores difíciles de

poner, de clasificar en algún lugar, sobre todo Arlt, pues yo creo que Macedonio cada vez más está ­disputando un espacio a propósito de su relación con Borges… AM: Sí, hay una línea que se opone a lo que usted afirma: la poética de la oralidad, con Arguedas, Rulfo y, por otro lado, la otra poética, la del trópico… RP: Exacto… pero quiero decir que la distancia —o no sé cómo llamarla— de Bolaño y otros escritores amigos, en relación a la literatura argentina, pasa a veces por la particularidad de la circulación de Roberto Arlt, que es un escritor que nosotros valoramos mucho, que solamente nosotros lo valoramos; sólo nosotros decimos con toda naturalidad que Arlt es igual a Borges, pero cuando uno va a Uruguay ya la gente no piensa que Arlt es igual a Borges; las cosas empiezan a cambiar, quiero decir: Arlt es una figura un poco rara… No soy el único, digamos, si uno habla acá con los escritores sobre la potencia y la importancia de Arlt… además Arlt nos salvó de Borges, Arlt nos salvó de Borges porque si solo hubiera sido mundo Borges eso hubiera sido muy sofocante. Entonces Arlt es como una apertura absoluta que, combinando los dos, se podían hacer algunas cosas, como hizo Onetti, como hicieron otros escritores, porque si se quedaba encerrado en ese mundo de Borges, era difícil sobrevivir a ese enclaustramiento borgiano. Así que también la importancia de Arlt tiene que ver con el hecho de cómo los escritores jóvenes que empezaban a escribir en la Argentina se ­enfrentaban con la figura de Borges que estaba ahí como una especie de… AM: De Dios Padre… RP: De ave, sí, no sé… de ave carroñera, no sé… podés poner cualquier imagen, ¿no? Por ejemplo, si uno lee la conversación —que a mí me parece muy anticuada— sobre el libro de Bioy, donde él anota sus conversaciones con Borges, es un libro donde uno ve que la vida, la experiencia que tenían Borges y Bioy era muy cerrada, muy ligada a la Academia de la l­ engua,

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Carlos Pérez Bucio, Las nuevas tecnologías, tinta / papel, 105X100 cm. 2010.

muy ligada a los diarios oficiales, después Borges hacía con eso cosas ­extraordinarias, pero como modelo de vida literaria, era muy cerrado ese mundo. En cambio Arlt es la ciudad, la calle; me parece que por ahí pasa la cuestión. AM: Su relación con el cine ya está bastante documentada; tiene usted un texto sobre el cine en Crítica y ficción; le han hecho algunas entrevistas al respecto. Sin embargo, a mí me gustaría pensar en la posibilidad de ubicar La ciudad ausente dentro de una línea o de una tradición que no sólo incluya la literatura, sino también el cine. En ese sentido, me parece que La ciudad ausente sostiene un diálogo, a

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­ eces evidente, a veces sugerido, implícito, con v Alphaville, con La sonámbula, como usted ya lo afirmó, incluso con Metrópolis. RP: Sin duda. Y con Blade Runner. Por un lado, la relación de toda mi generación y de todos los escritores que tienen, más o menos, mi edad, hemos vivido una relación con el cine muy intensa y hemos tenido un diálogo emotivo con el cine. Se podría hablar de Puig, se podría hablar de Saer, se podría hablar de Bolaño, en fin, muchos escritores hemos tenido con el cine una relación muy continua, y por lo tanto la presencia del cine cada uno habría que encontrarla del mejor modo en que funcionan. En


cierto sentido, me parece que yo he ­buscado en el cine ciertas soluciones que a veces se dan a cuestiones que la literatura se está planteando. Por ejemplo, Godard, siempre me ha parecido un punto de referencia ­importante, porque Godard utiliza de una manera muy particular los textos y las citas en los films; entonces, yo me sentía cerca, imaginariamente, de Godard, sencillamente porque Godard estaba haciendo algo con las narraciones cinematográficas que suponía la inclusión de citas, de estilos que se estaban leyendo. Parecía que por ese lado había una transformación… AM: Y por eso usted lo considera un gran narrador. RP: Uno de los grandes narradores de los años de los que estamos hablando, de modo que las relaciones con el cine deben ser vistas también en modo dinámico, de qué modo la literatura influye en el cine, de qué manera la literatura ha construido espectadores del cine y de qué manera eso ha producido algunos films a los cuales nosotros siempre hemos estado muy atentos, porque no olvidemos que Alphaville juega todo el tiempo alrededor de Borges. Alphaville termina con esa máquina extraña que termina citando textos de Borges. Esos eran los textos que a nosotros nos parecían siempre textos de ruptura donde había cruces entre la literatura y el cine. AM: La cita, precisamente, permite trasladar de un lado a otro; juega mucho con la idea de la permanencia. RP: Exactamente. Entonces, por ese lado yo vería cierto tipo de convicción. A la vez, La ciudad ausente es una novela que fue escrita por mí en el momento justo porque es una novela que pareciera que anticipa… no que anticipa sino que… como el internet… hay máquinas que traducen textos y que los producen, no existían en ese momento. Creo que hubiera sido difícil escribir esa novela ahora porque teníamos que habernos hecho cargo de máquinas que ya no son esas máquinas de narrar que producen textos, sino serían estas

máquinas actuales. Es una novela escrita en el año noventa, cuando estaba empezando a desarrollarse. Entonces, no solamente tiene, me parece, conexión con el cine sino también tiene conexión con los modos en que circulan textos y circulan imágenes en esa ciudad y, posteriormente, en el mundo actual, en esas máquinas múltiples que tenemos donde todo se entrevera. AM: Por eso la imagen tan poderosa del subte en la película y en La ciudad ausente, que atraviesa todo prácticamente. RP: Sí, sí, claro. AM: ¿Qué entiende por el concepto de “literatura fantástica”? RP: Es un concepto muy productivo, como sabemos, construido por Borges para enfrentar la dominante de la literatura realista, para establecer un espacio en el que hacer posible una escritura que no fuera leída con los cánones o criterios de la literatura realista. Ese sería el primer sentido que tienen. Borges se hace cargo de un nombre que viene de la literatura en lengua inglesa y que tiene un sentido distinto en el siglo xix; más bien se habla ahí de vampiros, de fantasmas… es una literatura que se llama literatura fantástica a ese tipo de trabajos más conectados con el terror, con la literatura de horror, aparecidos, puntos después de la muerte, todo ese tipo de historias. En cambio, Borges le da un sentido totalmente conceptual, completamente conceptual más que temático, al género, y construye, alrededor del género, primero, una reacción frente al realismo, y, por lo tanto, una poética de la narración, que es una de las grandes poéticas que se han construido no sólo en América Latina. Ahí es donde él es muy deudor de Macedonio, que es el primero que empieza a construir sus hipótesis en contra del realismo, como camino central de la literatura, no solo en lengua castellana. Primero habría que leerlo en ese sentido, como una colocación de Borges en toda una polémica muy activa en aquel momento, que es: ¿cómo salimos del realismo?,

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es decir, ¿cómo hacemos una literatura que no sea realista y que sea leída como tal y no con los criterios que el realismo impone?, que era el tipo de lectura que recibían los textos de Borges cuando aparecieron, que eran textos que pasaban en lugares rarísimos, que no tenían que ver con la realidad argentina, que eran textos ajenos a las necesidades… Lo leían desde el realismo como un escritor que se escapaba de lo natural, mientras que él decía que el realismo es una forma de narrar y esta es otra forma de narrar. Eso es un poco, me parece, el criterio de lo fantástico, es un criterio que muchos hemos tratado de redefinir y también de mantener esa diferencia en el sentido de que el realismo no es la única manera de hacer literatura, es un género como cualquier otro, eso es lo que Borges viene a decir. Ahora, ¿cómo se puede definir ese procedimiento? ¿Cómo se produce el efecto fantástico? Es una cuestión más compleja que excede, un poco, la posibilidad de la conversación, ahora. Me parece que el paso siguiente sería empezar a ver cuál es el procedimiento que produce el efecto fantástico, en qué consiste; la cuestión de la incertidumbre entre ficción y realidad es un poco el paso que podríamos empezar a dar para definir lo fantástico, mientras que en el realismo esa relación está saldada, solo se narra aquello que se vuelve algo real y por lo tanto lo que se dice puede ser verificado en la realidad y tiende a adelgazar, a hacer casi mínima esa vacilación entre ficción y realidad. Lo fantástico tiende a poner esa relación como un elemento de investigación porque, en definitiva, la pregunta siempre es: ¿pero esto sucede o no? Esto me parece que es la pregunta de lo fantástico. Borges ha hecho trabajos extraordinarios, porque también ahí aparece Borges que está hablando, que habla con Bioy Casares, eso en el mundo de Tlön… así que yo diría: ¿ese Bioy Casares existe o no existe? Ese Borges que va ahí caminando por la ciudad y se encuentra con el Aleph, ¿qué Borges es? AM: Si yo viera algún indicio de la literatura fantástica en su obra, lo puedo ver justamente como algo que, por lo general, se vincula con la crítica social. La crítica literaria toca, por lo

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general, aquellos aspectos de resistencia social en su obra, pero casi no habla de la literatura fantástica salvo unas cuantas excepciones. RP: Es verdad. AM: En ese sentido, sí hay un vínculo mucho más claro entre fantástico y sociedad. Uno puede pensar, con Saúl Sosnowski, por ejemplo, y otros críticos, que ya hay en Borges una mirada crítica a un sistema, a un régimen, pero me parece que todavía no hay una plena conciencia, y ya en usted, en sus obras, sí se alcanza a ver que, incluso, la literatura fantástica cumple una función social. RP: Está muy bien eso, sí. O sea que es así, no solo en mi literatura, ojalá, sino que, en general, no se ha visto –es verdad lo que dices–, no se ha visto en ese tipo de literatura, se le ha visto como pura evasión habitualmente, y sin embargo tiene un carácter muy corrosivo. Así que por ese lado estoy totalmente de acuerdo con tu hipótesis, no debemos circunscribir la intervención de la literatura en lo real solamente en términos de la reproducción fiel de los modos en que la sociedad funciona dentro de la literatura realista, sino que se pueden construir mundos alternativos que son críticas al presente y que eso es una gran tradición, también, de Swift para abajo. AM: Como la sátira, aunque ya no tanto ahora. RP: No, claro, pero funciona en la construcción de un universo imaginario, que en realidad es un modo de criticar o de referirse a cuestiones que pasan en una realidad que está ajena, que no es una realidad directa. Si uno lee una novela donde todo sucede en México, en la Revolución mexicana, esto tiene que ver con una posición sobre la Revolución mexicana, pero si uno lee una novela que sucede en una isla fantástica, como puede ser La invención de Morel, se puede encontrar ahí con observaciones sobre el mundo científico, sobre las manipulaciones científicas, sobre el peso de las imágenes y demás que son un elemento que se podría utilizar para leer también ahí lo social.


