Sueño Ligero

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Sueño ligero

Memoria de la vida cotidiana

Hugo José Suárez


Sueño ligero. Memoria de la vida cotidiana Hugo José Suárez Diseño de colección:

Salinasanchez s.r.l.

Fotografía:

Hugo José Suárez

Edición & producción: Editorial Gente Común Teléfono: 2 42 10 84 www.editorialgentecomun.com

Edición: © Hugo José Suárez © Editorial Gente Común Depósito Legal: 4-1-3598-12 ISBN: 978-99954-93-06-6 Impreso en Bolivia 2012

A Pati, Lucía y Chiara


TodavĂ­a, si cierro los ojos, respiro el aire fresco, oigo las voces y las risas de los muchachos y muchachas conversando acodados en los barandales, veo un cielo azul y unas bancas rojas, veo un arbolillo de verde transparente que se mece en la luz de octubre y que casi habla y casi vuela. Octavio Paz, Los privilegios de la vista.


Índice Para empezar un recorrido Azares La mudanza......................................................................... 15 El incontrolable destino de los libros............................. 17 Una visita extraña............................................................... 19 Cuando uno representa a otro......................................... 21 Comprar sin necesitar....................................................... 23 Publicidades........................................................................ 25 Bolivia por dentro.............................................................. 27 El sapo................................................................................. 29 No aparezcas más.............................................................. 31 Nostalgias La librería............................................................................ 35 Miguel.................................................................................. 37 Plácida.................................................................................. 39 Fidelia ................................................................................. 41 El peluquero de mi abuelo............................................... 43 Guerra del Chaco............................................................... 45 El piano............................................................................... 47 Buenas compañías Bello abril............................................................................ 51 Diario de un motociclista................................................. 53 Adiós a Sabina.................................................................... 55 The Dark Crystal............................................................... 57 Lola en dos tiempos.......................................................... 61 Reunión............................................................................... 63 La Alfarera.......................................................................... 65 Orígenes.............................................................................. 67 Alicia.................................................................................... 71 Una cosa es una cosa….................................................... 73


Angustias paternales Caminito de la escuela….................................................. 77 Parque de diversiones........................................................ 79 Harry Potter........................................................................ 83 La ciudad de los niños: jugar a trabajar.......................... 85 Hansel y Gretel................................................................... 89 A misa con mi hija............................................................. 93 Tránsitos Amor público..................................................................... 97 La librería Gandhi.............................................................. 99 Viaje a Santiago................................................................101 Un insulto respetuoso en el metro................................ 105 En la “pesera”..................................................................107 Tres imágenes de un cambio ......................................... 109 Olores paceños.................................................................111 Tres maneras de recorrer el Distrito Federal............... 113 Danzón. Tarde de viernes en Guanajuato................... 117 Los tacos y el café............................................................ 119 Miradas Cuatro cámaras fotográficas........................................... 123 Bruxelles Intime...............................................................127 Fotógrafos de pueblo...................................................... 129 Josef Koudelka: La mirada nostálgica.......................... 131 Ausencias.....................................................................................133 Ronnie Monje...................................................................135 Monsiváis..........................................................................137 Rockdrigo González........................................................ 139 Luis Ramírez Sevilla........................................................ 141 Ferrat..................................................................................143 Lucho en la inmortalidad. .............................................. 145 Para cerrar un itinerario Propio y ajeno..................................................................151

Para empezar un recorrido Se ha dicho que la escritura no es más que el reflejo, a menudo distorsionado, de lo que cargamos por dentro. Este texto lo escribo desde esa experiencia subjetiva, con las manos puestas en la vida diaria. Alberga por ello distintas reflexiones, desde aquellas que son el resultado de escarbar en la memoria, hasta las tensiones que me genera asumir el rol de la paternidad; desde el azaroso encuentro con una melodía, hasta mi terquedad por evitar que el mundo del mercado me consuma. Así -no podía ser de otra manera- los protagonistas son diversos, tan variados como la vida misma. Por eso el libro se parece a un sueño, ligero, agradable, disperso, sobrepuesto, acaso confuso. En él aparecen imágenes de la infancia, la casa de mis abuelos, el barrio que recorría en bicicleta, los olores que me transportan -como lo hacían con M. Proust-, los personajes que me acompañaron, los objetos que están guardados en mi cajón de los recuerdos. En suma, los “regalos del tiempo” de Octavio Paz. Pero todo se entremezcla con la experiencia vivida el día anterior, esa mañana, o la sorpresa del instante. Inevitablemente, también las líneas tienen el filtro del ojo sociológico. Ya decía un amigo que, queramos o no, se “es sociólogo y se morirá sociólogo”. Mirar la vida colectiva implica hacerlo desde ahí, clasificando, explicando, buscando relaciones 11


entre lo que se ve y preguntándose por qué las cosas son así, cuando podrían ser de otra manera. Compartir un sueño siempre es arriesgado. Lo asumo. Queda la invitación a recorrer este “laberinto de la melancolía”.

Azares

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La mudanza Mudarse es una experiencia especial. La tarea empieza meses antes con la búsqueda del nuevo lugar donde uno quisiera vivir, la cuidadosa selección y decisión. Pero luego viene lo duro: empacar. Todos los objetos que nos rodean silenciosamente, vuelven a pasar por nuestras manos, son envueltos en periódicos y acomodados en alguna caja. Igual la toalla de baño, el adorno comprado en Bélgica, la computadora o el libro empolvado de la biblioteca. Todos son arrancados del lugar que se les asignó durante una temporada. Remover los objetos que nos rodean para acomodarlos en el transporte antes de que encuentren su nuevo destino, es también remover las memorias que cada cosa guarda consigo. Es como ver una antigua libreta de direcciones, reconstruir momentos y situaciones que hicieron que un determinado adorno ocupe un lugar de importancia en nuestra sala. No deja de causar angustia ver nuestros objetos apretados en cajas, listos para ser alzados por manos desconocidas y puestos en un camión al lado de muchas cajas más. Y así es, llega el momento del traslado, la carretera y la llegada hasta el nuevo lugar donde se vivirá unos años. El proceso vuelve a comenzar: abrir cada una de las cajas, volver tomar cada uno de los elementos y buscarles un lugar en el nuevo domicilio. Ahí, los cuadros, los libros, las toallas y la computadora perma15


necerán otro período, más o menos quietos hasta que llegue la próxima mudanza. Por cierto, mudanza tiene que ver con mutación, con cambiar, renovar, emprender nuevos desafíos y apropiarse de nuevos espacios. Si pasamos revista de los distintos momentos de la vida en que hemos tomado la decisión de cambiar de casa, podremos reflexionar sobre las consecuencias de los movimientos, lo que trajo cada lugar, lo que se quedó en el anterior. Grosso modo, nuestra historia es el recuento de nuestras mudanzas.

El incontrolable destino de los libros Toca la puerta de mi cubículo un colega de El Colegio de Michoacán, en Zamora, México. Entre sus manos trae un regalonovedad: el libro Política y partidos en Bolivia, de Mario Rolón Anaya. El texto, publicado en 1966 en La Paz por editorial Juventud, deja ver las muestras del tiempo y el arduo recorrido: hojas amarillentas, múltiples manchas en la tapa, el lomo y los interiores, tonalidades distintas en las páginas interiores de acuerdo a la cercanía con el exterior del texto. “Es un regalo –me dice- lo encontré en un remate de libros viejos en un mercado popular de Zamora”. Mi sorpresa es mayor. Había revisado el mencionado texto –en una biblioteca- cuando hacía una investigación hace ya un tiempo. Hoy el libro aparecía nuevamente entre mis manos mostrando caprichosamente los años vividos; los suyos y los míos. En su interior, luego de una breve hojeada de rutina, me encontré con una tarjeta personal del autor que trae la inscripción con lápiz y a mano: “Al maestro José Pagés Llergo, Calle Vallarta N. 20 México D.F., Revista Siempre. Con los recuerdos y saludos del autor”. José Pagés fue un destacado periodista mexicano (1910 – 1989) que luego de un arduo trabajo profesional fundó y dirigió la mencionada revista en 1953 y que por varias décadas fue el

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espacio de discusión de la intelectualidad mexicana. En ella publicaron algunos pilares de la reflexión cultural en México, Carlos Monsiváis, Octavio Paz entre otros. Deduzco que el autor envió el texto al director de Siempre, vaya a saber en qué contexto. Todavía es más difícil conocer la trayectoria posterior del libro, cómo de manos de José Pagés pasó a algún vendedor, de éste a otro, y a otro más, y así durante cuatro décadas para que en el 2006 alguien que conoce a un boliviano compre el libro en una feria popular en una pequeña ciudad de provincia. Y así, luego de todo un ciclo, el objeto llegue a mi biblioteca personal. No es la primera vez que me sucede algo especial con los libros como objetos. Recuerdo que alguna vez gratamente tuve la ocasión de buscar libros en la biblioteca de la Universidad Católica Boliviana. En ese momento –hablo de 1996- estaba por empezar una investigación sobre el proceso político religioso en Bolivia en los años 60, particularmente focalizándo en Néstor Paz y Mauricio Lefebvre. Las cosas de la vida, en la desértica biblioteca me encontré con la obra Teoría de la novela, de G. Lucaks. El texto, que no había sido consultado nunca antes (hacía más de 20 años), llevaba escrito en las primeras páginas el nombre a mano de Mauricio Lefebvre. En su interior había una tarjeta que marcaba la cita con un médico algún mes de 1970. Evidentemente el texto había pertenecido a Mauricio y no sé cómo llegó a la pasividad de los estantes de la Universidad. No está de más mencionar que en esos momentos tenía una empatía grande con Michael Lowy, quien había escrito Por una sociología de los intelectuales revolucionarios. La evolución política de Lukacs (1909-1929), y con quien yo quería llevar a cabo la investigación sobre la transformación política de Lefebvre en Bolivia. En fin, claro está que las cosas tienen vida propia, los libros recorren su camino autónomo y nada mejor que el azar para provocar los más gratos encuentros.

En mi oficina del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM, aparece un guapo joven con una camisa roja que trae bordado el logo de Tele Azteca. Lo invito a sentarse, y me dice más o menos lo siguiente: “Disculpe la molestia. Fíjese que estamos haciendo un reportaje sobre por qué los mexicanos cuando vemos una billetera o un billete en la calle, en vez de levantarlo y devolvérselo a su dueño, nos lo guardamos. Ya he preguntado a una psicóloga que me ha dicho su opinión, pero ahora quisiera saber la de un sociólogo”. Mientras habla y me explica sus necesidades, por dentro siento desconcierto y risa. Cuando termina su parlamento, le digo pausadamente que las formas mediáticas y las formas académicas no son las mismas, que si quisiera que hablemos sobre el comportamiento del ciudadano en la calle cuando tiene alguna sorpresa, yo tendría que hacer una investigación de unos meses, o años, para dar una respuesta sensata. Le señalo que si está dispuesto podemos planificar conjuntamente una serie de reflexiones sobre los nuevos usos de la calle y sus objetos perdidos, pero eso implicaría horas de seminario, y al final, luego de mucha lectura, discusión y observación, podríamos preparar un programa de difusión masiva. Además, le explico que mi especialidad es sociología de la religión, por lo que en verdad no estoy capacitado para

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Una visita extraña


hablar de esos temas. Finalmente, le doy mi tarjeta y le subrayo que estoy dispuesto a que nos tomemos buenas horas en pensar el problema, si quiere buscarme, aquí estaré esperando. El joven se va decepcionado, seguramente a tocar la siguiente puerta. Es que estos profesionales de la tele están acostumbrados a los “fast thinkers” como decía P. Bourdieu, y no les cuesta nada poner el micrófono al frente del primero que se la pasa por delante. En fin, cosas de los medios.

Cuando uno representa a otro Mal que me pese, a menudo en las calles de La Paz, Bolivia, se suelen dirigir a mí como si fuera extranjero. No es sino hasta que abro la boca, en un inconfundible y voluntariamente exagerado acento paceño, que se establece otro código de comunicación no mediado por la diferencia. Van tres historias sobre el tema. El 12 de febrero del 2003, cuando policías y militares decidieron abrir fuego en la Plaza Murillo, salí, cámara en mano, a tomar fotografías. Irresponsablemente llegué hasta el centro de la plaza e hice tomas que jamás podré olvidar. Ya de retirada, el tiroteo recrudeció y todos empezamos a correr. En algún momento me di la vuelta para unas tomas, y alguien me gritó: “!gringo, qué estás tomando fotos, ya vete y llévatelo al Goni!”entonces presidente-. Con la tensión general, no faltó quien me diera una patada. Salí corriendo. Otra vez con la misma cámara un tiempo después, estaba en El Prado fotografiando una manifestación campesina. Con mi ingenuidad a cuestas, me agaché –buscando el mejor ángulo- y disparé a la marcha. Alguien desde el interior –entre varios “vivas” y “mueras”- gritó: “¡mueran los espías!”, y fue secundado por un “mueran” colectivo. Obviamente el destinatario era yo. Va una más grata fuera de la ciudad. Por razones de trabajo sociológico viajé a Llalagua, Potosí, a entrevistar a un 20

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grupo de mujeres pailliris. Cuando terminó el encuentro formal, en un coqueteo frontal una vieja mujer comentó a otra: “un gringo así debería haberme buscado cuando era joven para sembrar semillitas”

Comprar sin necesitar Los martes suelo rentar dos películas de una las tiendas de video que se jacta de ser una de las más grandes en el mundo (8,900 establecimientos en 25 países). Lo hago ese día porque es el único en el que se ofrece un descuento del 50%. La semana pasada el entusiasta muchacho que atiende en el lugar, en el momento de pagar el alquiler de mi film, me quiso vender una nueva promoción. Su relato inició -como lo hacen los Testigos de Jehová que regularmente tocan las puertas de mi domicilio los domingos muy temprano- con una pregunta: ¿Ve usted más de 5 películas al mes? Sí –respondí tímidamente-. Entonces este paquete le conviene y puede convertirse en un “cliente distinguido”: Si usted paga ahora 60 pesos, le regalamos un CD que tiene valor comercial de 80 pesos; los lunes, miércoles y jueves podrá sacar tres películas pagando solamente dos; al llegar a la quinta película rentada, la sexta será gratis! Desconfiado como soy de todas las ofertas fáciles del mercado, respondo casi automáticamente “no, muchas gracias”, y en el camino de vuelta a casa, con mis dos películas de martes en la mano, empiezo a hacer cuentas. El video que querían “regalarme” era una producción de la BBC que, a pesar de ser simpática, no me interesaba y nunca 22

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hubiera pagado los 80 pesos de su costo original. El primer argumento se cae solo. Por otro lado, tanto mi presupuesto como la economía de mi tiempo, no me permiten ver más de dos películas a la semana, y eso en el día de la rebaja (el martes). Es decir que la posibilidad de gastar un lunes, miércoles o jueves 60 pesos en dos películas para rentar gratis una tercera extra no me facilitaba la vida: me haría invertir más dinero del que regularmente tengo asignado al consumo fílmico y perturbaría los tiempos que tengo reservados para otras cosas. Finalmente, haciendo cuentas alegres, considerando que se deben invertir 60 pesos para la tarjeta de “miembro distinguido”, y que saco en promedio dos películas por semana (gastando 30 pesos), sólo después de dos semanas y media podría empezar a recuperar mi pequeña inversión, y sería recién luego de dos meses que mis 60 pesos dados inicialmente estarían recuperados y comenzaría a tener una ganancia. Con lo dinámicas que son estas cosas, en dos meses sólo Dios sabe qué dirían los de la empresa, si continúa la misma política, surgen nuevas ofertas, o cualquier otra ocurrencia. Como esta experiencia, vivimos inundados de ofertas: “lleve ahora y pague en 18 meses”, “solicite nuestra tarjeta de cliente especial”, “el que nada debe, nada tiene”, etc. Para el caso, no deja de impactarme la sensual presentación del mercado que se empeña en vendernos cosas que no necesitamos o que no se adecúan a nuestras formas de consumo. Lo que les importa, claro está, es vaciar nuestros bolsillos, y no faltan incautos que caen en las seductoras redes. Es la promoción descarada de la cultura de comprar sin necesitar.

Publicidades La publicidad es una caja de sorpresas, una ventana donde encontramos lo sublime y lo escandaloso. Veamos un mosaico arbitrario de las múltiples ofertas que circulan en diferentes medios. Embarazo no deseado, dos salidas: “¿Estás embarazada? Tu bebé quiere vivir plenamente. Llámanos nosotros te apoyamos” (AM- León, 30 – 7- 04); “¿Embarazo inesperado? ‘Me siento atrapada… y quisiera escapar de la realidad’ Absoluta discreción. Existe una solución a tu embarazo, llámanos” (Correo-Guanajuato., 31-7-04). No heredar problemas: “Al hacer tu testamento, heredas tu patrimonio a quien designes. No pongas en riesgo la unidad familiar por falta de tu testamento”. (Propaganda de la Secretaría de Gobernación en México, 2005) Ambigua sección de “empleos generales”: “Solicito damas amplísima disponibilidad para atender ejecutivos” (A.M. León, 30 – 7 – 04). Etiqueta y buenas costumbres: “Curso de etiqueta social. Aprenda: montaje de mesas, utilización correcta de cubiertos, los vinos, las copas, aperitivos, comportamiento como

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anfitriona y como invitada. 100% práctico. Martes 22 de Hrs. 16:00 a 18:00 y de 19:00 a 21:00. Bs. 80.” (Loro de Oro, La Razón, junio 2004) Sueños y milagros: “Tenemos almohaditas para sueños relajantes, reducir el estrés y tener sueños románticos. Pregunta por ellas, visítanos en Rincón de los Milagros, Cantarranas N. 34”. (Choper, Guanajuato, 3 – 07 – 04) Decadente invitación al consumo: “Adiós a las mercancías. Comprar es maravilloso. Por eso Liverpool es parte de tu vida” (Público, Guadalajara, 28 – 12 – 06). Infidelidad, dos estrategias: “Vidente y experta en amarres para el amor. Levanto todo tipo de negocios. Descubra si su pareja le es infiel (…)” (A.M. León, 1 – 8 – 04); “Mata más la duda que un desengaño. ¿Sospecha ud. algo? ¿De su pareja, familiar, socio, empleado? ¿Busca un detective, serio, honesto, discreto? Contrátelo en Grupo S@pe. Desde 1970, detectives privados ¡y quítese de dudas!” (A.M. León, 30 – 7 – 04) Sabia invitación navideña a la lectura en la librería Gandhi: “Pasa una Noche Buena, lee el Kamasutra” (Diciembre 2006)

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Bolivia por dentro Salgo de Zamora -pequeña ciudad en el Estado de Michoacán en México- hacia Chilchota, un pueblo mestizo e indígena ubicado a media hora de distancia. La intención es contemplar el atardecer apacible en un pintoresco lugar cuya Iglesia, en este caso no ubicada en la plaza central, tiene una torre que supera los 10 pisos, siendo, de lejos, la más alta de la zona. Dando la tradicional vuelta por la pequeña plaza a eso de las siete de la noche –hora en la que, como es conocido, las plazas de pueblo adquieren vida-, escucho una música familiar que se emite de alguna de las laderas. Me acerco y veo una pequeña grabadora negra tocando un cassette de música instrumental boliviana. Una veintena de adolescentes, bien formadas y conducidas por alguien que se supone conocía los pasos, indicaba un baile colectivo que todas intentaban seguir con atención. Mi timidez y curiosidad compiten, pero gana la primera. Me quedo con cientos de preguntas: ¿Para qué evento estaban ensayando el baile tan ceremoniosamente? ¿Cómo llegaron a esa música? ¿Quién la escogió? ¿Dónde la compraron? No puedo ir más lejos, retorno a Zamora sin respuestas pero con el alma un poquito más completa. El lago de Camécuaro –nuevamente en Michoacán- es un mágico lugar con agua fría y transparente de vertiente y árboles enormes que hunden sus raíces en el agua haciendo que uno se 27


sienta al medio de un bosque encantado. Luego de un delicioso domingo familiar, con los respectivos taquitos de almuerzo, el infaltable paseo en bote y la divertida exigencia infantil de dar de comer a los patos, me dispongo a volver a Zamora. A la hora de encender el motor, ¡sorpresa!, la batería no responde. En lugar de llamar al seguro del auto contra estas eventualidades, que aseguran que podrían estar en menos de 20 minutos si uno lo requiere, acudo a mis mañas bolivianas que funcionan en estas ocasiones: intentar encender “con jalón”, pedir a algunos lugareños que me empujen, etc. Finalmente, luego de que nada funciona, pido al primer buen hombre que encuentro en una tienda si podía pasarme electricidad de su vehículo. Establecemos una conversación tan cordial como banal –como sucede en estos casos-: de dónde eres, qué haces, dónde vives. Al enterarse de mi procedencia me dice: “yo conocí a unos bolivianos cuando vivía en Washington”. Él se fue de ilegal hace un tiempo y estuvo dos años por allá. Le alquiló la casa a un boliviano que subalquilaba. “Conocí uno, continúa, que era muy buen negociante, prestaba sus papeles para que otros se hicieran préstamos bancarios y cuando terminaban de pagar les cobraba caro”. Al terminar la conversación me dice: “ah, además, jugábamos fútbol; tenían un buen equipo que se llamaba Punata”. Cierto, tenemos Bolivia por dentro, la cotidianidad fortuita no deja de recordárnoslos.

