Historia Universal: La Edad Media

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Red Española de Historia y Arqueología

"¡Dígnate concederme ahora una gracia, a mí que soy tu servidor! ¡Hazte consagrar en el trono de tus padres, como Indra lo fue en el trono del cielo! Todos los súbditos que ves y nuestras nobles madres, las viudas del rey difunto, han venido a buscar aquí tu presencia: concédeles también el mismo favor." Varios pasajes más adelante, ya enfrentados los enemigos, se celebra este terrible combate entre Rama y sus amigos contra el rey de los demonios y sus huestes infernales... A su vez, Rayana hostilizaba a Rama con una diversidad de flechas. La escena de aquel tumultuoso y formidable combate se desarrolló unas veces en el cielo y otras en la Tierra, y duró siete días, sin cesar ni una hora, ni un minuto. Rama, en aquel trance, tomó un dardo que Brahma había fabricado en otro tiempo en favor de Indra; ese dardo, en su parte emplumada, tenía el viento, y en su punta, el fuego y el sol. Brahma había hecho que en el centro de ese dardo se sentaran las divinidades que representan el terror: tenía, además, la forma de la muerte. Rama blandió con toda su fuerza su arco, e hirviendo de coraje lanzó a Rayana aquel dardo terrible, que cayó sobre el demonio y le horadó el corazón; en seguida, cumplido su objetivo, el dardo volvió por sí mismo a su aljaba. Rayana, extinguido su esplendor, aniquilada su fogosidad, exhalada su alma, se desplomó desde su carro sobre la tierra.

La batalla ha concluido. Rama envía a Hanumat a la ciudad de Lanka y le encarga buscar a Sita, su esposa. Ésta, "cuya alegría no dejaba paso a su voz, incapaz de articular una sola palabra", se hace conducir al lado de su esposo. En presencia de aquella mujer que animaba un cuerpo de celestial belleza, Rama no pronunció una sola palabra, porque la duda había entrado en su alma: sus ojos aparecían amoratados extremadamente, como consecuencia del esfuerzo que el héroe hacía para contener las lágrimas. Sita, sin tacha, inocente, de alma pura, no consiguió de su esposo ni una sola palabra. Así, con los ojos bañados por lágrimas de pudor, al hallarse entre los pueblos reunidos, prorrumpió en torrentes de llanto cuando se fue aproximando a Rama, a quien dijo: "¡Esposo mío!" Y se pudo observar que la intensa mirada que dirigió a éste expresaba más de un sentimiento: había en ella admiración, alegría, amor, cólera y dolor. Pero Rama, contrayendo sus negras cejas, le dirigió estas cáusticas palabras: "He hecho todo lo que puede hacer un hombre para lavar una ofensa; por ese motivo te he libertado. He dejado, pues, en salvo mi honor. Pero ¿es digno de un hombre de corazón, perteneciente a familia ilustre y en cuya alma ha brotado la duda, es digno que vuelva a vivir con su esposa, después que ésta ha habitado bajo el techo de otro hombre? Ve, pues, donde quieras; me despido de ti; ve, djanákida, allí donde te plazca. He ahí los diez puntos cardinales del espacio; escoge. Ya no hay nada de común entre nosotros dos". Enjugando su rostro bañado por las lágrimas, Sita dijo a su esposo, lentamente y con voz conmovida, estas palabras: "Nunca, nunca, ni en pensamiento, he cometido contra ti la más mínima falta; que los dioses, nuestros dueños, te den una felicidad tan verdadera como cierta es esta afirmación mía. Si mi alma, príncipe, si mi natural casto y nuestra vida común no han sido bastante para darte confianza en mí, esa desgracia me matará para la eternidad". Después dijo con tristeza a Laksmana: "Hijo de Sumitra, levanta para mí una pira; ése es el único remedio que a mi infortunio queda; castigada injustamente por tantos golpes, ya no me restan fuerzas para soportar la vida". Después de esas palabras de la mitilana, el robusto guerrero, conformándose a los deseos de Sita, preparó una hoguera. Entonces, Sita, con suprema resolución, se prosternó un momento ante su esposo, y se arrojó a las llamas. De pronto, Kuvera, rey de las riquezas; Yama, dios de la muerte, el dios de la mil miradas, monarca de los inmortales, y Varuna, soberano de los dioses, el afortunado; Shiva, de los tres ojos; el augusto y afortunado creador del mundo entero, Brahma, y el rey Dasarata, conducidos en una carroza por los aires, acudieron a aquellos lugares. En seguida, el más eminente de los inmortales extendió su fuerte brazo y dijo al ragüida que estaba ante él con las dos manos juntas en forma de copa: "¿Cómo puedes ver con

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