Una noche de verano

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Como todas las noches desde su llegada a Honduras, Marcos comenzó a recorrer el cuarto. Con el foco de la linterna inspeccionaba cada rincón a la caza de zancudos, gegenes o alacranes, golpeándolos luego con la chancla. Mientras, Sara acostumbraba a sacar las sábanas prestadas por la ong y hacía la cama. Pero, en esta ocasión, cuando Marcos se cansó de aporrear las paredes de adobe e iluminó a Sara, la encontró sentada sobre el colchón, con la barbilla hundida en el pecho, inmóvil, y las sábanas dobladas, a su lado. —¿Estás bien? Ella levantó la cabeza y forzó una leve sonrisa. —Cansada. Marcos asintió. Entre los dos hicieron la cama. Luego, Marcos sacó de la mochila la manta de viaje. «Estaremos muy altos», había predicho al realizar los preparativos, «seguro que de madrugada hace frío». Pero no había que esperar a la madrugada. De sus bocas nacían breves nubecillas de vaho. Sara empezó a quitarse la ropa, pero Marcos la detuvo. —Será mejor que hoy durmamos tal y como estamos. Fíjate en el techo. Sobre ellos, el tejado de hojas de palma dejaba resquicios por los que se entreveían las estrellas. De poco había servido la caza de mosquitos de Marcos. En cuanto se acostaran, les acribillarían. Cuando Sara estuvo dentro de la cama, Marcos le ofreció un par de calcetines que ella se puso a modo de manoplas. Luego, un gorro de lana que hundió hasta taparse los ojos y, por último, un pañuelo de tela con el que cubrir la barbilla y la boca. Así pertrechada, Sara dejaba al aire, al hambre de los zancudos, la breve franja de la nariz. Marcos rió mientras apagaba la linterna. nacho guirado

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