Pierre Gonnord

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Pierre Gonnord


Gonnord, cuidado — Juan Bonilla

Mire a cámara Se diría que la carga de un retrato es tan pesada que, como la del matrimonio según famosa frase de Wilde, para sostenerla, a veces, hacen falta tres. En el caso del retrato están el retratado y el retratista, pero poca cosa serían sin ese tercero: usted, yo, o sea, el espectador, el amante, alguien que debe permanecer invisible para que la estabilidad entre ellos no se rompa. Cuando el retratista le dice al retratado Mire a cámara, en realidad lo que le está diciendo es: mire a los ojos de quien está oculto, mirándole. Tres tiempos en un solo disparo: el pasado, que ha dibujado los rasgos del retratado; el presente, en el que el retratista decide disparar, y el futuro, el tiempo en el que el espectador mira a los ojos al sujeto retenido en la imagen. Así que al contemplar un retrato los espectadores podemos ser sacudidos por la espléndida duda de si estamos mirando al retratado o si el retratado nos mira a nosotros: en cualquier caso, si alguien se verá obligado a apartar la vista, intimidados, seremos nosotros. Y eso pasa a menudo en las fotografías de Pierre Gonnord. Hay que tener cuidado. Los retratados Si bien parece claro que Gonnord se ha significado por su interés, curiosidad o directamente amor por grupos sociales marginados, por razones económicas o étnicas, tampoco cabe discusión en que, en el seno de esos grupos a los que sale a buscar –Gonnord es retratista viajero–, lo que encuentra son individuos: cada cual con su historia, cada cual con sus rasgos, cada cual con su mirada. Si bien pueden unificarse claramente en los distintos proyectos de Gonnord –Territoires o Asian Portraits o Terre de personne–, no se les alivia ni se les merma como lo primero que son: cada cual, el que es. Tienen nombres propios, y ya se preguntaba misteriosamente Shakespeare en Romeo y Julieta ¿qué hay en un nombre? Los nombres, en las fotografías de Gonnord, nos acercan a esos seres que las pueblan: no son ya solo rostros que nos miran. La identidad queda así puesta en cuestión a favor de la intimidad: esos dos monstruos siempre en guerra, pues por una parte somos una serie de señas inevitables que componen nuestra identidad –lo que somos para los demás o, como expresa el diccionario de la RAE, «conjunto de informaciones y rasgos que distinguen algo y lo confirman como lo que se dice que es»–, pero dentro de esa «máscara», de esa persona o personalidad, aguarda la intimidad de cada uno –lo que somos y solo nosotros sabemos que somos, lo que apenas puede salir al aire sin ser inmediatamente destruido, sin, de alguna manera, destruirnos–. Explorar en la identidad de alguien –el color de su piel o la condición de las ropas que viste– para alcanzar algo de su intimidad es tarea de poetas, de contadores de historias, de artistas que saben que, aunque lo más hondo sea la superficie, hay que saber cómo darle hondura a las superficies para que estas nos hagan perder pie. Gonnord excava en la intimidad de sus retratados, uno por uno, aunque formen grupos claramente definidos, precisamente, por sus señas de identidad. Por eso no es raro que, a propósito de sus retratos, se haya destacado «el silencio» que parece reinar en esas imágenes: es el silencio de la intimidad, de un lugar donde cada cual está solo, inapelablemente solo. También ha dicho Gonnord en alguna ocasión que él es un solitario en busca de solitarios, y no puede expresarse mejor esa comunicación que se establece entre los retratados –los jóvenes asiáticos o los rostros duros de los territorios abandonados por el Futuro y el Progreso, rostros cicatrizados de arrugas y de miradas profundas– y el que los mira y, de alguna manera, pone a salvo no solo la identidad grupal, sino también ese gran secreto que es la intimidad de cada uno. Por eso en los retratos de Gonnord apenas es necesario el contexto (aunque en la exposición Terre de Personne utilizó algunas fotografías de escenarios): se diría que no hay más contexto que el que el retratado sepa crear con su propio rostro, con su mirada, que para no averiar la intensidad del encuentro entre los dos desconocidos que van a encontrarse gracias a su cámara –el