Blanco y Negro

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entregó su alma a Dios. Faustino le vio subir a los cielos entre sones de orquesta de pueblo, con sus percusiones y sus vientos que, a fin de cuentas, era la música que siempre encandiló al sacerdote. A partir de entonces, nadie reclamó a Faustino para que tocase el bandoneón. Ya hemos dicho que en Renedo de la Cotera, aldea de ochenta vecinos, unos bien llevados y otros mal traídos, cada cual vivía presto a sus menesteres, que bastantes faenas trae el ganado como para meter la nariz en asuntos ajenos. Salvo la Cándida y sus comadres, ya lo hemos dicho, pero para entonces criaban malvas en el pequeño camposanto. Ni siquiera Lola, con la que Faustino peló la pava, le pedía explicaciones sobre su afición desmedida por aquel instrumento. Después de la boda en Pontones, con tal de que su marido no pulsara las teclas ni descomprimiera el fuelle dentro de la casa –pues el ruido le provocaba jaqueca-, jamás le pidió razón de sus fantasías musicales. Para entonces, Modesto, el abuelo, había pasado a mejor vida y Fabián y la Paloma hacía todo lo posible por no entrometerse en los quehaceres de la joven pareja, con la que compartían casa, cuadra y el menguante beneficio de las tres tudancas aún enmaromadas al pesebre. Lola tuvo un vientre prolijo; andaba de un lugar a otro acompañada por una nube de niños y con un pañuelo en la mano para limpiarles los mocos. Fue entonces cuando los políticos de Santander trajeron la luz a Renedo, el acontecimiento más renombrado después de la Guerra. Los callejones de la aldea se iluminaron por las noches con un brillo anaranjado, al igual que las cuadras, de las que pendía una bombilla desnuda sembrada de motas negras. En la cantina instalaron una cámara en la que las mujeres compraban hielo, hasta que llegaron los primeros frigoríficos. Y junto a las neveras, los televisores se apoderaron de la atención de los vecinos, Blanco y Negro, 1 de junio de 2008

que ya apenas salían de casa después de sus faenas. Por cierto, que las labores del campo se resolvían en menos tiempo: el tractor convirtió los establos de las mulas en burdos almacenes donde olvidar los aperos de labranza. El suelo de las corraleras se tiñó con manchas de aceite y los yugos con los que antes uncían a las bestias fueron horadados por la carcoma. Por más que Faustino se empeñó en buscarla, no había música en su acordeón que describiera los inventos que cambiaron las costumbres de la aldea. El rugido de los motores y el parlamento de aquellas cajas que refulgían una luz cegadora y embobaban la conversación y el espíritu de Fabián y La Paloma, no le inspiraban. Eran las cumbres magníficas, el vuelo de las grajetas y el surgir de los hongos entre las hojas muertas de los robles las únicas razones que le animaban a distender el fuelle y pulsar, con los ojos cerrados, aquellas teclas de infinitas combinaciones. En Renedo de la Cotera apenas sucedía nada desde el final de la Guerra. Los pocos extraños que se aventuraban desde el camino que nace en Sauces –el vendedor de bacaladas y género textil, el médico y el nuevo curasabían que lo único que diferenciaba aquel villorrio de otros que salpicaban las faldas seculares de la cordillera, era aquel padre de familia numerosa que se sentaba en los muretes para descifrar, con el sonido de su acordeón, los misterios del paisaje. Decían que los ruiseñores se posaban en las ramas de los cerezos para acompañar la música con su dulce trino. Decían que las nidadas se multiplicaban en aquel valle como en ningún otro. Decían que en los charcos bermejos brillaban las colas aplastadas de los tritones, que se revolvían en el barro al son de las tonadas de Faustino, a quien desde hacía semanas le acompañaba su hijo mayor, Fabiancito, imantado a la magia del instrumento.

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