Otro carnaval vendrá

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OTRO CARNAVAL VENDRร Jaime Velรกzquez

Editorial Sotavento LTD

La Jirafa


Otro Carnaval vendrá de Jaime Velázquez. Cuidado de la edición: Milton Iván Peralta Reservados todos los derechos. Primera edición, 2011 Edición, formación tipográfica Milton Iván Peralta Diseño Joanna Contreras Ríos D.R. 2011, Independencia 96, Zona Centro Ciudad Guzmán, Jalisco. CP 49000 Página electrónica: www.lajirafazapotlan.blogspot.com Reservados todos los derechos. Prohibida la reproducción total o parcial sin la debida autorización de los editores. Impreso y hecho en México Printed and made in México


A Adrián y Sofía


Hace diez años Las últimas horas del milenio hubo calma. Pocas gentes en las calles. El compromiso familiar todavía se impone, y el gusto por pasarlo en casa de los amigos. Se trata de un verdadero recogimiento, o encierro voluntario. La cena empieza a servirse hacia las once, el brindis debe ser a las doce, los abrazos se suceden al mismo tiempo. Algunas personas agregan lágrimas. La gente no confía en sus relojes y atiende a la radio, a la televisión. Como el personaje de Rilke, dan ganas de oir el ruido de la Tierra que gira. Y entonces el silencio cede ante el ruido de los cuetes (¿permitidos el último día del milenio?), y la iluminación habitual cede ante las luces de Bengala (¿tigres fugaces de Blake?), estrellas en los árboles solitarios y fríos, frutos de pirotecnia, y las voces de los adultos en las calles acompañan los gritos infantiles, la música se sale por las puertas y las ventanas abiertas. Entonces ya nada importa y a las tres, cuatro o cinco de la mañana las calles están animadas, como si fueran las nueve de la noche de cualquier viernes. Los cuetes dejan montoncillos de papeles que el viento barrerá -¿si no quién, a qué hora? También hay pedazos de piñatas que representaban al viejo que ahora se merece golpes de olvido. Las inútiles luces de los árboles de Navidad, que desde hace no mucho se han prolongado en las fachadas, derroche y consumismo, siguen parpadeando como si obedecieran un ritmo que quisiera representar las vueltas desconocidas del mundo. Y a las diez de la mañana la ciudad vuelve al silencio, o lo profundiza. Pasan algunos camiones, taxis o autos perezosos. Nadie promete que se va a acordar de cómo fue el año 2000 (qué películas, qué canciones, qué libros, qué estuvimos haciendo durante el famoso -desde lustros antes- año 2000. Si no lo pensamos mucho, este fin de año se pareció a los otros que hemos vivido en este puerto: la fiesta por excelencia, el rito de la renovación, el mito del cambio -como si la vida de verdad nos perteneciera en lo individual. Nadie quiere reconocer que sí sabe cómo va a estar el año nuevo. ¿Quién puede cambiar radicalmente de un año al otro? ¿Quienes se casan? No. Ellos tampoco. Creo que nadie cambia. El país tampoco. Las ceremonias, como la de la boda, se llevan a cabo no por un cambio, sino por una mejoría: el recién casado no cambia, no cambiará: puede mejorar, o quizás empeore -aunque tarde en darse cuenta-, pero permanecerá siendo el mismo: la sociedad no es una buena licuadora. Una vez que las gentes se adaptan a su propia personalidad -hecha de fragmentos en los primeros tiempos- se dedican a jugar con crueldad y pasan diciendo: “¡Quítate que ai te voy!” Todos sabemos cómo va a estar el año nuevo: será igual a nosotros y todos sabemos qué tipo de años acostumbramos hacernos. Y el recién casado, cuando se canse de procurar un cambio -el de su pareja-, se irá a dormir un sueño donde es el visitante que llega a otro planeta y dice: “Me llamo Journey y sólo yo sé cómo debe ser la vida”: nadie conoce las cárceles que puede haber en un sueño, o en un viaje. Bueno. Las primeras horas del primero de enero todo mundo estaba despierto -este que ves, engaño colorido-. Aunque nadie se llamaba a engaño. Este mundo que hemos hecho es el que seguiremos haciendo. Adelante, pues. Y al terminar los brindis, los abrazos, los cuetes y el deambular hacia el bulevar, donde felicitamos a otros paseantes, impensados, frente al sol, más bien bajo la luz naciente, estamos alumbrados, llenos de una energía extraña -como pilas recién recargadas- y seguimos hablando del pasado, el recuento de penas y alegrías, quizás un poco preocupados por el futuro -no sólo el de uno mismo-. ¿Alguien tiene ganas de bailar? El día primero se hizo para descansar de la gran noche que vivimos construyendo las coordenadas de nuestra nueva vida. Volveremos a hablar por teléfono, concertaremos citas y haremos negocios. Esperamos nuevas canciones, nuevas