José Mariano Leyva

Enojos que hacen novelas

Transformar la rabia en novela supone muchas dificultades. No lo recomiendo. La tensión propia de escribir, viene acompañada de una tirantez extra, provocada por el enfrentamiento. Con los demonios del pasado. Con los supuestos interlocutores. Nerviosismo por elegir, como si de un alegato jurídico se tratara, los argumentos que deben convencer a aquellos que no estuvieron en la trifulca. Que son, por supuesto, la gran mayoría. Para colmo, la argumentación no debe perder jamás sus capacidades poéticas, porque si las pierde, nada tiene que ver con la literatura. La tensión nace en los hombros, se extiende por la espalda, baja por los brazos y obliga a los dedos a aporrear las teclas. El acto de escribir no sirve como escape. Refrenda la realidad. Con este afán, traté de crear el mismo tipo de literatura que a mí me gusta. La que está engarzada con su entorno, con su temporalidad. También intenté reproducir otras estructuras que me fascinan: no dejar misterios abiertos, no sucumbir al deseo de dejarle todo el trabajo a las musas, sino realizar un mapa previo que me indique a dónde quiero llegar. Mapa que, por cierto, se modificó infinidad de veces.1 Otro rasgo pensado y sostenido casi con neurótica testarudez, fue el lenguaje. Creo que hay una razón para haber sucumbido ante esta dificultad. Uno de mis episodios históricos favoritos fue el cambio de siglo de los escritores decadentes —en México, en el mundo––, que va del xix al xx. Aquél grupo de escritores, entre muchas otras propuestas literarias, mezcló temas excesivamente modernos: incestos, zoofilias, asesinatos, refinadas crueldades o el consumo de las drogas del momento —abuelitas de nuestras drogas—, con un lenguaje deliberadamente viejo, incluso para su época. La contraposición es interesante pero apunta hacia un mismo sitio: quejarse del mundo y la época que les había tocado vivir. Con los temas, la idea era exaltar las violentas paradojas que encubrían injusticias e hipocresías de la modernidad. Con el lenguaje, el propósito era renunciar al pragmatismo de la misma época. Nada de un léxico depurado y práctico. Redundancia y arcaísmos eran la queja. El pasado es mejor que el presente era el lema. Así, intenté prolongar la misma diatriba cien años después.2 Aunque también puede ser que sólo sea un nostálgico sin remedio.

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Carlos Pérez Bucio, Ya no los hacen como antes, pierre noire, tinta y letras transferibles / papel, 24X32 cm. 2011. 11

Así, como cualquier lector más o menos avezado se habrá dado cuenta, Imbéciles anónimos (Mondadori, 2011) tiene mucho de alegato histórico. No regresa todo el camino hasta 1901. Se queda en 1968. Y a pesar de ello, no es esta una novela histórica en sus concepciones más conocidas —y probablemente más pueriles—. La parte histórica se construye a partir de la confrontación de aquellos que eran jóvenes en 1968, y los que nacimos en la década de los setenta. En muchos casos, padres e hijos. Entonces, el enojo —generacional, histórico, familiar—, va tomando forma conocida. Una de las ventajas de haber sucumbido a tanta cólera, fue el rescate de la memoria. No porque el 68 y todo lo que significa hubiese perecido en medio del vértigo del presente. Me refiero más bien a una memoria infantil: la manera en que los hijos de aquellos activistas, militantes y revolucionarios, vivimos aquella realidad. La confrontación se prolonga y se entiende que la memoria de uno suele ser el olvido de los otros. De manera inevitable. Hasta hace muy poco, el recuerdo de los niños que éramos no existía, menos aún cuando aquellos adultos estaban tan metidos en cosas de adultos como la ideología o la política, como para pensar en infantes. Dejando de lado la confrontación histórica, apareció otra dificultad sobre el tono de la novela. Aunque más que un problema era un reto: cómo narrar los excesos. Muchos de los episodios del presente en la novela están determinados por un enorme apetito por la plétora. Sexual. De drogas. De vulnerar límites.3 Novelas de excesos he leído como vehemente acólito, y al respecto, hay dos inflexiones que me molestan: la narración moralista —el

e­ xceso es terrible—, y la narración contracultural —el exceso es excelso—. Como en muchas otras elecciones, el tono determina la inclinación. Y en este caso no se trataba de crear un personaje moralista ni contracultural. Es decir, el tono —omnisciente—, no era ofuscado por el tono, creado con todo propósito, de algún personaje en concreto. Respecto a los excesos, declaro que aborrezco el tono aleccionador, tanto en un sentido como en el otro. La idea —moral y narrativa—, era aceptar ciertas desproporciones como algo ineludible y recurrente en muchas personas. Y ya. Nada de que fumar mota te da una comprensión más recóndita de la vida. Nada de que una línea de coca es el principio del tortuoso camino hacia el infierno. Pero insisto: el tono representa personalidades, gustos, incluso estilos de vida. Si un hombre que se ha reventado durante veinte años, decide un día pararle a su tren de vida (porque tiene el hígado color negro, porque ha perdido a sus tres últimas parejas por ello), el menor ofrecimiento alcohólico le parecerá una afrenta. Así, mi novela fue rechazada de una editorial porque el acento en el exceso lo juzgaron como… excesivo. El dictamen del manuscrito señalaba: “me parece que engancha de inmediato, que es interesante, bien escrito, pero otra vez lo sórdido, la dureza, el sexo explícito con tintes grotescos, buscando la náusea.” Al leer aquel dictamen, la duda se cernió sobre el tono que con tanto esfuerzo había cincelado. Pero líneas abajo aparecía el origen de la repulsa: “como apenas estamos empezando esta nueva etapa, y tenemos fama de publicar libros muy de bajos fondos, de suicidas, de


­ rotesta... nos piden que por ahora mantenp gamos una línea más ‘tradicional’ y que más adelante ya vayamos metiendo este tipo de cosas si nos interesan.” No era culpa de nadie. En las ocasiones más afortunadas —y honestas—, tanto los premios como la determinación de editar, son producto de las coincidencias. Los tres jurados que me dieron el premio José Rubén Romero en 2009 por la novela, fueron una estupenda casualidad para mí. Tres jueces distintos tal vez hubieran premiado otra obra. De la misma manera, el hecho de haberme topado con los editores de Random House Mondadori, fue otra feliz casualidad. De gustos y tonos literarios. Mi manuscrito era una copa que me aceptaron, entre otras cosas, porque no tenían cirrosis. Y esta idea de la renuncia al exceso o lo contrario: la aceptación de la plétora por personajes antes moralinos, también aparece en Imbéciles anónimos. Así, me gusta la idea de tomarme a pecho la escritura. A pesar de las dificultades que esto implica, por el momento no lo entiendo de otra manera. En este sentido, resulta inevitable que las tribulaciones de mis personajes sean las mías. Es el caso de muchos escritores, pero el ejemplo más contundente tal vez lo sea el francés Joris Karl Huysmans. El autor que bordeó las riberas del cambio de siglo xix a xx, escribió novelas naturalistas —fue alumno dilecto de Zolá—, escribió la primera novela decadente, ideó novelas satánicas y finalmente, su estilo también probó la novela cristiana. La búsqueda de sus estilos, de sus personajes, era la propia búsqueda de Huysmans, quien después de tanta indagación, como su estilo, terminó siendo oblato en un monasterio de Poitiers.4

En Imbéciles anónimos no hay una búsqueda concreta y única hacia un sitio específico: el satanismo o el cristianismo. Más bien intenté orquestar un coro de voces: un cocainómano conservador, una feminista trasnochada, un homosexual que desea ser heterosexual, un complejo gerontófilo. Distintas opiniones. Diferentes búsquedas. Y en medio del barullo, fomenté mi siguiente dificultad: crear un personaje que se llamara José Mariano Leyva. Uno de los motivos fue provocar la cercanía. Hacer un juego en el que el lector no sepa hasta qué punto es cierto lo que lee. Y tal vez lo conseguí: en más de una de las entrevistas que me hicieron al respecto, me preguntaron con alarma si el asesinato de mi novela había ocurrido en verdad. Por supuesto jamás revelé nada. Eso pondría en peligro la libertad de varios conocidos, lo mismo que echaría por tierra el juego montado. Otra razón fue la necesidad de eliminar al escritor como ente todo poderoso que controla las vidas de sus personajes. Una premisa de la novela es, justamente lo contrario: que los personajes van arruinando la tranquila y segura vida del escritor. Pero la razón más potente para crearme este problema fue, de nuevo, la rabia. La cual es, a veces, tan pujante, tan intransferible, que no poner nuestro nombre en la ficción sería un acto de cobardía. Lo que considero mi generación, mi tiempo, y mi presente como resulta de muchos pasados, me produce irritación. No puedo ocultarlo. No quiero tampoco. Sí: transformar la rabia en novela significa muchas dificultades. No lo recomiendo, pero no me cabe la menor duda de que lo volveré a hacer.

