guardagujas32

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agosto 2011, n° 32

edmundo gutiérrez martínez

Hoy, en este país, que no es una isla, busco explicación, busco consuelo, para mí y para otros, para todos. La única vía es: imaginen

dos poemas

Sobremesa En esta junta de recuerdos, dentro de la sorda casa en la que mi madre odia a su madre, me niego a los espacios ofrecidos, al aire que me rellena, al tiempo que se presenta diciéndome los olvidos. Entonces los otros me dirán la vida que soy, los otros que sabrán de mí lo que yo he olvidado. Y los hilos de mi cuerpo que unen los ojos a los pies, vigilarán el odio puesto en la sobremesa.

Vacío

yadira cuéllar

En el fondo del vientre se ha perdido la sonrisa. Los hombres retornan al sueño de la infancia y sonríen un poco. Pero este vientre seco ha perdido su columna, fragmentada, recuerda el corazón que hubo.


el recuerdo de un bien perdido

E

N

l mundo se transforma constantemente y la vida cambia con cada latido del corazón. El problema no es conocer lo anterior sino aprender a superar las modificaciones. Eso es lo que cuesta trabajo, porque no concibo si debo moverme para alcanzar esas transformaciones, si debo quedarme quieta para comprenderlas o si debo ir a la par para que no me tomen por sorpresa. En verdad, no lo entiendo, lo tengo asumido, sí, pero a veces no logro acomodarme, o sea, estar cómoda con estas peculiares modificaciones. Suelo dejar mi automóvil en un estacionamiento que está cerca de un sastre y de un reparador de máquinas de escribir. Supe del sastre porque en una ocasión mi marido necesitaba que le hicieran unos ajustes a un traje y, aunque yo paso por ahí casi diario, alguien nos tuvo que informar que ahí había un sastre. Del reparador de máquinas me enteré gracias a que siempre tiene abierto su local y recientemente colocó un vinil que dice “Reparación de máquinas de escribir”, asunto que me pareció sumamente curioso: el anuncio está hecho en computadora e impreso en vinil. Un dato más: hace unos meses me percaté que en una de las calles que frecuentemente transito, hay un lugar donde se planchan sombreros. Para ser más específicos, en el anuncio se lee “Lavado y planchado de sombreros”. Suficiente. Todo esto ha hecho que me sienta sinceramente conmovida, lo que me ha obligado a repasar el concepto de nostalgia: “nostos”, regreso, y “algia”, dolor; dolor por la imposibilidad del regreso, pena por la ausencia de la familia o los amigos, dolor por encontrarse lejos de la patria o tristeza melancólica originada por el recuerdo de un bien perdido. Puedo atreverme a adivinar por qué siguen

o son super héroes ni seres mitológicos de alguna cultura escandinava o prehispánica, no son marcas de cerveza ni de música. Pero antes de decirles quiénes o qué son, yo pensaba dedicar esta columna a otro tema. Sin embargo, vagabundeando por una ciudad ajena —agobiada porque no había escrito la columna y el tiempo se me venía encima—, di con una pequeña feria del libro. Husmeando entre los estantes —para alivianar la tensión de ir tarde en todo— no encontré nada sobresaliente o de mi interés, hasta divisar una mesita insulsa, bastante relegada del resto. Me acerqué movida por mi gusto a la marginalidad y a lo periférico. Y ahí estaban como si me hubieran esperado siempre esos libros —casi ahora podríamos llamarlos fascículos, folletines, revistas— de dos editoriales que conocí en mi infancia gracias a mi padre. Hablo de la Editorial TOR y de la Editora Sol. El primero que desató mi emoción—conteniéndola apenas para que el vendedor no me lo cobrara carísimo—, fue un ejemplar de Kerabán el testarudo de Julio Verne, de la Editora Sol, que leí en casa de mi abuelo, era igualito. Lo segundo que me robó el aliento fue una serie de novelas de la segunda época de TOR firmadas por un autor sin principio ni final un tal Mulberry Clay — nunca se supo si era anónimo, seudónimo o grupo de escritores ganándose la vida—, detective con poderes parasicológicos que lucha contra el crimen, cuyas historias mezclan la ciencia ficción, lo policíaco, lo fantástico: malas y geniales. Estas novelitas pertenecían a la colección “Demont Brant”. Ahora, el lector de esta columna dirá: quién sabe algo de estas editoriales… Editorial TOR fue fundada en Buenos Aires, Argentina, por Juan Carlos Torrendel —de ahí el TOR, si usted esperaba algo más sofisticado déjeme decirle que eso se llama apócope de su apellido— y publicó libros desde 1916 hasta 1965, más o menos. Se le conocen dos épocas, la primera se sostuvo hasta mediados de los treinta cuando publicaba libros de carácter más formal bajo dos grandes colecciones: “El pensamiento argentino” allí le publicó a J.L. Borges, en 1934 cuando nadie lo conocía ni le hacía caso, su Historia universal de la infamia, otro de los afortunados fue Roberto Arlt