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El sapo Paseando por uno de los pasillos de Lovaina la Nueva (Bélgica), una vitrina detiene mi atención. Es una tienda de juegos para niños, y entre tantas cosas, se ofrece un “sapo”. Pero claro, no es un sapo cualquiera. Se trata de un pequeño mueble de unos 50 centímetros de alto, con ocho perforaciones y el batracio encima con la boca abierta. De acuerdo con las instrucciones, el jugador debe agarrar unas fichas que parecen monedas, pararse dos metros al frente y lanzarlas procurando que caigan en los huecos, o mejor, que pasen por la pequeña boca del sapo. La casa de fabricación: Robert Jorelle (desde 1864). El nombre: El juego del barril. El precio: 136 Euros. La leyenda: Le bois, la noblesse du temps, la mémoire des hommes (La madera, nobleza del tiempo, memoria de los hombres). El lector agudo ya habrá entendido mi pregunta: ¿Qué hace el tradicional juego de La Paz en una versión infantil en una tienda en Europa? Sumergido en mi ignorancia, y con mi chovinismo cultural encendido, pregunto a los amigos en Bélgica si conocen el juego. Me dicen, para mi sorpresa, que efectivamente era una de sus diversiones de antaño. En la actualidad, el producto es, diríamos, casi un asunto gourmet: lo fabrica un artesano en madera, lo vende en lugares selectos a precios elevados. Y ahora todo vuelca hacia mis propios recuerdos con el mismo juego en otras circunstancias. Desde niño he visto jugar 29


a los tíos el famoso “Sapo” boliviano en las parrilladas, pero en principio la diversión estaba reservada a los adultos. Era demasiado sofisticado para los pequeños y la posición para lanzar las fichas, relativamente cómica. Recuerdo la atracción que sentía por esa especie de monedas, gruesas y pesadas, y la técnica que había que utilizar para aventarlas al “Sapo” sin que pierdan su horizontalidad. Por supuesto que era imposible hacerlas llegar correctamente a su lugar. En suma: un juego de grandes. Y en los vaivenes entre mi pasado y el presente, vuelvo a plantearme la pregunta, ahora más sociológica: ¿Qué relación hay entre el juego de acá y el de allá? ¿Cuál fue primero? ¿Cuál recibió influencia del otro? En fin, más preguntas que respuestas, como siempre.

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No aparezcas más Fue una tarde en la librería Gandhi (México D.F.). La curiosidad por no dejar pasar los secretos que el buen Silvio nos regala en sus letras, me llevó a escuchar su último álbum que entonces estaba en exhibición. Se trataba de Érase que se era, ahí por el 2006. Empecé a recorrer las canciones, y al llegar a la pista tres “No aparezcas más sin avisar”, quedé detenido. Silvio me conducía por cada nota y yo escuchaba con el alma erizada -¿hechizada?-. Me quedé mirando por la ventana. Afuera llovía. “No me escribas más si después no vuelves (…). No me digas más que ya tengo frío (…). No te quiero ver de nuevo brevemente, no te quiero ver y después llorar (…). No aparezcas más que tu nombre me pasma, no aparezcas más que siempre me derrumbas, no aparezcas más, tengo con tu fantasma” Y volví a recorrer por los laberintos de mi caprichosa memoria, deteniéndome en lugares inesperados, acaso escondidos. De ahí hasta hoy, cada que escucho “no aparezcas más” no puedo hacerlo sólo una vez, y vuelvo a recorrer por aquella lluviosa tarde en el segundo piso de la librería cuando se encontraron Silvio y mis melancolías. Sólo a veces sucede. La melodía, la letra y el espíritu entran en una sola sintonía sin pedir permiso, sin anunciarse. Y si el encuentro sucede, sólo queda disolverse en el aire y transitar junto a las notas, no pensar, sólo dejarse llevar. 31


Nostalgias


La librería Cuando mis padres volvieron de Madrid, a principios de los años 70, inspirados por el ambiente intelectual y activista de la década anterior decidieron abrir en Bolivia una librería. Compraron un local comercial en San Miguel, cuando el barrio era por demás tranquilo, e instalaron la Librería Marvin Sandi. El nombre respondía al filósofo boliviano que fuera amigo de mi papá y con quien sostuvo largas conversaciones antes de su trágica muerte –en 1968- cuando ambos vivían en España. Elegir ese filósofo –poco conocido- para un negocio en el sur paceño, era en aquellos años una apuesta cultural y un homenaje al pensador; poco tenía que ver con un ojo comercial. Cada que alguien llegaba preguntaba el significado y el porque del caprichoso nombre. Al principio, en la tienda se vendían títulos de distinta índole. Mi madre todavía recuerda que la primera venta fue la novela El hombre de Kiev, de Bernard Malamud. Pero la quijotesca aventura no duró mucho. Rápidamente la realidad se impuso y, además de los textos, se empezó a ofrecer una serie de artículos escolares. Poco a poco los libros quedaron en un estante modesto, y lo que sostenía la magra economía eran los demás productos. En tiempo de navidad, los papeles de regalo y los moños para envolverlos hacían que nos quedemos trabajando hasta las 35


doce menos cuarto de la noche, para luego correr a casa al tradicional abrazo navideño. También recuerdo el local atiborrado de escolares con mandil blanco pidiendo sus útiles al inicio de la temporada de clases. Con la muerte de mi papá, la librería se convirtió en uno de los pilares económicos de la familia, pero se fue agotando poco a poco hasta que decidimos alquilarla a unos amigos para tener un ingreso fijo por la renta. Con mucho más sentido del mercado, ellos, además de cambiar el nombre, convirtieron al negocio en una auténtica papelería de relativo éxito. Cuando se les acabó el impulso devolvieron el comercio y lo rentamos para otros distintos negocios: carnicería, frial, confitería, y actualmente, hace ya unos buenos años, es una peluquería. Cada que paso por ahí, recuerdo las elegantes letras azules que decían “Librería Marvin Sandi”, y una extraña melancolía del pasado se entremezcla con el proyecto que algún día tuve de volver a retomar el lugar como un espacio cultural donde circulen libremente libros, música y café. Proyecto que, entre tantos otros, tengo guardado en mi desván de los sueños no cumplidos.

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Miguel Fue como hace treinta años. Un campesino, con acento aymara inconfundible, tocó la puerta de mi casa ubicada en San Miguel. En su castellano elemental, ofreció sus servicios de jardinero, trabajo que se le fue otorgado inmediatamente, pues el pequeño jardín necesitaba cuidado. El diálogo fue corto: “¿Cómo te llamas?, Miguel”, y empezó la relación laboral. En aquellos momentos el barrio no tenía el rostro actual. Las calles eran empedradas, el río no estaba canalizado y los niños subíamos a los cerros cercanos. Jugábamos con barquitos de papel en el escueto río y paseábamos en bicicleta libremente. Más allá de la montaña, a lo lejos, se dejaba ver la famosa “Muela del diablo”, a la cual podíamos acudir solamente con la compañía de los padres, por lo accidentado del terreno y los kilómetros que había que caminar. Miguel era un campesino que vivía en la Muela, y durante toda su vida no había hecho otra cosa que dedicarse a sembrar en el seno de su comunidad. Obligado por las condiciones locales de vida, y por el crecimiento de la ciudad que tocaba sus puertas, decidió buscar en la urbe –para entonces muy precaria- un nuevo oficio, y como lo único que sabía era trabajar con la tierra, no se le ocurrió otra cosa que ser jardinero. En casa fue mezclando sus saberes de campo con las exigencias de un domicilio urbano, y fue encontrando el equilibrio 37


entre cuidar papas y margaritas, ovejas y gatos, campos y macetas. Además logró otros lugares de trabajo en la zona, y al cabo de unos años era un jardinero “hecho y derecho”, aunque no había dejado ni su comunidad ni su parcela. Hace un par de años, Miguel padeció de una extraña enfermedad, y como no tenía ni seguro social ni ahorros para que se lo atendiera en alguna clínica privada, falleció. La historia de Miguel es la de cientos de personas que vivieron la intersección entre ciudad y campo, cuando las lógicas culturales se confrontaron, donde los disciplinamientos de las clases urbanas impusieron sus formas y necesidades a los campesinos, y se transformaron los oficios tradicionales para cubrir las nuevas exigencias. Habrá que construir la historia de los miles de migueles que perdieron sus tierras pero no ganaron la fábrica (como dice R. Bartra), la “tragedia del fin del mundo agrario y del inicio de la civilización industrial” mal lograda que gestó solamente una cultura intermedia encantada con la promesa de modernidad urbana y prisionera de sus propios límites y contradicciones. Esa es una de las angustias que en estos tiempos hay que resolver.

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Plácida Plácida era la empleada de mis abuelos. Contaban que llegó a la casa hacía treinta años, y de ahí no se movió. Tenía un carácter muy especial, y cuando se enojaba, su protesta consistía en no abrir la puerta por más que el timbre sonara por horas. Los jueves, Plácida hacía pan para toda la semana. Se quedaba la tarde entera en el quehacer, y guardaba el producto en bolsas de plástico, así que día a día el pan cambiaba de consistencia. El sábado, día de nuestra visita, el pan estaba en su punto. Contaba mi abuela que en varias ocasiones había intentado despedirla por múltiples razones, pero ella se quedaba en la puerta sentada sobre su atado hasta que cayera la noche, y la abuela vuelva a abrirle las puertas. Ese episodio era recurrente, y su resolución siempre la misma. Claro, ambos bandos se habían acostumbrado a la presencia del otro, y disolver la relación laboral-afectiva sellada con el tiempo ya era casi imposible. A mí la Plácida me quería, cuando iba hacía fiestas y me servía la comida riendo, lo que era absolutamente inusual. Un día Plácida enfermó. Nunca supimos bien de qué. Fue el doctor pero ella se negó a recibirlo, consultó con un yatiri que le dio algunos medicamentos, pero no tuvieron efecto. Según dijeron, le dio “la enfermedad del pajarito”, cuyo síntoma es que 39


el paciente se va haciendo más pequeño adquiriendo su rostro una forma parecida a un pájaro. Así, Plácida murió. Me dio lástima no verla al final de sus días, todo sucedió cuando yo estaba en el extranjero, como tantas cosas en mi vida. De tiempo en tiempo paso por su tumba en el Cementerio General, cerca de donde está mi papá. Es un nicho pequeño, discreto, cercano al piso. Cuando la visito, casi siento el olor del pan que rondaba la casa de mis abuelos los jueves, en aquellos años de mi infancia cuando los olores y sabores impregnaban episodios inolvidables.

Fidelia Nunca supe su apellido. Fidelia venía a casa regularmente, pero era imposible agendar sus visitas. Aparecía y ya. Ignorábamos su teléfono, dirección o alguna información más privada. Cada que llegaba, mi madre y abuela la recibían con un “¡dónde te has perdido, pero qué bueno que viniste!”. Y es cierto. Su llegada siempre era bienvenida. Fidelia era una costurera de mucha calidad, dominaba el “zurcido invisible” con el que impresionaba a propios y extraños. A su arribo, una canasta de ropa le esperaba: botones que poner, calcetines que zurcir, camisas que coser, trajes que adecuar. Una parte del trabajo lo hacía en casa, otra se la llevaba, y todos esperábamos con ansias su próxima visita. Eso sí, Fidelia tenía fama de floja. No hacía otro trabajo que no sea el de su oficio. Dificilísimo meterla a la cocina, no a cocinar, sino a lavar platos, ordenar trastes y servir el té. Por ello mi abuelita, especialista en categorizar a las personas que hacían servicios, le puso el apodo de “mano sobre mano”. Yo nunca entendí tal sobrenombre, hasta que una tarde la vi, sentada frente a la televisión “mano sobre mano”. Tal cual. Tenía la capacidad de quedarse toda una tarde, sin exagerar ni un minuto, viendo la tele en la misma posición, hasta que cayera la noche y llegara la hora de partir.

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Ignoro el paradero actual de Fidelia, la fiel, pero los botones que cosió a mis camisas siguen tan firmes como la memoria con la que hoy la evoco.

El peluquero de mi abuelo Mi abuelo, que era militar, tenía el pelo siempre bien recortado. El responsable de tan prolija y sostenida estética era su peluquero personal, que lo visitaba regularmente. Si no estoy mal, lo había conocido hacía muchos años en su vida profesional, y cuando se jubiló, seguía ofreciéndole el servicio. Su llegada solía ser los sábados en la tarde, cuando la familia estaba reunida en casa de los abuelos. El peluquero sólo manejaba un corte, así que todos, desde los grandes hasta los más chicos pasábamos por sus tijeras y quedábamos más o menos igual. Mi padre que tenía pelo largo, batallaba para convencer al especialista primero de que podía tener un corte diferente y ser varón, y segundo debía controlar su mano para que en un descuido no quede uniformado. Ya en la casa, el peluquero sacaba de un maletín de madera todos sus instrumentos. Los ponía cuidadosamente en una mesita y, antes de empezar con los cortes, procedía con la desinfección. Encendía una pequeña lámpara que traía alcohol y cuya mecha emitía un color azul intenso, y pasaba por ella los peines, tijeras y rasuradoras. Claro, todo era de metal. La ceremonia comenzaba con mi abuelo, que era el primero en ocupar la silla. Se le amarraba algo que parecía un mantel blanco en el cuello, y el operativo seguía su curso. Luego 42

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tocaba el turno a los hijos mayores, y así hasta llegar a los nietos. Ninguna mujer, grande o chica, pasaba por esas manos. Tuvieron que acumularse muchos años hasta que yo tenga la autoridad para decir que iba a hacerme cortar el pelo en una peluquería ajena a la tradición familiar, además de decidir que quería tener el cabello largo y no seguir con el corte militar. Ahora, a varias décadas de distancia, de pronto la nostalgia me devuelve mi propia imagen en el espejo grande del cuarto de mi abuelo, con esa sábana blanca en el cuello y el cosquilleo del ruidoso -y discreto a la vez- aparatito que pasaba por mi cuello al concluir el corte. Es muy probable que el mencionado peluquero de quien no sé ni el nombre ya haya fallecido, al igual que mi abuelo. Pero su recuerdo lo tengo guardado en mi memoria, con el mismo cuidado con el que él recogía cada instrumento en su maletín de madera antes de partir.

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Guerra del Chaco Aprendí más de la Guerra del Chaco (entre Bolivia y Paraguay de 1932 a 1935) en las largas tertulias familiares que en los libros de la escuela. A mi abuelo, cuando tenía menos de 20 años, le tocó marchar al sur formando parte del famoso grupo Tres pasos al frente. Todas las reuniones en las que él participaba salía el tema, y sus anécdotas eran inagotables. Ahí van dos de ellas. La distancia entre el ejército boliviano y el paraguayo era muy corta, alrededor de 100 metros, por lo que ambos bandos escuchaban todo del contrario. Los paraguayos cantaban bellas canciones con distintos instrumentos, incluso bandolina, y al final de cada canción, lanzaban un insulto. La tropa boliviana para no quedar atrás, decidió hacer lo propio, pero los instrumentos eran menos sofisticados, se construían charangos con los pocos insumos que podían encontrar en el lugar. Una de esas noches, un campesino de origen aymara cantó la siguiente cueca con un sello lingüístico andino inconfundible: Esta 4ta. Compañía la que te hua a huencer cueste lo que cueste vidita en el Chaco Boreal ¡¡¡Pela cojoro!!! 45


En otra ocasión, un subteniente paceño que manejaba el arte de la palabra, en pleno campamento empezó a declamar un poema con la fuerza y elocuencia necesarias. En un momento mirando fijamente a la tropa dijo: “¿¡…y tú me quieres!?”; y volvió a repetir con más contundencia: “¿¡…y tú me quieres!?”; por último lo hizo una vez más elevando el tono: “¿¡…y tú me quieres!?”. Y un soldado que se sintió aludido respondió: “sí mi subteniente”. La risa general terminó con la declamación.

