Historia Universal: La Edad Media

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Red Española de Historia y Arqueología

de Abderrahmán II, que había muerto de modo repentino. Mohamed fue un soberano torpe e intolerante, odiado por todos. Un grupo de mozárabes y de rebeldes, dirigidos por el valiente Omar ben-Hafsún, se fortificó en las montañas andaluzas de Bobastro (880) y organizó allí un eficaz sistema de guerrillas que hizo tambalear el poderío del emirato cordobés. Omar fue el jefe de los mozárabes del sur, querido y respetado por sus excelentes cualidades y un verdadero monarca en un extenso territorio. Después de su muerte, los guerrilleros prosiguieron la lucha. Nuevas rebeliones que estallaron por doquier complicaron aún más la situación, hasta que una política más hábil y tolerante por parte de los monarcas musulmanes dejó limitadas las luchas a levantamientos muy esporádicos y distantes, como si obedeciesen a circunstancias ocasionales y jamás a una poli-tica constante de liberación; mucho menos a instigación o relaciones con los reinos cristianos. Con éstos mantuvieron los reinos musulmanes relaciones comerciales permanentes, cuando no se asociaron a título de aliados o feudos con determinados monarcas cristianos, asegurándoles su neutralidad y hasta su amistad en las luchas que mantenían entre sí los reinos del norte.

EL CALIFATO CORDOBÉS: ABDERRAHMÁN III Los comienzos de un gran monarca «Su firmeza no indisponía, avasallaba; y la línea de conducta que seguía, lejos de ser insensata, era la que indicaba claramente el estado de las cosas y de los espíritus.» Con estas breves palabras, sintetiza el arabista Dozy el carácter de Abderrahmán III. No puede decirse que, en 912, el nuevo príncipe hallara un estado en las mejores condiciones para empezar a gobernarlo, sino todo lo contrario. La permanente inestabilidad política se había convertido en confusión y caos; la guerra civil era ya crónica, las rebeliones proliferaban dispersas por todas partes, las guerrillas mozárabes se enseñoreaban de la mayor parte de Andalucía y, para colmo, dos enemigos exteriores acechaban la ocasión de destruir el emirato cordobés: Ordoño II, rey de León, al norte, y el califato africano de los fatimitas al sur. Urgía poner remedio radical a todo ello. Abderrahmán no siguió la política tortuosa y vacilante de los anteriores emires, sino una linea decidida y audaz. Su campaña contra Omar ben-Hafsún fue enérgica y sin titubeos, y el propio soberano se aventuró por los vericuetos y senderos casi inaccesibles del sistema Penibético. Quince años pasaron hasta que pudieron ser reducidos los rebeldes, pero Abderrahmán siguió tenaz en su empresa como si el tiempo no contara para él. Al propio tiempo desarrollaba su política interna, pacificadora y suasoria por una parte, y rigurosa por otra. El espíritu de rebeldía de la aristocracia árabe y de los nacionalistas decrecía por momentos; había pasado ya una generación y los pueblos estaban cansados de tan prolongada y devastadora guerra. Su política de equidad tuvo gran eficacia, los castellanos se sometieron y todo el mundo vivió en la esperanza y confió en aquel príncipe que parecía simbolizar el eje primario de la vida nacional. «Alá le había dado —decían los cronistas árabes—, la mano poderosa que hace brotar el agua de las piedras, que domeña las furias del mar y el flujo y reflujo de las olas, y que domina, cuando lo quiere Alá, los cuatro elementos y la Naturaleza misma...»

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