retratado y el espectador– no conviene rodear al primero de ninguna información externa, ninguna información que no esté contenida en sus propios rasgos. Así de desnudo se siente también el espectador mirando a quienes les miran. Mucho cuidado, pues. El método «Empecé fotografiando a la gente de mi barrio y poco a poco fui necesitando ir a otros lugares, encontrarme con otra gente». La de Gonnord es una búsqueda paradójica: recorre el mundo, pero sus fotografías parecen decirnos que se ha quedado quieto. Así mareaban el vino los antiguos: lo embarcaban para llevarlo a América y lo hacían volver sin desembarcarlo, solo para que se moviera y envejeciera y mejorara. Los nombres de las ciudades o las zonas del mundo donde fueron realizadas las fotografías se nos dicen discretamente: esas ciudades y esas zonas del mundo también están en las miradas de los

personajes de Gonnord. Un gitanito con su gallo es más Sevilla que la Torre del Oro, y Asia no es una turbamulta de rascacielos, suburbios y humedad, sino la mirada fija y rasgada de los jóvenes de la Nueva Era. En una época en la que tan fácil es especular con la fotogenia, porque vivimos en un mundo muy fotogénico, Gonnord vuelve su investigación a lo esencial, acentuando el dramatismo, y de alguna forma, disuelve la propia época en la que se enmarcan sus retratos para, sin dejar de hablarnos de la época que nos ha tocado vivir, volverlos intemporales. Otra paradoja. Algunos de ellos remiten, según sus escoliastas, a Rivera, otros a Rembrandt, al propio Velázquez. Valen todos esos nombres como faros para subrayar la condición de clásico de Gonnord: clásico, es decir, alguien que ha conseguido que la época en que realizó su trabajo no importe tanto, aunque sea protagonista, porque será siempre actual, porque seguirá vivo. Tengo entendido –hablo de oídas– que Gonnord sale a interesarse por rostros, miradas, que le susurren algo importante, y que una vez allí donde se ha desplazado –la Sevilla gitana o unas tierras abandonadas por el Progreso– encuentra otros personajes con los que agrandar su proyecto. Él lo dice mejor: «En mi proceso de trabajo coexisten tanto los conceptos de búsqueda como de encuentro. Quiero trabajar y me intereso por individuos pertenecientes a determinados grupos humanos, a colectivos definidos por razones sociales, pero a la vez con una visión más universal. Salgo a la búsqueda de estas personas localizadas en territorios concretos. Esto supone una cierta experiencia vital con las personas. Pero en el mismo lugar surgen nuevos encuentros y reflexiones más allá de lo que estoy buscando inicialmente. Se van abriendo otras vías que ensanchan el marco inicial, como el género, la edad, el carácter ». Es la búsqueda del carisma, esa capacidad de fascinar a los otros, una palabra por cierto que en su origen se utilizaba para definir al que hacía favores. Y para tensar todo lo posible lo que de verdad tengan las etimologías, cabe decir que ese carisma de los personajes de Gonnord quedaría sin aprovechar si no fuese por el muy exacto estilo de Gonnord, tan personal e inconfundible. Estilo viene de stilus, que era la piedra con la que los antiguos iban tallando textos o figuras en las tablillas de arcilla. Es decir: el arte de darle legibilidad a las cosas, de convertir las cosas en texto. El cuidado No sé qué pensará Gonnord de esta fértil consideración de Richard Avedon: «Un fotógrafo retratista depende de otra persona para completar su fotografía. El sujeto imaginado, que en cierto sentido soy yo mismo, debe ser descubierto en otra persona dispuesta a participar en una ficción de la que no sabe nada». Por fortuna, Avedon no terminó aseverando que la cara sea el espejo del alma, frase que más que pronunciar una verdad se limita a reproducir un eslogan que podría servir tanto para un producto cosmético como para una clínica de cirugía estética. No, cuanto menos equiparemos cara y alma, mejor nos irá. La cara es un territorio, y como tal territorio registra en su superficie las señales de una historia particular, pero no hay un relato visible en casi ninguna de ellas, solo unas cuantas señales que, detenidas en imagen, obligan al que mira a hacerse narrador en pos del relato si lo necesita para fortificar la mirada