El piano Eran los años 80 en Bolivia: la dictadura de Luis García Meza. Una amiga de mi papá tuvo que salir bruscamente del país, y dejó un piano a su recaudo. Tengo grabada la imagen del traslado del pesado y voluminoso instrumento: eran como seis o siete personas que bajaron por unas escaleras en espiral dos pisos de un sencillo departamento dejando las paredes rasguñadas por el mueble. Cuando llegó a mi casa, ya bastante destemplado, el piano ocupó el lugar principal. Se lo veía desde la entrada, y sus notas se escuchaban una cuadra antes de llegar a la puerta. Recuerdo a mi papá tocando en él Historia de amor (Astrud Gilberto). Habrá sido unas semanas antes de que lo mataran. También tengo en mente las varias ocasiones en las que improvisaba o sacaba canciones “al oído”, mientras nosotros estábamos alrededor suyo. Mis manos y las de mi hermana también pasaron por esas teclas, aunque ella fue más apasionada y dedicada que yo. Con los años, el mueble se convirtió en un miembro más de la familia que sostenía y traducía nuestras emociones. Un par de décadas más tarde, cuando volví de un largo viaje, me encontré con la dueña del piano. Ella le había perdido la pista, y mi traicionera sinceridad hizo recordarle que lo tenía en casa. Unos días después vino a recogerlo. Mi conciencia quedó tranquila, pero su partida dejó un vacío, y no sólo en la sala. Hoy,

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a tanta distancia, cada que escucho azarosamente la melodía que tocaba mi papá y que yo sólo puedo tararearla, se me estremece el alma, y revivo su imagen sentado en el enigmático piano tocando esas inolvidables notas.

Buenas compañías

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Bello abril 2 minutos y 19 segundos son suficientes. “Bello abril”, del álbum Naturaleza Sangre de Fito Páez, es una de esas canciones que se la escucha por primera vez y no se puede evitar quedar perplejo, con ganas de disfrutarla más detenidamente, dejar que penetre en nosotros y se impregne en lo más profundo. Es una canción para escucharla fuerte, tranquilo, sentado en un cómodo sillón sin tener nada más que hacer que dejarse llevar por ella. Se la escucha no por los oídos, sino por la piel. Con “Bello abril” Fito se empeña en recordarnos que es capaz de abrir candados interiores, que es un maestro de las emociones, que puede tocar nuestras fibras mejor resguardadas y hacerlas crujir, obligarlas a moverse, a llorar, a reír, a soñar. Ingresa a nuestros sentimientos, abre las puertas de los cuartos que queremos mantener cerrados, posee llaves que pretendíamos haber tirado a la basura. La canción, interpretada conjuntamente con Luis Alberto Spinetta, nos hace pensar en lo que fuimos, en lo que somos y en lo que deseamos ser. Pensamos en los errores cometidos, en el dolor que causamos, en las pesadillas ajenas en las cuales fuimos principales protagonistas. Transitamos por nuestra trayectoria personal -tan intensa- con sus momentos de luz y de sombra. 51


“Bello abril”, “para que no tengamos nunca más soledad”. Pensamos en la vida, en nuestra capacidad de crear vida, de dar continuidad de lo que iniciaron quienes nos precedieron, nuestros padres y abuelos, los que quedan y los que ya se fueron. Suave y melódico, pensamos en lo que viene, en quienes vienen, en los hijos que se apoderan de nuestro cotidiano. Canta Fito: “sos tan hermosa que jamás vas a dejar de brillar así, aquí o allá. Sos parecida a los planetas que se mueven por ahí que no podés parar ya nunca de girar”. Nos recuerda los ciclos, “las tantas cosas” que nos pasan en la vida, y la expectativa con la que esperamos que el sol vuelva a brillar. Nos invita a hacer un inventario de lo hasta aquí caminado. La soledad, la tristeza, la pasión, la belleza y la eternidad. Todas entran en la misma canción. Inevitable no llorar con “Bello abril”, es una compañía para nuestras soledades. Está hecha para divagar y recordar. Abril, simplemente bello abril.

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Diario de un motociclista Toda vida es apasionante. Y lo es más si se trata de alguien que ha marcado la historia de la humanidad. Al ver Diario de un motociclista, son muchas las ideas que se nos pasan por la mente. Impresiona la personalidad del Che, sus decisiones, su camino, su vida, tanto más cuando uno conoce el final del relato. Pero a la vez la película deja cierto sinsabor y múltiples preguntas de ese personaje tan fundamental. El filme presenta dos arquetipos tremendamente exagerados: el joven médico cordobés que busca una carrera profesional y que para ello está dispuesto a hacer todo lo que fuera necesario, y el Che, que más bien está en un aprendizaje constante con la sensibilidad social a flor de piel. Los dos personajes casi caricaturescos, tantas veces representados en cientos de historias, viven sus aventuras en la América Latina de ayer y de hoy, que grosso modo es más o menos la misma. El corte en ese momento de la juventud del Che, nos deja la pregunta sobre las posibilidades de evolución de aquél estudiante de medicina. Claro está que tenía un abanico de opciones hacia donde podía dirigir su vida. El Che hubiera podido ser un gran médico y contribuir desde la ciencia a la cura de la lepra, o podría haberse quedado a vivir en la comunidad campesina luchando desde sus instrumentos científicos por la vida de las cientos de personas que requerían de un buen médico a la mano 53


y que no busque realizar su carrera en un importante hospital urbano. ¿Por qué el Che opta por el camino revolucionario? ¿Por qué deja la medicina y se convierte en un guerrillero? ¿Cuáles las razones profundas que lo motivan? Las respuestas pueden ser múltiples, y seguramente nadie puede responderlas con certeza. Sin embargo es claro que en él se conjugan al menos tres matrices culturales: la medicina que pretende usar la ciencia para curar cuerpos; el discurso social y político que en la época será el marxismo; la ambición personal, muy legítima por cierto, de ser un protagonista en la historia y la consecuente urgencia por hacer algo para cambiar las cosas. Pero volvamos a la película. En ciertos pasajes, se muestra el purismo en el Che y la capacidad de transacción de su joven amigo. A ratos, da la impresión que el Che tuviera la vida escrita por adelantado, y que sólo debe cumplir con el libreto que se le habría asignado. Pero la vida -ninguna vida- es así. Mirar la sucesión de acontecimientos de nuestra trayectoria como linealidad predeterminada no hace más que ocultar las verdaderas contradicciones de la condición humana. Bien diría Marguerite Yourcenar que no somos una flecha lanzada directamente hacia un objetivo claramente definido desde el inicio de nuestro camino. Por eso una parte del Che está contaminada de su amigo, y parte del amigo está presente en el Che. Uno es uno mismo y el otro a la vez. Y lo más apasionante del Che, o de tantas personas que marcan el ritmo de la historia, no son sus certezas sino sus dudas; no son sus momentos de claridad, sino sus contradicciones; no son sus aciertos, sino sus errores. Si el Che tiene un valor, no es por su capacidad redentora y relativamente fácil de cumplir con una agenda, sino por su camino repleto de tensiones y ansiedades. El Diario de un motociclista debe ser vista, creo, poniendo la atención sobre todo en los silencios, en lo no dicho, sólo así estaremos asistiendo a la apasionante vida de un gran personaje, y no a un redentor aburrido y predestinado.

Son casi veinte años que escucho a Joaquín Sabina. Desde aquella vez que algún amigo me prestó el cassette -cuando era estudiante- de Sabina y Viceversa, he recorrido múltiples caminos con él. Disfruté de cada una de sus letras, y en muchas de ellas me vi identificado, o busqué vivir situaciones similares. Sus historias eran mías, me interpelaban en el cotidiano. Grité hasta el cansancio “princesa”, recorrí muchas calles melancolía, recordé a las “flores de un día que no duraban, que no dolían”, busqué el bar llamado “Templo del morbo” y soñé con que alguna dama casada me invitara a su lecho prohibido. Canté a capela con algunos amigos y mucho alcohol “anda, deja que te desabroche un botón”, visité la posada del fracaso, desperté a la orilla de la chimenea abrazándola bajo la ropa, y quise encontrarme a la bella de medias negras, bufanda a cuadros y minifalda azul que en una esquina me robara, además, el corazón. También fui a un concierto suyo cuando presentaba el álbum Física y Química en México, bailé con “El pirata cojo” y aplaudí cuando dijo: “con el Tratado de Libre Comercio les pueden robar todo, pero no dejen que les roben el mes de abril” (era 1992, y México se aprestaba a entrar al polémico plan económico). Cuando estuve en Madrid, anduve por Tirso de Molina, Sol, Gran Vía, Tribunal, y esperé en la noche que la ciudad pinte sus

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Adiós a Sabina


labios de neón. Me compré una biografía suya que la devoré en unos días. Finalmente, hace poco, escribí un artículo sociológico, aplicando todo lo que tengo como saber científico a su propuesta cultural. Cierto, Sabina me acompañó todos estos años, y no por su poesía, voz o personalidad, sino porque lo que decía tenía que ver directamente con lo que yo buscaba y quería escuchar, cosa que, por mucho esfuerzo que hiciera, no la encontraba ni en Silvio, Fito o Serrat. Pero esta historia empieza a acabarse. Hoy Sabina me habla más de mi pasado que de mi presente. Cada vez que lo escucho me trae más recuerdos que expectativas, como cuando acudo a Sui Géneris y no puedo evitar volver a pasajes de mi adolescencia. Y no es que se haya acabado su genio, o que esté en decadencia, simplemente que aquella “afinidad electiva” –para ponernos sociológicos-, es decir correspondencia entre propuesta cultural y estructura cognitiva que en algún momento fue fundamental, ya no marcha más. Simplemente, Sabina ya no resuena por dentro. Ahora me vuelco a otras historias hechas canción: recorro por las intensas letras de Jaime López, vuelvo a la elegancia de Brassens o la dulzura de Dulce Pontes. No es que ya no pise el acelerador, sino que lo piso en otra dirección, y en ella, el memorable Joaquín es una mala compañía.

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The Dark Crystal En 1982, Jim Henson y Frank Oz -el primero creador del Show de los Muppets- se lanzan a una nueva aventura: la película The Dark Crystal. Verla hoy, dos décadas más tarde, permite revalorar los esfuerzos de ese tipo. La película fue elaborada completamente “a mano”; todos sus personajes son marionetas que transitan por escenarios “reales”. Ahora que estamos tan acostumbrados a que los efectos especiales se encarguen de transportarnos a lugares inhóspitos, Henson se empeña en demostrarnos que lo que importa es la imaginación, no la tecnología. Cierto, para despertar la fantasía sólo se requiere un buen relato, una atmósfera delicada y creativa, no una buena computadora. Pero la virtud de The Dark Crystal no está sólo en la muy cuidada confección de sus actores y paisajes, sino, además, en el argumento. En algún momento de la historia de aquel mundo, la arrogancia y el error llevaron a unos cuantos a quebrar el cristal que sostenía el equilibrio. Desde ese momento, dos nuevas especies aparecieron: los skeksis, ambiciosos, agresivos y violentos, de “cuerpos y temperamentos duros y retorcidos”, y los urRu o mystics, apacibles, generosos, sabios y bellos. Los primeros controlaron El Castillo del Cristal, en cuyo centro permanece la mayor parte del cristal quebrado que es fuente de energía y vida. Los skeksis dominan el mundo y a la naturaleza, con grandes 57


dotes de científicos y guerreros. De hecho uno de ellos descubre una maquinaria que extrae la “esencia” (temores, sentimientos y pensamientos) a sus prisioneros -lo que los convierte en esclavos maquinizados- y se la ofrece al emperador para rejuvenecer. Una profecía sostiene que Jen, un joven gelfling (especie casi exterminada por los skeksis que fue criado por un maestro urRu) deberá encontrar una parte del cristal y restaurarlo en el momento en el que los astros así lo sugieran. La película narra la travesía de Jen. Del éxito o fracaso de su tarea depende que el mundo sea dominado para siempre por el bien o por el mal. Muchos dirán que la historia se parece, en buena medida, a las aventuras de Frodo que en El Señor de los Anillos debe llegar al Monte del Destino para destruir el anillo de poder, y así vencer al señor oscuro Sauron. Cierto, hay una homología argumentativa, sin embargo el desenlace marca una diferencia fundamental. Entre los skeksis y los urRu existen paralelos comunes. Cada miembro de la raza tiene su contraparte, y cuando uno es agredido o muere, también lo hace el otro. En el momento culminante de la película, cuando Jen logra insertar el pedazo del cristal en la piedra fundamental, en presencia tanto de urRu como de skeksis, sucede una mágica fusión de cada uno de ellos con el otro, convirtiéndose en un nuevo ser, mucho más perfecto que los dos anteriores. Así, en vez de que el bien gane al mal (como sucede en El Señor de los Anillos), el bien y el mal se funden y crean alguien nuevo, más perfecto y sabio. La metáfora trae a colación uno de los temas más antiguos de la humanidad. Pero la reflexión no se sitúa en la lógica maniquea de la lucha del bien contra el mal, sino en la unidad vs. la fragmentación. En efecto, cuando el cristal adquiere nuevamente su unidad, es que los dos seres vuelven a ser uno, lo que los hace más completos. El equilibrio entre lo bueno y lo malo, y no la anulación de uno o del otro, es lo que permite la armonía. La perspectiva de Henson quiebra con la tradición de los

relatos muy en boga en nuestros días (en películas, telenovelas, publicidades, discursos políticos, etc.) de las luchas del bien y del mal, y nos sugiere poner atención en su justo equilibrio. Lo miserable y lo sublime conviven al interior de cada uno, y la sabiduría está en saber administrarlos correctamente sin que ninguno de ellos permita perder el sentido de integridad. Con un discurso como este ¿se niega la existencia de lo bueno y lo malo? ¿No conduce el argumento a un relativismo sin salida? No necesariamente. Lo que se intenta evitar es el purismo que conduce a ver todas las dimensiones de la vida en blanco y negro, lo que no significa que no existan, pero no pueden ser la vara que mida toda la experiencia humana, sino solamente sus extremos más puros. Mirar la historia buscando héroes y villanos no hace más que conducir a apasionamientos que ciegan la mirada crítica; lo más sabio es, a mi entender, buscar las luces y las sombras de las furias y las pasiones que nos habitan. Se dirá que Henson no dice nada nuevo, que este debate tiene larga data. Y es cierto, finalmente todas las historias ya están narradas, pero cuánto gusto da verlas nuevamente. Como decía Arendt, “Ninguna filosofía, ningún análisis, ningún aforismo, por más profundo que sea, se puede comparar en intensidad y en plenitud con una historia bien contada”. Es el caso.

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Lola en dos tiempos Anoche vi Lola, la película mexicana de María Novaro. La había visto hace como 15 años, cuando tenía 22. Entonces era estudiante de sociología, con recursos muy escasos y circuitos propios de un joven de universidad pública. Mi futuro inmediato, la próxima etapa en mi vida, tenía que ser el independizarme económicamente –por tanto bajar en mi ya media escala social-, tener hijos y vivir una vida urbana apretada combinando trabajo precario con niños y vida de fiesta con amigos. La película precisamente era una fotografía de mi posible futuro. Lola, la protagonista principal, es una vendedora ambulante de aproximadamente 30 años, con una niña pequeña a quien acompaña a sus travesuras infantiles. Viven en una colonia popular en el centro del Distrito Federal. Su relación de pareja es inestable pues el padre de la pequeña, vocalista de una banda de rock, viaja constantemente teniendo que abandonar el hogar. Lola, por tanto, construye sus propias relaciones paralelas, afectivas, sexuales y laborales, que le permiten desenvolverse en una sociedad exigente para con personas con esas características. La película volvió a pasar por mis ojos casi dos décadas más tarde, en todo este tiempo no la había visto nuevamente, y casi la había olvidado. Ahora participo de ella de manera diferente: tengo una independencia económica clara, un trabajo estable, 61


una profesión bastante desarrollada, ingresos relativamente buenos, una familia completa. Salgo poco de noche, comparto con mis hijos, tengo auto, viajo a algún hotel en la playa a fin de año. Cierto, tengo 38 años. La posición social en la cual estaba cuando vi por primera vez el film, era la misma que representaba Lola, o casi igual, sólo había una pequeña distancia etaria. Lo interesante de este cuento es cómo las producciones culturales nos muestran fotografías de un estado de lo social, y a través del tiempo nosotros pasamos alrededor de ellas. Por eso ver una película años después es diferente, y siempre tiene algo nuevo que decirnos.

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Reunión ¿Por qué una historia tantas veces contada puede seguir llamando nuestra atención? ¿Qué no se ha dicho de El Che? ¿Qué más se puede decir? No sé, es como ir a ver el Titanic conociendo el final e igual disfrutar de la historia harto conocida. Encontrarse con Reunión (Ed. Libros del zorro rojo, 2007) es toparse con tres argentinos extraordinarios: el Che, Cortázar, Breccia. El primero pone la historia, el segundo la pluma, y el último el trazo. Entre los tres tejen el ambiente, la pluma dialoga con la imagen con igual importancia y narran el duro tránsito del guerrillero por la Sierra cubana antes del accidentado encuentro con Luis (Fidel). En la travesía la esperanza y la muerte juegan un rol similar, compiten buscando protagonismo, y al final queda claro que no hay esperanza sin muerte, pero la victoria le pertenece a la primera. Reunión es una unión con la historia épica, es un guiño de los inmortales que interpelan nuestra vida cotidiana.

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La Alfarera La Alfarera es un disco sobrio, a la vez que profundo. Se trata de una compilación del canta-autor boliviano Jesús Durán con lo mejor de su producción. El Jechu, como fue conocido, fundó y dirigió el Taller de Música Popular Arawi, que fuera un colectivo de jóvenes creadores que, en 1984, presentaron el álbum Explicación de mi país, disco que recorría la historia y el territorio de Bolivia en una lectura crítica y a la vez cargada de propuestas. Durante los años ochenta y noventa, canciones como Las Ninfas (letra de Jaime Sáenz), Siglo XX, Warmis, Jallalla, y tantas otras acompañaron guitarreadas, veladas universitarias y conciertos, y fueron re-interpretadas por varios artistas de distintos géneros en las décadas siguientes. Jesús Durán no sólo ha sido un compositor, sino que ha diseñado un horizonte cultural, y su obra ha marcado una lectura de lo social. Por eso su importancia, y el lugar que ocupa en las producciones culturales de los ochenta. Él como ningún otro, logró conjugar una propuesta estética cargada con el espíritu de la época. Pero no lo hizo desde la sobre ideologización o el discurso fácil, sino que retrató la cotidianidad y la tejió con la historia. Así, el obrero de “Overol azul” puede hablar de “unos labios frescos” y un “cántaro de amor” con la misma soltura que cuando se refiere a los caídos en las luchas mineras. 65


En La Alfarera, uno puede escuchar la sencillez de una guitarra con la profundidad de una mirada que, articulando pasado, cotidianidad presente y proyecto de futuro, tiene clavados los ojos en el horizonte. A MTV le costó años darse cuenta que el unplugged podía ser más potente que la parafernalia de tecnología, arreglos, luces y escenario. Cuando la creatividad y el proyecto cultural priman, todo lo demás son detalles que sobran. Por eso La Alfarera, como el Jechu mismo, están llamados a ser un clásico de la música popular boliviana, y por supuesto, latinoamericana.