Este asunto de musas y mapas lo emulo de una declaración de Edgar Allan Poe, recogida por su lector más entusiasta: Charles Baudelaire en un ensayo de 1852. 2 El crítico José Joaquín Blanco —él a su vez especialista de los decadentes—, se dio muy bien cuenta de la influencia que los decadentes tienen en mi novela, y lo señaló en la presentación de Imbéciles anónimos. (josejoaquinblanco.blogspot.com/imbecilesanonimos-de-jose-mariano-leyva) 3 Que, a pesar de ubicarse en el presente, pueden ser considerados también un ingrediente característico de una generación, y por lo tanto histórico, al menos a futuro. 4 Hablando de coincidencias, una de las conversaciones más extensas y estimulantes que tuve sobre Huysmans fue con nuestro recién fallecido Daniel Sada, quien a su vez fue uno de los tres jurados del premio Juan Rulfo. 1

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Verónica Murguía

La primera vez

Antes de escribir Auliya, había redactado solamente tres cuentos: uno para niños y dos fantásticos. Nada más. En ese entonces no vivía en un ámbito literario. Para mi familia la lectura no tenía mucho prestigio: leer era, para mis padres, algo necesario para sacar calificaciones decentes y punto. Yo, estaba claro, exageraba. En primer lugar, dejaba la cama sin tender por andar leyendo; leía en la mesa, lo cual se contradecía con los modales que mis padres querían inculcarme y reprobaba todas las materias que no tuvieran que ver con Historia o Español. Más tarde, me relacioné con personas interesadas en la lectura, pero nadie entre mis conocidos acudía a un taller de escritura o hablaba de novelas como algo que pudiera tener relación con el trabajo. Vivía en un mundo de pintores, grabadores y escultores. Ellos leían con placer y curiosidad, pero pocos pensaban, como yo, que en la lectura de una novela estaba una porción de vida pura y concentrada. Así, yo leía como una posesa, pero no sospechaba que uno se pudiera ganar la vida leyendo y escribiendo. Por eso incurrí en muchos negocios y oficios que no tienen que ver con la escritura, como ser maestra de aerobics, locutora o maestra de inglés. Además, yo venía de estudiar Historia, no Letras. Mis escritores favoritos eran historiadores de un estilo exquisito: Arnold Toynbee, Steven Runciman, Geoffrey de Sainte Croix, Georges Duby, Jacques Le Goff y Robert Foissier. Pero mi pasión por el pasado, por razones que no alcanzo a comprender todavía, tiene forma literaria, y es básicamente mentirosa. Yo quería decir. Quería inventar con los datos que los libros me acercaban. En cada anécdota veía la forma de una pregunta o de una parábola: la historia de un monje martirizado por Atila era una puesta en escena de los misterios de la fe; la mudanza de los huesos de San Marcos de Alejandría a Venecia, una revelación de la forma que tomaría el mundo; el nombre del río Tigris se conectaba inmediatamente con el Bestiario del Fisiólogo, en fin, para mí todo era material para sueños y pesadillas. Y como en la unam llevé la materia de Islam y cultura árabe con Vera Yamuni Tarbush y me fasciné con el desierto, poco a poco fui c­ oncibiendo

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—y soñando, pues sueño con aquello que me preocupa— una historia ubicada en lo que ahora es Irak. Un día me senté ante una máquina, sí, una máquina, no una computadora y con el entusiasmo del neófito, comencé mi novela. Redacté las primeras cuarenta cuartillas en la confusión más absoluta. Había leído Los nombres del aire, de Alberto Ruy Sánchez y Galaor, de Hugo Hiriart, y deduje que en México sí se podía hacer lo que yo tenía en mente. Todos los días me sentaba y repasaba la primera cuartilla. A veces añadía un párrafo. Luego me tumbaba a leer Las mil y una noches o La historia de las Cruzadas hasta que el remordimiento me obligaba a levantarme y trabajar en uno de los oficios mencionados antes. Todo era vago e impreciso. Era como querer aprender cetrería, un afán hermoso que seguramente quedaría en suspenso ante los embates de la realidad. Pedí la beca del Fonca y seguí escribiendo. Para cuando la tuve (después de tres intentos), ya con David Huerta, mi esposo, había terminado la larga investigación que el libro me exigió, pues sucede en la Edad Media, en Samarra y el desierto. David me enseñó que la escritura es un oficio, que sentarse como una mula había sido una buena idea y que debía seguir con esa metodología (escribir y leer todos los días). Entonces hice lo mismo de siempre, escribir y leer, pero sin cargo de conciencia. Era y es, por fortuna, mi trabajo. Escribí con placer y terror, un placer inocente, porque no me preguntaba nada acerca del destino del libro, la crítica, la editorial, esas cosas. Terror porque me di cuenta de lo personal y obsesionante que puede la escritura, a pesar de que sostengo que escribir es un oficio como cualquier otro. Me sumergí en el mundo árabe del siglo X, feliz, literalmente persiguiendo al fantasma de un poeta que sí existió y de una beduina que inventé. Leí más y con más libertad. Esto fue antes de la Internet, así que cada dato conseguido era una perla, un pedazo de oro: una canción en tamashek, la lengua de los beduinos, una foto de un antílope, de un tatuaje, de un jerbo, un poema, un cuento, ¡un nombre! Poco a poco fue tomando forma, modelada

gracias a las lecturas, a Don Emilio García Gómez, Miguel Asín Palacios, Borges, Amin Maalouf. Escribía a mano o en computadora, porque la máquina se descompuso sin remedio. La computadora era pequeña, compartida con David. Ahora me asombro al recordar que jamás peleamos por eso, aunque parecía el juego de las sillas musicales: el que se levantaba, perdía su oportunidad y debía esperar a que el otro se fastidiara. La terminé a solas, a mano, en el hotel Los Escudos de Pátzcuaro, adonde huí del teléfono. No necesito aclarar que era otro México, en el que lo peor fue que acabé en un camión semivacío acompañada por un señor borracho que me quería regalar un conejo de peluche. Lo había comprado en la estación y luego le resultó un incordio porque no cupo en la maleta. –Tómelo, mi vida. En el pueblo compro otro. Vea, no cabe. Yo miraba al chofer por el espejo y sonreía como una boba. Luego el borracho se durmió sobre el conejo y yo me bajé como rayo en la plaza. Lo que también debo contar es que me costó mucho trabajo publicar la novela. Perdió varios, bueno, muchos concursos. Se la di a leer a Carlos Fuentes y fue generosísimo: me escribió una carta que me sostuvo cada vez que me dieron con la puerta en las narices. Una vez, en una editorial cuyo nombre no escribiré, me mostraron un dictamen negativo, lleno de faltas de ortografía. Me hundió en un estupor negro. Por suerte, una vez publicada comenzó una especie de vida que ha sido afortunada y gozosa, pues ha tenido buenos lectores en varios idiomas. La leyó un escritor árabe brasileño, llamado Alberto Mussa. Mussa es traductor al portugués de los poetas árabes medievales. En Alemania fue finalista en un concurso de fábulas con tema medieval. Para mí, una especie de examen profesional, que pasé. El alivio de que la investigación estuviera bien hecha fue indescriptible, una forma deliciosa de alegría. Habent sua fata libelli. Tienen su destino los libros. Una verdad del tamaño del aire.

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Demasiado viejo para ser underground:

una charla entre Gonzalo Ortega y Carlos Pérez Bucio

Mi primera pregunta sería, ¿de dónde viene, cómo surge tu interés por la pintura, por el dibujo, cuándo y por qué? Bueno, el acercamiento a la pintura fue a través de los libros, la descubrí en la biblioteca, una pequeña enciclopedia de Bellas Artes que tenía en casa; pero yo creo que lo que más me marcó desde que era niño fue la historieta y la caricatura política. Por alguna razón, me sorprendía más que cualquier otra cosa, los dibujos a tinta de los caricaturistas clásicos de ese entonces. No sé si primero quise ser caricaturista o pintor, pero yo creo que paralelamente fueron creciendo en mí, conforme iba desarrollando mis inquietudes profesionales. Digamos que se puede ver ahí una presencia de esta motivación en las caricaturas, en las viñetas periodísticas, pero hablando un poco de la historia del arte en México encuentras una influencia en los grabadores famosos, desde Posada o Julio Ruelas, todos ellos Sí, seguro. Pues yo creo que sí, los dibujantes de la caricatura de la época de Juárez, después los de la Revolución, por supuesto, Posada, Villasana; el mismo Clemente Orozco fue un excelente caricaturista, y muchos pintores de la escuela mexicana, pintores como Alfredo Zalce, muchos que desarrollaron una faceta satírica de exageración, influenciados por el expresionismo alemán; por supuesto que tengo ahí una influencia y la reclamo y es muy presente. Por eso te mencionaba el caso de Julio Ruelas, porque él tiene un perfil diferente de la época de Posada, pero sigue teniendo como la identidad de los modernos, del artista atormentado; no quiero decir que seas atormentado, pero en tus cuadros siempre hay una cuestión de tensión entre la estética y lo grotesco. Es que hay tantas cosas, de hecho lo grotesco, eso no creo que lo busqué así tal cual, nada más con ganas de poner gratuitamente cosas para chocar a la gente o algo; yo creo que sin ese ingrediente satírico, grotesco, le falta algo a la pintura, como que la siento incompleta, me cuesta mucho trabajo enfocarme en una imagen bella en sí, si es que estamos hablando del cliché de lo que es bello y lo que es feo. Para los que se claven mucho en esta cuestión de las cualidades estéticas, a mí ya se me olvidaron, pero cuando estudiábamos juntos en la unam, en la Academia de San Carlos, me acuerdo que alguna vez nos dijeron que lo grotesco era la mezcla de otras dos cualidades

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estéticas, que pudiera ser lo bello y lo sublime, lo terrible Entonces yo creo que en tus pinturas hay este elemento de lo bello siempre, creo que fundamentalmente hay un sentido estético fuertísimo, una destreza incuestionable en el trazo, en tu capacidad para copiar y en cierto modo hasta un aburrimiento por seguirte por esa línea de la maestría en el trazo y como que te clavas en un mundo más psicológico, simbólico, donde entiendo que confluyen un montón de intereses de lo que va pasando por tu cabeza en un momento Lo simbólico me preocupa para no cagarla, digamos, soy muy cuidadoso en escoger los elementos que pongo, por lo que representan y lo que son capaces de invocar, ciertos elementos: un falo, una vagina, una bandera, por poner ejemplos, un personaje x, soy muy cuidadoso en que no se preste a una lectura fácil y que tampoco sea una manera fácil de resolver la obra, creo que muchos pintores luego se van por la salida fácil, la pintura regalona, así, poner algo muy directo y en cambio pues no, yo prefiero escoger cuidadosamente cada una de esas cosas Pero tú no estás siguiendo un símbolo, o sea si pintas un falo o una vagina tu no estás aludiendo a los diccionarios de símbolos o a una definición rígida, sino que estás aludiendo un poco a tu imaginación, ¿no? a todo lo que te viene a la mente. Sí, por una parte, porque de todos modos cuando, por ejemplo, aparecen elementos sexuales en mi trabajo, generalmente son para distraer un poco del verdadero mensaje del trabajo, pero qué más puedo yo decirte. Mencionabas que la presencia de elementos de shock, como cuestiones sexuales, explícitas, exageradas, caricaturizadas, de alguna manera pueden ser un poco como una primera cortina en la lectura de tus obras y que de alguna manera pueden estar ocultando algún elemento detrás De hecho me preocupa mucho más la política, cosas que ocurren en el ámbito social como el feminismo, el racismo, tantas cosas que están ligadas a los momentos que ocurren en México o en otros países; en su momento, cuando viví en