del retratado. Sin embargo, la reflexión de Avedon sí que invita a preguntas inevitables cuando se para uno a reflexionar sobre el conjunto de la obra de Gonnord, es decir, no sobre cada rostro individual captado en un momento preciso que queda perpetuado (hasta donde eso sea posible), sino sobre las marcas de identidad que todos esos rostros tienen, en relación unos con otros, la relación obvia que se desprende del hecho de haber sido capturados por una misma mirada, por lejos que viva el joven asiático del gitanito sevillano y por distintas que sean sus vidas. Tal vez solo tengan una cosa en común, aparte el hecho de pertenecer a sectores que padecen alguna marginación: Gonnord los convirtió en personajes suyos. En ese sentido, sí cabe pensar que Avedon acertó al dirimir que el sujeto imaginado por el retratista es, en cierto sentido, el propio retratista que se descubre a sí mismo a través de los otros, de quienes depende. Ese «yo en los otros» que los manuales de filosofía crucificaron hace tiempo bajo la denominación «Ética del cuidado», palabra maravillosa que sirve lo mismo para señalar que alguien presta la debida atención a algo, le da su sitio, lo trata con cariño y respeto, y para avisar un peligro. Cuidado, pues, con Gonnord. Cuidado en sus dos sentidos. A través de su cámara, hay mucho mundo mirándonos y mucho mundo en el que mirarnos.


Being Careful with Gonnord — Juan Bonilla

Look at the Camera One might say that the burden of a portrait – like the burden of married life, according to Wilde’s famous dictum – is so great that it takes three to bear it. In the portrait, we have the sitter and the portraitist, but they would count for little without that third person: you, me, the viewer, the lover, someone who must remain invisible in order not to break the bond between them. When the portrait photographer tells his sitter to “look at the camera”, what he is really saying is: “look into the eyes of the hidden other, who is gazing back at you”. Three tenses in a single shot: the past, which has etched out the sitter’s features; the present, when the portraitist decides to shoot; and the future, when the viewer gazes into the eyes of the subject caught in the image. So when we look at a portrait, we may be assailed by a splendid doubt : are we looking at the sitter, or is the sitter looking at us? Whatever the case, if anyone is forced to avert their gaze, if anyone feels intimidated, it is us. And that often happens in Pierre Gonnord’s photographs. We have to be careful. The Sitters Whilst Gonnord is clearly remarkable for his interest in and fascination – or plain love – for economically or ethnically marginalized groups, it is equally evident that in seeking them out (for Gonnord is very much a travelling portraitist) what he always finds at their core are individuals: each with their own history, their own features, their own gaze. Though they may be brought together in Gonnord’s various projects – Territoires, Asian Portraits, Terre de personne – their essential, distinctive selfhood remains undiluted, untainted: each of them is what he is. They have their own names and, as Shakespeare mysteriously mused in Romeo and Juliet, “What’s in a name?” Here, names bring us closer to the figures who people Gonnord’s photographs: they cease to be simply faces staring out at us. Intimacy vies with identity, like two ever-warring monsters. For while we are undoubtedly a set of unavoidable signs that together comprise our identity – what we are to others, or as the Spanish Academy Dictionary has it: “a set of information and features that distinguish something and confirm that it is what it is said to be” – beneath that “mask”, that person, that personality, lies the intimacy of every individual, what we are (and only we know what we are), what can barely surface without immediately being destroyed, without in a sense destroying us. To probe below someone’s identity – the colour of his skin, the quality of his clothes – in search of a hint of intimacy is a job for poets, for storytellers, for artists who are fully aware that, though the surface may be the deepest thing, one has to know how to make a surface so deep that the viewer finds himself floundering. Gonnord probes