Orígenes 1. Decía un amigo que se debería escribir regularmente después de haber tenido un grato encuentro, en este caso, con un libro. Y quizás su consejo tenía un toque de sabiduría. Mayor razón para tal tarea luego de leer Orígenes, de Amín Maalouf, que en uno de sus pasajes, el autor refuerza esta obsesión con lo escrito: “Se oyen con frecuencia loores a la tradición oral. En lo que a mí respecta, dejo esos fervorosos pasmos a los colonizadores arrepentidos. Yo sólo tengo veneración por lo escrito. Y bendigo al Cielo porque mis antepasados, desde hace más de un siglo, hayan anotado, reunido, guardado estas miles de páginas que otras familias arrojaron al fuego, o dejaron enmohecer en un desván o, sencillamente, omitieron escribir” (p. 70). Hace algún tiempo, en una publicación que impulsábamos, tuvimos a bien imprimir una frase en la contratapa: “vale lo que está escrito”. La sentencia fue criticada, pero a la vuelta de los años creo que teníamos razón, y que coincidíamos, sin saberlo, con Maalouf. 2. Maalouf cuenta la historia de su familia en el Líbano, se concentra en sus bisabuelos y abuelos quienes están en el origen de su propia vida. Y al leer pasajes de aquella realidad libanesa de fines del Siglo XIX, de la cual soy vergonzosamente ignorante, encuentro pasajes que no me remiten al lejano territorio sino a

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mi propia realidad, a mis propios abuelos, sus manera de ver su mundo, desde este lado del mundo. “Siempre andamos con dos caras: una para remedar a nuestros antepasados y otra para remedar a Occidente” (p 133). Casi escucho a alguno de los míos parafrasear la misma idea. 3. Y entre las páginas leo la experiencia del antepasado del autor que impulsó, en las condiciones más adversas, un proyecto educativo: la “Escuela Universal”. Se trataba de un lugar laico, humanista, liberal, universal. Y pienso en mi abuelo que tenía una biblioteca en Tupiza (al sur de Bolivia) y que hasta su muerte confió en el conocimiento como un instrumento de crecimiento. O en mi bisabuelo, ilustre cochabambino que “hizo de su sencilla vida una enseñanza”, como dijo mi padre en alguna ocasión. Creer en la educación como el camino de la emancipación. 4. Y concluyo con uno de los pasajes más conmovedores para quienes vivimos alrededor de lo escrito, prisioneros y redimidos por la relación con nuestros muertos, con el pasado que nos habita: “Habrá quien piense: ¿Y qué más da? ¿Qué necesidad tenemos de saber algo de nuestros abuelos y bisabuelos? ¡Dejemos, según el manido dicho, que los muertos entierren a los muertos y ocupémonos de nuestra propia vida! Es cierto que no tenemos necesidad alguna de saber nada de nuestros orígenes. Tampoco nuestros nietos necesitan saber cómo fue nuestra vida. Todos recorremos los años que nos corresponden y nos vamos luego a dormir a nuestras tumbas. ¿Para qué andar pensando en los que vinieron antes puesto que ya no suponen nada para nosotros? ¿Para qué pensar en los que vendrán detrás de nosotros puesto que para ellos ya no supondremos nada? Pero entonces, si todo va a parar al olvido, ¿por qué construimos y por qué construyeron nuestros antepasados? ¿Por qué escribimos y por qué escribieron? (…)

En cualquier caso, desde mi punto de vista, ir en pos de los orígenes es una reconquista en contra de la muerte y el olvido, una reconquista que debería ser paciente, abnegada, encarnizada, fiel. Cuando mi abuelo, a finales de 1880, tuvo el valor de desobedecer a sus padres para marcharse y seguir estudiando en un lejano colegio, a quien estaba abriendo los caminos del saber era a mí. Y si, antes de morir, dejó todos esos rastros, todos esos textos en verso y en prosa primorosamente vueltos a copiar y acompañados de comentarios acerca de las circunstancias en las que los dijo o los escribió, si dejó todas esas cartas, todos esos cuadernos con fechas, ¿no sería para que alguien los tuviese en cuenta algún día? Por supuesto que no pensaba en este individuo concreto que soy yo y vio la luz un cuarto de siglo después de su muerte; pero esperaba a alguien. Y, además, en cualquier caso, poco importa lo que él pudiera esperar; desde el momento en que los únicos rastros de su vida están ahora en mis manos, no hay ni que pensar en que lo deje morir de olvido. Ni a él ni a ninguno de aquellos a quienes debo un ápice de identidad, a saber, mis apellidos, mis lenguas, mis creencias, mis rabias, mis descarríos, mi tinta, mi sangre, mi exilio. Soy hijo de todos y cada uno de mis antepasados y es mi destino ser, a cambio, su tardío progenitor” (p. 286-287) En suma, el paseo de Maalouf por sus orígenes es una grata invitación a recorrer por los nuestros.

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Alicia Alicia es maravillosa, inagotable, impredecible. Cuando Lewis Carroll la pensó, su ingenio dibujó uno de los más seductores personajes de la literatura, que seguiría conmoviendo siglos más tarde. Claro, Alicia inspira, seduce, y ahora el turno le tocó a Tim Burton. Su filme que ha abarrotado salas en el mundo entero, es una libre y autónoma interpretación; no es una película “basada en”, sino “inspirada en”. El director crea una nueva Alicia, que poco tiene que ver con la idea original. El puente entre las dos obras es endeble, casi anecdótico. Por eso hay que ver la película no como un sustituto del libro, y menos como una continuación, sino como una alegoría, casi un homenaje al escritor inglés. Burton construye un personaje heroico capaz de luchar contra monstruos en terribles batallas. Por el escenario y la destreza para la lucha, parecería que no estamos frente a la niña de envidiable imaginación, sino más bien frente a un guerrero prestado de El Señor de los Anillos. Por otro lado, en la parte “realista” de la historia, Burton muestra una joven inglesa que es capaz de quebrar con los principales ritos de su sociedad y salir ilesa, incluso premiada por su potencial suegro. Es tan atrevida que rechaza al pretendiente perfecto, en un escenario donde todas las variables están controladas y la improvisación es impensable. Así las cosas, en una 71


lógica social como la que se narra, la Alicia de Burton sería una transgresora condenada a convertirse en una hereje. Su destino sería la marginalidad, el exilio. Y quizás ese es el principal error de la película: construye un personaje en el siglo XIX con las pertinencias morales del siglo XXI. El paradigma de la individuación del cual se ha ocupado la sociología, que invita a los sujetos a ser actores de su propia historia, más allá de las coerciones sociales, es pensable como modelo de referencia sólo en nuestra época, y está fuera del horizonte de sentido de Lewis Carroll. De hecho para él este no es un tema, no le interesa, no es su preocupación al narrar las aventuras de Alicia. Por eso, aunque la producción de la película es impecable y los minutos que uno pasa en la sala de cine son deliciosos, me quedo con Carroll. Mientras que para Burton, Alicia mira por una ventana empañada, y el borroso reflejo sólo enseña lo que el director tiene en la cabeza; para Lewis, Alicia atraviesa un espejo, y nos invita a recorrer el país maravilloso de los sin sentidos, en lo que se convierte en un homenaje a la imaginación. La obra de Carroll es un clásico, la de Burton, un divertimento.

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Una cosa es una cosa… …y otra cosa es otra cosa. Esa es una de las frases emblemáticas que se repiten en la película mexicana El Infierno de Luis Estrada estrenada este septiembre. El filme es una lectura hipercrítica de las celebraciones del bicentenario de la independencia en México, donde se pretendió armar un ruidoso espectáculo que oculte la cruda realidad cotidiana en un país teñido por la incontrolable sangre generada por el narcotráfico. Con una excepcional pertinencia, el mismo mes en que las autoridades prepararon los fuegos artificiales que acompañan tradicionalmente el famoso “Grito”, se estrenó la película cuya frase que la acompaña es: “nada que celebrar”. Pero no quiero referirme a la intención política de la propuesta, sino al trasfondo sociológico de la frase en cuestión. Y para ello, hay que recordar uno de los contextos en que es pronunciada: cuando uno de los matones del narco llega a su casa después de haber mostrado su crueldad al matar a varias personas, es recibido por su dulce esposa –embarazada- y cinco cariñosos hijos. Ante el asombro que le expresa el amigo que lo acompaña por el contraste de las situaciones, su respuesta es: “una cosa es una cosa, y otra cosa es otra cosa”; y esa sentencia se la repite en distintas ocasiones. La idea que está detrás es la capacidad de la separación de las esferas de la vida cotidiana que no necesariamente tienen que estar en armonía. Quizás hasta los años 70 u 80 uno de los paradigmas que primaba era el de la coherencia; así, un buen trabajador debería 73


tender a ser buen padre, buen hermano, buen militante, buen vecino, como si una sola esencia adquiriera forma en los distintos ámbitos. Desde el cristianismo de liberación, se puede traer a colación el ejemplo de Néstor Paz que representa el extremo de coherencia perfecta: en sus escritos apela a la divinidad, al amor y al compromiso político desde un mismo argumento. Pero también se podría contrastar con un modelo de católico conservador que deba ser “trabajador intachable, esposo y padre ejemplar” (como diría Sabina). En ambos polos, el principio de base era la consistencia que atraviese los roles que un individuo debe vivir (padre, madre, hijo, hermano, amante, estudiante, trabajador, etc.). En lo intelectual las exigencias iban también de la mano, y figuras exageradas como Jean Paul Sartre mostraban que se podía ser excelente novelista, dramaturgo, director de periódico, filósofo y profesor a la vez. Así, se me viene a la mente el título del clásico de Marcuse: El hombre unidimensional. Pero las cosas han cambiado. La organización de la cotidianidad actual –desde la territorial hasta la complejidad laboral- permite una distancia contundente entre las obligaciones sociales, y no son pocas las expresiones culturales –pensemos en películas, canciones o novelas- que así lo develen. Se puede ser un excelente estudiante y un mal profesional; un responsable jefe de familia y un visitador compulsivo de casas de prostitución; un aburrido amante y un gran marido. No digo que estas situaciones no existieran antes, sino que el modelo ideal era otro, y todo indica que en la actualidad prevalece el paradigma del desfase, teniendo los individuos que administrar la diferencia expresada en sus identidades y comportamientos dependiendo del lugar social en el que tengan que actuar, sin que esto sea un indicador de hipocresía. La diversidad ha penetrado en las profundidades de la subjetividad. Y pienso en El hombre plural, de Bernard Lahire. Por eso, volviendo a El Infierno, la frase tiene una capacidad explicativa sociológicamente mayor. Sin duda, hoy más que nunca, “una cosa es una cosa, y otra cosa es otra cosa”. 74

Angustias paternales


Caminito de la escuela… Tengo en mi memoria cientos de imágenes de mi tránsito por el colegio (católico) donde pasé la mayoría de mis años escolares: el castigo de algún portero que nos hacía mirar un cable con dirección al sol, las máximas morales de “denúnciate a ti mismo” y de denunciar al compañero para que no caiga el castigo en todos los estudiantes (nunca entendí como podían, después, calificar la “solidaridad”), las tensiones sexuales típicas de un colegio de hombres, los chantajes de algunos profesores, etc. Cuán cierto es aquello de “desde muy niño tuve que interrumpir mi educación para ir a la escuela”. Los años avanzan y ahora me toca escoger un lugar de aprendizaje donde enviar a mis hijos. Tarea insoportable para un renegado –como yo- de las estructuras de enseñanza básica. Pero lo social se me impone, y ante la imposibilidad de crear una nueva escuela donde las formas de conocer no vayan de la mano de las formas del poder, me someto e inscribo a los niños en la opción “menos peor”. La primera imagen es la reunión de padres de familia. Dicen que hay personas que les encanta, pero para mí no hay nada más aburrido. En un salón de niños, con sillas pequeñas y dibujos en la pared, se junta un colectivo de adultos que no tiene nada en común, salvo el hecho de que sus hijos comparti77


rán unas horas en ese espacio; es una relación mediada por un tercero. Las conversaciones son banales, y rápidamente las autoridades empiezan a recordar las normas: comienza la vida de las papeletas, las llamadas de atención, los horarios, los castigos, los uni-formes. Empieza el disciplinamiento, primero a los padres, y luego a los niños: “Aquí hay reglas –dice la maestra- y están para ser cumplidas, por favor lean el reglamento”. Me pregunto cómo les irá a mis hijos cuando se queden en la sala solos frente a la autoridad. Algunos padres entusiastas, de esos que nunca faltan, proponen actividades complementarias: campeonatos de fútbol para hombres y voleibol para mujeres. Yo, que sólo sé jugar voleibol, quedo automáticamente excluido. El primer día de clases. Dormimos más temprano el día anterior. En la mañana me esfuerzo porque la despertada, antes de que salga el sol, no sea muy traumática para los chicos. Intento apurar las tareas cotidianas que mi hija de tres años suele –digo, solía- hacer con toda tranquilidad: ponerse las chancletas, lavarse los dientes, bañarse, desayunar. Ahora soy yo el que debo introducirla a un ritmo estresante donde no se pueden hacer las cosas jugando, sino más bien mirando el reloj. Salimos rápido en el auto rumbo a la escuela, con la tensión dentro y fuera para no llegar tarde y ser candidato a una llamada de atención el primer día de clases. Había leído muchas reflexiones sobre sociología de la educación, y podía analizar mis propios pasajes por la escuela, pero hoy me toca ser el que promueve esa institución social, por demás cuestionable. Ahora sí entiendo cómo el colegio marca los ritmos, los tiempos, saberes, gustos, horarios, normas, valores. No encuentro salida, sólo la angustia de ser parte del engranaje domesticador. Ahora sé lo difícil que es encontrar esa educación para la libertad, como soñaba P. Freire. Pero por suerte, por más que se esfuerce, hasta ahora ninguna escuela ha podido eliminar la necesidad de pensar, de crear y de ser libres.

No puedo luchar contra la insistencia de mis hijos, y termino llevándolos al parque de diversiones llamado Six Flags México un fin de semana. Antes de hacerlo, estudio con detenimiento la oferta que más se adecúa a mi economía, pues en el mar de promociones, opciones y descuentos, escoger una posibilidad se hace más difícil que optar por una marca de pañales en un supermercado. Llega el día tan esperado (por los niños). Antes de ir, leo el “código de conducta de los visitantes” que estamos obligados a cumplir –que viene, obviamente, en letra pequeña en un discreto rincón del tríptico publicitario-. Llaman mi atención cosas como “quedan estrictamente prohibidas las conductas indisciplinadas”, “evite demostraciones efusivas de afecto con su pareja”, “no se permite el ingreso al parque con ropa que contenga mensajes rudos o vulgares y con un lenguaje ofensivo o gráfico. (No se permite como solución voltear la ropa)”, “no se permite el uso de palabras altisonantes dentro del parque, así como señas obscenas”. Aunque no sé qué entienden exactamente por cada una de las indicaciones, en términos generales, creo que cumplimos con los requisitos. Estamos lo suficientemente disciplinados como para no violar las reglas. En el ingreso revisan nuestras bolsas, entiendo que su preocupación no es que llevemos bombas o armas sino comi-

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Parque de diversiones


da. Ya adentro veo que tenía razón, pues a cada paso uno se encuentra con algún comercio: hay agua, pizzas, recuerdos, juegos, pelotas, peluches, papitas, etc. Todo pasillo, toda calle, toda esquina, tiene alguien que te ofrece algo que te hará feliz. En verdad se trata de un mercado sofisticado –donde los vendedores están uniformados y algunos traen puestas orejas de conejo- y, por supuesto, carísimo. Los que diseñaron el lugar parece que tenían la premisa de no dejar salir al visitante con un peso de más en su bolsillo. Mientras paseo -escuchando suavemente las melodías de Luis Miguel-, me llama la atención que la ciudadela esté organizada en “pueblos”: “pueblo mexicano”, “pueblo francés”, “pueblo suizo”. En verdad nada de los pueblos de México, Francia o Suiza están en el lugar, todo es una estética brutalmente norteamericana de lo que se supone son esos pueblos. Lo que sí se siente es el ambiente de la cultura estadounidense: podemos ir a Hollywood, entrar a una “montaña rusa” que se llama “Superman”, al “Batman The Ride”, o al circo de Bugs Bunny. Cuando decido entrar al primer juego, mientras ingenuamente hago la fila, unos sujetos con brazalete amarillo pasan a la “zona VIP”, saltándose toda espera. Yo que pensé que adentro éramos todos iguales, me voy a enterar que hay de iguales a iguales: la gente VIP tiene un trato especial. Luego del primer juego, tardo en entender la lógica de los tiempos, hay que hacer filas de 20 minutos para 3 minutos de diversión. Con los entretenimientos en los que se paga, la ecuación me sigue resultando poco convincente: pagas 2 dólares por 15 segundos de diversión. Y al terminar el tiempo sin haber conseguido un premio, la amable señorita te dice sonriendo: “lástima amigo, se acabó el tiempo, ¿quieres volver a jugar?”. La oferta de diversiones se divide en dos grandes posibilidades: juegos de feria (muy similares que los que encontramos en cualquier fiesta de barrio, pero un poco más sofisticados y

elegantes) y juegos mecánicos. De los últimos, la publicidad presume de tener los más grandes y veloces de América Latina. La comparación es cómoda, lo que no entiendo es por qué miran hacia el sur y no hacia el norte, pues según se dice, México tiene que competir con quienes conforman el Tratado de Libre Comercio, es decir E.U. y Canadá. En alguna esquina, me encuentro con los súper héroes (Mujer Maravilla, Capitán América, Súperman, etc.), pero mexicanizados –más pequeños y morenos de lo que aparecen en la televisión-. Una mujer de origen popular y con unos kilos de más, se hace abrazar por ellos y se toma una foto, inmortalizando el momento en que compartió con los inmortales. Lo más entretenido: el Mundo Marino, donde los delfines sí sonríen sinceramente. Termino la jornada cansado y con la sensación de haber gastado mi día en una fotocopia de los parques de diversiones norteamericanos. La fantasía que aquéllos te logran transmitir en el mundo creado especialmente para eso, aquí no es más que un bosquejo caricaturesco. Prefiero ahorrar unos pesos para, más adelante, darle la mano personalmente a Mikey Mouse.

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Harry Potter Llegó el día. Mi hijo de 10 años me lo venía recordando hace tres semanas, así que estaba conminado a llevarlo al lanzamiento del último libro de Harry Potter en castellano: Las reliquias de la muerte. Así, no hubo más escapatoria que partir, el jueves 21 de febrero, a la librería Gandhi -en México D.F.- a participar del acontecimiento. Desde la entrada, se siente un airecito distinto en el recinto que normalmente está reservado –digamos monopolizado- por intelectuales y académicos. Adolescentes vestidos de negro, con capas elegantes y disfraces recorren el lugar. Mi paseo habitual por la estantería de las “novedades” y la de sociología se ve frustrado, y tengo que ir a lugar de los hechos. Nos dividimos en dos, mi hija de cuatro años y yo hacemos la larga fila, y mi hijo mayor va a ver qué hay en el segundo piso. Son casi las 18:30, dos jóvenes vestidos de negro trepados en un estante cubierto por una manta también negra anuncian que la hora está por llegar. Como si estuviéramos esperando el año nuevo, en los últimos 10 segundos la exaltación se siente, y todos empiezan a la cuenta regresiva. Los fotógrafos se sitúan a un lado del manto negro dejando un corto espacio para los entusiastas seguidores de Potter. Cuando el reloj así lo indica, se destapa la misteriosa mesa y de ella, que escondía una montaña 83


de libros, dos personas toman ejemplares y los muestran al público que silba y aplaude. Los flashes de las cámaras se confunden con los gritos, y empieza la venta. La fila en la que estoy avanza, y la emoción de mi hijo crece. Cuando llegamos a la caja, yo me quedo callado, sólo él habla. La cajera le pregunta: “¿Tapa dura?” y él responde un rotundo “sí” sin pensar en las consecuencias económicas. Con el texto en sus manos grita: “¡es mío!”. Salimos de la Gandhi rumbo a casa y, como es jueves, casi comienza el fin de semana y la oportunidad de la lectura. En unas horas mi hijo avanza por las páginas del texto y la historia de Harry Potter se vuelve el pan diario. Todavía no termino de digerir sociológicamente qué nos dice este consumo apasionado de la historia de Potter, pero no me deja de sorprender el impacto de ese texto y la fascinación que provoca en un público que más bien está acostumbrado a la televisión y los videojuegos. Algo se mueve en ese mundo, habrá que explorarlo.