Francia pues también andaba yo clavado estudiando a la extrema derecha, incluso llegaba a ir a visitar a ciertos políticos de diferentes afiliaciones, y en esa época surgieron obras cuyo tema principal era pues, la diversidad racial, el mestizaje, el comercio solidario y cosas por el estilo, y cuándo aparecían ahí personajes como Napoleón, Le Pen, el musulmán con su verga enorme como símbolo no tanto de la opresión sexual, sino como, yo lo veía, de la dominación de una etnia sobre otra, o poder de venganza, o sea, hay cosas que me preocupan mucho más que la simple puesta en escena de elementos un poco banales. Entonces ¿tu podrías decir que tu obra es una obra con contenido crítico sobre tu momento histórico, social, político? Pues la verdad es que no sé si sea evidente, pero de que me preocupa mucho, sí. Bueno, yo estoy seguro que este cuadro que hiciste con el rostro de Marine Le Pen, en México es difícil que la gente lo ubique, pero si lo muestras en cualquier lugar en Francia, seguramente tendría una lectura inmediata, como es el caso del retrato que hiciste de Gabriel Orozco, seguramente si lo publicas en el Excelsior, mucha gente no va a reconocer su rostro, pero en el ámbito de las artes en México, automáticamente te detiene, entonces digamos que lo político siempre depende del contexto en donde sea mostrado el trabajo. Claro, y también como, tengo por ejemplo obras y series que también se burlan un poco, se pitorrean del mundillo del arte contemporáneo, yo creo que también ahí es válido, porque a fin de cuentas también incluye la política, el mundo del arte; entonces, el tema de las artes, de los artistas, de cómo se maneja el mercado, tampoco me es indiferente, ahí también, en ese tipo de trabajo se evidencian mis opiniones, mis posiciones; que si me pitorreo de tal posición, ojo que tampoco estoy atacando ­expresamente a Gabriel Orozco, es más, ni lo conozco. Pero bueno, también se percibe en tu obra con esto que dices de no necesariamente tomar una actitud demasiado crítica con figuras muy ­definidas w

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Carlos PĂŠrez Bucio, El banquete del cerdo, acuarela, acrĂ­lico y pastel sobre papel, 135X100 cm. 2007.

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Carlos P茅rez Bucio, Puerco Mach铆n y Verga de fuego cotra la generaci贸n de los venados, 贸leo, 80X60 cm. 2011.

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Carlos PĂŠrez Bucio, Buenos genes, pastel sobre papel, 37X27 cm. 2010.

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Carlos PĂŠrez Bucio, El artista carnivoro, acrĂ­lico sobre papel, 121X100 cm. 2009.

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w como Orozco, como Marine Le Pen o quién sea,

Carlos Pérez Bucio, Mundo feo, lápiz graso, tinta, acrílico, collage / papel, 83X105 cm. 2009.

porque tu obra también se mueve en este ámbito entre el gran arte y el arte de una escena alternativa, como un arte un poco underground y creo que es una actitud totalmente consciente, es como tu intención, ¿no?

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Es que además estoy out, como ni estoy en el mainstream y ya estoy demasiado viejo para ser underground... como yo, también hay otros pintores y artistas que andan un poco satelitales, en su mundillo, entonces, me cuesta también trabajo ubicarme y a la gente supongo que también le cuesta trabajo ubicar de dónde viene mi trabajo o hacia dónde va. Pero no se trata de que no estés en el mainstream porque no deberías estar en el mainstream sino porque sencillamente no son el tipo de temas los que se manejan hacia el exterior, no sólo en México, creo que en todo el mundo hay un grupo de artistas que le juegan a esa estética, a esos temas y no son los tuyos, pero no por eso, no... igual no me atrevería ni a situarte en el mainstream pero tampoco como un adolescente en la escena alternativa, pero de alguna manera sí estás como un péndulo, ¿no? en esos ámbitos y entiendo que tienes también ciertos vínculos con artistas similares de otros países. Sí, me interesó mucho, por ejemplo, cuando vinieron a exponer a México los Le Dernier Cri, en su momento también llegué a conocer por ahí a

dos o tres que pertenecen a este colectivo, cuando he tenido la oportunidad de viajar pues no faltaba la oportunidad de conectarse ahí con gente que estaba haciendo cosas un poco similares a las mías, aquí en México me cuesta un poco más de trabajo, porque también me perdí un tiempo, como pasé varios años fuera de aquí, entonces llegué totalmente sin saber para dónde jalar, a quién mostrarle mi trabajo, todo eso, entonces ahorita creo que ya estoy en un mejor momento, en el que ya estoy más asentado en México y ya estoy interesándome no sólo en el trabajo que venía haciendo tradicional: pintura, dibujo, sino que ya empiezo a experimentar con otras cosas que al fin y al cabo, pues de lo que se trata es de seguir haciendo imágenes, de seguir haciendo cosas y no sé, quizá el día de mañana me agarren las ganas de hacer un trabajo completamente realista, en su momento cuando estábamos estudiando, el dibujo académico se me daba muy bien y todo, pero pues yo tenía ganas de hacer otras cosas, en este momento ya me estoy aburriendo un poco de hacer todo esto satírico y las caricaturas y las cabezotas, los ojotes, ¿no? Las manotas, los ojotes, las cosas muy chuscas, muy graciosas, pues llega un momento en que también digo como que hay que cambiarle, me siento un poquito anquilosado con todo eso y no sé, en este momento francamente estoy en pausa, terminé de hacer unas series que ya me agotaron mental y físicamente, entonces yo creo que es el momento de hacer una pausa y ver con qué voy a seguirle, ¿no?


Luis Felipe Pérez Sánchez

Una rubia llamada Teresa

Quizá hay un riesgo implícito en sugerir un carácter unificador entre algunas historias, un aire reduccionista que hace fácil asociarlas. Más aun, si ni siquiera es debido a una valoración crítica sino por una azarosa reunión fundada en lecturas cuya cronología e importancia son personales. Pero, también, pienso en algún tópico que se universaliza en cada una de éstas y noto que algunos de los hilos que surcan la tradición literaria coinciden tanto como para hacerlo a uno afirmar, temerosamente siempre, que existen entre todas, algunas novelas que se recuerdan y se convierten en lecturas de referencia, que tienen un aire familiar, que nos recuerdan a una misma historia. Esta lista de lecturas, casi casual (si es que se sigue creyendo que lo fortuito podría ser lo que gobierna la brecha de las cosas) alinea al menos una triada de lecturas en la que resuenan ecos, una suerte de espiral que parte de La educación sentimental de Flaubert, una historia contada desde ese “antes de todo, siempre antes, donde se encuentra la mejor historia de cualquier vida”. El recorrido de Frédéric en sus aspiraciones a ocupar un sitio en la ciudad, del que es núcleo su amor platónico por una mujer prohibida. Se oyen, a su vez, los pasos dados hacia el derrumbe pasional del monstruo Cuasimodo, a la postre una estatua de piedra caída en infortunio, y su Esmeralda, a la que no debió siquiera mirar, de la que siempre nos preguntaremos si lo llegó a amar, no porque no haya sido así sino porque el rumbo de la historia siempre se guarece en la ambigüedad, en la remota sugerencia que le deja algo al lector. Víctor Hugo en Nuestra señora de París invierte los postulados y se interesa ya por el marginal, por la cloaca. Lo encumbra de tal manera que ante el anuncio de su cenit también se distinga el inminente desplome, una tensión en la que el que fuera la piedra desechada se erija como piedra angular, también esa historia en la que el amor radica en sacrificio. Vemos en el jorobado a alguien que se aproxima al objeto de deseo como en un sueño, meros espejismos de una lentitud que, en sí misma, en su claridad, anuncia su fin.

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Pienso entonces en Últimas tardes con Teresa de Juan Marsé, ese mago, este orfebre. Estos títulos que menciono me permiten sugerir el hondo calado de ciertas obras en la experiencia personal. Volver y convivir con la ya lejana Teresa, en esa novela de la pasión a la española es hablar, otra vez, como si se hablara de un recuerdo infantil e inaugural, una visita entrañable, pero también corrobora la falsa cita con el futuro que teníamos, que tenemos. Las lecturas que invoco me parece son muestra de que la premisa encabezada por el amor, la devoción o el deseo nos gobierna. A veces, muy pocas, para nuestro solaz, otras, las muchas, para nuestra desgracia. El que traigo a colación es un libro que, a pesar de su anclaje histórico y de su realismo social, escapa a su caducidad tanto como para visitarlo cada verano. Preserva esa ambigüedad que enseña, que dice lo que dice, a pesar de su data, por encima del barullo de ese imaginario que tampoco tiene desperdicio y que simplemente emerge. Enarbola uno de los tópicos literarios que rigen el aprendizaje de las emociones, el desengaño. Palia ese tema que nos hace dudar ante la puerta de los sentimientos pero nos empuja paradójicamente a seguirlo hasta el final, hasta preguntarnos si hemos o no perdido más al vivirlo. Nos hace encontrar motivos para una historia inolvidable y conmovedora. Visita posiblemente la mejor de las épocas para echarlo a perder todo con la furia del que no tiene nada y, acaso, tener algo que contar tras la resaca, emulando un poco una tormenta perfecta en la que el derrotado palpa la renuncia con amargura pero sin resentimiento, porque aunque “el perdidamente enamorado acompañante de la bella desconocida todavía no lo sabe, todavía el verano es un verde archipiélago” siempre existe la superstición de saberse equivocado. La conciencia de esto no hace dudar en el riesgo, eso sí lo sabemos. Juan Marsé nació en 1933, dos años después de iniciada la segunda República. El aprendiz de joyero, emprende la ronda del malogrado a través de Manolo, “el pijoaparte”, un xarnego y trinxa, joven líder en decadencia de la pandilla del Cardenal, ese “viejo sentado en el sillón de

