Eugenio Espejo

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Espejo, el ilustrado

El problema a resolver es, entonces, el estado de tinieblas que reina en el conocimiento de quienes ostentan el título de letrados —“¡Es de llorar la suma ignorancia de nuestros eclesiásticos!” (NL, p. 191)—, desde donde se desprende y difunde hacia el conjunto de la sociedad entera. Si bien resulta evidente para Espejo que “Dios proveerá, y hará que el mundo cristiano abra los ojos para entrar en un saludable y mejorado plan de estudios que conduzca a solicitar por camino recto la salvación” (NL, p. 191), para ello es necesario atenerse de manera estricta al llamado imperioso de la Ilustración: “Lejos de llamarnos o probabilistas o probabilioristas, o tucioristas y antiprobabilistas, [debemos] darnos el honroso dictado de veristas, o indagadores de la verdad, con la mayor aplicación” (NL, p. 192), pues “es preciso decir la verdad, cueste lo que costare” (NL, p. 193). Espejo asume aquí un papel que viene a ser trascendental para la comprensión de su legado. Si nos hemos detenido tanto en el Nuevo Luciano es porque vemos que en él pueden rastrearse prácticamente todos los principios sobre los que se montaría en lo sucesivo el aparato crítico y filosófico de su autor. Especialmente uno, al que podríamos sintetizar con palabras que vienen de la boca de Murillo cuando Mera adelanta las severas críticas que habrían de recibir sus declaraciones contenidas en el texto: “Dirán”, le dice, “que es Vm., por antonomasia, el reformador de estos tiempos y de los estudios de Quito” (NL, p. 194). Lejos de títulos más peligrosos y superlativos como “rebelde” o

“revolucionario” —que en estricto no le competen—, Espejo quiso ser el gran reformador de su época, aspiración a la que se abocó con plena confianza en la capacidad de la moral y la razón por modelar las pautas de comprensión e interacción con el mundo, y que él había adquirido tanto por su inquebrantable fe católica como por sus largos y forzosos años de estudio. De ahí que el elemento clave que cierra toda la reflexión del Nuevo Luciano y viene a completar el círculo de lo que Espejo propone como pauta para llevar adelante la reforma sea el tema del noveno y último diálogo entre Mera y Murillo: el de la oratoria. Ya que “para los entendimientos más despiertos ha amanecido el día de la ilustración” (NL, p. 204), y que de ellos depende la difusión de ese amanecer como camino y garantía de la reforma, es de vital importancia asegurar lo que podríamos llamar una capacidad pública de las luces, esto es, la posibilidad no solo de abarcar y comprender —con base en principios científicos y religiosos— el cúmulo de circunstancias que engloban el concepto de realidad, sino también de difundir ese conocimiento a través de una correcta y medida elocuencia de corte racional. El rol de reformador que asume Espejo es, por tanto, un rol de carácter social, y por tanto esencialmente patriótico. Es aquel hombre pío, despierto, racional y dedicado —aquel “santo y científico”, ideal de católico-ilustrado en el que sueña Espejo—, el encargado de tomar las riendas del proyecto educativo esbozado y llevar adelante el progreso y crecimiento definitivo del país entero.


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