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La ciudad de los niños: jugar a trabajar Parte del oficio de ser padres –o más bien aprender a serlo-, implica tener que enfrentarse con todo lo que uno ha criticado durante años y que ahora proviene como exigencia–solicitud por parte de nuestros hijos. Me explico. Por más que intentamos hacer un trabajo a contracorriente de ofrecer otras opciones culturales, los niños en casa no dejan de solicitar participar del fantástico mundo que ven en la TV, que platican con los amigos en la escuela, que ven en los anuncios publicitarios. Así, ir a Disney World y darle la mano al ratón Mickey se convierte, muy a pesar de lo que piensen los padres, en una de sus principales aspiraciones. Evidentemente, quienes alguna vez revisamos el texto Para leer el Pato Donald, hemos creado una argumentación crítica contra este tipo de lugares donde sabemos que se construyen artificios con claras intenciones ideológicas que van mucho más allá de la elemental diversión infantil. Esta angustia paternal de sentir que nuestros hijos ya están poseídos y directamente encaminados hacia la sociedad de consumo, nos provoca varias reacciones, desde controlar el horario y uso de la televisión, hasta someterlos a aburridas explicaciones sociológicas sobre las implicaciones de esas distracciones que a ellos sólo les divierten. Como fuera, siendo que no podemos más que escribir nuestras inquietudes, permítaseme unas reflexiones casi terapéuticas sobre La Ciudad de los Niños (que se encuentra 85


en el seno del Centro Comercial Santa Fe en el Distrito Federal dedicado exclusivamente al entretenimiento infantil) luego de una visita obligada por las ineludibles exigencias familiares. La Ciudad de los Niños es un lugar construido exclusivamente para pequeños en el cual, luego de la evidente compra de un caro ticket de entrada, pueden jugar a ser adultos asumiendo múltiples funciones y oficios que van desde detectives hasta bomberos o periodistas. Una vez adentro (la visita dura alrededor de cuatro horas y no es imprescindible la presencia de los padres) los niños pueden “ejercer” profesiones elementales; con motivadoras maquinarias y escenarios, se introducen jugando a la vida de un doctor o de un voceador con igual realismo y exigencias. Se trata, en suma, de un mecanismo acelerado de socialización donde de manera lúdica los que participan pueden aprender cuestiones elementales de un oficio, o más bien introducirlos en la lógica del consumo y laboral de manera “natural”. Hasta aquí no parecería nada extraordinario, y hasta podríamos preguntarnos dónde está el problema. Pues bien. Primeramente, resulta curioso que el capitalismo actual tenga que construir espacios artificiales de trabajo para los niños de clase alta que, en realidad, no conocen –ni conocerán- lo que es ganar unos centavos trabajando. En otro tipo de sociedades (por ejemplo las rurales o clases populares) los saberes paternos y maternos se los transmiten de manera natural y obligatoria. Sin darse cuenta, los niños juegan un rol en la economía familiar: aprenden a ser pastores, ayudan en la selección de productos, ayudan en la cocina, cuidan a los hijos chicos dejando a las madres más tiempo para otras labores, etc. Es decir que no necesitan de un lugar artificial para saber, vivir y aprender el oficio de los mayores. Contrariamente, los sectores privilegiados de la sociedad actual han generado mecanismos a través de los cuales sus hijos retrasan su inserción laboral (y por tanto las responsabilidades familiares) con múltiples estrategias, desde la exigencia de

formación (por eso la necesidad de estudiar maestrías o diplomados antes de trabajar) hasta viajes o experiencias pre-laborales. De una u otra manera la autonomía e independencia económica en las clases altas es más tardía que en las clases populares que tienen la necesidad de introducirse al mundo del mercado con las muchas o pocas herramientas que recibieron en sus primeros años. En parte, La Ciudad de los Niños se puede explicar precisamente porque quienes asisten necesitan jugar a ser grandes más o menos “en serio”; participar de una experiencia para ellos inédita. En el interior de la mencionada Ciudad del Niño, todos los participantes adquieren una ciudadanía de base: por un lado, gozan de un dinero básico del cual pueden disponer para comprar, y por otro lado, tienen derecho a elegir cualquiera de los juegos luego de realizar una larga fila. En este mundo de igualdad artificial, no existen jerarquías, todos pueden cambiar de oficio en cuestión de minutos: el chofer puede ser ingeniero; el doctor puede convertirse en pintor de brocha gorda. Nadie les explica a los niños que afuera esos cambios son imposibles, que el abogado es hijo y nieto de abogado y que seguramente sus hijos seguirán el mismo camino; que el carpintero es hijo y nieto de carpintero y que sus hijos difícilmente podrán cambiar su suerte. En la magnífica Ciudad no se cuenta que hay niños que efectivamente trabajan varias horas al día y siete días a la semana de voceadores, lustrabotas o limpia parabrisas, que duermen en las calles y que eso no tiene nada que ver con un juego dominical. Se omite que el salario de un vendedor de hamburguesas no es el mismo que el del doctor; no se menciona que pasar por una cárcel no es nada agradable, ni que los policías suelen cometer abusos antes de detener a un ciudadano. En suma se oculta la miseria del mundo real, sus desigualdades, sus injusticias, su crudeza. Considerando que el lugar es un adiestramiento para el consumo, las grandes empresas han aprovechado la oportunidad para promocionarse. Las marcas, los anuncios, los logos de gran-

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des consorcios que abruman el paisaje, nos recuerda una escena de Brazil (la película de Terry Gilliam) donde las publicidades son el único horizonte visual en una carretera. Al lado de los niños que se divierten, están unos jóvenes de una década más de vida que sí trabajan. Los niños casi no los perciben, sólo piden su colaboración para jugar, pero obviamente no se preguntan cuáles son sus condiciones de trabajo, cuántas horas llevan ahí, si les gusta lo que hacen, si su salario les alcanza para contribuir a la economía familiar, si tienen otras expectativas en la vida. Los que sí trabajan, jóvenes de rostros cansados y aburridos, son el único elemento de realidad en esa parafernalia lúdica. A la salida de la Ciudad, cuando los padres rescatan a sus hijos, nos recibe una tentadora tienda de múltiples productos. Los chicos que todavía siguen encantados con la magia de lo vivido, quieren comprar todo lo que sus ojos miran, pues ya han interiorizado que la vida es una ocasión para consumir. Y toca a los padres, con una dosis de realismo brutal, explicar que el salario no alcanza y que ya se gastó el presupuesto para esparcimiento infantil de fin de semana. Entre esta tienda y el estacionamiento, el niño seguirá consumiendo visualmente todo lo que el gran centro comercial ofrece, antojándose de cuanto puede retener, y poniendo en conflictos sucesivos a los padres. En fin, se me podrá criticar de miserabilista, de querer destruir el mundo de las fantasías infantiles, pero hasta ahora no me convence aquello de hacer creer que Papá Noel trae los regalos en navidad; entre la telenovela Sueños y Caramelos y el film Los Olvidados, me quedo con Buñuel. Si bien ya nos sugirió Roberto Benigni en La vida es bella que para los niños no es difícil fantasear con la realidad –por más dura que sea- mostrándoselas como un juego, prefiero -ya que estoy obligado a tener que lidiar con estas ofertas de diversión infantil- una dosis de verdad y realidad. Al menos así tendré la conciencia tranquila y cuando ellos crezcan no se empeñarán en encontrar la isla de las fantasías.

Mi labor de padre me conduce un domingo a acompañar a mi hija de cuatro años a una adaptación teatral del cuento clásico de Hansel y Gretel de los Hermanos Grimm. Pero donde comienza el padre no termina el sociólogo, así que no puedo dejar de releer lo que veo en código sociológico, por aburridos e impertinentes que le parezcan a mi hija mis comentarios. Como es ampliamente conocido, el cuento narra la travesía de dos niños que son abandonados por sus padres en el bosque luego de que el pueblo donde viven atraviesa por una situación económica muy dura. En el bosque los niños se encuentran con una casa de golosinas y una bruja que los engaña y los somete, queriendo comérselos. La audacia de Gretel hace que puedan matar a la bruja y se reencuentren con el padre. Lo primero que llama la atención es la diferencia pueblo / bosque. En el pueblo se construyen las relaciones de relativa seguridad y estabilidad –aunque amenazada por una crisis-. El bosque en cambio representa lo desconocido, el peligro, la inseguridad, allí donde todo puede suceder. Es un lugar de desregulación de las relaciones sociales, donde se esconde la figura de la mayor perversión: la bruja. En efecto, este personaje es la decadencia de la feminidad, no es madre, hija, viuda, ni abuela, sino una mujer vieja, fea y mala que administra poderes peligro-

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Hansel y Gretel


sos y manipula saberes ilegítimos para la comunidad. Es un actor social no útil para la vida colectiva que concentra la negatividad. Ella sólo podía vivir en el bosque, es decir el exilio, la no integración a la colectividad. Alguien cercano a la bruja en su maldad pero integrada, es la madrastra que convence al marido sobre el plan de abandonar a los niños. En esta historia –y en otras similares- no se encuentra la figura de padrastro. Claro, se entiende que el hombre viudo con hijos es un candidato a tener un segundo matrimonio; de hecho para la reproducción de la familia como unidad básica es necesario tener una nueva mujer, y para toda mujer es fundamental tener un marido. No sucede lo mismo con la viuda que deja de ser objeto de deseo y proyecto de vida familiar, teniendo que batallar como puede para sobrevivir en su nueva condición. De hecho es probable que la viuda, sin proyección social, termine convertida en bruja. Los niños guardan la foto de la madre, con lo que surge un nuevo código madrastra / madre. La primera es la mala, la que está viva, es fea y desea el mal a los hijos; la segunda es la muerta, hermosa –en la foto- y que los ayuda desde el más allá. El final del cuento es tremendamente complaciente: elimina a los malos (la madrastra y la bruja), y restablece la unidad familiar en el seno de la comunidad; con ello desaparece la pobreza. Pero el bosque, sus peligros y amenazas siguen ahí, para la próxima historia. Un poco más un poco menos, los personajes en Hansel y Gretel se repiten en los cuentos clásicos del Medioevo, y responden a aquella sociedad caracterizada por su fragilidad en la sobrevivencia, predominantemente rural, con la presencia de una religión oficial avasalladora y muchos miedos a flor de piel. Fue la modernidad en el transcurso de los siglos XVIII y XIX que introdujo nuevos elementos y transformaciones. Los pueblos se convirtieron en ciudades, es decir territorios de

intercambio económico con grandes aglomeraciones humanas, lo que hacía que la propia negatividad apareciera en su interior. La bruja y los peligros dejaron de estar en el bosque, aparecieron los crímenes urbanos, los accidentes, la inseguridad. Con el capitalismo, el bosque dejó de ser un lugar desconocido, y se convirtió en una fuente de recursos naturales a ser explotados (lo que hoy está puesto en duda). La comunidad pueblerina se transforma y se refuerza la figura de la familia en su versión burguesa o proletaria. Los oficios propios de comunidad cambian, todos se convierten en obreros. Los dioses desaparecen y la razón pretende explicarlo todo; el progreso es el horizonte colectivo. El mundo, como decía Weber, deja de estar encantado. Surgen obviamente nuevos miedos, nuevos cuentos, y aquellos que hicieron vibrar a una población entera, se convierten en historias para niños re-apropiadas por Walt Disney; pierden su esencia explicativa y vivencial. Y bueno, cada época tiene sus miedos, personajes, historias. Habrá que ver cuáles son las pasiones que ahora nos convocan.

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A misa con mi hija Mi doctorado en sociología de las religiones no me sirvió cuando fui a misa con mi hija de 4 años. Era la primera vez que íbamos juntos, así que el cúmulo de preguntas surgió desde el inicio. Tuve que empezar explicándole las imágenes, quién era el señor en madera y con los brazos abiertos en el centro de la Iglesia (Jesús), por qué en otras figuras estaba solamente cubierto con ropas blancas, quiénes eran los otros señores de los demás cuadros, etc. Además, debí abundar sobre el por qué hay una persona vestida de manera diferente que está en el centro del escenario y que se dirige hacia nosotros. La cosa se complicó más cuando me preguntó: “¿quién es Dios?”. Ante mi silencio y quedando claro que no tenía la respuesta clara, me dijo: “ya sé, Dios es quien está en nuestro corazón”. Su respuesta me pareció más sensata que lo que yo iba a poder explicar.

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Trรกnsitos


Amor público En el tránsito cotidiano de mi casa al Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM, paso regularmente por extensos jardines con pastos y árboles, muy cerca del metro. Aunque no ande de curioso, a menudo me es difícil evitar ser partícipe de los magníficos encuentros amorosos de decenas de parejas echadas en los jardines. Como si estuvieran solos en una habitación, los enamorados se enredan sin dejar el menor espacio entre ambos. Una chamarra, un pañuelo, un cuaderno, un paliacate, todo sirve para cubrir -si es necesario- algunas partes del cuerpo privilegiadas en el contacto. La explicación sociológica es obvia: son estudiantes jóvenes con el deseo acelerado; cada uno de ellos normalmente vive al menos a una hora de distancia de la UNAM, por lo que su único lugar de encuentro es en la Universidad; no existen alrededor moteles o espacios de intimidad que permitan satisfacer sus necesidades sexuales en privado; etc. Pero hay más, claro, mucho más. Por un lado, pienso en la eficacia de la satisfacción limitada del deseo. Como por lo pronto en el pasto no se llega al contacto genital y al orgasmo, se trata de un momento de intensificación del deseo controlando que no se desborde; es un acelerar sin llegar a la meta, lo que promete una continuidad, un segundo encuentro donde tal vez se llegue a lo mismo, hasta 97


que finalmente, en alguna circunstancia, se culmine con el acto sexual. Ese formato de sexualidad, propia del enamoramiento callejero es todo lo contrario al sexo en la pareja consolidada, donde la sorpresa no es el principal componente y casi todo es relativamente previsible. El sexo travieso, anárquico, impredecible, arriesgado y atrevido está reservado para los amores iniciales que tienen muchos obstáculos operativos que superar. Pero por otro lado, no deja de ser cierto lo que Georges Brassens canta en “Los amorosos que se besan en los bancos públicos”. Es ahí, nos dice Brassens, donde se habla del futuro, del color de las paredes de su cuarto, se pone nombre a los hijos que vendrán. Es un momento para la fantasía, para dejar que el amor sea el arquitecto del proyecto de pareja. Los años harán lo suyo, y si las parejas que ahora se revuelcan en los pastos se convierten más tarde en matrimonios estables, dormirán y despertarán juntos –con pijamas-, no volverán a echarse en un lugar público para sentir el cuerpo del otro, y tendrán que ocuparse de la vida cotidiana, la suya y la de los hijos. Es decir, diría el sociólogo italiano Francesco Alberoni, dejarán de estar enamorados y conocerán el amor. Más allá del futuro que les espera, los amorosos públicos de la UNAM no dejan de atrapar mi mirada, y acaso mi nostalgia.

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La librería Gandhi Cuando llegué a México, en 1988 con dieciocho años encima, un guiño del azar hizo que fuera a vivir en el condominio llamado El Altillo, a unas cuadras de la ya famosa librería Gandhi. A pesar de haber crecido entre libros en el hogar, nunca había visto algo así. En los estantes circulaban autores de lo más variados, desde grandes clásicos hasta contemporáneos que luego conocería en mis clases universitarias. Tener acceso directo a los textos, tocarlos, olerlos, hojearlos, revisar los índices, sentarse a leerlos en algún rincón era una experiencia hasta entonces inédita para mí. Los mitos sobre la Gandhi eran enormes y las historias de lo más variadas. Un amigo presumía que alguna vez se encontró a García Márquez, y se hizo autografiar un libro que todavía no lo había pagado. Otro contaba cómo se robó libros grandes, pequeños o casetes –no había CDs-, indicaba cuáles eran los lugares menos vigilados, y no faltaba quién decía haberse sacado un libro en el calcetín. Claro, en esa época la seguridad se apoyaba en los vigilantes que siempre podían ser burlados, y no en la tecnología actual que delata con un odioso timbre a quien está llevándose un libro sin antes pagarlo. En el café de la librería viví muchas experiencias. Reuniones con amigos, planificación de proyectos que no trascendieron la mesa en la cual fueron discutidos, escritura de poemas o cartas en la servilleta, encuentros con autores que uno no buscaba pero que aparecían con una enigmática pertinencia. 99


Hace unos meses vi cómo empezaron la remodelación del lugar, y lo sentí como una agresión personal, como si estuvieran tocando un espacio muy mío -propio pues- sin mi consentimiento ni opinión. Ayer, después de mucho tiempo, volví a tomar un café en el emblemático lugar, ahora retocado. Lo primero que me chocó fue la presencia de una pantalla grande que transmitía un programa de Animal Planet, pero bueno, la arquitectura sigue teniendo cierto encanto y la foto de Gandhi que distinguía al lugar sigue ahí, claro que ahora está impresa en tela y con iluminación por detrás. Los mozos son los mismos, pero ya no está el grupo que eternamente ocupaba unas mesas: los jugadores de ajedrez que formaban parte del paisaje. Según me cuentan, renunciaron a seguir siendo habitues luego de la remodelación, pues se redujeron las mesas y no quedaron satisfechos con el escenario general. Existe otra novedad. En la anterior carta, luego del café express, americano, capuchino o cortado, había un “café boliviano”. Hoy, aunque Bolivia está más de moda que antes en México, ya no aparece. Nunca entendí el por qué de un “café boliviano”, a sabiendas de que este país no tiene una tradición cafetalera como por ejemplo Colombia o tantos otros países. Le pregunté al mozo las dos cosas: por qué ya no hay un “café boliviano” y cuál era su característica –cuando existía-. Me dijo que sí se lo puede pedir directamente pero ya no aparece en el menú –no supo explicar la causa-; y sobre su contenido sostuvo: “es un americano aguado”. No entendí la fórmula química, la relación con el país, el sentido, la historia, la intención o la metáfora. Nada de nada. Pero bueno, hay un montón de cosas –¿acaso la mayoría?- en la vida que no están hechas para ser explicadas ni para comprenderlas, como obsesivamente queremos los sociólogos. Como fuera, sin “café boliviano” y con pantalla de televisión, la Gandhi de hoy sigue teniendo un encanto renovado, y no deja de ser un lugar para disfrutar la urbanidad de esta magnífica Ciudad de México.