the intimacy of his sitters, one by one, even though they belong to groups which are in fact clearly defined by their identifying marks. This is why attention is so often drawn to the “silence” that seems to reign in his portraits: it is the silence of intimacy, of the private place where each of us is alone, irremediably alone. Gonnord has described himself as a loner in search of loners, and there can be no better expression of the bond forged between the sitters – the young Asians, the rugged features of people living in areas forsaken by the Future and by Progress, their scarred, furrowed faces, their piercing gaze – and the man who looks at them and, in a sense, safeguards not only their group identity but also the great secret of their individual intimacy. That is why Gonnord’s portraits scarcely require any context (although the Terre de Personne exhibition included some photographs of settings): it is as if there were no context other than that created by the sitter with his own face, with his gaze; as if in order to preserve the intensity of the encounter between two strangers who are to meet thanks to his camera – the sitter and the viewer – the sitter should not be surrounded by any external information, indeed by any information other than that provided by his own features. And the viewer feels equally naked, gazing at those who gaze at him. So we need to be careful. The Method “I started photographing the people in my neighbourhood, and little by little I felt the need to go elsewhere, to meet other people”. Gonnord’s quest is something of a paradox: he travels the world, yet his photographs convey the idea that he has kept still. A similar approach was used in the early days by winemakers: they would load their wine for transport to America, and bring it back without ever unloading it, just so the wine would travel, and age, and improve. The names of the cities and regions of the world where these photographs were taken are hinted at: those cities, those regions of the world, are also in the gaze of Gonnord’s’ sitters. The gypsy boy with his cockerel is more Seville than the Torre del Oro, while Asia is not a tangle of skyscrapers, suburbs and rain but the uncompromising almond-eyed

stare of New Age youth. At a time when it is so easy to slip into the purely photogenic – we live in a highly-photogenic world – Gonnord’s work takes us back to what is essential, highlighting the dramatic and, though still exploring the times in which it is our fate to live, in a way dissolves the real age in which his portraits are set, rendering them timeless. Another paradox. Some of his portraits – according to Gonnord scholars – are reminiscent of Rivera, others of Rembrandt, or of Velázquez himself. All these names serve to highlight Gonnord’s classical status: classical, in that he succeeds in playing down the importance of the period in which the portrait was produced – however much it may remain a major feature – because the portrait itself will always be current, because it will stay alive. I have heard it said that Gonnord goes out in search of faces, gazes, that whisper something important to him; once at his destination – gypsy Seville or territories forsaken by Progress – he finds other characters with which to broaden the scope of his project. He himself puts it better: “My working procedure involves the concepts both of searching and of finding. I want to work, and I am interested in individuals belonging to certain human groups, groups defined by social considerations, but at the same time adopting a more universal approach. I go out in search of these people living in specific territories. That brings with it a certain vital experience of people. But once there, new encounters arise, reflections over and above what I was originally seeking. Whole new areas open up before me, broadening the initial framework, for example gender, age, character ...” It is the search for charisma, for that ability to fascinate others; the word was originally used to define those who bestowed favours. And if we are to squeeze every vestige of truth from etymology, we might also add that the charisma of Gonnord’s sitters would remain unrevealed were it not for his distinctive, highlyprecise