películas, más libros. Somos quienes somos. Vivimos frente al mar, donde nunca aparecerá una sirena, y estamos vivos en la carretera, de regreso de todos lados, o en un viaje hacia todos lados. ¿Cuál es la recompensa de este derroche de alegría? La cama. El poder dormir mientras el día inútilmente nos llama. Todo queda para el día dos. Ya recuperados volveremos a nuestras ocupaciones. La fiesta fue buena. Hay que dormir. Hay que vivir el sueño de la felicidad. Que todos tengan un buen año. Gracias. Estamos en el siglo XXI, por fin. Les deseamos muchas lecturas, es el placer interminable. El día dos, en fin, la madre naturaleza nos regaló la continuación de un norte, volvió el tiempo nublado, el frío -aunque los turistas no lo crean, sólo el domingo 31 estuvo despejado y brillante para ellos-, y, buen año, estos días de invierno nos ahorramos la electricidad de ventiladores y aires acondicionados. Preparativos para cambiar de domicilio Quizás comprobar que lo guardado en el cerebro allí estaba: confrontar. O medir las profundidades del olvido. Y comprobar que todo lo olvidamos, pero también reconocer que algo queda. El cerebro no puede crecer con una tarjeta nueva, así que almacena en lugares que ni el dueño sabe. Además, está cuanta cosa alrededor de lo que uno busca. Las mudanzas sacan a flote una historia revuelta: cada objeto, o pedazo de objeto es un paso que se dio: desde los viejos boletos de entrada al cine hasta el sobre donde venía la invitación a dónde. Las películas, olvidadas; los programas de televisión, encimados unos sobre otros. Los días que parecen distintos al tratar de mirarlos son todos iguales. Sabemos que fuimos al cine, que nunca dejamos de ir al cine por ningún motivo, pero ¿qué vimos? La salvación durante treinta años era salvaguardar los periódicos que más o menos eran el material de construcción de otros años. Pero esto no es cierto, ¿por qué guardamos? Era un salvavidas y también un fardo: una lancha y sobrepeso. ¿Qué puede ser un cuarto de tonelada? Las palabras pesan. La tinta y el papel, en cambio, se humedecen, o se resecan o, lo peor, se llenan de polillas. Entonces tomé la decisión de hacer a un lado tanto papel periódico y de revistas guardado por tres décadas, por lo menos. La mujer del depósito de papel usado no vio las fechas sino el bracito de la báscula. Tuve que decir, insistir en el valor del tiempo: algunas de estas publicaciones tienen treinta años, y señalar la fecha. ¡Que se rasque cada autor con sus uñas! ¡Que cada quien guarde sus obras! Y no me arrepentí de tirar las viejas planas. Por allí andan los autores, cada uno recordará qué hizo. Y así dejé a la intemperie la tarea de reconstruir el pasado: quiénes, qué. Con gusto, es decir, sin cantos fúnebres, hay que decir: este es el secreto de la elaboración de libros. Un libro se guarda con más facilidad, podrían ser cajas con hojas, pero cajas cerradas, de tamaño manuable. Lo que no se ha convertido en libro no tiene importancia. En el DF se contaba con una hemeroteca, allí pueden ir a estornudar y toser los investigadores. En Veracruz sólo queda, por mi parte, el recuerdo de lo que todavía podría haberse rescatado, ¿a qué precio? Un tratamiento momificador de papel periódico. Un caro proceso de temperaturas y líquidos para prolongar la vida de tan ilustres documentos. Es inútil. Ya nada puede hacerse. Tenemos ahora que inventar otras costumbres, como jurar que en el cerebro está todo, que lo visto a lo largo de la vida no se ha borrado, y que todo ello sirve para construir el futuro. Y no desalentarse: al parecer olvidamos muchas cosas -en mi caso, hasta los números de teléfono de más uso-, la verdad es que todo lo que leemos pasa a formar parte de un pegamento de neuronas distantes, o cercanas, que ayudan a conseguir sorprendentes sinapsis. Quizás la escritura -o la conversación- logre salvar los resultados de todo el proceso. Leer para escribir, desechar papeles viejos para generar


papeles nuevos. Lo efímero, pues. El placer instantáneo. Honras fúnebres sean estas palabras por más de doscientos kilos -no he terminado la mudanza- que me acompañaron por años. Leer esto hoy, porque mañana, caramba, ¿quién guarda las tazas de café que se ha tomado a lo largo de la vida? Una taza nueva cada día, una flecha en el cerebro, y ya. Estas palabras -como polillas- ya están en otro lado. En miles de lados. ¿Esta sí es tu casa? El miércoles fue un día cansado, día de mudanza; casi un lustro de guardar en la atmósfera, entre las paredes, imágenes, ruidos, personas, voces, sueños -ya se sabe: años que no volverán, diría algún cantante desvelado. (Si dormías viendo al sur, ahora lo harás viendo al oriente: alguien ha estudiado los efectos de estos cambios en las personas, y todos nos los tragamos como si fuera cuestión -profesores dicen- de adaptación. La maldición es, quizás, adaptarse y guardar la locura en el fondo del alma, ¡que se la lleve el diablo!, en el infierno dará más lata que esas patas que sólo muertos vamos a ver danzar en libertad.) Estaba pensando qué escribir, la lluvia diurna del martes había engendrado un glorioso día veracruzano: la deslumbrante luz no incomoda, mata, cuando un entusiasta locutor de noticiero radial da paso a la voz de un novelista mexicano que publica sus obras con editores españoles -dicen que son alemanes los motores, como los de la fábrica VW- que, ¿espontáneo?, ¿andaba por allí y se levantó para interpelar al otro político, el de verdad ejecutiva?, con voz plañidera se refiere al iva y los libros. Luego siguen las voces de dos personalidades de la vida política mexicana y todo mundo, supongo, aplaude: ¡el iva con que se amenazó a los libros ha muerto! Pero esa noticia no es para mí. Lo que me deja cabizbajo y meditabundo es cómo fue invitado el señor novelista mexicano a tan extraordinaria ceremonia funeral. En los gobiernos anteriores esta persona era invitado especial, ahora también. ¡Vaya!, lo que luce es la pobreza del mundo de los libros mexicanos, y no es que falten escritores, lo que hiede es la aceptación, consagración diríase por énfasis, con que algunas personas aceptan el micrófono para decir lo que sea. Y se puso a hablar de Beethoven y lo oímos hasta Veracruz. Y todos estábamos en silencio: yo, porque iba solo en un automóvil hacia lugares y tareas cotidianas, los demás, porque tanto asombro no es una buena medida para soltar la lengua. Bueno, así se echan a perder los días. Y luego, empezó a llover. El espectáculo de las nubes densas, con todos los grises de la historia que sólo impresionan si las asociamos con tempestades, huracanes, tormentas, fue igual que ver la velocidad del viento, reloj en muñeca. Mientras esperaba a mi hija veía el horizonte hacia el mar: un cerro poroso levantándose y rodando hacia acá. Y uno calcula que llegará, como cualquier barco decente, que no tiene prisa, hacia la medianoche y no, unos minutos después ya empieza a verse la tierra vuelta agua y la visión de gotas y luego lluvia, desprendiéndose de la estopa con pintura de aceite dejada en un bote de basura color ¿borra de vino? -¿Cortázar está bien citado aquí?-, una pinaza color borravino: ¡ah, memoria literaria! Y todo parece tan casual, como si el cielo y el viento pudieran hacer lo que quieran. Y uno, a encerrarse. A suspender el acomodo de lo que dejó la más reciente mudanza, a manejar pendientes de los resbalones, de los neuróticos, de los yerros. Total, un día bueno y un día malo no pueden dar como resultado más que una hilera de botellitas de tequila, que quiere decir el promedio que nos tenemos merecido. La calle, pues, cambia de nombre; el barrio, como si nada; los números de teléfono, el de la casa, cambian, el celular se queda como si nada. Ya tendremos otra ocasión para hablar de mudanzas, para estar tranquilos en una nación que no necesita de micrófonos para comunicarse. Y sin tantos afanes de