Lan Chile muestra que es una de las grandes aerolíneas internacionales. Todo el servicio está cuidadosamente programado, las azafatas han sido decoradas y cada uno de sus cabellos ocupa un lugar predestinado. Dicen que el dueño de esta empresa es uno de los posibles candidatos de la derecha en las futuras elecciones presidenciales. Al anunciar, los responsables del vuelo comunican cuáles son las azafatas que ocupan una jefatura de cada sección. La división jerárquica no es únicamente piloto –o tripulación- vs. pasajeros, sino que “primera” y “económica” tienen una persona específica que deberá ser la responsable de que la atención sea de nuestro agrado. Es evidente que la meritocracia de la cultura laboral McDonald’s, que se esfuerza por construir distancias entre sus trabajadores, se ha instalado fuertemente en Chile, y naturalmente en Lan Chile. Y sin embargo, uno de los canales musicales está dedicado exclusivamente a Silvio Rodríguez. Paradojas del neoliberalismo con nostalgias revolucionarias. En el viaje leo el libro Más allá del oficio del sociólogo, de Mario Sandoval y Justino Gómez, responsables de la invitación que me lleva a Santiago por segunda vez, en esta ocasión a dictar cursos universitarios. Es domingo, y el miércoles tengo que realizar un comentario a dicho texto. Recorro las páginas leyendo mi propia experiencia de ser sociólogo, ahora reflejada tanto en

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Viaje a Santiago


conceptos de autores clásicos como en relatos de tres generaciones de sociólogos chilenos. Es claro que la heterogeneidad de la sociedad también ha incursionado en las ciencias sociales. Una tipología básica identifica al menos 4 tipos de sociólogo: el intelectual, el político, el de acción, el consultor. Recorro mi trayectoria y me veo identificado en cada una de las formas de asumir esta identidad profesional. Una sola conclusión: somos diversos. Un delicioso prólogo de nuestro eterno amigo y profesor Guy Bajoit acompaña el texto. Mario, entrañable compañero y colega “se pasó” con esta invitación. En Santiago las clases, cursos y conferencias ocupan mi tiempo y preocupaciones. No falta alguna noche para tomar un rico vino chileno con mariscos en Ñuñoa. Aunque los temas son varios, profesores, alumnos y amigos, cuando conocen mi origen boliviano, ponen sobre la mesa el complejo y apasionado tema del mar y las relaciones Chile – Bolivia. Intento ser sociólogo y subordinar la nacionalidad al análisis, aunque no siempre es fácil. Al final del viaje, cansado por el tema, cuando un taxista me pregunta “de dónde viene”, respondo de “México”, y comienza un diálogo menos comprometedor: la Plaza Garibaldi, los Bukis, el tequila. Un recorrido por el centro de Santiago es suficiente para dar cuenta del triunfo del neoliberalismo. Chile, país de las instituciones sólidas que se dejan ver en su hermosa arquitectura urbana, ha sido tomado por el mercado. Cierto, no es la venta informal de otros países -de hecho los “carabineros” abundan en cada esquina para evitar problemas-, pero se siente el poder del comercio. En los laberintos del consumo, las tiendas se ofrecen una al lado de la otra, atraviesan construcciones y diversifican sus propuestas. Ante la abrumadora oferta, recuerdo el libro de Tomás Moulián: El consumo me consume. En Chile la dictadura militar ha sido seguramente la más exitosa de todo el continente. Dejó los parámetros de la eco-

nomía completamente amarrados, instaló los paradigmas de la política de manera que no puedan alejarse de lo que Pinochet y sus asesores económicos de Chicago habían diseñado, y pasó la administración estatal a aquellos que alguna vez fueron de izquierda. Y éstos, antes críticos, hoy son los mejores administradores del modelo político y económico de la dictadura. Pero no quiero irme con esta imagen política de un país tan maravilloso. Busco a Tomás Moulián, sociólogo que ha jugado un importante rol en la tarea complicada de deconstrucción del mito del Chile del éxito. Su libro publicado en el 97 Chile Actual, anatomía de un mito fue editado en 35.000 ejemplares y se ha convertido en un clásico. Actualmente él es uno de los posibles candidatos de la izquierda. Es, sin lugar a dudas, un gusto cruzar palabras con alguien que mira el otro lado de la modernización neoliberal. Para la vuelta, otro amigo sociólogo lovainense, Fernando de Laire, me regala su último libro sobre un viaje a Cuba: El éxtasis y la lágrima. Lo leo con atención en el largo viaje y recuerdo aquél texto que hiciéramos juntos, mezclando fotos y palabras, cuando vivíamos los intensos años de Lovaina. El libro confirma, de alguna manera, la tesis que Mario desarrolla en su reflexión sobre nuestro común oficio: en el fondo se trata de mirar la sociedad de manera diferente, desde la teoría, la fotografía o la literatura. El prólogo, otra vez, está a cargo de Guy Bajoit. Estos encuentros sirven para conocer nuevas personas y recalentar las antiguas amistades. Vuelvo a ver mucha gente, y otros nombres empiezan a tejer nuevas relaciones. Como siempre en estos viajes, los recuerdos son tan intensos como los proyectos, y nos despedimos con la frase de siempre: “nos vemos en el Internet”.

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Un insulto respetuoso en el metro Me perdí el inicio del conflicto. Estaba sentado en el metro de México D.F. con toda mi familia alrededor, y de pronto un señor que estaba parado empezó un pleito con uno que estaba sentado. Ambos venían acompañados de hijos, y uno de ellos incluso traía a la esposa. Entiendo que en la entrada y salida de alguna estación hubo algún forcejeo entre ambos, lo que condujo a uno de ellos a decirle al otro: “oiga, respete lo de ‘antes de entrar, deje salir’” –haciendo alusión a la indicación inscrita en las puertas de cada vagón-. “No ve que estoy entrando y usted me empuja, ¡no espante!”. El otro respondió agresivamente y el tono del intercambio verbal empezó a subir, hasta que se llegó al amague de los golpes como siempre frenado por las mujeres, el abundante público que estaba alrededor y el movimiento natural del metro –claro, de pelearse, mejor no hacerlo en esas circunstancias-. Lo simpático fue que la disputa verbal concluyó con: “chingue su madre”, lo que fue pagado con la misma moneda: “chingue la suya”, todo acompañado por un tradicional gesto con la mano. Habiendo llegado a la cúspide de los insultos –que nunca dejó de ser respetuoso y utilizando el “usted” para dirigirse al contrario- y sin poder desatar un intercambio de golpes, ambos se quedaron, lado a lado sólo divididos por los barrotes del metro, mirando al frente. El conflicto terminó, no se miraron ni dirigieron la palabra hasta que uno de los dos llegó a su estación y descendió con toda su familia. El episodio había concluido. 105


En la “pesera” Diariamente tomo una “pesera” –minibús diríamos en La Pazen el recorrido de mi casa –en Coyoacán- a la Ciudad Universitaria en México. En el camino, mato el tiempo entre la lectura del periódico y la observación del comportamiento de los demás; finalmente, sigo siendo sociólogo (y recuerdo a Marc Augé cuando escribía Un etnólogo en el metro). Tres escenas me atrapan: Una mujer sentada a mi lado saca de su cartera una pequeña bolsa de cosméticos. Los abre cuidadosamente y empieza la sesión de decorado. Como sucede en estos casos, va paso a paso, utilizando con especial maestría cada uno de los instrumentos y dominando el movimiento del agitado transporte. Todo con el objetivo de embellecerse, resultado claramente conseguido al llegar a su destino. Un joven muy bien acomodado en dos asientos, saca de su mochila un cortaúñas y procede, también controlando el tambaleo de la pesera, a recortarse cada uña (por suerte de las manos solamente). El sonido que acompaña a este natural acto se escucha muy a pesar de la música impuesta por el conductor. Un oficinista, vestido con traje y corbata, contesta su bullicioso celular y nos invita a todos a participar de lo que podría 107


ser una reunión de trabajo. Hablando fuerte da órdenes con respecto a su proyecto, estrategias, actividades para el día, etc. Ninguno de los comportamientos me molesta particularmente, los observo con curiosidad científica, pero me pregunto hace cuánto que el espacio público se ha convertido en un lugar para hacer cosas que estaban reservadas a la privacidad. Y me preocupa pensar hasta dónde llegaremos. ¿Cuál el límite para compartir con los demás en esos lugares? ¿Será que la urbanidad nos ha convertido en seres brutalmente anónimos que ya no tenemos sentido del ridículo? Vaya a saber.

Tres imágenes de un cambio Cine en el avión La primera vez que crucé el Atlántico en avión, quedé impresionado por la pantalla que tenía en frente. Era como estar en el cine viendo una película. Es claro que era difícil satisfacer el gusto de la colectividad; al que no le gustaba el film proyectado tenía la opción de quitarse los audífonos y clavarse en su lectura. La última vez que fui a Europa, cada pasajero tenía una pantalla personal donde se podía elegir diez películas, cuatro series de televisión y diez discos de música de diferentes géneros. En esas largas horas juntos, ni siquiera las parejas compartían una historia o melodía. Cada quien elegía su mejor opción sin sentirse obligado a tener un consumo similar al del vecino. El Atari Mi tío llegó de Estados Unidos con una novedad: el Atari. Para recibir el maravilloso aparato, nos reunimos en el comedor de su casa, donde lo conectó al televisor. En un típico encuentro de fin de semana familiar, todos mirábamos asombrados cómo la tele dejaba de ser un transmisor de imágenes externas y se convertía en una pantalla de juegos que respondía a la manipulación de un pequeño control en las manos de algún adulto. Toda la tarde “los grandes” se la pasaron jugando. Los niños estábamos

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privados de tocar el juguete, y si en un descuido lo hacíamos, llegaba la advertencia: “tengan mucho cuidado, es muy delicado y se puede arruinar”. El famoso control del Atari tenía una palanca negra con cuatro movimientos básicos (adelante, atrás, a la izquierda, a la derecha) y eventuales combinaciones (adelante a la izquierda, abajo a la derecha, etc.). Un botón rojo en un costado complejizaba el uso del instrumento. Hoy mi hijo de once años ha tenido dos Play Station, un Game Boy y un PSP. Todos los maneja con naturalidad y rapidez. El control básico que tiene una quincena de botones y dos palancas, se lo usa con las dos manos. Cuando alguna vez intenté jugar con él fútbol, me di cuenta que mis manos se quedaron oxidadas en el control del Atari. Preferí invitarlo a pasear. Café descafeinado Hace algunas semanas invité a una amiga a tomar café. Sentados en un acogedor ambiente, yo pedí un expreso sencillo. En su turno, ella le dijo al mozo: “tráigame un capuchino descafeinado, con leche deslactosada light, azúcar morena, sin canela y con chispas de chocolate”. Achicopalado, me di cuenta de mi simplicidad, y procuré una conversación interesante.

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Olores paceños Se queda corto Jaime Saenz al decir que “el olor del huano es un misterio” (Piedra Imán). Todo olor es misterioso porque convoca y evoca, transporta y moviliza. Dicen que incluso en situaciones extremas de salud mental, es el olor el que logra despertar la memoria del enfermo que está a punto de perder su pasado. Para mí, caminar por la ciudad de La Paz es un intenso tránsito por sus olores, y los recuerdos que ellos me despiertan. Cruzar por uno de los puentes del río Choqueyapu, a la altura de la Avenida Roma, es sentir uno de los olores que me acompañaron cada salida del colegio a las 12:30 con el sol a cuestas y las ansias de llegar a casa a descansar. El olor de los Pollos Copacabana en la calle Comercio me transporta al ritual de los viernes a medio día, cuando como burócrata internacional trabajaba horario continuo y comía en la oficina los inolvidables pollos que impregnaban con lo suyo al edificio entero. El inconfundible olor a minibús cerrado al cual hay que introducirse doblándose en tres a las 18:30 para ser partícipe de un hermético y apretado desplazamiento del centro hacia el sur de la ciudad, estrechando lazos con los anónimos vecinos del viaje urbano. El olor de la garapiña, tan intenso como su color, que acompaña al chicharrón de Irpavi los domingos. 111


El memorable olor de los “donuts” –o “rosquillas” como los llama Homero Simpson- de la Av. 6 de agosto que se dejan sentir una cuadra más arriba y aseguran el encuentro con algún conocido antes de llegar a la calle Aspiazu. En fin, tantos olores paceños, todos profundos y penetrantes, que nos conducen por los laberintos de la memoria y son testigos de nuestros consumos urbanos. Sin ellos, la ciudad no sería nuestra ciudad.

Tres maneras de recorrer el Distrito Federal La ciudad subterránea Como estudiante de universidad pública en México a finales de los ochenta, mi medio de transporte fundamental era el metro. Vivía en el sur y estudiaba en el norte, así que recorría diariamente la línea verde y algunas de sus conexiones. Me conocía prácticamente todas las estaciones, las combinaciones, los errores de señalización. Con unos amigos jugábamos a repetir de memoria la sucesión correcta de estaciones. El México subterráneo tenía imágenes muy concretas: la luz tenue de los corredores, el anaranjado intenso de los vagones, los asientos verdes, los rostros cansados, la gente de prisa. La intensidad del intercambio corporal contrastaba con la frialdad de la mirada, evitándonos unos a otros, tratando de imaginar que estábamos solos. En ese mundo ocurrían muchas cosas, desde peleas hasta robos o contactos físicos con connotaciones sexuales. Mi mapa mental del metro me ofrecía una ciudad en la cual me movía sin dificultad. Al norte Indios Verdes, al sur Ciudad Universitaria y Taxqueña, al poniente Observatorio y al oriente Pantitlán. En medio la triada Hidalgo, Pino Suárez, Balderas. A partir de ahí podía desplazarme hacia Polanco, a la Del Valle o a la Roma. Los puntos cotidianos de tránsito eran conocidos: la Cineteca se ubica cerca del metro Coyoacán; la Zona Rosa por 112

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Balderas; mi dentista por Eugenia. Prácticamente no llegaba a ningún lugar si no era a través del metro, aunque tuviera que conectar con otro medio de transporte. La salida de la estación siempre era desconcertante. De pronto, me encontraba en un lugar completamente desconocido. Era como tener los ojos vendados y descubrirlos abruptamente en otro lugar. La inseguridad de no saber dónde estaba generaba angustia, me sentía en otra ciudad. Había que mirar con cuidado hacia los cuatro ejes cardinales, ubicar una dirección más o menos familiar y proseguir el camino. Además los vacíos en mis rutas también eran enormes, nunca sabía qué había entre una estación y otra. Lagunas urbanas habitaban en mi mapa subterráneo del Distrito Federal. Había colonias enteras por las cuales no atravesaba el metro que simplemente no existían en mi cabeza. Y así viví cinco años, hasta que acabé mi licenciatura y dejé el país.

me lleva hasta Coyoacán. También sufrí los embotellamientos, la desesperación de ver pasar los minutos y no moverse más que unos metros. Sentí la distancia con el otro conductor, tan solitario como uno, compartiendo similar desesperación y agresividad. El mapa del transporte subterráneo que había construido cuando era estudiante, empezó a empalmarse con el terrestre. Cada que pasaba por un metro que conocía de memoria por dentro y nada por fuera, me sorprendía al conectar su ubicación externa con la red interna. El dibujo, línea y color de una estación se convertía en un paisaje urbano con edificios, semáforos, calles, tiendas, coches. Y así iba vinculando colonia con colonia, avenida con metro. Supe entonces que la estación Lázaro Cárdenas está en el Eje Central, que Copilco sale al Eje 10, que en División del Norte confluyen tres avenidas. Supe que las dos ciudades eran una sola, por muy lejanas que parezcan.

La ciudad del coche Cuando volví a vivir al D.F. dos décadas más tarde -siendo profesional y padre de familia- me compré un vehículo. Empecé a recorrer la ciudad tímidamente por los alrededores de mi barrio. Poco a poco fui ubicando las referencias centrales del transporte: Tlalpan, Insurgentes, Periférico, algunos ejes. Supe cómo había que tomar un distribuidor vial, a qué aviso hay que hacerle caso y cual llega tarde, cuándo se puede avanzar en rojo. Descubrí una nueva ciudad, supe que Río Churubusco se convierte en Patriotismo y que a la vez se denomina Circuito Interior. Comprendí que Tlalpan, Viaducto y Periférico no tenían semáforos, y que las salidas y entradas son limitadas y hay que conocerlas. Sufrí lo que es pasarse una de ellas, o estar en una avenida en un sentido y querer seguir en sentido contrario. Fui ubicando los puntos de referencia y las avenidas conexas: Tlalpan llega al Zócalo, Insurgentes se conecta con Reforma, Centenario

La ciudad aérea Recuerdo haber tomado una foto desde el avión al World Trade Center en alguno de mis viajes. Pero México desde aquella ventana era una enorme y homogénea ciudad llena de cemento y contaminación con algunos edificios que sobresalían. Fue hace poco tiempo cuando tuve la oportunidad de subir a uno de los pisos altos de la Torre del Caballito en Reforma, y desde ahí observé al Distrito Federal en sus cuatro direcciones. Vi Reforma, Chapultepec y sus conexiones; la Alameda, Bellas Artes y El Zócalo; La Raza, Santa Fe, El Ajusco. Aunque mi tránsito por aquel edificio sólo duró unas semanas, cada vez me distraía observando por la ventana cada uno de los paisajes, relacionando parques con avenidas, y pensando qué línea del metro pasaba por abajo. Luego acudí a Google – Earth, y completé el sistema de relaciones urbanas: Viveros, Ciudad Universitaria, el aeropuerto, las Torres de Satélite. Todo entraba en diálogo, el sistema de posiciones de cada barrio, plaza, avenida o monumento era más

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inteligible, una lógica subyacente organizaba la estructura de la colectividad citadina. Y es que la ciudad es un espacio que construimos en la cabeza lentamente, vinculando cada uno de nuestros tránsitos cotidianos hasta llegar a un mapa más o menos coherente en el cual nos movemos con relativa familiaridad. Esa es una de las facetas de la experiencia urbana.