operando estos negocios y manteniéndose las profesiones de sastre —que dicho sea de paso es la que me parece más pertinente—, reparador de máquinas de escribir y lavador y planchador de sombreros, obviamente porque todavía hay quién requiere estos servicios, el asunto es saber quién. Leyendo a Vicente Quirarte descubrí ciertos recursos para sobrevivir en la ciudad y algunas necesidades para ejercer la profesión de escritor, que pueden coincidir, por supuesto. Inevitablemente un paraguas, un sombrero, un buen traje para poder deambular por la urbe; un bolígrafo o, en su defecto, un lápiz, papel y máquina de escribir para realmente jugársela como escritor. Y luego debemos entender que el escritor deambula por la ciudad y porta un traje, quizá un paraguas y hasta un sombrero, y cualquier persona que sepa leer y escribir quizá posea una máquina de escribir, pero seguro sí tiene papel y lápiz. Pero es dicho popular que los tiempos cambian y ahora es frecuente ver computadoras portátiles por todos lados; la ropa es más bien cómoda, práctica y económica —por el material y porque se lava en casa—, y el sombrero ya dejó de usarse o se cambió por una gorra. En fin, no es que crea que “todo tiempo pasado fue mejor”, sólo que es diferente y a veces cuesta trabajo seguir el ritmo del mundo y su evolución. A mí me gusta el mundo y me conmueve recodar cómo aprendí a escribir en Mi libro mágico y cuándo comencé a utilizar una computadora con disquetes, pantalla de letras verdes e impresora de punto. Y de la ropa mejor ni hablar, porque es larga la historia de cómo en mi casa se planchaba todo, incluidos los calzoncillos, y los cambios paulatinos de estas costumbres hasta llegar a la lavadora automática. Los sombreros de mi abuelo sólo los contemplé en fotografías. Supongo que en la actualidad los nostálgicos poseen una máquina de escribir que requiere mantenimiento y los más elegantes recurren al sastre para algunos ajustes. También estos nostálgicos complementarán su aspecto con un lavado y bien planchado sombrero. Pero son tramposos los nostálgicos porque erróneamente son llamados así, ellos no sufren, a ellos no les duele “el recuerdo de un bien perdido”, porque no recuerdan, todavía poseen.

con El juguete rabioso. La segunda —de la cual mi padre tenía varios libros— era “Obras famosas”, con autores de la talla de Kawabata, Balzac, Dostoiesvski, Anatole France… Claro, luego me enteraría que se ganaron la fama de pésimas traducciones, la mayoría de las veces, lo cual ahora (porque las conservo) me resultan más entrañables pues es divertido pensar que mi primer acercamiento a la literatura fue a través de unas versiones llenas de posibles aberraciones al lenguaje, con adaptaciones al estilo hispanoamericano. TOR, en su segunda época, se volvió no horrible sino de una calidad espantosa, y tuvo una cantidad impresionante de colecciones sobre filosofía, música, entre otras, pero definitivamente su éxito radica en las series de divulgación y acercamiento a la lectura para jóvenes, ellos descubrieron alternativas diferentes al canon literario de la época. Como es el caso de la colección “Ultra” dedicada a la ciencia ficción e imitando a los pulp fiction estadounidenses de un éxito insospechado después de la posguerra. De la Editora Sol sé poco, su origen es mexicano, sus publicaciones datan de los años cincuenta, y cuyas traducciones eran de mejor calidad —quiero suponer. Conocí de cerca la colección “Aventuras”, en ella los editores privilegiaron las obras de Julio Verne y Jack London. Poseía las mismas características de revista libro que la editorial argentina, eran muy económicas y populares. A raíz de este encuentro fortuito con estas casas editoras quiero ponerme a investigar un poco, ya volveré sobre el tema. En fin, más allá de la dudosa calidad de sus textos o traducciones, el deleite de tropezar con el recuerdo de una época donde la aventura, el misterio y el terror eran fuente inagotable de imaginación y extrañeza, es insuperable. Y qué sabe nadie… Ahora a más de 50 años de algunas de las publicaciones de estos sellos —controversiales, malditos, descalificados, detestados por algunos y de mal gusto—, se han convertido en artículos de culto, en referencias para los amantes de la literatura de clase B, para los solitarios que buscan en las remembranzas ecos para sobrellevar un ahora cada vez más globalizado y estándar. Sí, estos referentes son una ventana al pasado glorioso de una niñez gozosa…