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mimbres color naranja, con su raído batín y su bastón, decoroso y pulcro”. Sugiere la filosofía que reinaba por esos tiempos, el “Nunca llegarás a nada” convencional, consuetudinario, que hacía creer, según el propio Marsé, que eran el culo del mundo. Nos dicta la historia del “melancólico embustero, el tenebroso hijo de barrio que en verano ronda la aventura tentadora, el perdidamente enamorado acompañante de la bella desconocida”, Teresa, unos ojos azules que golpean el corazón, una chica de melena rubia y lacia. Escribe una de sus novelas más reconocidas que en principio destaca por su referencia a una comunidad estudiantil comprometida, de calentura ideológica, a la que su sensación de culpabilidad, su frágil mito de solidaridad, conduce a saciar sus ganas de barrio, un tema de los preferidos de la época; lo corroboramos en Duelo en el paraíso o en Juego de manos, de otro Juan, éste, Goytisolo. Estos libros que conforman la literatura a la que acudían Teresa y sus compañeros de la universidad, falsos no por mentirosos sino por ilusos en busca de suburbio; diletantes como los personajes de esas novelas que leían, cercanos al —soñado— parricidio lleno de una aristocracia en declive a la que repudiaban sin poderse escindir de ella. El espejismo, adolescente y, con ello, pusilánime, que los orilla a creer que tras la ideología se está en los zapatos del otro, se aleja de los propios. El tema más de una vez ha sido el punto destacado de la novela y no es gratuito, pues tanto Luis Trías, otro señorito, y Maruja, una morena envuelta “en un curioso aire de timidez y de abandono, como si no conociera a nadie” integran, de alguna manera, esa lucha de clases, esas posiciones que se ocupan en un orden que explora Marsé, no por ideólogo sino porque era lo que había. Ese panorama social que se dibuja en la novela o que organiza la novela para desarrollarse sirve de escenario para lo que creemos es el centro. Probablemente, porque siempre existe un momento en el que vence la curiosidad por enamorarse, mirar o fascinarse con aquel que no le corresponde, el tema para nosotros es el amor, o el desamor, o las consecuencias irremediables frente a éste, en todo caso. Un melodrama, quizá, pero profunda-


Carlos Pérez Bucio, Don’t you just love contemporary art?, tinta / papel, 28X21 cm. 2010.

mente sensible que nos recuerda nuestra condición humana. La historia que comienza con un pasaje la noche de la fiesta de San Juan, se publica en 1965. Le mereció el Premio Biblioteca Breve, Seix Barral. Numerosas reediciones le sucederían. Aparece en el tránsito entre Esta cara de la luna, repudiada por su propio autor y siempre traída a cuento por lo mismo, como ahora, y La oscura historia de la prima Montse de 1970. Todavía había que esperar unos años para que la editorial Novaro le otorgara el Premio Internacional de Novela México por Si te dicen que caí en 1975, su novela más valorada, también publicada fuera de España, cuyo tránsito ventilaba la marginalidad. Era un fabuloso recorrido por la infancia, una verdad inventada que no pasó la censura del régimen franquista y encontró su cauce al otro lado del mundo. Como al autor, quien dedica unas líneas para hacer notar lo vigente que le resulta la novela después de una relectura, a mí me parece ese lugar relacionado a un pasaje ­entrañable

de la infancia al que se regresa fácilmente. Evoca momentos, agiganta los ratos y teje la espesura de la colina, ese paraíso perdido, el monte Carmelo. El escenario. Sobresale por su cadencia y cercanía ante lo que cuenta. Su verosimilitud exhibe rigor. Nos aproxima al objeto de interés y lo logra generando una sensualidad inusitada. Hace real esa nostalgia de arrabal atractiva para Teresa, que en otras obras subyace siempre como un fallido intento; captura ese arribismo de los equivocados del que ha echado mano en toda su obra el ya longevo escritor. A mi parecer es una novela de amor, escrita con energía, con furia y libertad, pero siempre cuidadosa con su forma. El acomodo tras cada capítulo es redondo aun cuando su final tiende más a expresar una fisura: el final lógico hacia el infeliz destino de los que se equivocan, una contradictoria resignación. La voz narrativa dicta la visión de una mirada cadenciosa, trasciende a la de una cámara que fotografía estampas. Sitúa, nos lleva a palpar, a añorar. Despierta los sentidos que acuden con nitidez a lo que se relata. Nos permite penetrar y saltar del marco al cuadro, y estar cerca de Manolo con Maruja, la criada, “con su piel morena y sus gestos deliciosamente impúdicos, era ella la imagen misma de la vida” y aunque “la muchacha estaba indiscutiblemente apetecible (se dejaba apretar como ninguna y además no hablaba: era un ángel)”, debido un poco a las circunstancias urdidas por la propia narración, un tanto a que este es el conflicto, Maruja cae en desgracia. Su propio accidente provoca los encuentros de Teresa con Manolo, que, dicho sea de paso, desde el inicio quedó herido por los ojos azules de Teresa: “Al despedirse junto al coche, algo desconcertados (un lánguido apretón de manos, un expresivo silencio), los dos tensan ese aire desfallecido y blando, como después de una ducha caliente o de una fiesta juvenil, que nace de cierta sensación de no haber acertado con el peinado ni con el tema de conversación”. Lo coloca ante un “torturado intento de dar alguna forma palpable a ciertos sueños, a ciertas promesas de la vida” al filo de la que sabemos será su perdición. Vuela un poco más alto de lo que podría. Es ícaro.

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Las impresiones que genera no se detienen en el hecho de mirar ese escenario. El enfoque nos acerca a las acciones y se asemeja a aquella sensación de recorrer con las manos una superficie en la que las yemas de los dedos palpan, de tal manera que el mirón que sigue la trama, toca, si se permite la sinestesia, hasta “aprender de memoria con los ojos cerrados”. La narración resalta estos acercamientos y nos hace abandona el sitio del espectador. Toma por sorpresa a los sentidos que experimentan la simultaneidad de la imagen cercana a las de la cinematografía en la que todo sucede. Provoca un eclipse que funciona palpablemente: “la luna, las estrellas y la noche tan azul derramaban promesas engañosas (…) borrachera de los sentidos, y por vez primera se sintió frágil, pequeño, vulnerable y oscuramente sucio, vencido de antemano por aquella fuerza conjunta que le lanzaba a través de la noche a velocidades de vértigo”. Entre las anécdotas que se cuentan sobre el germen de la novela hay una que nos interesa. Después de una interpretación en la que se le acusaba de un ajuste de cuentas con la burguesía, Marsé se exasperó y objetó el estudio con una respuesta que parecería un chiste. Dijo: “Mira, nena, la historia que me inspiró es la siguiente: yo siempre me he querido follar a una chica rubia y de ojos azules. Pero como soy feo, no puedo. He creado este personaje para hacer más feliz mi mundo. Para hacer como que el feo folla con la guapa”. Algo de verdad hay en la broma, cierto tino hay en la revelación sardónica. Manolo es nuestro campanero, pero nuestra Esmeralda, inalcanzable, tiene otro contexto, a ésta “le gustaba hablar del amor, como si se tratara de un pariente muerto por el cual nunca había sentido demasiado afecto”. El Pijoaparte nos hace el Frédéric de Flaubert y su objeto sigue siendo un imposible después de todo, es cierto, pero que habitualmente renueva su eterno interés por alguna razón circunstancial, siempre da la impresión de que todavía se puede guardar la esperanza, como cuando se hace tiempo en algún café para ver si llega quien lo ha dejado a uno plantado. Nuestra historia es la de los grandes arribistas del siglo xix, la de los que se pierden.

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Esto es el “pijoaparte”. Una historia de todos los días en la que nos procuramos un vuelo con un destino catastrófico y siempre tiene un anunciado desastre. Esta es la explosión de la épica que en nuestros días ha construido Hollywood, pero con un final que apunta más bien a la resignación, a lo real y al desgaste de la realidad que a un nuevo comienzo. Es cierto que hemos afirmado que la educación sentimental es uno de los temas de esta novela. Es la lección al desorden propiciado por el deseo, el fenómeno detonador de los raptos, de esa actitud en la que el que persigue se construye frente a su objeto. La vida se conduce por eso, no por una vocación sino por codicia. Pero Marsé es capaz de manejar las emociones sin ser sentimental. Ser emocionante sin ser cursi. Deja ver cómo los perdedores también tienen mucha golfería, entrampan a la realidad para acercarse a lo que quieren. Incluye en la belleza de la chica “caderas anchas y mucho peligro”, la seductora presencia del xarnego que en “los negros cabellos [mostraba] un esfuerzo secreto e inútil, una esperanza mil veces frustrada pero todavía intacta, uno de esos peinados laboriosos donde uno encuentra los elementos inconfundibles de la cotidiana lucha contra la miseria y el olvido, esa feroz coquetería de los grandes solitarios y de los ambiciosos superiores”. Con esto, persiste en la búsqueda de algo que nunca se define del todo pero que tiene que ver con alguna forma de belleza. El del autor catalán es un trabajo con mucha paciencia, que impone el ritmo de una novela, genera imágenes como fogonazo, sí, pero también las enumeraciones que engrosan y tensan esa historia de amor que se nutre de los cuidados elementos del edificio de las Últimas tardes con Teresa, una novela que sigue en lo dicho, que se sostiene porque algo de la historia del perdedor siempre tiende a ser algo que se puede apropiar cualquiera. Pero sobre todo porque es de una prosa que engancha hasta la salida del xarnego de aquella cantina en la que evocan a Teresa, en la que Manolo puede imaginar que era “ella la que no iba a olvidarlo”.


