Cabareteras

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CABARETERAS LUIS LONGHI Registros de Santiago Solís ABRAZOS


Cabareteras. Registros de Santiago Solís Longhi, Luis 1a Ed. ABRAZOS books, 2008 134 páginas; 21 x 14,8 cm. ISBN: 978-3-939871-11-8 1a Ed. ebook ABRAZOS books, 2014 36.415 palabras. ISBN: 978-1-312-17594-5

1. Narrativa argentina. I. Título CDD A863 Diseño de portada: Javier De Ponti Foto de portada: Olivier Elissalt (Con autorización del autor) © Luis Longhi © ABRAZOS books, 2008 © ABRAZOS books, 2014 edición de libros electrónicos

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A mi viejo, que me hizo pincha y tanguero A mi mamá, porque la extraño A Marisol, por la sonrisa que me dedicó aquella noche en el teatro A Emma, por ser Emma


Prólogo Era un Cristo embanderado con genuinos pergaminos de furia, nacidos en desnaturalizadas madrugadas alcohólicas y turbulentas. Clavado en su silla, abrió los brazos con la esperanza de recibir esos indignos martillazos que lo terminaran de fijar para siempre en su mundo cabaretero. Una santa bataclana de forma y fondo multicolor se acercó devotamente con el instrumento y se lo acomodó en las rodillas. Él enredó sus manos en las correas con un rencor que se hacía evidente en su gesto de piedra. Su espíritu rebelde y sombrío comenzó a exprimirse desde ese gusano de cotillón que le temblaba entre las piernas, inundando la oscuridad con la luz de una música diabólica que lastimaba los corazones. Fue un Big Bang. Mi universo se había creado.


Las rayas del Tigre Resulta notorio que aquel hombre de traje a rayas, al que todos llaman Tigre, tenga en su cara un rictus tan delicadamente siniestro. Dan ganas de abrazarlo y de golpearlo con la misma intensidad. Las mujeres le rinden una llamativa pleitesía. Los hombres se dividen entre aquellos que lo saludan con respeto y admiración, y aquellos otros que lo saludan con respeto y un odio indisimulable. A nadie es indiferente y de ahí provenga tal vez su discutible popularidad. Apoyado en el vetusto mostrador acaricia, midiendo su fragor, a una muchacha vestida de hombre a la que todos llaman Pepita. Ésta le pasa una mano por detrás de la oreja, lo besa en el cuello y, ante la risa parca del Tigre, salta rauda al escenario donde arranca con una copla que dice: A mi me llaman Pepita, jai jai Mi corazón es de piedra, jai jai Mas si aparece un buen hombre, jai jai Mi corazón es de arena, jai jai Sepan los santos del cielo, jai jai Que el tango me hace cosquillas, jai jai Justo en el punto ande todos, jai jai Quieren guardar su rosquilla, jai jai Todos aplauden, alardean, gritan bravos; todos, excepto el Tigre, que gira dando la espalda a la felicidad ajena. No hay alegría en su corazón. Un whisky lo atilda, un cigarro ayuda a envolverlo en ese aura de humo y misterio que tan bien le sienta. Permanecerá así, sumido en inacabados pensamientos hasta que alguien lo palmee respetuosamente anunciándole su turno. En el alcohol disuelve las brasas a posteriori de su última pitada. Previo al último escalón, escupe restos de tabaco. Su concentración está atorada en la punta de sus zapatos. Recién al sentarse en su silla inclina hacia arriba la cabeza para echarle un vistazo general al salón. Sus ojos negros como el charol iluminan el escenario. Sus cejas tupidas y su sonrisa de comisuras caídas, que más bien parece a punto de lanzar una imprecación, anuncian el comienzo. Lo siguen un tal Roberto en el piano y un tal Tito en el violín. Fija su espalda contra el respaldo, abre los brazos cual Cristo en anhelada crucifixión mientras una copera le coloca el bandoneón en sus rodillas. Hay una respiración profunda que sugiere introducción. Las conversas y los murmullos van desapareciendo paulatinamente. Se percibe que mide uno a uno a todos los presentes al cerrar los ojos y sentir el silencio, el anhelado silencio que precede a la inauguración de la poesía hecha tiempo en continua vibración de metales surcados por vientos de insatisfacción, antes de acuchillar la primera nota de su instrumento. Su ceño se frunce como una cariátide. Cae una botella pero el vino que se derrama no es interrumpido. Es increíble la pausa que instala este hombre. Por fin, desde su más íntima lucidez, concibe un gesto ordenador: con una mano acaricia una medallita que cuelga de la otra y embiste al nácar que adorna la jaula que vibra al compás de su corazón. Es casi imposible describir la música pero sepan que el Tigre es el mejor. Arranca con un acorde espeso, grave, aletargado, que resume oscuridad. Su zurda da miedo. Avanza con rigor de condenado hacia cuevas sin salida. Sus compañeros lo siguen en lenta procesión hasta que una luminosa melodía comienza a filtrarse desde alguna secreta claridad que su mano derecha había ocultado desde que el dueño del tiempo desembarcara entre nosotros, insospechada si uno sólo se atuviera a lo que expresan sus ojos. Este hombre tiene ángel y demonio. Dice con su bandoneón lo que antes no se podía o era desconocido o intraducible. Sigue avanzando con la promesa, certificada en su ímpetu, de atorar y confundir núcleos que modifiquen pensamientos. Algún adolescente que juega a ser hombre, disfrazado con un traje inmenso, se atranca en una nube de tabaco. Hombres y mujeres tensan pulso, mirada, respiración. El pobre muchacho quisiera morir en ese instante; sólo Pepita se pierde en una leve sonrisa. El Tigre cierra sus ojos y detiene la música. ¡Dios, detuvo la música! Temo por la salud del irreverente. La tos invade el antro, el muchacho ni siquiera se atreve a huir y es un balazo en su pecho cada moco que se le escapa. El Tigre apoya el fueye sobre un costado. Se desprende el saco. En su cintura hay un arma. De un bolsillo extrae un pañuelo, se seca la frente. Todavía sentado, levanta la cabeza y mira en dirección al muchacho sin decir palabra alguna,