tor y sol


novia de infancia miguel cane Sudden in a shaft of sunlight Even while the dust moves There rises the hidden laughter of children in the foliage T.S. Eliot

U

no puede sentirse culpable de cualquier cosa; hasta de aquellas cosas de las que es culpable. Así piensa Antonio, aunque no llegue a decirlo en voz alta. Lo hace al aparecer el viejo miedo, que a veces se filtra en su vida sin invitación, con sigilo; velo invisible de pudor que se ciñe al rostro. No es frecuente que la culpa vuelva a él, pero cuando sucede, se cuela como sabor oculto en el café de la mañana. Él de inmediato la suprime, y pueden pasar semanas, meses, de no recordarla, aunque esté ahí de modo permanente, inamovible. No lo ha hablado con nadie. Ni con sus amigos, mucho menos con extraños. Ni pensar en decir algo a Natalia, que se mueve en su mutua rutina cotidiana, bien ensamblada y aceitada, dejándola como la casa, con una pátina de cálida perfección de la que él le otorga todo crédito. Pero lo mismo, de repente aparecen remordimientos que vienen de muy atrás, lo oprimen bajo la piel, lo carcomen en la entretela. Sucede así esta tarde en que, al cruzar una avenida mira a un grupo de niños bajar del transporte escolar en la esquina y el relampagueo de unas calcetas blancas, de un par de trenzas, le recuerdan la figura que encarna de esta inquietud repentina que siente algunas veces: Lina. La vergüenza se escurre y lo atraviesa, como anguila, mientras camina de vuelta a casa, se detiene por una barra de pan, compra tabaco para la noche – fumará, como suele después de la cena, asomado al balcón, mientras Natalia lee en el sofá, acompañados por la radio, ninguno es realmente afecto a la tele- y piensa en otras calcetas blancas, otras trenzas y el puente de la nariz acariciado por pecas rosadas, extendiéndose hasta las mejillas de su novia de infancia, a la que vio por última vez tendida sobre hierba que se enrojecía muy rápido. Recuerda al encender el segundo cigarrillo con la colilla del primero, el prado en que jugaban, a las afueras del pueblo donde pasó algunos años de su infancia; los últimos antes de ser un adolescente primero escuálido que daría pie al hombre alto que ahora es; un pueblo no muy distinto a otros en el norte y la meseta, a los que su padre llegaba como ingeniero a hacer carreteras, ampliaciones, autopistas. Recuerda éste mejor que los otros por el prado verde; a sus ojos de niño, era inmenso. Y los otros amigos que tuvo, los que se llamaban a voces desde el camino: El gordo (¿Cómo se llamaba? Trata de recordar, pero sólo le viene a la cabeza el mote por el que todos le llamaban. ¿Pedro? ¿Ramón?... no, ni puta idea), luego Tini (¿Agustín? ¿Martín?) y su hermano Nacho; otro niño llamado Luis, y las niñas que aparecían por ahí; Isabel, Rosa y Lina. Recuerda tam-