Danzón. Tarde de viernes en Guanajuato Camino por Guanajuato. Recorro cada rincón de la ciudad que me acogió cuando llegué a México en el 2004. Llego a la Plazuela San Fernando. Son las cinco de la tarde, el sol ya no quema. Unas ocho parejas de “adultos mayores” –vaga, ambigua y discutible clasificación etárea-, han tomado el centro de la plaza. En una esquina, un joven administra el panel de control musical, y va poniendo deliciosos danzones y algún Cha-cha-cha. Las parejas se reparten por todo el centro, miran ceremoniosamente al frente, se toman de la mano con delicadeza, se voltean para quedar frente a frente, el varón pone la mano en la cintura de la dama y ésta responde con su la suya en el hombro -todo guardando escrupulosa distancia- y comienza el movimiento. Aunque todos comparten las reglas básicas, cada pareja personifica su propuesta. Unos bailan con toque de salón urbano, otros al estilo veracruzano, y alguno con pasos con un dejo de la música disco de los 80. Detengo mi atención en algunos de ellos. Una sobria pareja vestida casi igual: él con camisa y ella con blusa blancas; él pantalón y ella vestido negros; zapatos de charol, ella de tacones y una leve enagua bordada que sobresale unos centímetros debajo de la falda. Ambos peinados canos, él bien recortado y afeitado y ella con un sofisticado moño en la cabeza, aretes, anillos y una delicada pulsera plateada. 116

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Otros más bien optaron por el color. Él un pantalón claro sin una sola mancha y camisa celeste, bien planchada, cinturón negro igual que los zapatos. Ella un vestido de una sola pieza, tela delgada y fresca, verde acuoso claro con adornos verde oscuro. Una discreta diadema, pelo corto, un collar delgado que hace juego con los aretes y sandalias. Al lado suyo otros danzantes que juegan entre la elegancia y el seducción. Él con guayabera blanca, pantalón beige, zapatos cafés y lentes oscuros. Ella con sandalias negras igual que el vestido de una sola pieza que le llega encima de la rodilla, un chaleco plomo bien tallado a media cintura, peinado de peluquería, finos aretes pequeños, sin collar, el cuello dejando el libre paseo de la mirada. Un toque: los lentes colgados en el pecho. Una pareja ofrece algo nuevo. Su origen parece más popular. Ella es más alta, tiene una blusa lila jaspeada estilo leopardo con los felinos impresos en contraste negro a la altura de la cintura. Vestido y zapatos negros, más cómodos que elegantes. Seria, no sonríe, se concentra. No lleva collares ni anillos, sólo una pequeña bolsa-billetera colgada en el cuello. El varón tiene una polera color crema con rayas azules en los hombros y el cuello, pantalón “de vestir” plomo y un reloj. El glamour que les falta en el vestuario les sobra en el baile, lo hacen con una elegancia y técnica que destacan de los demás. Cada uno carga su sello de clase, su historia, su género, su trayectoria, su relación con el baile, sus décadas vividas -que no son pocas-. Todo eso, la cadencia del danzón, el paisaje urbano guanajuatense y los cuerpos en movimiento, hacen de esta tarde de viernes algo inolvidable.

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Los tacos y el café Llegan las dos de la tarde y todavía me encuentro en el centro del Distrito Federal. Descubro un pequeño lugar para comer a unos metros de la Catedral. Se trata de un poco habitual changarro de comida barata -en una zona que más bien alberga restaurantes formales-; ahí, sólo se ofrecen “tacos de canasta”. Estos famosos tacos se llaman así porque vienen ya preparados normalmente con pocas variaciones: son de papa, chorizo, frijol, adobo. Se los transporta en una canasta –a menudo en la parte trasera de una bicicleta- envueltos en un plástico grande –por lo regular azul- y cubierto con telas y papel para separarlos y mantener el calor. Entre el momento que son elaborados y se los vende, han pasado ya unas horas dentro del cesto –manteniendo la temperatura adecuada-, por lo que la consistencia de la tortilla se ha suavizado homogeneizando la textura y transmitiéndose los aromas de cada preparación. Cuando llega la hora de degustarlos, simplemente son deliciosos. Por su practicidad y precio, es muy común encontrarse con cientos de bicicletas por las calles de la ciudad, alguien que los vende y decenas de clientes afanados con un plato en una mano y un taco en la otra. Pero, decía, con lo que me encuentro en esta ocasión no es con un señor en una esquina sino con un local de “tacos de canasta”. Cuando entro, la dinámica me sorprende. Es un largo pasillo de unos tres metros de ancho. En la puerta, en una especie de súper 119


canasta, están los tacos y un joven se encarga de ponerlos, de acuerdo a mi indicación, en un plato de plástico envuelto en una bolsa transparente –que uno mismo toma- . Avanzo unos metros y le pido un refresco a otra persona. Paso al fondo y como en una barra, no sin antes ponerle una exquisita salsa verde que la encuentro en todos lados. Mientras almuerzo, rodeado por unas cincuenta personas que hacen lo mismo cada cual a su ritmo y antojo, me pregunto sobre el pago. Hasta aquí no hay mozo, nadie toma mi orden, no hay control ni vigilancia. Termino, me acerco a la puerta por el pasillo y una tercera persona me dice: “¿cuántos comió?”, le respondo que cinco y un refresco, y me comunica mi deuda. Antes de irme, le pregunto: “Oiga, ¿y qué si alguien le dice que comió menos de los que realmente consumió?”. “No –me responde-, eso no pasa”. Me voy pensando en el formato del intercambio. Eran tres sujetos para atender a un gran público, todo sobre la base de la confianza. Como soy implacable con la costumbre de tomarme un café expreso cortado después del almuerzo –y no admito que sea de mala calidad-, me voy al famoso Starbucks a una cuadra. Entro y detrás del elegante mostrador una simpática muchacha me dice: “hola, ¿qué te damos? ¿Cuál es tu nombre?”. “Un café expreso cortado –respondo-; me llamo Hugo José”. “Gracias Hugo –continúa con voz suave- ahora te doy tu orden, son veinte pesos”. Luego de pagar, espero unos minutos hasta que alguien diga en voz alta: “Hugo, aquí tienes tu expreso, que lo disfrutes”. Me siento en un cómodo sillón con mi cafecito. Entre tanto, me quedo pensando en las diferentes formas de consumo, en la amabilidad forzada y homogénea del Starbucks que sin conocerme ni importarles mi vida, me llaman por mi nombre pero exigen el pago antes de cualquier intercambio, mientras que en los tacos, sin ninguna cortesía exagerada simplemente confían en mi palabra (sin saber ni cómo me llamo). En suma, me detengo en las distintas formas de consumo en la Ciudad de México. Hasta que termino mi café, y es hora de partir. 120

Miradas


Cuatro cámaras fotográficas Era agosto de 1990. Recuerdo muy bien la fecha porque fue un período muy especial. Siempre quise tener una cámara pero por cuestiones económicas nunca pude adquirirla; eso no impedía que tome algunas fotografías con aparatos prestados y que disfrute de descubrir los secretos de una máquina. Viajé a Nueva York donde mi hermana, con quien paseamos todo lo que pudimos en la magnífica ciudad que apenas descubría con mis veinte años. En alguna calle, si mal no recuerdo en el barrio del Village, un hombre vendía unas 15 cámaras expuestas sobre un tapete en el suelo. Evidentemente eran robadas. En mi corto inglés de entonces –y de ahora- sólo atiné a tomar una Canon AE-1 y pregunté: “How much?”, “130 $us” contestó. Esa suma era casi mi presupuesto entero para la vacación, de hacer la compra, me quedaba con 20 $us para vivir tres semanas más. Pero la atracción de la cámara en mis manos pudo más que mi racionalidad económica. Saqué el dinero del bolsillo y realizamos el intercambio. A la vuelta de la esquina compré un rollo, y como niño con juguete nuevo, me puse a disparar cuanto veía de la seductora ciudad. A casi 20 años, todavía conservo algunos negativos de aquel momento, y varias de las fotos siguen siendo para mí un referente de cómo se debe mirar. Pasaron cinco años, esta vez estaba en Washington. Ya no era el estudiante con pocos recursos cobijado en la casa de su 123


hermana; en esa ocasión fui invitado por el Banco Interamericano y tenía un dinero ahorrado. Me acerqué a una tienda, Canon para seguir con la tradición, y un hombre que bien podía ser el mismo de hace un tiempo, me empezó a emborrachar con las nuevas cámaras y tecnologías. Aflojé mi billetera y salí con una cámara Canon EOS, dos lentes y un estuche. Pagué como 1.000 $us. Este aparato me acompañó a muchos lugares. En una ocasión, en Madrid me lo robaron en un descuido mientras comía hamburguesas en un Mc Donalds. Estaba pasando unos días de vacación y podía ser fastidioso levantar la demanda, pero lo hice como una manera de conocer las dinámicas más locales –una especie de curiosidad sociológica-. En la comisaría me sentí en una película de Almodóvar, y cuando ingenuamente le pregunté al policía si había esperanza de recuperar el aparato me dijo: “no, ya lo perdiste”. Vaya sorpresa, pero un día antes de partir de la ciudad, me llamaron informando que la cámara había sido recuperada cuando el ladrón la intentaba vender. El mismo policía al entregármela me dijo: “a esa cámara la debes querer mucho”. Era cierto. El sueño de todo fotógrafo es tener una Leica. Cuando acabé el doctorado, decidí darme un premio por tanto esfuerzo. Estaba en Bélgica, y fui a la tienda de cámaras a preguntar por las opciones existentes. En el lugar no tenían equipos, sólo los catálogos. Una Leica reflex era demasiado cara para mi economía, así que escogí la más económica pero que tenga posibilidades de manipulación de apertura del diafragma. Compré un precioso aparato, fino y delicado, de un solo lente de 50 mm. (o sea que no deforma la realidad) y que se puede graduar la apertura, lo que repercute automáticamente en la velocidad. En ese momento traía la idea de que existen fotos que tienen que ser tomadas sin lentes que estorben o modifiquen tu relación con las cosas, así que la cámara entraba exactamente en mis exigencias filosóficoestéticas. Quizás esta es la máquina más fetichizada que tengo, la

guardo en un lugar especial y la cuido con atención desmedida. Cuando la saco, me regala unas imágenes en las que demuestra que es ella la que manda. Llegó la era digital, y rompiendo con formalismos, decidí entrar en ella. Luego de ahorros y esperar que llegue el aguinaldo navideño, compré una Canon rebel digital. El lugar no podía ser mejor: Av. Miguel Angel de Quevedo en Coyoacán, México D.F. Con este nuevo aparato he recorrido muchos lugares aprovechando la tecnología, la posibilidad de tomar cientos de fotos y evitarme el proceso de tener que ir a revelarlas y seleccionar la impresión. Casi inmediatamente después de haber tomado una imagen, puedo verla en mi computadora, archivarla, modificarla y enviarla por correo. Es cierto que pierdo en glamour, pero gano en practicidad. Aunque algunos amigos me sugieren que debería vender mis cámaras –antes de que se devalúen más- con ese dinero comprar otra y así actualizarme constantemente, no puedo hacerlo. Cada una de ellas ocupa un lugar en la historia de mi mirada. Son mis compañeras de aventuras y travesuras, y si contaran todo lo que he mirado, me quedaría sin secretos. Ellas han tomado muchas más fotos de las que he revelado.

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Bruxelles Intime Más que un libro de fotografía, Bruxelles Intime de Herman Bertiau es casi un estudio sociológico. Son 150 retratos de personas que viven en Bruselas tomados al interior de sus hogares. El formato de cada retrato es exactamente el mismo: habitantes del hogar en su sala, comedor o cuarto. Las fotos, que se las tomó en 1989 para convertirse en libro el año siguiente, van acompañadas de un texto con información sucinta: nombre, edad, nacionalidad, origen, oficio o profesión, fecha, hora. Las imágenes son un reflejo muy fiel de la diversidad que compone la vida urbana en Bruselas. En ellas aparece el artista millonario que vivió en África, el jazzista célebre al lado de sus instrumentos, el payaso solitario que comparte su sala con un perro, la familia africana con todos y cada uno de sus componentes, los homosexuales que se atrevieron a formar una familia y mostrarse públicamente, el minero jubilado de 74 años que vive solo en barrio alejado, los diplomáticos coreanos que recién llegaron a la ciudad, y así hasta el final. Encontrarse con cada retrato invita a construir múltiples historias. Bernard de 44 y Anne de 42 forman parte de una organización que ayuda a niños discapacitados. Tienen cuatro hijos “naturales” y han adoptado seis más (dos brasileros, un chileno y una de Indonesia). La numerosa familia posa ante la cámara en un pequeño cuarto, el sillón negro que los sostiene rebalsa de 127


personas de todas las edades. Un colorido cuadro con Jesucristo en el centro acompaña la escena. Esta familia contrasta con la foto de Sandi, 28 años, originaria de Neo Zelanda que vive en Bruselas desde 1986. Sentada sola en un elegante sillón, su compañía es un cuadro de una geisha, muchas botellas de alcohol, un par de retratos antiguos de familia sobre un estante, y un peluche que la observa con detenimiento. Sandi sonríe. Mohammed, mecánico de 63 años y su esposa Amina de 45 son de Marruecos y viven en Bruselas desde 1966. Aunque tienen una familia numerosa, aparecen solos en la foto, se ven con los hijos en las fiestas de matrimonio o bautizo de acuerdo a su tradición. Posan parados en el fondo, vestidos con indumentarias típicas que hacen juego con cada uno de los objetos de decoración que acompañan la sala. En el centro, en una mesa redonda con mantel blanco, luce una foto de su matrimonio, los dos están jóvenes, ella de blanco y él de traje y corbata. Cada personaje muestra su concepción de la vida familiar, la serie de objetos que acompañan el espacio público de la vida privada –que normalmente es la sala-, el uso social de su pequeño territorio. Una lectura de los afiches, muebles, cuadros, y decoración en general nos deja ver las distintas opciones estéticas y las cosas a las cuales la gente da un valor particular. Mirando las fotos, y la infinidad de elementos que traen consigo, uno puede fantasear horas sobre los personajes, su forma de vida, su trabajo, sus opciones políticas, sus disposiciones estéticas. No es difícil adentrarse en las estructuras mentales que están detrás del cuidadoso ordenamiento espacial expresado en las imágenes. Bruxelles Intime es uno de mis libros favoritos de fotografía, no por su calidad fotográfica necesariamente, sino porque los autores se pusieron preguntas de naturaleza sociológica: ¿cómo es la vida íntima de la ciudad? ¿Quiénes componen este colectivo urbano tan diverso? ¿Qué hay detrás de las puertas que dan a la calle? La foto, claro está, es una herramienta para buscar las respuestas.

El 2002 se publicó el libro Villa Jiménez en la lente de Martiniano Mendoza de Luis Ramírez Sevilla. El texto es un esfuerzo por transitar por la mirada de uno de los cientos “fotógrafos de pueblo” que están regados en las miles de plazas del país. Martiniano Mendoza fue uno de aquellos entusiastas de la imagen que sin recursos económicos, tecnológicos ni educativos, dedicó buena parte de su existencia a fotografiar múltiples facetas de la vida que tenía en frente. Apuntó su lente a los acontecimientos sociales importantes y los insignificantes, a la muerte, a las fiestas colectivas -religiosas o civiles-, a las familias, a los animales, a las construcciones y máquinas, a escuelas y eventos públicos, a paisajes rurales y semi-urbanos, en suma, la vida cotidiana de pueblo. Su escenario fue el municipio de Villa Jiménez-Michoacán; su tiempo, de 1944 a 1966. El acervo que dejó Mendoza en esas dos décadas de fotografías es de 484 cajas con más de 21.000 negativos. En ese cúmulo de imágenes, claro está que uno se puede sumergir en la vida del lugar y quedar empapado de ese mundo. El trabajo posterior de Luis Ramírez tiene una doble virtud: por un lado, recuperar aquellos archivos de microhistoria donde están grabados importantes episodios de la vida local, y por otro, realizar un esfuerzo por organizar tamaña producción en categorías y dimensiones particulares que pertenecen más al cientista social que al fotógrafo.

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Fotógrafos de pueblo


Y es que los fotógrafos de pueblo son muy importantes en las regiones. Al igual que los músicos, los poetas o compositores, son los encargados de moldear y retratar el alma de la gente del lugar. Su función es sustantiva. Su trabajo no entra en los rangos de la competencia de otros fotógrafos, no desean publicar en una revista conocida (tampoco tienen acceso a ellas), ni quieren ganar algún concurso internacional. Menos acumular currículum exponiendo en salas prestigiosas en distintos lugares. Su tarea es menos pretenciosa y más fundamental: son quienes celosamente guardan la memoria. Ante sus ojos pasan -y posan- desde los más humildes hasta los poderosos. Ellos narran otra historia, guardan momentos no oficiales, capturan lo que no quedará en elegantes publicaciones de grandes editoriales. Sus nombres no encabezarán alguna sala de museo, pero su trabajo habrá servido para llegar a ser lo que hoy somos, y para recordar y repensar lo que fuimos. Simplemente están, miran, archivan. Muchos pueblos tienen su fotógrafo, y probablemente su archivo se encuentre escondido en algún cajón al lado de múltiples enseres. En esas cientos de cajas de sorpresas repartidas por los laberintos de la provincia está una buena parte de nuestra historia. Y por eso emociona encontrarse con estos trabajos, como el de Luis Ramírez, que no analizan necesariamente a los fotógrafos cuyos libros se pueden encontrar en cualquier librería. Es un esfuerzo más complejo estudiar a un fotógrafo como Martiniano Mendoza; implica pasar muchas horas organizando cajas de fotos y negativos en alguna casa de un pueblo perdido. Quizás en estos tiempos sea conveniente volcar a mirada hacia el blanco y negro de esas fotos viejas que tienen muchas novedades que revelar. Ahí, entre polvo y papel amarillento, estamos nosotros mismos.

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Josef Koudelka: La mirada nostálgica Koudelka es un artesano del tiempo, tiene parámetros propios para ubicarse en el mundo, no está apurado, no necesita captar ningún instante – por “decisivo” que parezca-, sino que se adentra en otras temporalidades, en distintas dimensiones a partir de imágenes detenidas. Gitanos. El tránsito y el movimiento caracterizan a los gitanos, que más que un conglomerado humano se asemejan a una metáfora. Caminar, buscar convencidos de que nunca llegarán al destino final. Y entre tanto, la vida cotidiana, la fiesta, el juego, la muerte, el amor, la fe, la música. Los gitanos en los ojos de Koudelka nos demuestran que no es indispensable pertenecer a un territorio para sobrevivir. Invasión. No podía estar ausente siendo uno de los observadores de la invasión en Praga en aquel inolvidable 1968. Es Koudelka joven que mira espantado a la guerra. Focaliza un reloj que indica la hora exacta de la invasión, o la persona que mira la historia de frente con un edificio destruido en las espaldas. Caos. El lente es el más apropiado: panorámico. Este instrumento capta mucho más que otros, en él entran estatuas, carreteras, paisajes y la destrucción humana. Por inmenso que parezca, dentro del caos también hay diálogo de las formas. 131


Exilios. Las nostalgias del pasado que ya no existe se retoman en las imágenes de Exilios. Es un momento donde uno siente que ya nadie lo espera, pero eso carece de importancia. El exilio es una combinación de sombras, formas, gentes que cargan pasados, historias no resueltas que jamás se resolverán. El ambiente melancólico permea cada una de las imágenes de Koudelka. Nostalgia que va más allá del que toma la foto, y se instala en quienes las miramos, recordando nuestra propia Praga, nuestro propio exilio, nuestra propia manera de ser gitanos.