quienes no pueden pasar un día calladitos. La educación pública federal no propuso nada nuevo para este inicio de clases, entonces, por lo menos que no haya iva para libros y que hable un intelectual de renombre que estuvo para acompañar el lío, porque el lío sigue, ¿no? Y que haya sido el novelista y no el historiador que presentó encuestas hace unos meses. Y pensar que el novelista se burló de tales encuestas como quien se burla, entre líneas, del historiador aquél tan desangelado, tan rezagado. Qué aburrición. El agua. La política. El iva increíble que el anciano novelista no supo ver como golpe inesperado. Pobres. Y como era de esperarse, ayer jueves amaneció lloviendo. ¿Es luz el agua? El sentido práctico contesta que sí: el movimiento del agua ayuda a la generación de electricidad. ¿Qué dice el sentido poético? Terreno de la libertad por excelencia, donde el lenguaje es un enorme juguete al que podemos darle todas las vueltas que queramos, la poesía contradice todo, tanto a ciencia como a fantasía, se dice y contradice a sí misma constantemente. Los poetas se desviven por encontrar en la luz su alma, o el alma de la humanidad y su historia, la consideran un reto que les haría reescribir, si se les ocurriera, el mismo Génesis. La luz y sus giros, la liquidez de la luz, la luz y la ausencia -el Minotauro, el laberinto- Y el agua es el espejo de la luz que más dificultades ofrece a la mirada del artista. Pensaba yo estos días que el agua es una luz que escurre hacia las cisternas de toda la ciudad durante la noche, estrepitosa, porque el agua no peca de modestia: ¡el escándalo que arma cuando se precipita desde un tinaco! O cuando, gota a gota, le recuerda al insomne que es el único en la noche que no puede ignorar que ese grifo necesita un fontanero. ¿Por qué podemos darle un valor de luz al agua que llega a la cisterna de nuestra casa? Primero hay que imaginar una oscuridad eterna: que no hubiera amaneceres, que no existiera el sol y que el ser humano pudiera seguir viviendo miserablemente como animal cobijado por piedras. Entenderemos la reverencia antigua por la reaparición cotidiana del sol: el día es una fiesta, los días de trabajo que siguen al carnaval no deben matar la alegría de la fiesta, a menos que éste no haya sido una auténtica fiesta sino una sucesión de intentos por encontrar dónde está el milagro de la dichosa fiesta, cansancio puro, piel quemada por el sol (¡tuvimos buen tiempo!, ¿quién lo festeja?), una sorda frustración porque en realidad no estuvo tan divertido como ¿cuándo?, ¿desde qué año empezó a naufragar el carnaval? (Cuando la televisión empieza a pedir por la paz, y bancos y comercios le piden a uno apoyo para la paz, ya se echó a perder todo: ni una firma ni una palabra quieren decir nada: por qué no lanzar una campaña que diga: ¿está usted de acuerdo que en cinco años los indígenas tengan calles pavimentadas, cisternas, tinacos, empleos, escuelas...? Así es la poesía. Y el poeta se va alejando tanto de todo, que termina enojándose y rompiendo sus escritos para lanzarlos al sol desde una azotea mientras grita. Días después reflexiona. Llega agua sola a la casa de noche, con electricidad llega agua al tinaco, con mecánica sale agua de la regadera y la gente se baña: nos hemos alejado de la tierra de nuestros antepasados y vivimos en una réplica restringida de la Atlántida. Un poco de agua para el cuerpo. Demasiada agua para sacar de la casa la orina. Agua de garrafón. Agua en botellitas absurdas: ¡no está en la Constitución que el agua es gratuita! Sale de la oscuridad de la cisterna, se va por los tubos del desagüe. Nuestro cuerpo carga el agua que necesita para vivir. El planeta es llamado azul porque el agua es dominante. El diluvio, castigo que sirvió para limpiar la tierra (¡ah, ese Dios!). Agua. ¿No es luz el agua? Que entre agua a la cisterna, ¿no es un rayo de esperanza de que la vida sigue? Siguen pasando los días y miramos como si fueran extrañas las coladeras.


