Tepuy

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el río crecido, con poco tránsito de bongos, y una pequeña posibilidad de que Lucho, André y los demás, hayan regresado por ellos previendo su descenso del tepuy por la tormenta. Y eso hicieron; allí estaban justo a tiempo, demostrando que la selva amazónica y la cercanía de un tepuy despiertan una comunicación intuitiva que va más allá de las palabras. Río abajo hubo silencio. En el aire, el gusto dulce de haberse encontrado con un reto superior; la victoria de haberlo intentado. Aunque la cumbre no se dejó alcanzar, ni mostró los rasgos de su superficie, el tepuy Autana les regaló el desafío de volver. Ya en tierra de humanos, de vuelta en Puerto Samariapo, se inicia la ceremonia del adiós. Todo está húmedo y Hernando hace el intento de una fogata; nada enciende, la oscuridad va cercando al grupo, que empieza a convencerse de la imposibilidad del fuego. Más intentos: solo un humo escaso de rama mojada se dispersa hacia sus rostros. Sonríen de pura paciencia, entonces José, el mismo del preparado de hojas que curó el dedo de Lucho, les extiende una ramita: “prueben”, arriesga en su escaso castellano. Surge un fuego reconfortante que descubre en sus rostros la emoción por la partida. Conmovidos por la generosidad con la que les transmite su milenario conocimiento, remontaron la carretera rumbo a la ciudad. Aunque esa noche José Luís se despide para siempre del Autana, en el resto del grupo pulsa la aventura, se revuelve una inquietante búsqueda de caminos en retorno; tal vez por eso José Luís escribe en su bitácora, a modo de salmo premonitorio: “…la selva está feliz, sus hijos están de vuelta”. Casi mil metros de rapel: Dos años antes del intento de cumbre en el Autana; Henry, Andrés, Iván y Pedro se dejaban llevar por la gravedad mientras descendían del Auyantepuy. Colgaban, como pequeñas hojas, en medio del santuario cóncavo del Salto Ángel. El salto, más caudaloso por la temporada de lluvia, lo mojaba todo; mojaba hasta a la conciencia. Buscaban la repisa adecuada para pasar la noche –descender casi mil metros requiere de dos días y una noche de casi absoluta oscuridad, condición que imposibilita el descenso–. Un mapa señala accidentes y oportunidades en el camino vertical; es viejo y difícil de interpretar. Probablemente han crecido plantas o se han

desprendido bloques que impiden encontrar el lugar indicado. Tiemblan de frío y, con los últimos rayos de luz, identifican un dudoso espacio de reunión. Están agotados, hambrientos y las cuerdas ya llegan a su fin, por lo que es inminente alcanzar el angosto pasadizo que servirá para armar el campamento colgante. Están a 600 metros de la cumbre y a 390 metros del suelo, el punto de “no retorno” quedó atrás hace horas; hay que seguir. Es necesario columpiarse en la cuerda, logrando un movimiento oscilante, para alcanzar la repisa avizorada, una maniobra delicada; la cuerda puede rozar con algún bloque y cortarse, además, el rugir del agua, en su caída, entorpece la comunicación y les hace más difícil ayudarse. Cerca de las ocho de la noche, con la ayuda de linternas frontales, superan el escollo y logran instalarse en las hamacas, imitando a los murciélagos tepuyanos. Son cuatro a bordo: todos incómodos, apretujados. Uno de ellos no logra acomodo, tiene el alma encendida por la aventura y, con esa luz interior, decide escalar unos metros más para descolgarse de una grieta que apenas asoma en la penumbra; la alcanza y se cuelga, feliz, con el vacío en su espalda. La luna explora los rostros de sus colegas, dormidos un par de metros más abajo, y le regala una visión inquietante: el plateado salto cabalgando hacia el fondo de una inmensa gruta, como la crin de un caballo indetenible. Tal vez fue un sueño turbador, o un temblor de cansancio, lo que le hizo desprenderse de su hamaca y saltar al vacío; despertó en el vuelo, cuando atropellaba a sus compañeros. Ellos, sorprendidos por la caída, ansiaron sujetarle y, en el intento, rozaron sus brazos como una caricia. Sus miradas de angustia, fotografiadas por la luna, eran abrazos amistosos. Trascendido el caos, en franco descenso, pudo comprobar cuánta conexión había entre ellos y recordó que, antes de dormirse, había dudado atarse a la cuerda y se había preguntado cómo sería cabalgar en la crin de aquel potro plateado. Un fuerte templón sujetó su cuerpo y lo dejó flotando en el abismo. Con el corazón empapado de adrenalina, pudo intuir que, el último recurso de un escalador, cuando la gravedad vence todos los obstáculos, es buscar comprensión en el alma de sus compañeros.

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