personal style. Style comes from stilus, the stone with which the ancients carved texts or figures on clay tablets. In other words: the art of rendering things readable, of turning things into text. Being Careful I do not know what Gonnord makes of Avedon’s perceptive remark: “A portrait photographer depends upon another person to complete his picture. The subject imagined, which in a sense is me, must be discovered in someone else willing to take part in a fiction he cannot possibly know about”. Fortunately, Avedon stopped short of claiming that the face is the mirror of the soul, a saying that – rather than highlighting a truth – merely reproduces a slogan that could equally advertise a cosmetic product or a plastic surgery clinic. No, the less we attempt to rank face with soul, the better for us. The face is a territory, and as such its surface bears the marks of a particular history; yet few of the faces offer a visible story, simply a few signs which, trapped in the image, force the viewer to become a narrator in search of a story, if he needs it to give added force to the sitter’s gaze. However, Avedon’s remark does prompt inevitable questions when we stop to think about Gonnord’s oeuvre as a whole, i.e. not about each individual face captured at a given moment, forever (as far as that is possible), but about the features shared by all these faces in relation to each other, simply by virtue of having been captured by the same gaze, however far apart the young Asian and the Seville gypsy boy may live, and however different their lives may be. Perhaps they only have one common feature, apart from being outsiders: Gonnord has turned them into his characters. In that sense, Avedon may well have been right to argue that the subject imagined by the portrait photographer is, in a sense, the photographer himself, who discovers himself through others on whom he depends. That “I in others” long since crucified by the philosophy manuals under the label “Ethics of Care”, itself a marvellous term that covers both the idea of taking care – paying attention to something, making space for it, treating it with affection and respect – and the idea of being careful, i.e. to avoid some hazard. Be careful, then, with Gonnord. Careful in both senses. Through his camera, a whole world is looking at us, and we are looking at a whole world.


Gonnord, attention — Juan Bonilla

Regardez l’objectif ! On pourrait dire que la charge du portrait est si lourde que, comme celle du mariage d’après la fameuse citation de Wilde, il faut être trois pour la porter. Dans le cas du portrait, nous avons le modèle et le photographe, mais ils ne seraient rien sans ce troisième : vous, moi, le spectateur en définitive, l’amant, quelqu’un qui doit rester invisible pour que la cohésion entre les deux premiers ne se brise pas. Lorsque le photographe dit au modèle « Regardez l’objectif », il lui demande en réalité de regarder droit dans les yeux quelqu’un qui est caché et qui l’observe. Trois temps en un seul déclic : le passé, qui a dessiné les traits du modèle, le présent, où le photographe décide d’appuyer sur le déclencheur, et le futur, où le spectateur regarde dans les yeux la personne immortalisée sur l’image. Ainsi, en contemplant un portrait, nous, les spectateurs, pouvons être assaillis par un doute merveilleux : est-ce bien nous qui regardons le modèle ou sommes-nous observés par celui-ci ? En tout cas, si quelqu’un finit par détourner les yeux, intimidé, ce sera bien nous. C’est souvent ce qui arrive avec la photographie de Pierre Gonnord. Attention, donc. Les modèles S’il semble clair que Gonnord s’est distingué par son intérêt, sa curiosité, voire sa passion ouverte pour les groupes sociaux marginalisés pour des motifs ethniques ou économiques, il est aussi incontestable que, parmi ces groupes qu’il va rechercher – Gonnord est un portraitiste voyageur – ce sont des individus qu’il trouve. Chacun possède sa propre histoire, ses propres traits, son propre regard. Bien qu’ils trouvent une évidente unité dans les différents projets de Gonnord – Territoires ou Asian Portraits ou Terre de personne – , leur caractère essentiel reste entier et intact : chacun est ce qu’il est. Ils ont leur propre nom, mais