Crisis: mucho agua y poco dinero Y para no envidiar la lluvia casi permanente de Xalapa, el viernes pasado se inició formalmente la temporada de agua celeste en el puerto. El calor estaba derritiendo huesos y algunas gentes estaban derribando muros mientras otros extendían sábanas en las azoteas para poder dormir (¿por qué tan temprano?), cuando "ai te viene pa'bajo l'agua". Eran como las diez de la noche -escribieron los cronistas que alimentan el canal del clima-, cuando los zapatos que se suponían buenos para atravesar el desierto quedaron como cualquier ahogado. Luego vino la noticia de la muerte de los vecinos que dejan a otros su desempleo: "¡esos sí que no sabían lo de la tierra de indios!", ¿apaches? Los blanquitos de la patrulla fronteriza se dieron cuenta muy rápido, antes de que volaran las cenizas: ¿qué raro, no? ¿Alguien leyó Los caminantes del desierto, la novela de Zane Grey que fue muy popular antes de que hubiera televisión? Claro que no. Y los productores de películas que sólo contratan a supermanes se olvidan de aclarar que todo es ficción, que entre los inventores del final feliz nunca hay muertos. Y tampoco mexicanos que se mueren calcinados. Pero con unas cuantas palabras se cierra el caso porque aquí ya empezó a llover. Eso sí, el calor diurno aumenta pero la noche es fresca. Allá al fondo del hueco negro, donde se supone que el mar duerme ebrio de petróleo, las luces de unos barquitos llaman la atención de un niño, mitad de Sri Lanka y mitad de Estados Unidos. Indran recuerda que Neruda estuvo por allá de diplomático. Yo creo que más bien estuvo de solitario chileno en el fin del mundo que escribió que residía en la tierra para no llorar. Como sea, Indran (de apellido imposible) estuvo buscando nombres de árboles también en Argentina, con lo que podemos decir se cerró el ciclo que inició don Pablo. Salió Mario Martell para entender cómo es que llega a Córdoba un poeta que nació en el mar frente a India. Hube de recordar a Severo Sarduy. Espero que Indran, a quien José Emilio Pacheco considera autor del "libro más singular de la poesía mexicana" (!), busque las rutas que también intentó ver Octavio Paz y de las que ha escrito Salman Rushdie en East West (1994). Aunque hay que agregar que no es la primera vez que José Emilio se equivoca, ya sabemos que por entusiasta, es decir, por ser un escritor de buena fe, es un mete patas: ¡quién se va a poner en este momento a dilucidar quién es el autor verdadero del "libro más singular de la poesía mexicana"! Claro que la afirmación rubricada por el famoso JEP ayuda a vender. Como Mario, Indran es fanático de las comunicaciones por satélite y quizás no tarde en mandarnos un mail con postales poéticas de La Antigua. En lo demás, la ciudad sigue igual: ya le falta poco al monumento al ego del rector de universidad pública que debería ser el último del régimen que se distinguió por el individualismo (copiado de Estados Unidos, su divisa es ¡sálvese el que pueda!). Quizás el día de la inauguración los miles de rechazados de cada año vayan a aplaudir: en vez de salones y bancas un montón de tubos que, espero sinceramente, será leve número en las cálculos de los costos de mantenimiento en el reino del salitre. Quizás se pueda hacer una universidad en la banqueta, a un lado de la magna fuente que celebra al mosquito del dengue, ¡como no llega a la capital! Lo demás, lo del Citibank, ex Banamex: ¡quién aguanta las colas de éste! Somos pacientes adictos a las largas filas, que en el 2009 se redujeron, ¿murieron los clientes, se fueron a Estados Unidos? Están encerrados en una cresta de la crisis eterna de México.


Poesía y mujeres, belleza agregada Los xalapeños saben que les llueve a ellos y quienes estamos de paso nos preguntamos si escogeríamos la lluvia y no el sol, la humedad que aumenta el calor, y nadie cree que la gente llora (el sudor son lágrimas disimuladas) cuando el puerto se pone a imitar el fuego eterno, o que maneja como quien se dirige a una tumba oscura y fresca. La cuestión es que a menos de diez kilómetros de Xalapa no llueve (estoy recordando la noche de un miércoles 23): la gente vive bajo el agua y asiste a una lectura de poemas en la Pinacoteca Diego Rivera, porteñas y xalapeñas en la sesión intermedia de un ciclo propiciatorio: alrededor, fotografías de escritoras que han posado para Rogelio Cuéllar desde hace años: buenas fotos, algunas; falsas, otras, con la obligación encima de hacer arte aunque la persona quede en una esquina inferior derecha, sale el fondo, un florero por ejemplo, o muy dato complementario, una humana y alrededor un decorado, natural, no de estudio, pues. Se ve muy bien Silvia Tomasa Rivera enseñando un hombro en una azotea entre sábanas que ondean en un tendedero, pero la expresión no es la de un instante, es la de un rostro congelado por una orden: en sus marcas, listos, y el obturador (¿se merece otro nombre ese botón que deja entrar la luz?) siglos después. Están escritoras célebres, conocidas y desconocidas: está Elena Garro en sus últimos años, una Elena de otros tiempos y otras mujeres, mujeres. Una innovación sería organizar una fiesta y sin mucho pensarlo que maduraran más temprano imágenes frescas: frutas que harían agua la boca, sin convocar primero el respeto que la admiración y poner allí algo como una barrera entre la maestra de tercero de primaria y el niño que le mira las piernas (pienso en los años cincuenta y unas faldas rectas que se suben sonrientes por las piernas -mucho antes de que fuera inventada la minifalda- para dar la primera lección de belleza: en sus marcas, listos, y la maestra, que vivía en un departamento de planta baja en la esquina de la escuela no sabía que sus alumnos tomaban posición para tratar de ver algo más de su perfecta manera de dar la clase). Surge la idea de hacer lecturas de hombres poetas y circula una hojita donde se van anotando los nombres de los amigos. Hay alarma cuando Camila Krauss, la más joven de las invitadas, dice su verdadero nombre y deja a medias una explicación que sus razones tendrá: vamos a seguirla considerando por su nombre corto como navaja que experimenta con las palabras en busca de nuevos decires. Luego aparece la admiración que Marisol Robles despierta por su computadora portátil extraplana: nuevos planes, que la voz de robot que viene incluida en la máquina diga los poemas. Preguntamos si alguien más ha hecho esto en Xalapa y decidimos nombrar a nuestra autora como pionera, o la primera, ya sabes, se extenderá el gesto, se hará deporte y luego estaremos aplaudiendo la ausencia de las personas, bueno y fresa. Los turnos de Ysabel Ramírez y Mary Carmen Gerardo son motivo de satisfacción entre el público -como dicen los cronistas-, pero no para los estudiantes que, entre compañeros te veas, se divierten con ellos mismos. Ambas leyeron poemas nuevos y hay planes para integrarse en libros y colecciones. Entre otros poetas saludamos a Maliyel Beverido, a Ramón Rodríguez, a Carlos Manuel Cruz Meza (que anuncia nueva versión de su novela Zona de guerra). Entre agua salada y agua dulce Luz en el agua quiere decir automóvil sumergido en una calle inundada la noche del sábado, a un paso del bulevar. Valet parking quiere decir joven mojado al estacionar el coche de una pareja simpática con prisa. Veracruz quiere decir lugar de sorpresas: una familia sale por las ventanillas de una van para empujarla a otro lugar. El primer ensayo


