ISLA DESCUBIERTA 11

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Pedro Felipe

No hay humillación mayor que la invasión del espacio propio o angustia más asfixiante que el sometimiento por la fuerza bruta. La violación de lo privado, la intimidación y la violencia psicópata son argumentos más que suficientes para ofrecer un desafío al espectador a través de la gran pantalla, remover tripas y conciencias, perturbar conscientemente y retratar a víctima y verdugo como dos caras de la misma moneda en las que se confunden sus fortalezas y debilidades, hasta el punto de establecer un debate moral casi siempre incómodo. A partir de estos argumentos, salir de la sala de cine con una sensación de amargura o quedar engullido por la butaca depende de edades, de formación y bagaje intelectual, de experiencia vital o, sencillamente, del estado anímico que se tenga en el momento de asistir a la proyección. El director puede bordear la provocación o agitar o golpear, pero su objetivo no será nunca dejar al espectador con sensación de indiferencia. Cuando una historia enfrenta a la, a priori, indefensa víctima con su verdugo, el espectador tiende a ponerse en el lugar de la víctima, a identificarse y pensar como ella, a actuar mediante la presunción lógica de la persona amenazada. También pensará en si podrá dormir esa noche sin sobresaltos o si ha dejado bien cerrada la puerta de su casa... Todo ello a pesar de que el retrato que previamente se nos haya ofrecido de ese personaje, difiera por completo de nuestra forma de ser o actuar e incluso siendo partícipes de que la historia ha estrechado hasta hacer invisible la brecha moral con la que el espectador estaba acostumbrado a quedar protegido al enfrentarse a un relato. Esa premisa fue un ingrediente de regusto amargo que utilizaron con diferentes dosis de moderación o exceso diferentes directores y guionistas, que dieron cuerda a su mala baba para poner piedras en el camino del espectador y conseguir que la asociación directa establecida con la víctima llegase lesionada con incómodas vías de agua.

Hasta finales de los años sesenta, y en lo que al cine comercial se refiere, la representación de la violencia se asociaba casi exclusivamente al cine negro, género en el que unos personajes casi siempre protegidos por sombrero y gabardina se ocultaban para dar rienda suelta a sus fechorías, que por otro lado nunca eran gratuitas sino que respondían a máximas vinculadas a sus negocios. Las víctimas casi siempre eran semejantes y el enfrentamiento, por tanto, un cuerpo a cuerpo atrezzado con metralletas en el que no existía la posibilidad del sometimiento o la humillación. Todo tenía una razón de ser y la violencia ejercida sin motivo aparente no era plato de buen gusto para productores y público, salvo excepciones importadas de la adaptación literaria de clásicos populares o retratos más o menos fieles de asesinos en serie. Sin embargo, en el panorama apareció alguna honrosa excepción que comenzó a abundar en la exhibición del dolor y el miedo, si bien todavía desde el punto de vista del verdugo y no tanto de las víctimas, que prácticamente pasaban por allí antes de ser aniquiladas. En El fotógrafo del pánico (1960), Michael Powell narra la vida de un psicópata obsesionado con retratar el rostro del miedo a través de su cámara. El resultado es un oscuro viaje a los orígenes del horror que consigue perturbar a través de la representación morbosa del miedo y le sugiere al espectador que descubra la fotogenia de los indefensos, en un ejercicio estético parido con el objetivo de satisfacer sus obsesiones infantiles. Las reacciones de las víctimas, ante la amenaza del psicópata y sus expresiones en el tránsito hasta la muerte, quedarían inmortalizadas a través del objetivo de su cámara.

A partir de aquí, nuevos directores inauguraron una forma de representación de la violencia que, con el tiempo, transformaría la sala de cine en un pabellón de tortura. En Perros de paja (1971), Sam Peckinpah retó al espectador a soportar un metraje en el que las víctimas son atacadas constantemente a través de una violencia que el director consigue plasmar a través de los espacios, la atmósfera, las miradas, las palabras y, en última instancia, los actos. La invasión del espacio propio, el allanamiento por la fuerza, la humillación a través del aplastamiento físico y el apabullamiento moral quedan patentados en un filme imprescindible que deja en el espectador un poso de mal cuerpo que otros directores tratarían de imitar. En Deliverance (1972), John Boorman repite la fórmula de trasladar a unos personajes a un entorno que, al permanecer casi virgen y estar alejado de la metrópolis, se antoja pacífico y bucólico. Nada más lejos de la realidad, el contexto se torna asfixiante y hostil, se inunda de personajes enfermizamente violentos, enfrenta a los protagonistas a su propia naturaleza y zarandea su condición de urbanitas alejándolos de la lógica de las cosas y situándolos en un callejón sin salida que podría ser el argumento de cualquier pesadilla.

En Funny Games (1998), Michael Haneke da un paso más en lo que a la representación de la violencia se refiere. El director austriaco sitúa a los miembros de una acomodada familia como víctimas dentro de su propio hogar, quedando secuestrados en ella y brutalmente agredidos por una pareja de psicópatas

cuya única intención es no dejarles respirar y hacerlos sufrir a través de la humillación constante, el miedo, la provocación y la violencia más vacía de sentido. La película bebe del espíritu de La naranja mecánica (Stanley Kubrick, 1971), que ya utilizó la invasión del espacio propio y la práctica de la violencia injustificada para generar incertidumbre en el espectador e inocular la semilla del miedo por lo conocido, que puede llegar a ser más agresivo, pueril e inexplicable que lo lejano o desconocido.

Se tambalea así la sensación de seguridad de las sociedades de finales del siglo XX, que ven como el enemigo puede estar cerca de casa y ser aún más peligroso que cualquier otra amenaza de origen desconocido. En todos estos casos, lo que nos queda es una sensación de incomodidad, miedo y asfixia vital al ser partícipes de la degeneración moral de unos personajes y argumentos que, a su fachada insultante y ofensiva, adosan un ingrediente morboso y fotogénico que convierten estos títulos en inolvidables, en referentes de un tipo de cine que no entiende de las buenas maneras y que no duda a la hora de proponerle al espectador que se mire al espejo y se enfrente a sus propios fantasmas.

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1. El fotógrafo del pánico Michael Powell 1960

PEDRO FELIPE (Santa Cruz de Tenerife, 1976) Licenciado en Comunicación Audiovisual por la Universidad de Sevilla.

Trabajó como realizador en el Departamento de Autopromoción de Televisión Canaria y como realizador y editor freelance para varias productoras. En la actualidad es realizador en la productora Calimadigital (www.calimadigital.com). Como redactor, ha colaborado en las revistas de tendencias AM y VIA.

2. Perros de paja Sam Peckinpah 1971 3. Deliverance John Boorman 1972

4. Funny games Michael Haneke 1998


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