bién las otras voces que los llamaban desde el caserío al pardear la tarde: las madres y abuelas, correr de vuelta, despidiéndose con un rápido “hasta mañana”, con la certeza de que habría un día siguiente después del colegio, para dejar los libros por ahí y treparse a un árbol a comer manzanas, o perseguir un balón, jugar a la guerra contra las niñas, el eje enemigo. Lina, Lina. A la puerta de la escuela, con el mandil y falda tableada a cuadros. Hacía corrillo con las otras niñas mirándolos salir por el otro patio. No estudiaban juntos. Aún no existían clases mixtas. Lina, que corría más rápido que otros niños. Lina, con una manzana en la mano. ¿Quieres? —¿Estás bien? Natalia sonríe dulcemente (así lo diría si alguien preguntara cómo le sonrió por primera vez la que hoy es su mujer, al final de la barra, con los ojos brillantes entre el humo y la música horrible de un bar en Malasaña). —Sí. —¿Seguro? Él asiente. Le devuelve una sonrisa distraída, la que ella está acostumbrada a recibir de él, supone. Tira ceniza y la ve acomodarse. Nunca le ha contado de esa novia suya, ahora que lo piensa. No han hablado de viejos amores. No les ha hecho falta. Tampoco se han confesado cualquier antiguo pecado (en el caso de él sería sólo ese, terrible como le parece cuando se deja sentir). Cuando se casaron, se prometió que sería página en blanco y el propósito no ha decaído en quince años. Natalia no le hace reproches (sabe que le seguramente le habría gustado tener un hijo, quizá le habría gustado algo más de lo que tienen, pero se conforma con lo que hay y él ya no concibe otra compañera que no sea ella) cuando se pone así, esquivo, asustado. Lo deja en paz y sólo espera con paciencia a que vuelva a su lado cuando se disipan sus fantasmas. Él se lo agradece con silencio. —Sí, de verdad. Todo bien. Natalia vuelve a su lectura, aún con la sonrisa dulce y él enciende un tercer cigarro. Fantasmas. Los pies que se sueltan, flotan en el aire, la cabeza se echa hacia atrás, la cabellera al vuelo, las manos suspendidas. Antes: Antonio poco antes de los doce años; nervioso, torpe. Sus padres lo esperan. Han cargado la furgoneta con maletas, con su vida entera, antes de la mudanza. Es que ya no vamos a volver, vamos al sur. Es por el trabajo de mi papá. Y aparece el desencanto en los ojos oscuros de la chiquilla con la que se ha besado tantas veces a escondidas, detrás de alguna barda, o como en ese momento, en el manzanar cerca del prado en que jugaban y donde les habían prohibido acercarse. Era precisamente eso, la prohibición lo que hacía del paraje un paraíso más tentador para perderse en él esas tardes: lo veían como un bosque en miniatura, les daba por correr, treparse a las ramas, gritarse de una copa a otra. Las risas ocultas en el follaje. Ahí es el lugar donde se le ocurre llevarla, corren de la mano y van solos, mientras sus padres cierran la casa. Su madre dice está bien, anda a despedirte, mientras ve a la niña que lleva un vestido de domingo (el único que tendrá, supone. Se lo ha puesto para decirle adiós. Al pensarlo, tal vez siente un poco de piedad; Antonio no entiende de esas cosas, ella sí. Le han dicho otras madres del pueblo que es huérfana: madre en el parto, padre minero; la cría la abuela, no hay mucho con qué), se ha soltado las trenzas y adorna su pelo con un lazo azul cielo. Ve cómo espera muy quieta, junto a la carretera que sale del pueblo; no se atreve a levantar la mirada. Anda, ve, le acaricia la mejilla, aún hay unos minutos, pero no tardes, hijo. Se toman de la mano y corren, lejos de los otros niños –ellos no quisieron despedirse, si Antonio se iba, pues ya está, punto pelota, qué más da– que a esa hora se han ido del prado a otra parte. Así lo recuerda siempre. Treparon al árbol que era suyo, al de las ramas anchas.