de diluvio de la semana pasada fue el martes: un carrito de supermercado iba a la deriva por la avenida Reyes Heroles, raudo en contraste con los coches ocupados por gentes pasmadas que no saben si mojarse los pies o jugar baraja mientras llega la grúa. El segundo fue el sábado, casi a la misma hora, antes de medianoche, precedido de una danza de rayos que parecían preparativos para una guerra, por lo que había más gente en la calle. Etapa final de las vacaciones, los turistas podían divertirse con un espectáculo inesperado, si el mojarse no les preocupara como invitación para una gripe. Los peligros por agujeros, baches, coladeras destapadas, quedaban en segundo término, la elección era descalzarse o no, correr o caminar. La ciudad se refresca de noche y el agua corre a raudales por las calles en busca del mar, pero encuentra bordes de banquetas. ¿Cuántos ingenieros reprobaron materias de cálculo y dirigen obras viales? ¿Cuántos políticos dirigen obras sin saber ni papa de ingeniería? ¿O Veracruz es una de esas ciudades que jamás podrán controlar el agua? Y los días siguientes, en un recorrido sin ánimo de inspección, descubrimos que el lugar donde una de las camionetas familiares dobló la cerviz carece de defecto: plano, como si nada, sin declive; entonces pensamos que el agua reblandece el acero y hace caer a los despreocupados noctívagos. La luz es un homenaje al agua: no imagino un aguacero como los de la semana pasada en un lugar oscuro. En un bosque, en una noche lluviosa, lo que destaca es el ruido del agua y de las hojas, de la tierra. En la ciudad, entre las voces y la música, la luz delata cascadas que bajan por orillas no resueltas por los constructores. Las luces neón de bares, restaurantes, hoteles, permiten ver el choque del agua que busca el mar con el agua que brota de las alcantarillas y rebota en las banquetas. Y en calles menos céntricas, la luz de los postes no alcanza para prevenir a los choferes de los accidentes callejeros. Nadie tiene un mapa de la orografía urbana, donde estén marcados los abismos en las rutas transitables-intransitables. Algunos cafés cerraron aquella noche del martes porque el agua rebasaba las banquetas. Días encontrados Las parejas van tomadas de la mano por el bulevar, entre el Acuario y Villa del Mar. Hay calma, que la Semana Santa se encargará de romper. Los pentabolas reproducen la luna siempre llena y sus luces lastiman los ojos, pero si estuviera oscuro nadie querría pasear por allí. Los coches pasan con parsimonia, en el inevitable ir hacia algún lugar, ¿de ida, de regreso? Algunas familias trepan en los pesados cuatriciclos para ayudar a los hijos pequeños en el impulso del artefacto. Después del bullicio del Carnaval la gente ha decidido quedarse en sus casas. En la televisión vemos el derrumbe de dos grupos musicales: Maná y Jaguares, que participaron en el concierto organizado por dos televisoras en nombre de la paz. Un locutor de radio recordó que el asunto chiapaneco no es una guerra, que desde enero de 1994 los neozapatistas no han disparado un tiro, aunque le faltó agregar que sí han habido balas y muertos. ¿Cuánto cobraron Maná y Jaguares? ¿Saben más de negocios que de lo que significan para los jóvenes? En fin, despistados y despistables siempre habrá: los crédulos carecen de la glándula crítica. Mientras, la gente se dispone a ver a Hannibal Lecter. Y unas cuantas personas entramos a ver Este-Oeste, una coproducción franco-rusa-española y algunos más que si no es novedosa por lo menos no es absurda como la del caníbal, que desencantó incluso a los menores de edad que se colaron a la sala con todo y el letrero que anuncia la clasificación C, de Caníbal, sin dientes. Bueno, tan refinado el señor Hannibal Lecter que pierde sus atributos de sicoanalista aficionado para volverse especialista en asuntos de arte y cultura medievales y renacentistas europeos, como perder los dientes y


volverse vegetariano. Son lamentables los huecos en la pésima película de Ridley Scott que la secuencia de la última cena hace reír a los espectadores (¡hay que ver a un sicópata vuelto cómico!), si es para reír el torpe comportamiento de dos personas drogadas y un cocinero inglés excéntrico: aquí hubiera quedado bien el soso de Peter Sellers. Un hueco: cómo un prófugo de la justicia, uno de los criminales más buscados, atraviesa fronteras, sobrevive con qué dinero, cómo salta los obstáculos académicos para llegar a ser curador de una biblioteca en Florencia y dar conferencias sobre Dante Alighieri. Cómo un sicópata vive una larga temporada en santa paz (el actor Anthony Hopkins es una de esas personas que no resiente mucho el paso del tiempo, que se ve igual hoy que hace diez años. Otro hueco: cómo sobrevive a la amputación de una mano (no queda clara esta parte), quién lo atiende, cómo vuelve a cruzar fronteras. Sí, es de esperarse una tercera parte: ¿incurriremos en el error de verla? (La tercera parte llegó a fines del año 2002 y la acción es anterior a la película número uno; es una repetición del caníbal original, o sea, el cine es un negocio que no siempre requiere grandes inversiones ni imaginación y que siempre cuenta con un montón de clientes despistados.) Es obvio que después del éxito de la primera película sobre Hannibal Lecter los productores esperaban algo más, algo que mantuviera el horror de la primera película y que superara el simple asco grotesco de este personaje, inapetente, ¿desdentado?, enamorado, es decir, sentimental como King Kong y Frankenstein: ¡para llorar! Algunas personas del público esperaban mordidas al por mayor, ataques como de perro rabioso en la calle, a pleno sol. Y lo que vemos es un acosado erudito, buen cocinero, cuyo amor imposible no le hace segunda. Delicado, el tranquilo pasajero de avión consume sus delicatessen con flema británica. Esferas luminosas Fueron encendidas otras fuentes de luz, las que son derrochadas en las fiestas de fin de cursos y que acompañan a los grupos musicales, las dirigidas a los meseros que se apresuran con platos humeantes de sopas con nombres sofisticados, las que destacan a los jóvenes encargados del discurso de despedida. Y hay que bailar bajo las luces sometidas a ataques nerviosos y agitar globos, banderines, lanzar confeti y serpentinas: días inolvidables que condensan días de tedio, días de levantar los ojos al cielo para preguntarse por el sentido de la vida, si tiene alguno la orden que nadie sabe quién inventó de levantarse a las seis de la mañana -si no es que antes-, de estar en un salón de clases a las siete y de seguir acumulando renglones de todo tipo de conocimientos que nadie se explica para qué cargarlos, dónde dejarlos una vez que la escuela por fin diga ¡se acabó! Y los doce años de primaria, secundaria, bachillerato, seguirán sumándose a los años de estudios superiores. Sobrevendrán las partidas: todavía no todas las profesiones se ofrecen en Veracruz, y seguirán interrumpiéndose algunos planes acerca de conquistar el mundo por obligaciones que nadie contaba. Vargas Dulché tenía razón, la vida -que es un carnaval, repite la cantante- cabe en una frase: lágrimas, risas y amor. Y seguiremos ignorando cómo evitar o cómo conservar unas y otras además de crear amor -no hubo ninguna clase dedicada a ello-. El salón de clases desemboca en un salón de fiestas repleto, en el que se reencuentran los padres con los hijos frente a los maestros, testigos invitados. Es un lujo terminar bachillerato cuando los administradores de las universidades públicas se han negado a recibir alumnos que rebasen la cifra en la que se estancó la revolución: ya vemos, el dinero sobrante lo gastan en monumentos a la egolatría, como la cabaña universitaria enferma de gigantismo de tubos que servirá para no hacer más salones de clases. Es un lujo desmesurado recibir un certificado de Héroe