comme Shakespeare se le demandait mystérieusement dans Roméo et Juliette, qu’y a-t-il derrière un nom ? Les noms, sur les photos de Gonnord, nous rapprochent de ces êtres qui les peuplent : ce ne sont plus de simples visages qui nous regardent. L’identité est ainsi mise en question à la faveur de l’intimité, ces deux monstres toujours en conflit. En effet, nous sommes bien une série de signes inévitables qui composent notre identité – ce que nous sommes aux yeux des autres, ou comme l’exprime le dictionnaire de l’Académie royale espagnole : « Ensemble d’informations et de traits qui distinguent quelque chose et confirment qu’il est bien ce que l’on dit » – mais derrière ce « masque », dans ce personnage ou cette personnalité, se trouve l’intimité de chacun – ce que nous sommes et que nous seuls connaissons, ce qui ne peut sortir à l’extérieur sans être immédiatement détruit, sans nous détruire en quelque sorte. Scruter l’identité de quelqu’un – la couleur de sa peau ou la qualité de ses vêtements – pour pénétrer un peu dans son intimité relève des poètes, des conteurs, des artistes qui savent que le plus profond se trouve à la surface, mais qu’il faut savoir comment approfondir les surfaces pour que celles-ci nous fassent perdre pied. Gonnord fouille dans l’intimité de ses modèles, un par un, même s’ils forment des groupes clairement définis, précisément, par leurs signes d’identité. il n’est donc pas surprenant que l’on mette l’accent, pour décrire ses portraits, sur le « silence » qui semble régner sur ces images : c’est le silence de l’intimité, d’un lieu où chacun est seul, irrémédiablement seul. Gonnord a également affirmé qu’il était un solitaire à la recherche d’autres solitaires. C’est la meilleure façon d’exprimer cette communication qui s’établit entre les modèles – les jeunes asiatiques ou les visages durs des territoires abandonnés par le Futur et le Progrès, figures lacérées de cicatrices et de rides, au regard profond – et celui qui les regarde, sauvegardant ainsi en quelque sorte non seulement l’identité du groupe, mais aussi ce grand secret qu’est l’intimité de chacun. C’est pourquoi le contexte importe peu dans la photographie de Gonnord (bien que l’exposition Terre de Personne contienne quelques décors) : on pourrait dire qu’il n’y a d’autre contexte que celui créé par le modèle avec son propre visage, avec son regard, et que pour ne pas altérer l’intensité de la rencontre entre les deux inconnus mis en contact grâce à son objectif – le modèle et le spectateur – il ne faut entourer le premier d’aucune information externe autre que celle contenue dans ses propres traits. Et le spectateur se sent aussi nu, en observant ceux qui l’observent. Une fois de plus, attention. La méthode «J’ai commencé par photographier les gens de mon quartier, puis j’ai eu besoin peu à peu d’aller ailleurs, de rencontrer d’autres gens ». La recherche de Gonnord est paradoxale : il parcourt le monde, mais ses photos semblent nous dire qu’il n’a pas bougé. C’est ainsi que l’on procédait avec le vin autrefois : on l’embarquait pour l’emmener en Amérique, puis on le faisait revenir sans même l’avoir débarqué, seulement pour qu’il soit remué, vieilli et bonifié. Les noms des villes

ou des régions du monde où les photos ont été prises nous sont communiqués discrètement : ces villes et ces régions sont également présentes dans les regards des personnages de Gonnord. Un petit gitan avec son coq est plus représentatif de Séville que la Tour de l’Or, et l’Asie n’est pas un amas de gratte-ciel et de faubourgs baignant dans la moiteur, mais plutôt le regard fixe et plissé des jeunes du Nouvel Age. À une époque où il est si facile de miser sur la photogénie, car nous vivons dans un monde très photogénique, Gonnord conduit ses recherches à l’essentiel, accentuant l’aspect dramatique, et dissout en quelque sorte l’époque dans laquelle se situent ses portraits pour les rendre intemporels, sans toutefois cesser de nous parler de l’époque qui est la nôtre. Encore un paradoxe. Certains de ses portraits renvoient – selon les spécialistes de son œuvre – à Rivera, d’autres à Rembrandt ou encore à Velázquez. Tous ces noms mettent en lumière le caractère classique de Gonnord. Classique dans le sens où