Recuerda entre la sombra de las hojas la tristeza de Lina mientras lo coge de la mano y la guía hacia su pecho (este es su corazón que se rompe, se rompe antes que la rama bajo sus pies) y él se lo permite, siente el temblor que repunta entre sus piernas. Hay un río, de corriente subterránea –dice la voz en su cabeza, una voz de mujer que imagina como la de Lina adulta, que a veces aparece, junto con el miedo, en otros momentos, años después; cuando está a los dieciocho paseándose por París con otros amigos, con otra chica; a los veintiuno, la noche de fin de cursos en Salamanca; a los treinta, la víspera de su casamiento y muchas otras veces que tuvo con la intención de escribir una carta contrita que nunca compuso, nunca envió– bajo este pueblo, que corre hasta el mar, cuya existencia sólo yo conozco y en el que podemos irnos, dejar todo esto atrás. El corazón de Lina se rompe, como la rama, como el instante, como el abrazo. No grita al caer, se desploma rápido, sin gracia, no rebota. Aún ahora, Antonio piensa que oyó el corazón quebrarse, mas no el cráneo. Sólo recuerda asirse al tronco, bajar rápido, raspándose las rodillas, para ver la sangre que mana y se extiende en la hierba, su opacidad que se vuelve fango; unos segundos de sobresalto que preceden a la carrera hacia la furgoneta, a su padre impaciente ¿dónde estabas? Por ahí. ¿Qué hacías? Nada. Su madre no hace preguntas, sólo cierra su portezuela, mira al frente. Él no se acercó. Sólo la vio tendida y echó a correr. No se detuvo a ver si respiraba. Todo fue tan rápido, se justifica ahora el Antonio de cuarenta y cinco años, sin alzar la vista del cigarro que se consume. Ha perdido la cuenta de cuantos lleva. Me asusté. Fue muy rápido. No quise hacerle nada. Lo juro. Esta noche, por primera vez, se deja vencer por la cobardía de un niño aterrado que no lloró entonces. Solloza con el sueño interrumpido, Natalia junto a él se despierta, la oye, la huele, siente cómo lo toca, luego de encender la lámpara en su mesilla. —¿Qué te pasa? ¿Qué tienes? Como el niño que aún es, a medio despertar, con el miedo que lo ha ido comiendo al alimón con la vergüenza, habla rápido, atropelladamente, como la caída de Lina, como la huida. Es un crío, medio muerto de pánico y atrición. Habla, moquea, habla más y más, hasta enronquecer, quedarse sin voz, porque si se aguantara más, sentiría el corazón desbocado, el amor como un perro que se lanza al vacío por una ventana. Apoyándose en la almohada común de su largo matrimonio, Natalia le frota la espalda, no lo interrumpe, lo deja hablar. Sonríe dulcemente. Podría decir algo. Algo que lo aliviara. Que hubo un tiempo, allá donde creció, donde no ha vuelto porque ya no tiene a quién visitar, en que su abuela le decía Natalina. Que con los años, derivó en Lina. Decirle que en los meses que estuvo ingresada en un hospital, presa en la escayola donde su cuerpo sanaba muy despacio, con el cambio no sólo en sus huesos, en su carne, en su piel, si no más dentro aún, lejos del sol las pecas se fueron borrando poco a poco. Que tardó en volver a aprender a caminar y casi no se nota que cuando llueve, cojea. Que la fina red de cicatrices en su cabeza no se ve bajo el cabello que le creció más oscuro. Que ella lo reconoció de inmediato, desde el final de la barra, entre el humo y la música horrible de un bar. Podría decirle que lo perdona. Podría. Lo mira un poco más, le acaricia el brazo, se inclina para hablarle al oído, antes de apagar la luz. —Duérmete ya, mi vida. Para Selva, un regalo por la boda que nunca tuvimos.


L

a falsa historia Si él hubiera nacido en un desierto, otro hubiera sido su destino; la ausencia casi total de agua no lo hubiera orillado a ahogar sus demonios en alcohol. Las dunas hubieran contado otras historias; otros destinos hubieran sido dibujados sobre la arena por los escorpiones. En fin, otra hubiera sido la vida de Cyparis. Pero los hubiera no existen, sólo son el suspiro último de la esperanza. Justo a él le tocó vivir en una isla, un terruño tomado por la voz del agua que le susurraba imágenes constantes de la muerte. Desde pequeño le bastaba asomarse al pozo de su casa para presenciar, por adelantado, sobre el reflejo del agua, la muerte inminente de algún conocido. Y le bastaba sorber el agua del vaso para ser testigo del naufragio de una embarcación y reconocer el azul de los ahogados. Sin embargo, pudo minimizar su terror cuando tuvo edad suficiente para adormilar a sus demonios con sorbos de aguardiente. En aquella isla, de ser Cyparis, el loco, pasó a ser Cyparis, el beodo. Todo fue distinto la noche del 7 de mayo de 1902. Se alistaba para salir a tomar el fresco nocturno, apenas recuperado de la borrachera anterior, e ir al mismo tugurio cercano al muelle. Lo que vio en la palangana donde enjuagaba su rostro superó por mucho todo lo que había visto en su vida de hidromancia. Sobre la superficie del agua reconoció su isla, Saint Pierre, devastada: los cuerpos de sus habitantes yacían esparcidos aquí y allá, unos sólo eran osamenta, otros estaban hinchados y reventados como cocidos por el fuego del mismísimo infierno. Más allá, en el mar y como custodiando ese averno, dos barcos parecían irse a pique sin que sus tripulantes, meros cuerpos achicharrados, se dedicaran a izar las velas o a tomar el timón. Un tufo asqueroso invadió su cuarto, como de tripas descompuestas que alguien decidió freír. Cyparis, al borde de la locura, decidió que esa noche acabaría con su terrible sino, al fin su propia muerte le regalaría la añorada ceguera. De existir algún testigo hubiera relatado cómo Cyparis, el beodo, había intentado suicidarse bebiendo alcohol. Que había tomado aguardiente hasta el grado de perder la razón, lo que lo llevó a intentar apuñalar a un marinero que estaba de paso por la isla. El relato hubiera culminado con su arresto, ante la trifulca, y su encierro en uno de los calabozos de piedra de la ciudad. A la mañana siguiente, el 8 de mayo de 1902, a las 7:30, Cyparis supo que su intento de suicidio había sido infructuoso. Lo supo al oír el estruendo que fue seguido de los alaridos de terror y de dolor de la gente de Saint Pierre. Una nube gris, pero candente, entró por las rendijas de su celda. Al instante sintió cómo su piel se desintegraba ante la oleada de calor. Cyparis se arrojó bajo el camastro y se hizo