de la Educación a los dieciocho años para descubrir que menos de la mitad podrán ingresar a la universidad pública, que sólo algunos podrán pagar la universidad privada. Ya en el paso de secundaria a bachillerato se practica semejante crimen social, tan fácil: a los administradores les basta colgar un letrerito que dice “el estudio remata en una cuestión de azar, de mala suerte, de cupo, de dinero”. Y se llora por la inminente lejanía de los compañeros de años, no por las puertas cerradas de la economía, de la educación pública. Mientras, pasó en silencio la desaparición de La Jarocha, la más antigua estación de radio de Veracruz junto con la U. Un gigante de la comunicación, Organización Radio Fórmula -se anuncian como el tercer lugar en el país-, ocupó el 1250 de A.M. Se llevaron de corbata también a La Romántica, en el 770 de A.M., que ha permanecido varias semanas sin nombre nuevo. Hay quienes aplauden por estos signos de progreso, hay quienes tenemos que lamentarnos, porque el gigantismo conduce a la punta de la pirámide: no hay creatividad cuando lo diverso se vuelve único. Este sistema económico no ha descubierto otra ruta. Ya la XETF había cedido muchas horas de orgullo jarocho a varios programas hechos en el Distrito Federal, como el noticiero Monitor, de Gutiérrez Vivó, que de F.M. pasó a A.M., y que por lo pronto terminó MUDO, y el programa de consejos que le seguía bajo la dirección de Giuseppe Amaro, Parejas disparejas y la familia. Hace falta un Museo de la Radio, quizás el Estudio Azul y Plata de la W (el Grupo FM sigue manteniendo a la vieja W en A.M.) que se instaló en la Casita Blanca sea un buen lugar. Volvamos a meternos al cine en miércoles de descuento, si podemos pasar entre tanta gente de vacaciones. Música para rajar el mundo El reino de las luces son los antros. En estos lugares la oscuridad es obligada para desamarrar fiestas de luces de colores, que se acompañan por una máquina que arroja humo sobre el que toman cuerpo los haces de luces. ¿Recuerda el lector el rayo laser disparado desde Blue Ocean, rumbo al centro, a través del mar que sufre escasez de leyendas -vacío mar, silencioso, sin barcos que ofrezcan fiestas? ¿Hace cuántos años el Blue Ocean fue el lugar de moda? Los más jóvenes se iban a la disco (multitudes en la calle en espera de entrar al océano, tan tarde, que no es mucho lo que bailaban, cansados de estar de pie) y los hermanos mayores (en edad universitaria) se iban al bar: la escenografía espectacular, una cascada que cae entre piedras de utilería, y las pantallas en las que se proyectan videos de grupos y cantantes de moda. Ahora, en las paredes hay figuras de peces de colores (un error de decoración ¿retro? En un lugar que fue acertadamente posmoderno). Apogeo y caída de los antros, paso de las generaciones, constantes edades de oro perdidas. El Zoo desplazó a Ocean y éste cerró por mudanza, se fue a un lugar cercano, construido con el mismo concepto cúbico, caja de gente, luces rebotantes y la sospecha de la música detrás del mero retumbar de los decibeles a niveles prohibidos por el sentido común. Aparecieron otros bares, el FreeDay (hoy demolido -en 2002 se inauguró encima un hotel de buen tamaño-) y sustituido por FreeWorld, sustituido por un bar que se llama El Teatro. Y están los de tiempos más recientes, que igual ya pasaron: Big Fish, La Casona de la Condesa, Kaboom, Forum. Otro cadáver: ¿por qué no duran los antros? La barra más larga, y de más éxito (precios inmejorables y tragos generosamente servidos), siguió siendo la del nuevo bulevar, frente a Costa Verde, frente a Costa de Oro (en punta Mocambo). Lugares vacíos, lugares llenos: la magia de la humanidad consiste en dejarse ver, en hablar todos al mismo tiempo y, si se puede, cantar juntos reconociéndose integrantes del clan. La Casona tuvo el mérito de atraer al centro de Veracruz a los jóvenes que no se alejaban


