HISTORIA DE AMÉRICA LATINA

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HISTORIA DE AMÉRICA LATINA

invertían ahora su capital en la minería y en la compra de cargos, ello era sólo para bien, tanto más cuanto su papel en el comercio lo había recogido una nueva generación de comerciantes, hombres que se contentaban con un beneficio relativamente reducido a cambio de una mayor agilidad en las ventas de los productos. En general, las estadísticas coinciden en demostrar que el aumento del valor de las importaciones iba estrechamente unido a la curva ascendente de la producción de plata. No se puede dudar de que estos años dan muestras de un extraordinarioflorecimientode las exportaciones coloniales. El rápido crecimiento de Buenos Aires es un testimonio de la eficacia de la nueva política. Pocas cosas impresionan más a la posteridad que la conciencia del éxito, y los funcionarios de Carlos III no dudaban en jactarse de sus logros. A lo largo de una memoria sobre la exportación de harina de México a Cuba, el fiscal de la Real Hacienda, Ramón de Posada, después de referirse al antiguo esplendor de España y su posterior decadencia, exclamaba: «Estaba reservado a la superior sabiduría y augusta protección de Carlos III el iniciar la espléndida empresa de recobrar esa antigua felicidad». Pero si la desafortunada experiencia del mundo hispánico a principios del siglo xix hizo que los historiadores de la época tomaran estas pretensiones al pie de la letra, la reciente investigación ha modificado sensiblemente la imagen tradicional. Sobre todo, se pone en cuestión el papel de la península en el conjunto del sistema comercial que aquí se considera. En su notable examen del comercio registrado entre Cádiz y América durante los años 1717-1778, Antonio García-Baquero González encuentra que, mientras la Armada Real se construía en astilleros españoles, por contra, la flota mercante que zarpaba de Cádiz se componía principalmente de navios comprados en el exterior. Aunque eran de propiedad local, sólo el 22 por 100 de los barcos se construía en España, y otro 4,2 por 100 procedía de sus regiones coloniales. Al mismo tiempo, parece que la mayoría de los comerciantes de Cádiz eran poco más que agentes comisionados de los mercaderes extranjeros que residían en la ciudad. El censo de 1751 confeccionado a raíz de la instrucción del marqués de la Ensenada recogía 162 comerciantes extranjeros frente a 218 nativos. Los españoles sólo reunían el 18 por 100 del ingreso declarado por la comunidad mercantil, predominando claramente los franceses con un 42 por 100 del total. Además, mientras que más de una quinta parte de los comerciantes extranjeros disfrutaban de ingresos que oscilaban entre 7.000 y 42.000 pesos al año, sólo dos españoles figuraban en este grupo. Y aún se puede encontrar una confirmación añadida del limitado nivel de sus operaciones financieras en sus mismas inversiones, que consistían sobre todo en casas y propiedades en Cádiz. Si los monopolistas de Cádiz venían a ser meros intermediarios que trabajaban a comisión, no debe resultar sorprendente saber que en la misma época la contribución de la industria española a las exportaciones coloniales era ridicula. Es verdad que, en cuanto al volumen, la producción peninsular representaba el 45 por 100 de los cargamentos que se embarcaban hacia América, pero consistía, esencialmente, en vino, aceite, aguardiente y otros productos agrícolas. Si consideramos su valor, la aportación metropolitana se desploma de forma impresionante. Según el más generoso de los cálculos, los productos españoles embarcados en la flota de 1757 con rumbo a Nueva España suponían el 16 por 100


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