Laberinto N°. 529

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sábado 3 de agosto de 2013 07

literatura ESPECIAL

UN ESPACIO PARA ESCRIBIRSE Viviane Mahieux y Oswaldo Zavala

D

poeta experimental tipo Fluxus. Las identidades, y más en las franjas fronterizas (que, por cierto, nada tienen que ver con el TLCAN sino con las zonas libres establecidas en los años treinta del siglo XX por Lázaro Cárdenas) son fluidas: nunca dejan de cambiar, de transmutarse en lo que cada quien sueña o anhela. Por eso mismo, la identidad fronteriza es un elemento de apertura antes que una limitación, una opción de libertad entre pasado y futuro, entre tradición y transformación, entre lengua y cultura. De ahí que las “ficciones fundacionales” sean parte importante de la cultura fronteriza porque los literatos de estas regiones escriben en ciudades mayoritariamente nacidas en el siglo XX, en urbes que hace apenas cien años eran campamentos provisionales en medio de la nada. Lo fundacional no es en estas metrópolis cosa ajena, tiempo distante. Por el contrario, en estos espacios fronterizos donde todo parece recién hecho, civilización y barbarie siguen siendo las dos caras de la misma moneda, mitologías a flor de piel y realidades profundamente asimiladas como nociones básicas de supervivencia, paisajes indómitos en constante mutación y comunidades que aún tienen aires del viejo oeste. He ahí su vitalidad literaria, su fuerza matérica, frente a la posmodernidad y sus no–lugares. He ahí su pertinencia creativa, insoslayable, frente al resto de la literatura mexicana. En todo caso, el gran problema de este y otros libros similares en su postura tendenciosa sobre la literatura del norte y sobre la literatura fronteriza (y aquí la frontera es otro concepto que los perturba y los pone a hacer gestos de horror), es que nuestra literatura no es solo novelas de la violencia (hoy escritas a lo largo y ancho del país), sino poesía de la aridez, ciencia ficción, fantasía épica, narrativa experimental, novela histórica, canto marítimo, poesía visual, ensayo posthumano, diario de viaje, mitología nativa, crónica urbana, metatexto y lo que se vaya acumulando gracias a la imaginación desatada de los autores norteños y fronterizos. En nuestras letras el realismo es solo una de las muchas facetas de la creación literaria y no la principal. Si no lo creen así, pregúntenle a Federico Schaffler, a Patricia Laurent Kullick, a Néstor Robles, a José Javier Villarreal, a Carlos Adolfo Gutiérrez, a Fran Ilich, a Ignacio Mondaca, a Sergio Valenzuela, a Margarito Cuéllar, a Alejandro Espinoza, a Guillermo Lavín, a Lauro Paz, a Rosario Sanmiguel. La literatura del norte es tan diversa como cada uno de estos y muchos otros autores.

Catalogarlos a todos ellos bajo la novela de la violencia solo para combatir la preeminencia del norte como un centro creativo de las artes mexicanas, es distorsionar la realidad textual, en obras y estilos, para beneplácito de una crítica incapaz de ver semejante riqueza literaria, incapaz de estudiarla en toda su diversidad de búsquedas y hallazgos, de lenguajes y tramas narrativas, de experiencias poéticas y acercamientos ensayísticos. ¿Por qué les duele tanto a la mayoría de los críticos compilados en Tierras de nadie, me pregunto, que los escritores del norte se sientan dueños de sus temas y señores de su imaginación? ¿Por qué no mencionan los puntos de vista de los críticos recientes de la literatura fronteriza/norteña, como Diana Palaversich, Édgar Cota, Salvador Ruiz, Fraucke Gewecke, Paul Fallon o Minni Sawhney? Tal vez porque saben (aunque no quieran admitirlo en público) que la literatura del norte y la literatura fronteriza llegaron a la cultura nacional para quedarse, para ser parte imprescindible del horizonte creativo del siglo XXI mexicano. Estos críticos pueden desgarrarse las vestiduras conceptuales, desdeñar los logros de esta literatura, pero esa es la realidad de nuestro tiempo: el norte es uno de los puntos esenciales hacia el que apunta, aquí y ahora, la brújula de la creación literaria en nuestro país. Transformar la obra de los escritores norteños y fronterizos en una creación monotemática llamada narcoliteratura o en un “pobre regionalismo” es caricaturizarla, aceptar como real el cliché que ellos mismos han inventado y que ahora dicen combatir. Por eso los críticos de Tierras de nadie buscan exorcizar una literatura que les parece moralmente aberrante, literariamente inconsistente, sin percatarse que tales espejismos terroríficos hablan más de sus propios temores que de las obras que critican con tanta vehemencia. La literatura norteña y fronteriza como la prueba de Rorschach de la crítica nacional: una mancha que dice más de quien la ve que de quien la muestra en público. Hoy en día, pésele a quien le pese, el norte —y específicamente el norte fronterizo— es ya un interlocutor de peso a la hora de hablar de literatura mexicana, a la hora de establecer el rumbo de nuestras artes. Y eso está sucediendo ahora mismo porque el norte/ frontera no es tierras de nadie, como estos críticos pretenden hacernos creer, sino tierras de todos los que las toman para nutrir su creación, para fi ncar su fantasía, para fundamentar su pensamiento, para decir sus verdades. No más. No menos. L