de la zona sur, barril sin fondo: a las diez y media empiezan a entrar los primeros y durante hora y media hay un desfile de parroquianos interminable (¿ya estamos todos aquí?); a las doce da inicio la música (“viva”, le dicen, en oposición a la música ¿“muerta”? de los discos o cintas grabadas. ¿Recordamos la vieja frase de “hacer una fiesta de negros”, en referencia a los discos hoy extintos de acetato?). ¡Que nadie se quede en su casa! De baladas suaves avanza la multitud durante tres o cuatro horas hacia la música bailable: desfile de éxitos, cada quien junto a su banquito, o arriba de éste, o arriba de la mesa. Nadie permanece inmóvil, no hay pistas de baile pero la música entra en las venas y estremece los cuerpos. El combustible es ligero, el humo es llevado o traído por las corrientes del clima artificial. El domingo, por supuesto, sólo es posible moverse un poco para derrumbarse en una butaca de cine. En cuanto a los Table Dance, su caso requiere tiempo. Para una campaña de ánimo turístico Mar de luces. Visita de cortesía a la capital de la república, o regreso al pasado. Gobernantes vienen, gobernantes van y la ciudad sigue creciendo a la deriva. Desde la carretera, medianoche del viernes, aparece el mar de luces y algunas sombras que son cerros a salvo todavía de la urbanización. La crónica, que parece cuento, puede ubicarse en cualquier fecha, este año o hace diez, o veinte. El personaje principal, Mr. Taxman, el cobrador de impuestos. Viene en una moto, se acerca por la derecha, se asoma y ve a quienes vamos de regreso a la carretera, el lunes a mediodía, en el viaducto, rumbo a la calzada Zaragoza. Subtítulo: ¿es más barato viajar en autobús? El señor cobrador de impuestos trae su caja en la motocicleta, una idea amable de la modernidad. Dice cosas incomprensibles, dice las cuotas que le corresponden a un viajante como yo, hace sumas y ofrece un descuento por pago rápido y espontáneo. Pero antes habla por un intercomunicador a personas que unos momentos después aparecen, malencarados, parecen inspectores del que se presentó como comandante del sector, oyen mi historia, abreviada, les digo que la vida en el puerto de Veracruz me impide entender sus puntos de vista. El cobrador está de buen humor, dice que es de Puebla, dice muchas cosas y tengo que preguntarle varias veces que sea más claro, porque no le entiendo. Estira la mano, saca un libro grueso y me enseña que es el reglamento de tránsito del D.F. Me hace una viñeta de mi futuro y hace tintinear la caja. La abre, mete los billetes que le doy y no me regresa cambio. Los inspectores han dado instrucciones que no sé descifrar y se han ido. Todo parece transcurrir como en un drama que uno ve por primera vez, pero me repito a mí mismo que ya he visto esta obra, clásica de la capital. Me ofrece una clave para poder salir de la ciudad. Al final no me da nada. Y salgo, como siempre, como cualquier vecino del D.F. Pienso que este señor cajero me está comprando votos: las cinco personas que vamos de regreso a Veracruz no votaremos por el Partido que se ha olvidado de imprimir los recibos que nos debería dar el señor cobrador de impuestos. Él se queda con el dinero y nosotros nos quedamos sin votos. No entiendo bien por qué este nuevo cobrador me recuerda a todos los cobradores con los que me he topado a lo largo de los años, desde que aprendí a manejar. Empiezo a dudar de la veracidad de los reportajes sobre el D.F. y la violencia, los asaltos. Mr. Taxman, el Cobrador, es amable, sabemos que es cumplido y trabajador. Le digo que olvidemos lo del recibo, quizás tenga prisa por seguir su ruta, su horario, su deber. Ignoramos si es un nuevo cobrador o si tiene muchos años en el servicio. La verdad, el episodio ya lo había vivido yo varias veces, cuando era otro el Partido que gobernaba la ciudad. La única diferencia es que este señor Cobrador trae su caja en la motocicleta para que los causantes -o sea,


nosotros- no tengamos que entretenernos yendo a una sucursal bancaria que quizás sea presa de las multitudes que todos los días se presentan ante los cajeros para pagar cuentas pendientes. Se entiende: los morosos, los que no llevan efectivo encima; deben hacer colas insufribles. Así que le agradezco al señor Cobrador las gentilezas que ha tenido con estos causantes, turistas latosos que somos, y el ahorro que nos está haciendo (descuento y pago inmediato). No se me ocurre decirle que me recuerda a los motociclistas de otras administraciones, que igual cobraban y que igual nunca dieron recibos para agregar en nuestras declaraciones. Ni hablar. Quizás no estoy bien enterado de las nuevas formas del gobierno, que hacen la magia de aparecer las viejas formas de los gobiernos viejos, ya desaparecidos. El pasado reciente Sombras de la capital lejana. ¡Y lo que falta en el camino de la pulcritud, o transparencia, como les gusta llamar al quehacer de gobierno a los políticos! Hay que pensar por qué a algunas personas les interesa trabajar en el gobierno, en lugar de fundar una fábrica o dirigir un comercio. Se sabe, por lo menos desde hace medio siglo en México, que altas remuneraciones laborales -¡ah, el desempleo!- se consiguen colocándose bien en oficinas de gobierno. Incluso a la llamada iniciativa privada le gusta conseguir contratos con el gobierno porque puede incrementar sus precios o utilidades, aun “compitiendo” con otros, aun haciendo “sacrificios”. Un inglés, consejero del rey, escribió un libro de filosofía política al que llamó Utopía -fue un descubrimiento para la gente del Vaticano y para algunos políticos mexicanos-. Sólo pensando en términos utópicos podremos sustraernos a los engaños de la política, ahora reforzada por el lado oscuro de la publicidad -es decir, lo peor de esa actividad-. Podemos soñar con que los gobernantes aporten trabajo voluntario, es decir gratuito. Que sólo quieran trabajar en cuestiones de gobierno quienes no están movidos por el interés de los negocios ni de la alta remuneración. O bien, que sus salarios sean como los de las cajeras de los bancos: no hay trabajo más delicado -fuera de los quirófanosque contar el dinero de otros. Un gobernante no debe gastar el dinero de los ciudadanos en construir recámaras nuevas en las viejas instalaciones donde han dormido tan quitados de la pena otros gobernantes -a menos que se busque otra casa-, y menos debe gastar millones de pesos en ello; no debe gastar en oficinas de lujo en un país pobre y en crisis económica permanente desde hace ¿treinta años? Pero si no es en esos lujos (llevar gratis a los hijos a China, por ejemplo), qué “premio” ofrece un trabajo sin duda agotador como es la administración pública. Hay que pensar en términos utópicos y humanos: la meta no es tener una casa más grande que la del vecino, sino ser mejor humano que el vecino. Y para ello no es necesario ir a una iglesia y arrodillarse. El conocido acto de contrición es la actividad cotidiana del que se equivoca mucho. Y debería ser el ejercicio constante del que nunca estima necesario arrepentirse de las metidas de pata, de quien no analiza qué pasó y qué hizo que algo salió mal. La religión no consiste en ir a misa, sino en meditar cómo ser éticamente. Entonces el manual recomendable para quienes gustan de ir a arrodillarse en público es el libro Ética para Amador, de Fernando Savater, dirigido a jóvenes pre profesionales. Las guerras religiosas son las más devastadoras: ¿los actuales gobernantes oyeron hablar de la guerra Cristera en México? ¿Saben algo de la guerra entre católicos y protestantes en Irlanda? ¿Entienden los enfrentamientos entre musulmanes, judíos y cristianos? Y, lo más importante, ¿olvidaron que la luz que uno enciende en su casa constituye un acto privado por excelencia? Si va a ser de otra manera, entonces quiero ser el primero en