Yuri Herrera

Sobre el trajín de la mirada

Iba con Florencia en un camión, en Juárez, cuando ella dijo: —Mira, ahí está Lobo. Un par de asientos adelante, del otro lado del pasillo, estaba un chavito con bigote tempranamente cultivado, llevaba un chaleco de cuero y sobre sus piernas un cuaderno con pentagramas. Dibujaba algunas notas, miraba al frente, mucho más al frente del horizonte de ese camión, sonreía, volvía a escribir. Para entonces ya casi terminaba de escribir Trabajos del reino, y aunque el muchacho del camión era más frágil y más joven de cómo había imaginado a Lobo —el protagonista de la novela—, me daba la impresión de que ya lo había visto. No era Lobo pero era de ahí, del mismo lugar, estaba en la misma encrucijada de paisaje, drama y lengua a partir de la cual había proliferado la novela. Veía al muchacho, su fragilidad, su sonrisa, su chamba, no simplemente porque estuviera ahí sino porque durante el proceso de escritura del libro me había enseñado a mirar de cierta manera. Uno no ve todo lo que se le cruza frente a los ojos. Uno selecciona, además de con los sentidos, con la memoria, con sus miedos y ansiedades. Para mí, la escritura de un libro es, entre otras cosas, la manera en que se aprende a ver ciertos espacios y ciertas historias, cómo se arma uno de una forma de percibir, que es en realidad una forma de extrañarse. Creo que eso que llaman la “visión del mundo” de un escritor no es algo estático e idéntico a sí mismo sino algo que se consolida conforme avanza el texto. Se escribe desde el asombro al caer en la cuenta de dolores que no percibíamos, reparar en detalles que evadíamos o sonidos que se perdían en el entorno. Se aprende a ver para poder contar. Ver, en este sentido, es no sólo la luz que percibimos sino la luz que refractamos. La idea a partir de la cual proliferó Trabajos del reino fue la oposición entre dos personas: un artista y un hombre poderoso, la tensión entre sus maneras de entender el trabajo, la justicia, la lealtad. Tenía como referente a los artistas de las

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Carlos Pérez Bucio, Neon signs, tinta / papel, 28X21 cm. 2010. 27

cortes europeas, que a pesar de trabajar para ciertos soberanos habían podido hacer su obra de manera que no respondiera sólo a los deseos de aquellos mecenas. Desde el momento en que lo tuve claro supe que esta historia me permitiría explorar mis propias dudas y certezas sobre el acto creativo y sobre la relación de éste con la política. Casi simultáneamente, decidí que desarrollaría la historia no en algún castillo alemán sino en el lugar en el que me encontraba, un punto de la frontera entre México y Estados Unidos. Las dos decisiones respondían a circunstancias personales: por un lado, mi interés en la política, y particularmente en la experiencia llena de claroscuros de tantos artistas que intentaron llevar su lucha política al arte; y por el otro, a mi gusto por la lengua fronteriza, que había hecho mía, y que me parecía que articulaba su realidad con una precisión violenta. Vivía en El Paso, pero todas las semanas iba a Juárez, a comprar mi comida y a beber mis tragos, a ver familiares y a escuchar música, por eso es que no hice ninguna “investigación de campo” para construir el escenario de la novela, sino que comencé a mirar la historia sucediendo en cada uno de los lugares que habitaba. Sin embargo, sí comencé a reparar intencionadamente en ciertas palabras que condensaban paisaje, conflicto, vitalidad (cómo hablaban las prostitutas de su oficio, cómo nombraban algunos hombres a sus c­ asas). Cuando preparo un texto “largo” (es decir: estas novelas cortas) hago listas de palabras que me parecen importantes aunque en ese momento no sepa por qué son importantes; más adelante descubro su gravedad cuando entiendo que hay cosas que sólo pueden decirse así porque las palabras tienen una pátina y la pátina le da cuerpo a la lengua. Hago también una lista, más breve, de palabras que no voy a utilizar, que en este caso contenía ciertas expresiones demasiado repetidas en nuestra esfera pública, y que por haberse manoseado tanto le quitarían al lector poder sobre el texto, al referirlo a conceptos predigeridos —narcotráfico, drogadicción, cártel, por ejemplo—; si el lector quería explicarse así la historia estaba en su derecho, pero yo no iba a limitar la historia a ello.

Trabajos del reino es la historia de alguien que recupera su nombre después de creer que se lo debe a un hombre poderoso. Para subrayar esta lucha los demás personajes carecen de nombre y responden al que describe su función en el microcosmos dominado por el rey. La trama fue desarrollándose en la tensión con estos otros sujetos y en la manera en que, al aprender a ver el mundo en que ha ingresado, Lobo aprende a mirarse a sí mismo. El ambiente, el orden en que se fueron sucediendo los incidentes, todo lo demás proliferaba en torno a esa evolución. Léxico, anécdotas, imaginario, estructura. Es importante tener claridad sobre lo que uno está haciendo, pero es aún más importante entender que ésta es una división forzada, útil mientras uno rumia la historia o cuando hay que corregirla, pero que no sirve para que fluya la historia. Para esto, para que todos esos elementos se acomoden, creo que lo crucial es tener una voz bien distinguible que habilite el primer envión de la escritura. Y ese primer impulso en el que se define la voz, el ritmo, el tono, la singularidad de un texto, sucede no cuando se sabe exactamente cómo se va a decir cada detalle, sino cuando se sabe de qué manera se ha propuesto uno mirar, y lidia con las consecuencias de lo que descubre en el trayecto.


Héctor Iván González

Situación Michon

Dans sa main droite le petit sablier de feu, la très précieuse cigarette qui marque avec une intolérable acuité le passage du temps, qui réduit le temps à l’instant, la durée de combustion d’une cigarette étant comparable et cependant très sensiblement inférieure à celle de cette combustion complexe d’un corps d’homme qu’on appelle une vie. Corps du roi, “L’éléphant”.

Albacea por voluntad propia de lo mejor del canon literario, portador de un mundo interior de relaciones inconsútiles, Pierre Michon (Creuse, 1945) es uno de los escritores más importantes en Francia de estos años. Sin grandes escándalos, sin ninguna baladronada de proxenetita, Michon es el salvaguarda de la profundidad francesa a la vez que señala con un catalejo cuáles serán las nuevas derivas de la literatura. Su obra es el espacio donde las ideas manidas —que en su momento añoraban ser eternamente vigentes— adjudicadas a la modernidad: la muerte de la trama, la imposibilidad de crear personajes entrañables o el grado cero de la escritura han sido puestas en la covacha. Incluso, después de reflexionar, podemos decir que su género, más que la Novela, es la Noveleta; ésta, tan difícil de detectar, tan cerca del cuento en su extensión pero tan hermanada a la novela por su construcción, es el espacio donde ha dejado sus mejores trazos. Su estilo, a caballo entre el barroco y la prosa laberíntica a la manera de Faulkner, nos hace pensar en un mundo convulso donde las cosas, en su concatenación, suceden todas a la vez y, a un tiempo distinto, sus tramas nos envuelven, nos pierden para, repentinamente, hacer surgir una vez más un detalle que se dio diez años después en la historia. Hay que decir que su tiempo es muy diferente de aquél de la vida citadina pues su ritmo nos persuade de que los ­fenómenos

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tienen una duración distinta, las palabras se dilatan y, más que ir directamente al asunto, lo merodean. El ritmo nos lleva por narraciones cuyos largos prólogos, detalles preliminares y aspectos excepcionales en aquellos escenarios nos develan una calma inusitada. Todo esto es para dejarnos claro que, al mismo tiempo que es una historia entrañable la que se nos narra, lo que tenemos frente a los ojos es principalmente un Wortkunstwerk (obra de arte del lenguaje). Títulos como Corps du roi, Rimbaud les fils, Vie de Joseph Roulin, Les Onze y Vies minuscules han hecho patente la bizarra calidad literaria de este ex-hombre de teatro a quien su madre le leía de chico parlamentos enteros de Racine. Pero, ¿por qué decimos que es en la Noveleta donde mejor se mueve Michon? Sería vano analizar los géneros según su extensión, pues más que decir que la Noveleta es una novela corta, hay que señalar que es una condensación de sus aspectos: la trama, la sucesión de anécdotas, la capacidad de manipular el tiempo extendiéndolo o encogiéndolo, la hondura que permite que cada personaje tenga una profundidad que jamás tendría en el cuento. Por lo demás, la Noveleta no busca el final sorpresivo sino uno donde todo lo que ha estado leyendo desemboque con absoluta naturalidad en el desenlace que ya parecía anunciarse. Todos estos elementos están presentes en el corpus michoniano. Otra clave en su obra es la unidad, pues es compuesta por dos aspectos nodales. Desde un inicio nos podemos dar cuenta de que la Forma compone un andamiaje elaborado: esa prosa que hemos llamado ‘laberíntica’ y de referencias eruditas, que en algunos aspectos es próxima a la cultura más especializada sin nunca llegar a caer en la pedantería: cuadros del romanticismo, del barroco o del renacimiento que sólo conocería alguien que ha pasado días enteros en el Louvre; episodios históricos o literarios del dominio de un lector voraz; antecedentes de la cultura grecolatina e incluso podemos hablar de la adhesión a la tradición de la epanortosis y de la ecfrasis en la representación de las vidas humanas, que