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Ausencias


Ronnie Monje Era el mejor amigo de mi papá. Recuerdo que algunas veces su apellido fue motivo de una confusión cuando iba al colegio. Cuando todos afirmaban que Monje era el nombre de un cine (se referían al cine paceño Monje Campero), yo tenía que discutir con el mundo entero, pues para mí más que sala cinematográfica, el apellido respondía al nombre del amigo querido de la casa. Cuando mi papá fue asesinado, Ronnie acompañó a mi mamá en todos los episodios más duros. Estuvo a su lado cuando había que pasar entre paramilitares para buscar el cadáver, hizo los contactos necesarios para la funeraria y demás trámites regulares y dolorosos en esos momentos tan especiales. Una vez que el velorio quedó instalado en casa de mis abuelos, Ronnie desapareció. Todos nos preguntábamos dónde andaría. Volvió a aparecer el día del entierro, en pleno cementerio. Sus ojos estaban hinchados y rojos, y en su cuerpo se sentía el alcohol. Llegó de negro, y con una rosa roja en la mano. En alguna ocasión, hace años, mi padre y Ronnie hicieron la promesa de que cuando uno de los dos muriera, el otro tenía que alzarse una borrachera gentil, e ir al entierro con una rosa roja. Ronnie cumplió su promesa. Han pasado décadas de ese episodio que lo recuerdo todavía con melancolía, y hoy vengo a enterarme que le tocó el 135


turno a Ronnie. Murió en una cena de fin de año, así, sin más, fue al encuentro de su amigo que no podrá cumplir su parte del trato. Pero quizá en estos momentos, en algún lugar, Ronnie y Lucho estén tomándose un vinito, recordando la frase de los amigos: “salud, viejito hermanito”.

Monsiváis La muerte de Carlos Monsiváis en junio del 2010 ha llenado los periódicos de su nombre y vaciado los espíritus de muchos ¿Por qué es tan sentida su desaparición? ¿Por qué se lo llora tanto –y tantos-? ¿Por qué se lo va a extrañar? Monsiváis fue un intelectual diferente, polifacético, íntegro. Fue cronista, militante de izquierda, amante de las culturas populares, coleccionista, ensayista; en suma, un “intelectual total”. Pero al usar este término es indispensable un paréntesis. En la tradición francesa, la idea de “intelectual total” se consolidó alrededor de la figura de Jean Paul Sartre que era capaz de intervenir en distintos ámbitos de su sociedad, desde la literatura hasta la política; desde el teatro hasta la filosofía. Fue unas décadas más adelante que Pierre Bourdieu criticó esa postura que, en su perspectiva, más bien venía a reforzar la imagen del intelectual ilustrado heredero del capital simbólico y cultural del sistema – excluyente- de educación francés. Pero por suerte la experiencia de Monsiváis está más allá del debate parisino. Él pasó la vida con la palabra por delante, que la entretejía con su compromiso político y su aguda capacidad de observación de la realidad. Monsiváis fue implacable en su crítica al poder y contundente con su apoyo a las causas humanitarias. Se esforzó por desnudar a los poderosos y develar sus miserias. Fue amante de 136

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la ciudad, de su ciudad, y de la vida cotidiana en ella. Cuando su capital económico, cultural y social le hubieran permitido mudarse, por ejemplo a Coyoacán o a la Condesa, él se quedó en la Portales; ahí, con sus gatos, lejos del circuito legítimo de los consolidados hombres de la cultura. Cuando las altas autoridades nacionales -en los peores tiempos del conservadurismo gobernante- le entregaron el Premio Nacional de Ciencias y Artes, él asistió al evento sin corbata. Cada uno tenía alguna historia con Monsiváis, sea con su columna, su discurso, su relato urbano, su palabra radial, su conferencia. Era imposible no haberlo cruzado de alguna forma. Se lo podía encontrar en muchos lados: en el periódico, en la revista, en la tele, en la marcha, en la librería, en la presentación del libro. Pero lo mejor, era descubrirlo en alguna calle de Coyoacán, caminando con su sencillez y bolsa de libros en la mano, rodeado de gente desconocida, y acompañado de los árboles y veredas. Con ese paso calmado, tímido, discreto, Monsiváis seguirá transitando por estos espacios que lo hicieron, y en nosotros quedará siempre la esperanza de toparse con él al doblar alguna esquina en la Ciudad de México.

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Rockdrigo González El 19 de septiembre de 1985, moría el cantautor Rockdrigo González al lado de miles de habitantes de la Ciudad de México luego del terremoto más dañino que haya vivido el país. Hoy, 20 años más tarde, Rockdrigo camina con paso firme hacia convertirse en uno de los íconos urbanos del Distrito Federal. Originario de Tampico, Rockdrigo se trasladó a la gran urbe a cantar y estudiar luego de pasar por otras ciudades en el interior. Empezó cantando en la calle como tantos, luego en los cafés y poco a poco fue vinculándose con otros conjuntos que hacían lo propio. Formó parte de los “rupestres”, que fuera un movimiento de contracultura que cantaban en los barrios y lugares no oficiales. Al lado de otros grupos conformó una propuesta estética alternativa, autónoma y creativa que, sin tener legitimidad en los círculos consagrados, tenían un impacto importante en sectores jóvenes que buscaban otras opciones. Su primer y único álbum lo llamó “Hurbanistorias”, producción artesanal que tuvo éxito en su entorno. Todo lo demás fueron grabaciones espontáneas que recién están siendo rescatadas. Rockdrigo levantó su voz marginal “acabada de salir del ron” -como él mismo decía- para cantar a una ciudad tocando los núcleos principales de la realidad urbana de los 80. Retrata así la pobreza, la falta de trabajo, la soledad, el transporte, la inseguri139


dad, el peligro y en general la angustia urbana. Todos temas que, claro está, siguen siendo centrales en la ciudad y se convirtieron en la agenda política y social. Para recordar su desaparición, se han organizado una serie de actividades y han salido a la venta productos que recuerdan al rockero que se hacía llamar “El profeta del nopal”. Próximamente será presentada una película sobre su vida y se han reeditado sus álbumes. Su rostro ya aparece en las playeras de jóvenes que comparten con él la misma ciudad y la misma pasión musical. Hoy no hay cantante callejero que no se sepa una rola de Rockdrigo, sus canciones transitan de guitarra en guitarra por los camiones o vagones de México. Imposible tomar el Metro Balderas sin recordar aquella magnífica historia donde dos individuos son comidos por la muchedumbre, perdiendo el único vínculo que los unía. Rockdrigo pertenece a la primera generación de rockeros nacionales que describían la compleja experiencia urbana de aquella década. Con guitarra en mano y armónica en frente, comenzó a retratar lo que veía a su alrededor con particular crudeza. Su música muestra la tímida emergencia del rock mexicano que salía poco a poco de sus rincones ocultos. Años más tarde, ya en los 90, una nueva generación se encargaría de darle al rock una dimensión internacional, apoyados en plataformas como las de MTV. Escuchar a Rockdrigo es siempre un placer especial. Sus rústicas condiciones técnicas, su crítica al poder, su voz ronca, dibujan la melancolía urbana de una ciudad que ya no existe, pero que estuvo ahí. El eco de su guitarra todavía se escucha entre los escombros de la ciudad que lo consumió.

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Luis Ramírez Sevilla Era junio del 2007, cuando murió Luis Ramírez Sevilla en el Distrito Federal. Luis estudió antropología en la UAM-I, luego una maestría en El Colegio de Michoacán y se doctoró en ciencias sociales en la Universidad de Guadalajara. Durante los últimos años fue profesor investigador de El Colegio de Michoacán, donde dirigió el Centro de Estudios Rurales hasta su muerte. Su vida y su obra estuvieron marcadas por su sensibilidad social. Desde muy joven militó en la izquierda, participó en cientos de marchas y manifestaciones, conociendo la represión y la cárcel, pero también el compromiso y la esperanza. Se trasladó a Michoacán y militó activamente en el Partido de la Revolución Democrática tanto local como nacional. Luego de los resultados de las elecciones del 2006, se trasladó a la Ciudad de México a dormir en los campamentos de El Zócalo, y participó en todas las actividades. Su producción giró alrededor de la capacidad de gestión y organización de municipios indígenas en Michoacán. Publicó el libro Dibujo de sol con nubes. Un acercamiento a los límites y potencialidades del PRD en un municipio michoacano, y varios artículos sobre el tema. Además se preocupó por el rescate de la fotografía de pueblo, desempolvando negativos de Martiniano Mendoza en Villa Jiménez; el fruto de su investigación fue otra publicación que vinculaba microhistoria y fotografía. 141


Antes de su muerte, Luis se encontraba impulsando un proyecto de investigación sobre las biografías rebeldes de algunos líderes populares michoacanos, vinculando su trayectoria con los acontecimientos políticos. Su último artículo tituló “Voces y memorias desde abajo: comunistas y guerrilleros en la historia oficial y el presente del PRD”. En ese texto, Luis buscó construir, a partir de los recuerdos de sus dos personajes, la memoria comunista y guerrillera y sus complejas relaciones al interior de ese partido. Conocí a Luis primero por su publicación sobre Villa Jiménez y la fotografía y luego pude encontrarme con él personalmente cuando iba a ser contratado como investigador en El Colegio de Michoacán. Me llevó por los pueblos purépechas de la Cañada –cerca de Zamora- a visitar fiestas y eventos. En su casa platicamos en múltiples ocasiones. Quedé impresionado por su calidez, su compromiso, su integridad. Logró articular, como pocos, academia y posición política. El tema de sus investigaciones fue de la mano con su toma de posición; no descansó en la lucha por la democracia y en el esfuerzo por utilizar sus herramientas científicas en un proyecto popular. Descubrir a Luis fue tremendamente refrescante. Una persona sencilla, íntegra y noble, de esas que nunca deberían morir.

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Ferrat En un domingo de marzo del 2010, abro el periódico en México y me encuentro con la noticia de la muerte de Jean Ferrat. Inevitablemente mis recuerdos se alborotan. Recorro episodios de mi vida entrelazada a su música. Habrá sido en el ochenta y dos, cuando mi madre partió a Francia con una beca de tres meses, que para mis doce años fueron percibidos como treinta. A su vuelta, además de quesos, fotos y regalos, su maleta y su espíritu traían un hallazgo: Ferrat. Yo no sabía francés, así que las canciones sólo eran decoficables a través del relato de Betina. Y entre los discos –por supuesto de vinilo-, estaba acaso uno de los más emblemáticos: Ferrat 80; que traía la canción Le bilan. Sólo décadas más tarde entendí que la palabra significaba “el balance”, y que efectivamente Ferrat en aquel álbum, y sobre todo en aquella canción, hacía una evaluación política y personal de lo recorrido. Del primer encuentro, recuerdo las letras dedicadas a su mascota a quien le decía algo como “entre tú y yo no se sabía quién era el amo”; o el “quítate la camisa” dedicado a la amada. Acompañaba a los afectos, la explicación que mi madre hacía de su compromiso político, de su forma de vida en un pequeño pueblo de provincia, de su sencillez. Un tiempo más tarde, pude escuchar a Ferrat sin intermediarios. Volví a Le Bilan, “a los ideales que nos hicieron combatir 143


y que todavía hoy día nos empujan a la lucha”; entendí su crítica a las perversiones del “socialismo de caricatura”, sin abandonar la responsabilidad por construir un futuro sin sufrimiento vigilante de los “poderes de la tierra y del cielo”. Su reivindicación del canto en francés, resistiendo la aplanadora norteamericana. Hace poco, un técnico paceño digitalizó los dos álbumes de mi madre, Ferrat 80 y Enregistrement 1979. Ahora los escucho en copias de discos compactos con la nostalgia del primer momento, y con la mayor admiración por el artista que supo administrar creación, ternura y compromiso. Y como escribo desde México, no puedo dejar de evocar la reciente partida de Carlos Montemayor, que desde la literatura, cantaba la misma melodía que Jean Ferrat.

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Lucho en la inmortalidad. 30 años del 15 de enero del 81 I. Cada 15 de enero, durante estas tres décadas, ha sido un día especial. Hoy, volveré a sacar el libro de mi papá Los cuatro días de mi eternidad, lo hojearé nuevamente, me detendré en algún pasaje e iniciaré un diálogo con Lucho. Más tarde escucharé el disco compacto que tenemos grabado, aquel que Rainer –el gran amigo- registró en la reunión en su casa unas semanas antes de que lo mataran. Escucharé su voz, sus chistes, sus cuentos, sus canciones. Volveré a reproducir aquel momento, cuando yo tenía tan sólo diez años, y mi padre 36. Podré identificar la voz de Betina mi madre, la compañera y la amada; y Patricia, la hija de 14 años que ríe al calor del delicioso ambiente. Me veré a mí mismo, juntaré imágenes de mi memoria y las recreaciones de los relatos tantas veces escuchados sobre aquella última reunión. II. Como vivo lejos, no podré ir al Cementerio General de La Paz. Lo he hecho decenas de veces. Frente a su tumba, desde aquel día hasta mi último viaje a Bolivia, he pasado largos momentos meditando, dialogando, preguntándole cosas, contándole lo mío. He ido a su nicho en los pasajes más intensos de mi vida. Le he presentado a mis hijos, a sus nietos; le he compartido mis logros; le he llorado mis fracasos y le he cuestionado su ausencia. Su tumba ha sido un lugar para el silencio, para el intercambio 145


místico con los que nos precedieron, los que partieron antes. Ahí, al frente, he sentido mi alma juntarse a su inmortalidad, desde niño hasta hoy. Pero como estoy lejos –decía-, hoy prenderé una vela en mi departamento en México, frente a una foto suya volveré a las preguntas de siempre, a ese nostálgico intercambio con mis muertos, con mi padre ausente. III. Y más tarde, tendré que recrear la historia con los míos. Reuniré a mi pequeña familia –él se refería a nosotros cuatro como “mi tribu”- y les contaré quién fue su abuelo, por qué luchó, por qué lo mataron, cómo viví esos momentos. Intentaré retratarlo, recrear el momento político por el cual atravesábamos, lo que llevó a su trágico asesinato. Les contaré parte de mi infancia en la dictadura, cómo había que cuidar las palabras en el colegio, o el miedo cuando se paraba un auto en la puerta de mi casa pensando que podían ser paramilitares. Relataré nuevamente hora por hora la tarde del 14 y el día 15 de enero del 81: papá no llegó a dormir –crecía el miedo-, nos metimos todos juntos en la cama; al día siguiente mamá salió en su búsqueda, nos llamaba cada dos o tres horas y la pregunta era: “¿todavía hay esperanza?”, hasta que la última respuesta fue: “no, el papá está muerto, está conmigo”. Pero también les contaré cómo surge la esperanza en la tragedia, por qué los hombres dan su vida para hacer avanzar la historia, para luchar contra el tirano. Eso sólo lo hacen los gigantes. IV. Y por supuesto pensaré en Bolivia, en la de Lucho y en la mía. Veré las luces y sombras de la coyuntura, los aciertos y los errores de quienes gestionan la política día a día. Con tantísimo gusto podré decir que el país cambió, que vivimos tiempos intensos, nuevos, de esperanza. Conflictos sí, tensiones y contradicciones, pero un horizonte diferente. Podré decir con orgullo y certeza que nada de lo que hoy se está cosechando hubiera sido posible sin hombres y mujeres de su estatura, que dieron hasta el último suspiro por la justicia, por construir una nación de iguales

y libres. Veré a Lucho al lado de su amigo y colega Luis Espinal, de Marcelo Quiroga Santa Cruz con quien sostenía múltiples charlas, del Che a quien le escribió unos versos, de los mártires latinoamericanos, de sus compañeros que murieron junto con él, de los sublevados indígenas como Túpac Katari que imprimieron la dignidad como impronta para Bolivia, lo que luego se concretó en la frase tantas veces repetida: “morir antes que esclavos vivir”. Tendré la certeza de que Luis Suárez Guzmán le pertenece a la historia, le pertenece a la nación; no a una familia, a un partido o a una coyuntura, sino a todos los bolivianos y en general a los seres humanos que buscan justicia. V. Llegará la noche, apagaré la vela, guardaré el libro, el disco compacto y la foto, volveré a mi vida cotidiana. Pensaré en la herencia de hombres como él, repetiré los nombres de los siete compañeros que murieron el mismo 15. Y seguiré caminando con Lucho a mi lado, tan ausente como inmortal.

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Para cerrar un itinerario


Propio y ajeno Roger Bartra reproduce en su blog el diálogo con un amigo y colega suyo, Galo Gómez, quien luego de varios años en México volvió a su natal Chile. En el largo comentario, cuenta un intercambio sobre la reinserción vivida por Galo, a lo que Roger responde: “Envidio la experiencia de regresar a tu país –le contesté–, con tu bagaje extraño de “otredad”. Como yo soy criollo, me doy cuenta de que no hay “regreso” a ninguna parte”. Y ahí me detengo. Es cierto que quienes hemos vivido la experiencia de pasar años lejos, cuando volvemos cargamos el “extraño bagaje” que filtra nuestra mirada. A la vuelta, durante unos meses todo suscita el asombro, desde la nueva avenida hasta la risa ya casi olvidada del amigo. El regreso explota en emociones -como recuerda Matilde Casazola-; la melodía, el sabor, el acento, el olor, nos remueven por dentro, hasta que reencontramos la armonía, y todo fluye de nuevo con naturalidad. Pero a la vuelta de los años, habemos quienes volvemos a sacar las maletas, y comienza otro ciclo. Me ha tocado hasta el cansancio estar afuera y volver. Aunque en la aritmética de los años la balanza todavía se inclina hacia el tiempo pasado en Bolivia, poco a poco la tendencia es al equilibrio, y pronto será más largo el período en el extranjero. Hoy que me instalé en México, 151


la experiencia de “otredad” respecto de lo mío me acompaña inevitablemente. Los que se quedaron –amigos y familia-, tienen al tiempo como testigo del cambio, él es -con las fotografías que son sus fieles e implacables aliadas- el que se encarga de recordarles que las cosas transcurren, que nada es como ayer. Para mí en cambio, además del tiempo, es el espacio el que marca la distancia. Tiempo y espacio moldean mi melancolía, mi relación con Bolivia. A menudo me han preguntado si algún día volveré –no de vacación-, y todo indica que la respuesta es negativa. Tampoco me distraigo con la idílica idea de que cuando me jubile pasaré mis años en las calles de La Paz. Pero también cada vez sé con mayor claridad que nunca podré dejarla, que gozaré de su compañía sea alborotando los recuerdos o alimentando la cotidianidad. Y vuelvo a Roger y Galo, a mi manera de ser “criollo” y “otro” a la vez; o más bien no ser ni totalmente “criollo”, ni totalmente “otro”. Vivir en el difuso espacio de extranjeridad y pertenencia. En esta ambigua e irresuelta tensión, acudo nuevamente a Sáenz: “Recuerdo y no recuerdo; siento y no siento; miro y no miro. Pero, ello no obstante, todo está. Yo estoy allá, mirando una mirada. Y también estoy aquí, mirando no sé qué. Mirándome a mí, en realidad”.

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