E

n mi columna anterior hablé de Faulkner e hice un paseo a varios recuerdos que tuve en torno a la literatura del autor. Dicha columna dio pie a un término con el que he tenido un par de enfrentamientos, cual si fuera un boxeador que sigue retando a su rival hasta que la edad, las costillas o el cerebro se le quiebran: Lector furioso. Dije que Faulkner no era para lectores pusilánimes, sino para lectores furiosos, lo cual implica un problema de por sí: ¿Con qué autoridad me levanté esa mañana para sugerir que Faulkner no era para lectores debiluchos, descorazonados, que no toman su licuado de proteínas o que no tienen el músculo para arrastrar sus libros por la acera y romper un récord? Pues con la misma autoridad con la que acuñé el término, la autoridad imaginativa de un lector que cada vez que toma un libro siente que está resolviendo un juego... la autoridad de un mentiroso, o de un tramposo. La autoridad de alguien que cada vez que toma un libro quiere hacer el esfuerzo honesto de quitarse una maraña de contextos y tratar de enfrentarse a él sin manchas. Una tarea fútil, ya que el mismo libro exige que hagas trampa y uses tus memorias para que puedas resolverlo, para que ambos puedan llegar a un final satisfactorio y decidan, pues, si volverán a encontrarse en el ring o se abandonarán para cada uno irse por su lado hasta el próximo encuentro. Un lector furioso tiene una tormenta en la cabeza, es alguien a quien le cayó una maldición sobre los hombros y para apaciguarla, se le exige que nunca deje de leer. Un lector furioso, me parece, es esa persona que no separa los libros por novelas (¿y quién dice que deben ser novelas? Libros de poesía, de cuentos, manuales técnicos, libros didácticos o bien... ehm, las cajas de cereal, los blogs, el twitter, lo que sea) o por autores, sino que piensa en todas sus lecturas como una larga sucesión de libros que forman parte de su historia y que termina aceptando que lo han llevado a ese lugar donde se encuentra ahora: en el café, con el cigarro consumiéndose, leyendo ese puto libro una vez más, o por primera vez, o leyendo ese libro que le recuerda a otro libro y tiene las referencias de cinco libros atrás, o descubriendo que está re-leyendo un libro que ya no se acordaba que había leído. ¿Un lector furioso es un lector disciplinado, de esos que apuntan fechas, subrayan referencias de metatexto o hipertexto, de esos que leen un poco de la biografía del autor antes de tomar el texto? No necesariamente. Hay lectores que guardan esos datos en su cabeza, que tienen la maravillosa capacidad de inventarlos o de asociar una cosa con otra aún cuando mera asociación es incidental. No, un lector furioso no está pensando lo que hará con el material que está leyendo, sino que cumple con su tarea elemental: leer y leer. Está descubriendo si puede enloquecer como Quijano e iniciar su propia búsque-

la hidromancia

uno con el tremor de la tierra. Él ya conocía el desenlace.