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inauguraría Schwob. El otro aspecto sería que la Historia se intrinca con las diferentes historias, ya que las características, los rasgos, las singularidades humanas tienen la misma preponderancia que aquélla. Del mismo modo que Schwob lo buscaba, Michon es un poeta que provee de rasgos inconfundibles, de elementos personales que alimenten —en palabras de René Char— “la legítima rareza” de los personajes. El resultado es la materialización de una narración donde algo está sucediendo sin saber a ciencia cierta cómo ni qué es. No es gratuito mencionar a Marcel Schwob (1867-1905), quien diera un golpe de timón al género biográfico cuando erigió su crítica a Plutarco: “El gran genio de Plutarco en ocasiones hizo de él un artista; pero no supo asimilar la esencia de su arte porque el imaginó los ‘paralelos’ ¡como si dos hombres descritos cuidadosamente en todos sus detalles pudieran parecerse!”. Y viró: “El ideal del biógrafo sería diferenciar infinitamente el aspecto de dos filósofos que han inventado casi casi la misma metafísica”1. A partir de lo cual, las vidas consiguen una textura, los contrastes se acentúan y se pronuncian las honduras de las cuales los seres vivos están dotados, tal y como da muestra Michon. A su vez, sobre la Forma hay que remarcar que esto que tan pomposamente podemos llamar ‘ser’ de los personajes reales que inspiran a Michon no es representado con frases directas ni con algunas descripciones verbales sino con sus propias acciones, la expresión de sus deseos, o miedos. Incluso algunas veces con silencios enigmáticos: “También pienso en aquello de lo que no hablaba: algún secreto insignificante nunca revelado —no por pudor, sin duda, sino, lo que es equivalente, porque el material lingüístico del que disponía era demasiado reducido para exponer lo esencial, y su orgullo demasiado inflexible para permitir que lo esencial se encarnara en palabras humildemente aproximadas—, algún exceso del espíritu en torno a un boato irrisorio, un deleite vergonzoso por todo aquello que le faltaba”2. Habrá quienes estarán de acuerdo en que esta infancia que relata Michon nos hace pensar de soslayo en Rimbaud; pues se parecen tanto


niño, toqué ensimismado sus granos, a menudo los hice rodar fuera de su grueso embalaje de papel oscuro; nunca fue tostado. A veces mi abuela, cuando ordenaba el estante del armario donde lo guardaba, decía: ‘Mira, el café de Dufourneau’; lo miraba un poco, le cambiaba la mirada, y luego: ‘Todavía debe estar bueno’, añadía, pero con el mismo tono con que hubiera dicho: ‘Nunca lo probará nadie’; era la preciosa coartada de ese recuerdo, de esa palabra; era imagen piadosa o epitafio, llamada al orden para el pensamiento demasiado propenso al olvido, embriagado como está y desviado de sí mismo por el estruendo de los vivos; quemado y consumible, hubiera decaído, profano, en una olorosa presencia; eternamente verde y detenido en un punto prematuro de su ciclo, pertenecía cada día más al ayer, al más allá, a ultramar; era de esas cosas que hacen cambiar el timbre de la voz cuando se habla de ellas: se había convertido efectivamente en el regalo de un rey mago”3. En este fragmento no hay ni un diálogo muy complejo ni una frase elaboradísima sino una sencilla exclamación, sin embargo en su contenido se puede encontrar todo un mundo. Por lo cual se percibe que no hay palabras gratuitas; todo está bien concebido en este retrato como en un cuadro de los viejos maestros flamencos; jamás un trazo de más, ninguna prodigalidad inútil. Todo es i­maginado con

Carlos Pérez Bucio, Emerging art will die too, pierre noire, tinta y letras transferibles / papel, 24X32 cm. 2011.

los ambientes en que fueron criados, los cuales estaban regidos por la figura femenina de la provincia francesa, que el lector sentirá respirar una atmósfera semejante a la que retrata Enid Starkie en la biografía de Arthur. Por ende, se puede afirmar que, de la misma forma que en un cuadro que está privado de palabras o de argumentos directos, los retratos de Michon nos dejan ver los rictus, las lágrimas, los recuerdos repentinos de los personajes. Gracias a esto, aparecen detalles más allá del personaje, se obtiene a la persona, la vida en un par de páginas. Michon, gran conocedor de los maestros de la pintura, se convierte en retratista él mismo para mostrarnos los colores y los gustos de la vida. Como ejemplo, podríamos mencionar una breve pronunciación de su abuela que había encontrado un regalo de un muchacho que hacía más de veinte años había adoptado cumpliendo con un arcaico procedimiento que consistía en hacerse cargo de algún niño desfavorecido de la comarca; lo cual sólo comprometía a la familia a brindarle lo más básico, y que podrían emplear en el campo. Y que, al ser mayor, dotado de la lengua francesa que había sustituido al ‘patois’, o lengua autóctona, el muchacho se convirtió en un hombre que se dirigió a África en busca de fortuna. En palabras de Michon: “Hubo una carta más, acompañada por un envío de algunos paquetes de café verde —muchas veces, de

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una perfección excepcional. ‘Admiración’ admirada y provocada por el deslumbramiento y la fascinación, es decir: la tarea de esta literatura, de la misma manera que la del Yo —ya que no se trata de una ‘Voz’ en estas páginas, sino de un Yo personalísimo e íntimo— que contemplaba a esos personajes que se parecían a dioses cuando él era apenas un testigo. ¿Y a qué se debía esta admiración? ¿Por qué los veía hacia arriba (ya que esta sería la raíz del término)? Debido a una razón muy simple, estas gentes (petite gens) eran su primera aproximación a la vida, ellas fueron la iluminación para una sensibilidad exacerbada como es la del artista. La sensibilidad de Michon —su compromiso personal— es aquel del artista en el mundo. Por ende, él está tan profundamente interesado en la vida de los artistas de las palabras como de aquellos cuyo instrumento es el óleo. Ya no se adhiere a trilladas consignas, los consejos o sugerencias de aquellos que desearían la ruptura entre la obra de arte y su autor. Michon permanece con la vida del artista y el arte, pero sobre todo con la vida: el arte como reafirmación de la vida. En alguna ocasión alguien le preguntó a Jean Cocteau que qué rescataría si su casa sufriera un incendio, a lo cual respondió: “Rescataría el fuego”. Podemos pensar en una contestación similar en la voz de Michon cuando respondía, parafraseando a Paul Nizan, a una pregunta sobre su estilo de escritura: “Intento llevar el objeto literario a la temperatura de un dios”. Aquí está la prueba contundente del tipo de creador que es Michon, artífice de un libro como Vidas minúsculas o como Rimbaud el hijo, quien apuesta constantemente por una de las características exclusivas de la literatura: la posibilidad. Debido a que la literatura puede tratar lo que las demás artes no pueden, y que —puesto que no se puede hacer un cuadro acerca de lo que no se pintó ni una sinfonía

de lo que no se tocó ni de lo que podría haberse interpretado, ni puede haber una escultura de lo que no se materializó— es una característica exclusivísima de la literatura hablar de lo que no fue, expresar lo hipotético: Michon abre incógnitas irresolubles. En el momento en que se observa el pasado de esta forma las cuestiones comienzan a surgir: ¿qué hubiera pasado si no se hubiera hecho esto o aquello?, ¿y si las cosas hubieran sido diferentes? ¿Qué hubiera sucedido si ese episodio de mi vida no se hubiera dado?, ¿y si nuestros padres no se hubieran conocido? Ésta, la posibilidad, es uno de los rasgos exclusivos de la literatura y que las otras artes no tienen de ningún modo. La duda como una puerta al vacío o a la nada de la vida que es simplemente una especulación. Por consecuencia, esta fuerza literaria, este octanaje en la concepción literaria, deviene una respuesta a lo que sí se dio, es un homenaje a la vida que lo conforma a uno: un agradecimiento a los seres por los cuales el autor, y en alguna medida el lector, es el hombre en que terminó convirtiéndose. Por último, podemos añadir algo que expresó Michon en una entrevista con Agnes Castiglione4. Él relataba que tuvo que escribir Vies minuscules para poder habitar la casa donde pasó su infancia y adolescencia en los años 50 y 60, que sería el escenario de las Vies ajenas cuyo hilo conductor siempre sería él mismo, y que sus abuelos le habían dejado en la Creuse. Y que fue gracias a la escritura que purgó numerosos fantasmas, por lo cual pudo acompañar a su madre en los últimos momentos antes de que ella muriera descubriendo así que el libro que releía incansablemente en su lecho de muerte, a modo de un libro de rezos, era su propia obra, Vies minuscules; y que estaba convencido de que, más allá de su propia conciencia, ese libro pagaba una deuda con un tiempo que sólo ellos —madre e hijo hermanados por el pasado— comprenderían.

Marcel Schwob, Vies imaginaires, Paris: Gallimard, L’imaginaire, pp. 11-12. Pierre Michon, “Vie d’André Dufourneau”, en Vidas minúsculas, Trad. Flora Botton-Burlá, México: Seix Barral. Biblioteca Breve, p. 18. 3 Op. cit. pp. 27-28. En la traducción pp. 19-20. 4 Agnes Castiglione, Pierre Michon, livre-CD, Paris: Éditions Textuel, 2009. 1 2

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Eduardo Montagner

Los lectores y las confidencias

Trazo estas reflexiones sobre el proceso de escritura de mi novela Toda esa gran verdad (Alfaguara, 2006; Punto de Lectura, 2008) en un momento, digamos, propicio (saldrá este año en versión e-book y Jaime Humberto Hermosillo parece haber retomado el proyecto de realizar el guión que escribimos juntos: Fetiche). A estos años de distancia, veo las incidencias de Toda esa gran verdad siempre recordando la frase que Daniel Sada –en cuyo taller escribí la novela– me dijo repetidas veces: “Tú escribiste un long seller”. Me preguntan qué satisfacciones y frustraciones viví al escribir ese libro. Frustraciones literarias en sí no hubo demasiadas, porque la novela correspondió a mis intenciones y ambiciones de la época en que fue concebida y escrita: acaso habría deseado realizar mejores experiementos de lenguaje, pero entiendo que todavía me faltaban revelaciones internas para desear y hacer eso. Recuerdo que, las primeras veces que intenté escribirla, por noviembre de 1998, imaginaba y deseaba producir un texto “brumoso y hostil” (por razones que he ido comprendiendo luego), y sin embargo me salía siempre un texto juvenil y locuaz, incluso gracioso. Esto último fue lo que más intenté frenar en un principio, pero luego me percaté de que los personajes y yo mismo necesitábamos esa fluidez propia de las historias de adolescentes; algo que al final resultó acertado, según creo, porque el mismo título de “toda esa gran verdad” me fue sugerido por el propio Sada en el taller, cuando leí el último capítulo, y él lo tomó de uno de los párrafos de la novela. Me gustó su razonamiento: porque el asunto del fetiche y demás tribulaciones del protagonista son vistas con seriedad y puestas en duda al mismo tiempo, dijo; el hiperbólico ‘toda esa gran verdad’ me pareció, en sí mismo, una burla en ese sentido; una pequeña-gran tragedia adolescente. Concebí el fetiche de la novela (las botas de hule o goma usadas en el establo) gracias a mis propias vivencias de juventud con ese calzado, que en mi entorno simbolizaba, entre otras tantas cosas, la masculinidad, el rito de la masculinidad centrado en el acto de trabajar. Fui durante años un vaquerito metido a la fuerza en unas botas de hule. Recuerdo muchas

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Carlos Pérez Bucio, Esto vale oro, pierre noire, tinta y letras transferibles / papel, 24X32 cm. 2011.

noches de inquietud en las que me era difícil conciliar el sueño a causa de mis deseos de escribir una historia “de las botas”, preguntándome si no estaba loco por imaginar siquiera un argumento semejante. Entré al taller de Daniel Sada, sí, por mis ambiciones literarias, pero casi más para que un escritor opinara sobre lo que pretendía escribir y me sacara de la duda de si estaba chiflado o si mi proyecto podría tener esperanzas. En esos entonces internet apenas se prefiguraba como lo que hoy sabemos que es, y fue mayúscula mi sorpresa al encontrar, casi por puro error, un grupo de fetichistas de las botas de goma; era un grupito de yahoo. Luego encontré algunas cuantas páginas dedicadas a esos temas, sobre todo una danesa y otra alemana. La foto de portada la conseguí en esa página danesa.