presentar una queja contra mi vecino, que deja encendidos varios focos de 150 watts para iluminar el jardín de su casa y la fiesta de la lluvia y los animalitos que tiene lugar mientras todos los demás estamos durmiendo, en la oscuridad más grande y gozosa que podemos, defendiéndonos de los focos de la calle que entre todos mantenemos encendidos, desinteresados de la luz que nuestra casa pudiera proyectar como espectáculo para nadie todas las noches. Y en cuanto a los arquitectos famosos, ¿hay alguna manera de elaborar una tarifa para un trabajo que a modestos maestros de obra también les sale bien? ¿Sólo es en los precios que recordamos que la arquitectura es un arte, dominado por el mercado? ¿Y valdrán como arte las caras “cabañas” que se mandó a hacer el Presidente de la República en terrenos públicos resguardados del público, a pesar de la política de puertas abiertas? Utopía. El Neoliberalismo no se distingue por propiciar la modestia, sino la competencia superflua cuyo ícono más conocido es el automóvil y sus cíclicos últimos modelos. Ser novato es tan peligroso como ser político viejo. Y final en el espejo Deje de verse al espejo durante veinte años y de pronto sométase a la experiencia de verse otra vez. Con los ojos bien abiertos, en lo que dura un respiro verá usted el tiempo, lo cual no tiene nada de extraordinario si percibe al mismo tiempo la eternidad, que tratándose de humanos no es muy grande, que va de la cuna a la tumba. Llámese eternidad, o póngale la palabra que guste, lo que verá es lo que la vida cotidiana impide ver. Mire usted a la multitud que va en dirección opuesta y trate de recordarla mañana, trate de describirla. Nada. Ni un buen ejecutante de retratos hablados va más allá de representar las sombras de la memoria, abajo del tiempo está la verdad, diríase sin angustia. Y los ojos tienen un instante para ver esa imagen fugaz. Poco a poco, la memoria va poniendo todo en su lugar y sobre el rostro verdadero van apareciendo las pinceladas de las palabras: la cara desconocida que usted logra mirar vuelve a ser la cara llena de palabras, de recuerdos, que usted conoce muy bien. El instante que transcurre entre el encuentro de las miradas (el del espejo y usted) y las primeras palabras (hola, cómo has estado), es un abismo de veinte años, que parece toda la vida: ¿sabe uno quién es esa persona que no ha visto por tantísimo tiempo? Pruebe la plática, póngase al día con su imagen en el espejo: ¿qué ha sido de tu vida? En esta experiencia puede perder o ganar (¡ah, el retrato de Dorian Grey!): no valen algunas preguntas, como ¿he hecho bien o mal?, ¿he ido por buen camino? No hablemos así porque vamos a terminar rezando con fervor de niños. Puede perder (se cae la venda de los ojos) lo que creía que usted era (¡cuidado!, sus ojos de hoy no son los de hace diez años, y aquí aparece una nueva vertiente de esta experiencia: ¿cuánto he cambiado?); puede ganar, porque verá lo que nunca había visto. O mejor, lo que vio un instante el primer día en que se asomó a un espejo y se miró bien mirado. Una vez llegados a este punto, de la escritura y de la experiencia de verse en un espejo, debemos preguntarnos para qué va a servir esto, además de que se trata de algo imposible, pues ¿quién va a dejar de peinarse durante tanto tiempo? Bien que nos vemos aunque no queramos. O, si se trata de una mujer, ¿cómo dejar de aplicarse “aderezos” en la cara? Bueno, pues hemos encontrado algo inesperado: todas las personas nos vemos al espejo sin vernos. Peinamos o pintamos una superficie que igual podría ser la de otra persona. Un maniquí, por ejemplo, que será colocado en un aparador y que debe atraer las miradas de todos los despreocupados transeúntes. Podemos volvernos como un peluquero o una estilista de salón de belleza, cuyas ensoñaciones se derraman generosas sobre los demás para darles un buen aspecto.


Y para qué dejar pasar tanto tiempo si al final lo que vamos a ver dura sólo un instante. Y, diría otro, eso, ¡si dura! Igual no vemos nada. Pero, seamos optimistas. Nos vemos sin vernos. Como pensamos a diario sin pensarnos realmente: sabemos qué tenemos que hacer, pero dejamos abandonado, mientras estamos concentrados en el hacer, lo que ahora, frente al espejo, por un momento que es un relámpago en la conciencia, nos parece que no habíamos visto nunca. Nos reconocemos, nos interrogamos, nos ponemos al día, pero antes que todo vemos en el fondo del alma nuestra imagen velada por el tiempo. Y, los lingüistas tendrán su respuesta, creo que eso que vemos no puede expresarse con palabras, porque resultará en una imprecisión, en un fragmento de lo que Borges llamó Aleph, el inicio de un abecedario, el nacimiento de las palabras, que estarán en el fin del mundo: el azoro de la mirada, el instante en que todo y nada se piensa, el océano en que finalmente toda idea se ahoga. Y, al final, una duda: ¿lo que vemos es el tiempo, como saben todos, aun los que no son poetas?


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