il parvient à reléguer au second plan l’époque où il a réalisé son œuvre, malgré toute la pertinence qu’elle peut avoir, parce que le portrait sera toujours actuel et restera vivant. J’ai entendu dire que Gonnord part à la recherche de visages, de regards qui lui suggèrent quelque chose d’important, et qu’une fois arrivé à destination – la Séville gitane ou des terres oubliées par le Progrès – il trouve d’autres personnages qui lui permettent d’élargir son projet. Il l’explique mieux lui-même : « Les concepts de recherche et de rencontre coexistent dans mon processus de travail. Je veux travailler, et je m’intéresse aux individus appartenant à certains groupes humains, à des collectifs définis selon des critères sociaux, mais aussi sous un angle plus universel. Je pars à la recherche de ces personnages situés sur un territoire concret. Cela implique une certaine expérience vitale avec les gens. Mais au même endroit, de nouvelles rencontres se produisent, suscitant des réflexions qui vont au-delà de ce que je cherchais initialement. D’autres voies s’ouvrent à moi et élargissent le cadre de départ, comme le genre, l’âge, le caractère... » C’est la recherche du charisme, cette capacité à fasciner les autres – un mot qui, soit dit en passant, désignait à l’origine celui qui rendait service. Et pour exprimer toute la vérité que peut renfermer l’étymologie, on peut dire que Gonnord sait tirer parti de tout le charisme de ses personnages grâce à son style très précis, si personnel et distinctif. Style vient de stilus, qui désignait la pierre avec laquelle nos ancêtres taillaient des textes ou des figures sur leurs tablettes d’argile. En d’autres termes, c’est l’art de donner lisibilité aux choses, de transformer les choses en texte. L’attention Je ne sais pas ce que Gonnord pensera de cette remarque ingénieuse de Richard Avedon : « Un photographe portraitiste dépend d’une autre personne pour réaliser sa photographie. Le sujet imaginé, qui est moi-même dans un certain sens, doit être découvert chez une autre personne disposée à participer à une fiction dont il ne sait rien. » Heureusement, Avedon n’a pas ajouté que le visage était le miroir de l’âme, expression qui, plus qu’affirmer une vérité, se limite à reproduire un slogan qui pourrait servir autant à un produit cosmétique qu’à une clinique de chirurgie esthétique. Non, moins on rapprochera le visage de l’âme, mieux ce sera. Le visage est un territoire et en tant que tel, il enregistre sur sa surface les signes d’une histoire particulière. Or, il n’y a pas de récit visible dans la plupart d’entre eux, mais seulement quelques signes qui, figés sur l’image, obligent le spectateur à jouer le rôle d’un narrateur en quête d’un récit, si besoin est, pour renforcer le regard du modèle. Cependant, la réflexion d’Avedon soulève des questions inévitables lorsque l’on réfléchit à l’ensemble de l’œuvre de Gonnord, c’est-à-dire non pas à chaque visage individuel saisi à un moment précis et perpétué (dans les limites du possible), mais aux signes d’identités que tous ces visages renferment, dans leur relation réciproque, du simple fait d’avoir été capturés par un même regard, pour autant que le jeune asiatique et le gitan de Séville puissent être éloignés et que leurs vies puissent être différentes. Ils n’ont peut-être qu’une seule chose en commun, hormis le fait d’appartenir à des secteurs souffrant d’une certaine marginalisation : Gonnord en a fait ses personnages. Dans ce sens, on peut penser qu’Avedon avait raison d’affirmer que le sujet imaginé par le portraitiste est, d’une certaine manière, le portraitiste lui-même qui se découvre au travers des autres, dont il dépend. Ce « moi parmi les autres » que les livres de philosophie ont crucifié il y a longtemps déjà sous l’appellation « Éthique de l’attention », mot merveilleux qui sert aussi bien à indiquer que quelqu’un consacre le soin nécessaire à quelque chose, lui donne sa place, le traite avec affection et respect, qu’à avertir d’un danger. Attention, donc, à Gonnord. Attention, dans tous les sens du terme. À travers son objectif, il y a beaucoup de monde qui nous regarde et beaucoup de monde dans lequel nous pouvons nous regarder.


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