Una noche de verano

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asumiendo que el 90 ya no volverá nunca. Paul Benjamin-Hurt explicaba en el estanco de Auggie cómo pesar ingeniosamente el humo. Era un cliente-escritor que intuía leyes universales compensando cada acto humano, y a eso me agarro también yo para resistir el pesar del humo y avanzar contra el pasado, cruzando un puente sin Brooklyn ni Paul Auster para acabar en alguna parte sin acabar del todo. Guiado por la Luna en plenitud, continúo con la memoria epidérmica a flor de piel, activada por el paseo y el mate esplendor del cielo. Visualizo otros paseos y otras nocturnidades, adentrándome más en la transparencia de la noche, no tan impenetrable ni tan extraña como algunas anteriores que me niego a recordar. Cuando tu vida es lo bastante anodina, mejor recordar el cine: claramente. Y cuando te están matando los zapatos, mejor pararse antes de que te rematen. La expresión morir con las botas puestas tiene otro significado menos literal, y comporta más honor que cabezonería. Acepto así los destellos de neón del bar más cercano. Hay un solo cliente y una camarera atendiendo. Le pido otro café antes de empezar con las copas. Parece agradable y su café mejora mucho al terminal de la estación. La cafeína me sostendrá hasta la vuelta y el alcohol anestesiará también mis empeines martirizados. ¿Bastará con eso para distinguir esta noche del resto o nada sería bastante para iluminarla de verdad? Una neblina de tabaco adensa el aire aquí adentro hasta casi solidificarlo. Los clientes de este bar fuman tanto como los del estanco de Auggie. Yo fumaba tanto como ellos por entonces, en el 90. Pero el humo me cegaba demasiado y no distinguía la impronta sucesiva de los días. Hay fuegos que no se apagan y humos que pesan mucho; mucho más de la cuenta. ¡Qué sangría de veranos perraúl castañón

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