esde que apareció Tierras de nadie: el norte en la narrativa mexicana contemporánea nos han hecho insistentemente ciertas preguntas: ¿En qué consiste la literatura del norte? ¿Qué significa ser un escritor del norte? ¿Cómo se distingue la literatura del norte de la del resto del país? Estas preguntas han provocado conversaciones arduas que marcaron el modo en que hoy se piensa literariamente al norte, pero no son las que guiaron la conceptualización de nuestro volumen. Al contrario, nuestro libro se concibió como una manera de señalar la improductividad de la etiqueta “literatura del norte”, que reúne a un grupo de escritores de poéticas dispares y que en poco o nada se diferenciaría de lo que implícitamente tendría que ser la “literatura del centro”. En nuestro proyecto, que cuenta con la colaboración de diez jóvenes críticos, no nos propusimos definir la literatura del norte mexicano, ni trazar sus rasgos, ni enumerar sus cualidades o defectos. Este sería un proyecto inevitablemente reductivo, en parte porque esta compleja zona del país tiene una inmensa producción cultural cuya diversidad nunca podría resumirse en un solo libro, pero también porque lanzarse a tal empresa implicaría reafirmar la falacia determinista del origen. Se ha naturalizado que la literatura que trata de la Ciudad de México, en un salto metonímico siempre realizado a priori, habla por la nación, algo que no sucede cuando la literatura se refiere al norte. Es por ello que nadie se pregunta con insistencia cómo definir la literatura de la Ciudad de México o qué es exactamente ser un escritor capitalino. Nos rehusamos a creer que para escribir sobre el norte hay que nacer y vivir allí, que si uno es del norte está obligado a escribir sobre esta región, o que escribir sobre el norte implica enfocarse en la violencia, el narcotráfico, la migración, la frontera. Hay infinidad de nortes cuyas realidades y disparidades van más allá de esos temas hoy considerados necesarios para que un texto se gane el atributo de “norteño” y goce de cierto éxito editorial. Tierras de nadie se propuso pensar el norte como referente literario privilegiado, tomando en cuenta su historia, la larga cadena de tensiones con sus otros (el centro capitalino, el norte más allá del norte, los Estados Unidos), las jerarquías entre textos de distribución local y los circuitos de lectura nacionales, así como su cambiante visibilidad en el panorama de la literatura nacional. Quisimos evocar el norte mexicano como un espacio geopolítico complejo que puede escribirse —y leerse— de múltiples maneras y desde espacios diversos. Con “espacios” nos referimos no solo a la geografía, sino a lugares simbólicos de enunciación, como la literatura, el periodismo, la academia. Es imprescindible ejercer un cierto nivel de responsabilidad literaria ante la realidad que vive el México de hoy, un país sumergido en la violenta realidad del narcotráfico y de la corrupción sin límites. Pero este dilema no es exclusivo del norte. La violencia del narco surge a nivel nacional como parte de una red de poderes que involucra las principales élites políticas del país, así como sus instituciones policiales y militares. La literatura puede responder a tales encrucijadas de múltiples maneras, pero los ambientes del realismo sucio no son obligatorios. El ethos de una época y de una comunidad se puede abordar de un modo directo o apenas insinuado en la generalidad de un tema. A la vez, una obra puede ambientarse en ese norte deprimido que hemos visto ya tantas veces y, sin embargo, tener como núcleo narrativo preguntas universales que no se centren exclusivamente en la realidad política del momento. En cualquier caso, se espera que una obra literaria genere estrategias críticas de representación que no reproduzcan los mismos discursos hegemónicos que transforman el norte en una zona de mitologías bárbaras y ajenas a la supuesta civilización normativa del centro. Por eso, resulta incómodo que la llamada “narcoliteratura”, para algunos intercambiable con la noción de “literatura del norte”, tenga tanto éxito. Es difícil abordar el fenómeno de la violencia sin que surja la sospecha, justificada o no, de que se está respondiendo a conveniencias editoriales. Precisamente por ello, ahora se vuelve más complejo representar críticamente no lo indecible, lo que escapa a las palabras, sino lo ya sobredicho, lo repetido hasta el vértigo.


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