La historia oficial El 8 de mayo de 1902, a las 7:30 de la mañana, el Monte Pelée hizo erupción. La ciudad de Saint Pierre fue arrasada. Según los registros, aproximadamente 30,000 personas murieron en el cataclismo. Sólo dos habitantes sobrevivieron: Léon Compere-Léandre, zapatero, y Louis-Auguste Cyparis. La erupción del volcán no fue sorpresiva sino la culminación de una serie de temblores y emanaciones que alertaron a la población durante los días previos. Incluso tuvo lugar un fenómeno de invasión: cientos de serpientes e insectos atestaron la ciudad en su huida de lo que se avecinaba. La alerta fue aplacada por el gobernador Louis Mouttet ante la inminencia del día de votaciones que se llevaría a cabo el 11 de mayo. No se procedió a la evacuación. Curiosamente la explosión mayor ocurrió el 10 de mayo, pero en el lugar ya no quedaba nadie para ser víctima. La historia entre las historias El lector adivinará que la historia de Cyparis es producto de mi imaginación, porque de alguna forma trato de buscar una explicación, por no decir consuelo, ante el hecho de que los intereses políticos de unos tengan tal precio. Quiero culpar a los hados, o quiero culpar a Cyparis por ser el adivino que nada hizo. Porque estoy cansada de reconocer que la culpa es de la mezquindad del hombre. Hoy, en este país, que no es una isla, busco explicación, busco consuelo, para mí y para otros, para todos. La única vía es: imaginen. Sean el Cyparis no de mi invención, sino el de carne y hueso, el sobreviviente que mojó sus ropas con su propia orina y luego recorrió el mundo como espectáculo de circo (y no en el sentido peyorativo sino el de alguien que logra asombrarnos y nos inspira a seguir adelante tras el estallido de un volcán).

lector furioso da en la vida. Ese turning point que estuvo esperando (sabe que lo espera, y a la vez, duda que esa espera exista. El lector furioso tiene que tranquilizarse, tomar aire y engañarse con que las aguas se calmaron para que cuando llegue la tormenta, sea como la primera vez y deba navegar pensando que está salvando su propia vida. El lector furioso cada que toma un nuevo libro no sabe en quién va a convertirse y qué deseos necesitará satisfacer hasta que, con suerte, el siguiente lo guíe a una nueva dirección). El lector furioso está descubriendo qué puede hacer un libro con él, cómo puede vapulearlo y qué tanto hará para aumentar el tamaño de esa “tormenta espiritual” en la que vive. El lector furioso tiene unas enormes ganas de vivir todas las historias, de recorrerlas con todos los nombres, todas las rosas y todos los héroes, como hizo Palinuro de México en el penúltimo capítulo de su historia. Con toda esa ira, esa mutabilidad, esa aparente inseguridad interna y ese espíritu tan volátil, parecería seguro identificar a estas personas para alejarse de ellas. Es imposible. Puede ser la jovencita pelirroja de lentes, que busca un café para leerse el libro que le compró a un amigo en una presentación, pero cómo desearía que éste fuera uno nuevo de Ende. Puede ser una monja en su quincuagésima lectura de la Biblia, pensando en todas esas novelas románticas que leyó antes de ordenarse, y luego las de Mark Twain, y luego la de Rafael Bernal. Puede ser el niño que compra el último número del Asombroso Spider-Man, que a su vez, lee en un recuadro amarillo las primeras líneas de Tyger, Tyger. Puede ser ese barbón, de lentes, que está en un Sanborns, hurgando las últimas novedades editoriales y leyendo las contratapas, mientras acaricia en su bolsillo una novela de Raymon Chandler. Duda de todas las personas que tengan un libro en la mano porque todas ellas pueden ser uno de esos lectores furiosos que están buscando su próxima historia, todas ellas se entregan durante horas, días, semanas a una historia que habrá de modificar su rumbo vital y si te metes en su camino, pueden arrastrarte con él. No querrás que su enfermedad se te pegue.

http://lja.mx/guardagujas/ guardagujas@lajornadaaguascalientes.com.mx editores: edilberto aldán / joel grijalva


M I É R C O L E S 17

Martha Cantú, Secretaria Técnica del FONCA, CONACULTA Presentación de los proyectos ganadores de esta emisión Acompaña: Laura Gabriela Corvera Galván

Inauguración 9:00 a 9:30 Bienvenida y palabras inaugurales Laura Gabriela Corvera Galván Directora General del Instituto Queretano de la Cultura y las Artes