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Me estaba resignando a intentar comprender lo que los fetichistas hacían (si es que no me asumo yo como tal) sólo viendo esas fotos, en su mayoría anónimas o tomadas a granjeros despistados que jamás sospecharían sus imágenes en tales sitios de la red. Granjeros, pescadores, obreros, policías, soldados: en una fundamental palabra, uniformados, y, de ahí, hasta llegar de plano a la llamada cultura leather. Pronto supe que mi novela, ajá, era posible, pero que estaba circunscrita a una de las minorías de la minoría fetichista. En este sentido, cuando en 2005 (un año antes de la aparición de mi novela) salió la película Brokeback Mountain, algunos amigos que la habían leído inédita me avisaron de inmediato y me recomendaron verla, pero yo sentí más relación con mi tema al ver la película


portuguesa O fantasma (The Phantom), de João Pedro Rodrigues, del 2000, y que yo vería después de publicado mi libro. Más relación, debo aclarar, con aquello “hostil” que en un inicio deseaba plasmar en la historia de las botas, como la llamaban en Alfaguara, aunque no con lo “brumoso”. Mi novela terminó atrayendo principalmente público gay o queer, es cierto. Varios de esos lectores me han contactado y con algunos incluso he establecido contacto o amistad cibernéticos. Ahora, con facebook y youtube sobre todo, es mucho más fácil relacionarse con gente fetichista, y veo cómo van surgiendo tendencias en varios países: mantienen su dominio los europeos, sobre todo los nórdicos, pero también los alemanes, los franceses y los italianos (curiosamente muchos de la Lombardía y el Piamonte, zonas vecinas al Véneto, de donde provienen los fundadores del pueblo donde nací), y muchos de Taiwán; pocos de habla hispana: la mayoría, argentinos. Eso en cuanto al asunto estrictamente relacionado con el fetichismo por las botas usadas en trabajos rudos, porque otros lectores se acercaron a mí para confiarme que tras la lectura del libro habían “identificado su propio fetiche”. Otros más comentaron haber retrocedido de manera intensa hacia vivencias de pubertad. ¿Por fetichistas? No necesariamente. Muchos relacionaban la esencia de mi novela con el secreto adolescente. Conocer la interpretación de algunos lectores es muy estimulante: uno me habló de la magia contaminante, otros del sentimiento de orfandad, otros más de homofobia, muchos una alusión constante al deseo, y otros, pero muy pocos, cuestiones traumáticas de la identidad quizás basada en lo sexual, pero desbordada, hasta convertirse en el rol social que uno debe o habría debido cumplir. ¿Cómo escribí entonces aquella primera novela? Con dudas, incluso cierto temor por los temas tocados, por su posible repercusión más allá de lo literario, pero también con infinita intensidad, creyéndome cada personaje y sus vicisitudes. Algunas partes, las más fuertes, escritas de un tirón, por lo general en una noche extenuante pero no exhaustiva.

Muchas correcciones vendrían luego. Otras partes fueron escritas con más calma, incluso a carcajadas, o con una serena tristeza. Han venido más novelas, una incluso, me atrevo a decir, mucho más ambiciosa en sus procesos de investigación pero, creo y espero, igualmente intensa. Se llama ‘Al prim’ y está en véneto, la lengua de Chipilo. Por lo tanto no se conoce en el ámbito literario nacional. Es un susurro gráfico hecho especialmente para mis coterráneos los chipileños, una suerte de homenaje gráfico a la oralidad en una lengua minoritaria de inmigración conservada por milagro ya más de un siglo. En esa lengua he estado escribiendo más durante estos años, poemas incluso, muchos relatos, la mayoría inéditos y sin terminar todavía, otros tantos publicados en el mismo volumen donde salió la novela Al prim. También experimenté con la lectura y grabación de esos textos y los subo de tanto en tanto a mi canal de youtube. La nueva novela en español ha sido escrita una y otra vez, pero aún no escrita. Percibo en mí como escritor temores que ya no existen, otros que se han manifestado por fin, un cierto desapego en cuanto al llamado mundillo literario, varias crisis internas, sobre todo relacionadas con cuestiones de lenguaje: qué tipo de lingüística deseo proyectar sobre la literatura del siguiente libro escrito en español. Como uno de mis iniciáticos más antiguos, Juan García Ponce, tengo que confesarme que no soy un escritor de muchos temas: acaso sólo de uno o unos cuantos: quizás de un solo libro que se repite, espero, sin repetirse jamás. Obsesivo. He dejado de leer con avidez a algunos escritores que creí definitivos y sigo poniendo como mis grandes maestros a los que lo fueron desde un principio. Más filosofía y libros de no ficción. Ya incluso la propia palabra ‘novela’ ha comenzado a irritarme. También tuve un inesperado acercamiento hacia la poesía y el ensayo: Andrea Zanzotto, que llegó a cambiarme la vida interna y, este año, también externa: la traducción para Vaso Roto Ediciones. Mi primera novela ha sido para mí una necesaria masturbación de grafías.

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Paulette Jonguitud Acosta

Un golem enmohecido

Moho nació prematuro y mal formado como todos los monstruos. Escribí este libro durante los dos años en que fui becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas. Al iniciar sólo tenía una imagen: una mujer que una mañana descubre en su pierna una mancha de moho: no tenía la historia, no sabía hacia dónde quería llevar al personaje, sólo veía una mujer enmohecida. Verde. Un lunar. La mancha. El intruso. Una transformación. Con esa imagen llegué a la mesa de trabajo del la FLM en la que encontré a Bernardo Ruiz, ocho becarios y cuatro novelas que me asustaron tanto como me sorprendieron. Nadia Villafuerte, Geney Beltrán Félix, Juan Maya y Alejandro Arteaga; cuarteto de narradores que al leer me llenaban las tripas de preguntas. ¿Cómo habían encontrado sus historias? ¿Cómo habían desarrollado su lenguaje? ¿Cómo reunían el valor para leer lo escrito semana tras semana? Ellos: cada uno una novela contundente. Yo: entre los dedos una imagen. Si creía saber algo sobre el libro que buscaba escribir, al escuchar las novelas de estos cuatro lo olvidé todo. Los primeros meses los pasé paralizada y mis entregas fueron textos temerosos. Así comenzó Moho, un renacuajo retorciéndose sobre la mesa. Trabajar un primer libro en un taller tiene la enorme ventaja de no caminar tan solo, sin embargo es un método que esconde algunas espinas. Desarrollé un miedo a los lunes —día en que se revisaban los avances—, como el de quien ha saltado de un edificio y a media caída se arrepiente. Quería escribir como los otros y no estaba cómoda entre mis renglones. Así cuatro meses. De esos primeros abortos saqué en claro algo que Bernardo Ruiz me repetía —con una paciencia que agradezco— cada semana: se escribe con la intuición, no solamente con la cabeza. Tras meses de producir cuartillas amedrentadas por el deseo de escribir una novela correcta, me atreví a escribir como podía: bultos y excrecencias por todos lados. Y conseguí avanzar. Del moho entonces salió Constanza. La vi de pie junto a la ventana, sola, temerosa del amanecer, nublada de recuerdos y risas de niños que ya eran adultos, reviviendo el momento en que alguien la había traicionado. La acompañé hasta el baño, la vi desnudarse, encontrar la mancha de moho entre sus piernas y comenzar esa historia

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Marco Antonio de la Parra, narrador y dramaturgo chileno. Ahí terminó de deformarse el ­monstruo cuando entendí que había espacio para los libros con el cráneo amorfo y las extremidades disparejas, que no había que forzarlo a entrar en un molde que no era el suyo. Moho tenía entonces el doble de extensión que tiene ahora en su forma publicada. Marco Antonio me armó con un marcador negro y me dijo: lee y tacha lo que sobre. La novela adelgazó y se afirmaron sus historias. Un primer libro se escribe entre caídas. Mark Twain tiene un ensayo sobre la primera vez que montó una bicicleta y describe cómo el cacharro rabioso se empeñaba en arrastrarlo hasta el piso, en hacerlo desbarrancarse. Así fue la escritura de Moho para mí: trepar en un aparato altísimo del que creía saberlo todo y no entendía nada, pedalear, evitar las piedras y mantener el equilibrio. Luego caer y tener que levantarse. Durante los dos años que me tomó escribir Moho, Bernardo Ruiz repitió una palabra que se adivina en Twain y su antigua bicicleta: Disfruta. Aún lo intento aunque no sé si ya lo he conseguido.

Carlos Pérez Bucio, Bebé en bolsa, tinta y acuarela / papel, 65X50 cm. 2011.

que yo aún no sabía cómo contar pero que iría avanzando, a tumbos. Entonces los compañeros de mesa dejaron de parecerme una barrera y se me convirtieron en aliados invaluables. Conseguí dormir de corrido los domingos por la noche y presentar mis textos sin sentirme inadecuada. Hasta entonces tenía claro que quería escribir una historia de mujeres y quizá por eso los personajes masculinos se me desdibujaban entre las flores del tapiz o se escapaban por las ventanas. Intenté forzarlos a estar presentes, a levantar la mano, a permanecer. Luego tuve que aprender a respetar su cualidad de nebulosas. La escritura tomó al fin el ímpetu que buscaba y llegaron así personajes que al inicio no había vislumbrado; entre ellos: Rafael, el fantasma de un feto que se oculta en los cajones de la casa de Constanza. Supe luego cuál sería el destino de esta mujer y de su mancha. Tracé un mapa de la casa y la vi moverse por las habitaciones, la dejé recorrerlas a su antojo a la espera de que ella y el libro terminaran en el jardín, entre las plantas. La última parte de la novela la trabajé en un taller con

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