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rodeaban. Había luchado contra fantasmas y devoradores de muertos, criaturas que no tenían derecho a escaparse de las pesadillas, y había combatido contra otras que habitaban el planeta antes de la llegada de los primeros humanos a la tierra. Había tenido que dirigir un ejército de monstruos en varias batallas y había estado al menos una década perdido en el Otro Mundo de Hielo. Varias veces había temido por su seguridad, pero jamás se había acobardado ante nada... hasta ese momento. Hasta que había llegado el siglo xxi y se encontraba ante la entrada de una mansión de Bel Air, en Los Ángeles. En los últimos días, no había sido del todo consciente de los poderes que poseían las criaturas a las que servía, pero casi cuatro siglos y medio de servicio le habían enseñado muchas cosas, y entre ellas el hecho de que la muerte sería, probablemente, el castigo menos severo que podían inflingirle. El guardia de seguridad armado se alejó del coche y las gigantescas vallas de metal se abrieron, permitiéndole así el paso hacia el camino de piedra que conducía a la mansión de mármol que aparecía entre los árboles. Aunque la noche ya había caído, no había ni una sola luz que alumbrara el interior del edificio, así que durante un segundo Dee imaginó que no había nadie en casa. Pero entonces se acordó de que la persona, mejor dicho, la criatura, a la que había venido a ver prefería las horas de oscuridad y no tenía la necesidad de encender ninguna luz. La limusina aparcó justo enfrente de la entrada principal, después de rodear la pequeña rotonda que se encontraba delante de la mansión. Desde el coche, Dee podía avistar a tres personas que permanecían inmóviles a los pies de la escalera. Cuando al fin la limusina se detuvo produciendo un ruido crujiente por la gravilla blanca que había en el suelo, una figura se acercó hasta él y le abrió la puerta. Le resultó imposible perfilar la silueta en la oscuridad, pero la voz que venía de las penumbras pertenecía, indiscutiblemente, a un hombre. Éste se dirigió hacia él en inglés con un acento muy marcado. —El doctor Dee, supongo. Soy Senuhet. Por favor, acompáñeme. Le hemos estado esperando. Después, la figura dio media vuelta y subió la escalera a zancadas. Un segundo después, Dee se apeó del coche, sacudió su costoso traje y, consciente de que el corazón le palpitaba con fuerza, siguió a Senuhet hacia el interior de la mansión. Las otras dos figuras también se volvieron y se posicionaron cada una a un lado de Dee. Aunque nadie dijo nada, Dee sabía perfectamente que eran guardias. De lo que no estaba tan seguro era de si eran humanos. El mago reconoció enseguida el intenso y empalagoso aroma que reinaba en la mansión: la fragancia a incienso, la goma aromática e increíblemente costosa por su escasez proveniente de Oriente Medio que se utilizaba en tiempos remotos en Egipto, en Grecia y en el este de China. Dee sintió cómo los ojos se le llenaban de lágrimas y comenzó a mover nerviosamente la nariz. A todos los miembros de la Raza Inmemorial les apasionaba especialmente el incienso, pero a él le provocaba un dolor de cabeza terrible. Mientras las tres sombrías figuras acompañaban a Dee por el pasillo, éste captó con un fugaz vistazo a Senuhet: un hombre delgado, calvo y de tez color oliva. Sus facciones revelaban su origen oriental, quizá provenía de Egipto o de Yemen. Senuhet cerró la puerta de golpe y vocalizó dos palabras. —Quédese aquí. Después desapareció entre las penumbras y dejó a Dee en compañía de los dos silenciosos guardias. Dee miraba a su alrededor. A pesar de que la luz era muy tenue, Dee alcanzaba a ver el recibidor, que estaba completamente vacío. No había ningún mueble apoyado sobre las baldosas del suelo, ni cuadros ni espejos colgados en las paredes. Ni siquiera las ventanas estaban cubiertas por cortinas. Dee sabía de buena tinta que había más casas parecidas a ésta dispersas por todo el mundo, mansiones que servían como hogar a otros Oscuros Inmemoriales que adoraban merodear por el mundo de los humanos, como si fueran niños cometiendo alguna que otra travesura. Aunque todos ellos poseían habilidades asombrosas a la vez que peligrosas, sus poderes se veían limitados por la creciente proliferación del hierro en el mundo moderno, que ayudaba a disminuir su energía mágica. Mientras que para los humanos el hierro suponía un metal esencial, para los miembros de la Raza Inmemorial suponía uno de los


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