16:00 a 17:30 La diversidad y la especialización Conferencia magistral Víctor Barrera Enderle, Las revistas culturales en Latinoamérica Pedro Valtierra, Imaginación y documento, el itinerario de Cuarto Oscuro

9:35 a 10:30 Tierra Adentro, un caso de tradición y continuidad Conferencias magistrales Homenaje a Víctor Sandoval Jorge Ruiz Dueñas José María Espinasa Presenta: Juan Antonio Isla, Nuevos tiempos

17:45 a 20:00 La ilustración, el difícil arte del cómic Conferencia magistral Víctor del Real, El Gallito David Ojeda, Runas

10:45 a 12:15 Institucionalidad y difusión Laura Emilia Pacheco, Directora de Publicaciones, CONACULTA. Mónica Nepote, Tierra Adentro Ignacio Solares, Revista de la UNAM Miguel Covarrubias, Armas y Letras Modera: Juan Antonio Isla, Nuevos tiempos

Lenguajes múltiples Luis Tovar, El cine, las revistas y sus registros Jaime Chabaud, Paso de Gato Alejandro Ahumada, Contrafirma Lourdes Quiroga, Mundo Psique Silvia Eugenia Castillero, Luvina Modera: Manuel Naredo, Querétaro

12:15 a 14:00 Crear e innovar Miguel Ángel Muñoz, Tinta seca José Landa, Morbo José Homero, Perfomance Rosario Orozco, Va de nuez Carlos Vicente, Metrópolis revista de poesía Modera Federico de la Vega, Separata

V I E R NE S 19 9:00 a 10:45 Revistas culturales y ciencias sociales Marco Levario Turcot, Etcétera Edgar Krauss, Revista K Ilán Semo, Fractal Benjamín Mayer Foulkes, 17, Instituto y Política Común Luis Tovar, La Jornada Semanal Modera: Manuel Cruz, El hechicero

16:00 a 17:35 Periodismo cultural: alcances y fronteras Conferencia magistral René Avilés Fabila, El Búho Rose Mary Salum, Latin American Voices

11:00 a 12:00 El periodismo cultural hoy Conferencia magistral Ignacio Rodríguez Reyna, Emeequis Fernando García Ramírez, Letras libres

17:45 a 20:00 Los territorios del poeta Ponencia introductoria: José Ángel Leyva Adán Echeverría, Catarsis literaria El Drenaje Manuel Noctis, Clarimonda Mario Puglissi Beronica Palacios, Papalotzi Rafael Antúnez, Forum Modera: José Luis Sierra, Fondo editorial

12:00 a 14:00 Comentan y participan: Jaime Chaidez Bonilla, El Mexicano Edilberto Aldán, La Jornada Aguascalientes José Luis Martínez, Milenio Héctor de Mauleón, Revista Nexos Alejandro Zenker, Quehacer editorial Francisco Roberto Pérez, Diecisiete Modera: Tarcisio García Oliva, Arteducto

JUE V E S 1 8 9:00 a 10:30 Permanencia en las revistas culturales Conferencia magistral Rogelio Villareal, Replicante Eduardo Mosches, Blanco Móvil 10:45 a 12:30 Riesgos de las publicaciones culturales Carlos Martínez Rentería, Generación Julio César Félix, Acequias Carlos López de Alba, Reverso Pilar Montes de Oca, Algarabía David Ortiz Celestino Modera: Antonio Vilanova, Cambio 12:35 a 14:00 FONCA, 15 años de apoyo a las revistas independientes

Taller Edición y diseño de revistas impresas

Taller Edición y diseño de revistas y publicaciones en la web

Imparte: María Luisa Martínez Passargue 10:00 a 14:00 horas. Biblioteca Gómez Morín

Imparte: Reyes Sánchez 16:00 a 20:00 horas. Biblioteca Gómez Morín

Del 17 al 19 de agosto

Del 17 al 19 de agosto

16:00 a 18:00 Revistas en red Marcial Fernández, Ficticia Miguel Ángel Quemain, Excentricaonline Ileana Garma-Estrella, Grietas José Luis Durán King, Opera mundi Ricardo Lugo-Viñas, Los bastardos de la uva Modera: Luis Alberto Arellano, Viento inconstante 18:15 a 20:00 horas Presentación de revistas regionales

20:30 horas CLAUSURA


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