Eugenio Espejo

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SERIE ESTUDIOS

poseían bibliotecas con autores modernos en Quito”35. Además de las colecciones personales de los obispos José Pérez Calama y José Cuero y Caicedo, vale destacar la biblioteca de Miguel de Jijón y León —compuesta en parte por una gran cantidad de volúmenes que vinieron en su equipaje desde Europa en 1786—, la de José Mejía Lequerica —más grande que la anterior cuando se hizo su inventario en 1806—, y la de Manuel Rodríguez de Quiroga —la más completa de la época en materia de jurisprudencia—. Muchas de estas bibliotecas contenían obras prohibidas por la Corona o la Iglesia, además de tomos que habían sido recibidos directamente de manos de filósofos como Diderot o Holbach36. Mención aparte debe recibir la propia biblioteca de Eugenio Espejo, ecléctica e interesante colección que, según se colige de lo que se ha logrado reconstruir, hace honor a la memoria de la persona que “tuvo más conocimiento [tanto] sobre publicaciones europeas del pasado como de aquel preciso momento”. Con base en los libros que han podido determinarse como pertenecientes al propio Espejo y la enorme cantidad de referencias que él mismo dejó en sus escritos, es evidente la afiliación cosmopolita del pensador quiteño, plenamente inserto en la actualidad del momento

35 Carta de Caldas del 6 de octubre de 1810. Tomada de Ibíd., pp. 151-152. 36 Ibíd., p. 289 ss. 37 Ibíd., p. 275.

del pensamiento universal y muy al tanto de lo que en Europa y América se producía de última tinta. Se ha dicho, por ejemplo, que “imbuido del espíritu iluminista, [Espejo] se propuso crear un saber enciclopédico útil en América”, por lo que, entre otras cosas, “su biblioteca refleja el optimismo ingenuo de los enciclopedistas europeos, al suponer que la dignidad del pensamiento y el efecto de sus escritos cambiarían toda una época”37. Como señalamos hace poco, la “modernidad” de la bibliografía existente no era exclusiva de las bibliotecas particulares. Las órdenes religiosas disponían también de material cercano a los ideales ilustrados más importantes. Aunque desde el Concilio de Trento (1545-1563) los estudios de filosofía y teología se fundamentaban por dogma en el rigorismo peripatético de Tomás de Aquino y sus seguidores, para mediados del siglo XVIII era prácticamente imposible detener el avance de las ideas que se desprendían de los nuevos descubrimientos y planteamientos científicos. No es sorprendente, pues, que en las bibliotecas jesuitas, franciscanas, dominicas y demás se encontrasen textos a través de los cuales se tenía acceso —ya sea directamente o por medio de una gran variedad de escritos escolares— a tesis como las de Copérnico, Kepler,

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