apretando los labios, sofrenando su instinto. El desdichado joven se desploma en su silla. Pepita chasquea dos veces con sus dedos. Entre dos lo alzan y se lo llevan. El Tigre se reconcentra en sus zapatos, escupe de bronca, se toca la medallita y vuelve a arrancar, pero esta vez no hay acordes oscuros, melodías lánguidas ni fraseos aletargados. Ahora todo es ritmo y taquicardia. Y, por supuesto, nadie se queja, ni siquiera el bandoneón que no hace mucho aprendió a hacerlo en las manos de este animal. –Está bien que entre pero no que tosa –masculla el Tigre elaborando pensamientos. –Se asustó el pobre. No tendrías que haberlo mirado así. Era un chico... –comenta Pepita sin mucho interés. El Tigre sigue absorto, vaya a saber uno en qué mundos. Revuelve en su interior meneando en forma circular el vaso de whisky, al que sostiene con la palma abierta desde su embocadura. Está aquí y allá y ése es su estado habitual. Pepita le acaricia la pierna peligrosamente. –Tres whiskies son suficientes para frasear con intensidad –reflexiona en voz alta el Tigre–. El alcohol embrutece la zabeca pero ablanda el corazón. Después del quinto, la zurda se adormece y la derecha es puro diablo. Haceme acordar para mañana que no me pase de ahí. Soy capaz de matar a alguien... Pepita ya está dentro del bolsillo de su pantalón. –Acá hay un muerto, me parece... Se mata de risa. Sin quitarle la mirada de encima pone su cara bien cerca de la de él. Casi un desafío. Entrecruzan alientos. Cualquier otra mujer ya tendría desfigurado el rostro por mucho menos. Pepita esto lo sabe y lo aprovecha a su favor para manipular a su antojo a clientes, coperas y empleados. Él apoya el vaso en el mostrador, interrumpe su reflexión, inmoviliza a la hembra entre sus brazos, le pasa la lengua por el cuello, la besa, la muerde, la vapulea. Ella se deja hacer, le gusta que él la toque, la use, se divierta, si es que hubiera en algún rincón de su alma lugar para ese tipo de sentimiento. El boliche entero simula seguir con su rutina. El mostrador se tambalea. Se abrazan como serpientes, gimen, bastardean. La fila de vasos enjuagados amenaza con caer. Los murmullos y movimientos de clientes, coperas y empleados aumentan al compás de la franela. Todos escuchan y no; todos miran y no; todos son testigos y no; todos contarán esto mañana a quien quiera escucharlo. Pepita aprieta sus dientes con los ojos bien cerrados y ahoga el grito que todos esperan. El Tigre la suelta, se abotona el saco, paladea un último sorbo de whisky, le obsequia una mirada seca, contracturada, y emprende la retirada. Antes de llegar a la puerta de salida, alguien le alcanza el sombrero y la caja con su bandoneón.


El universo En un principio, eran todos monstruos indescifrables, violentos y caóticos. Manga de poetas, músicos, activistas tangueros acribillados bajo una luna de estiércol, borrachos poseídos y desprejuiciados. Un desprejuicio que los dotaba de ciertos aires provocativos que irremediablemente empujaba a cada asiduo o extraño visitante de sus tertulias a echarles una mirada inquieta, despectiva y hasta cargada de admiración en algunos casos, no lo vamos a negar. Ejercían con su desparpajo un polo de atracción que decoraba la mesa de siempre en un eterno ámbito nocturno aun durante el día. Antiguos héroes de aclamadas redadas de a cuchillo incomprobables, rapsodas con ese don tan particular con el que cuentan los hacedores de las filosas filosofías populares y que encandilan sobre todo a los jóvenes en sus primeras excursiones aventureras. Esto último haya sido quizá el motivo de mi acercamiento. No puedo ni quiero ocultar mi interés antropológico, valga la exageración del término, ante una motivación que a la postre resultaría tan... ¿cómo podría decirlo?... tan cara, tan determinante en mis afectos ulteriores. El del tango es un mundo pleno por donde se lo mire. Y, de pronto, me lo topé frente a frente, con ese aire apocalíptico-burlón que lo caracteriza, sacudiéndome la modorra y echándome en la cara toda su grata amargura de pedante sepulturero. Ya me habían advertido del poder hipnótico de esa cueva. Un escenario que, sin quererlo, sin amagues ni estridencias, se transforma de un día para el otro en un movimiento continuo que arrasa con corazones, dudas, estigmas..., mi Dios, que arrasa con el amor. La palabra amor me atemoriza; de tan común me resulta extraña. Contadas veces la tuve en mi boca y esas pocas, creo, en referencia a enamoramientos ajenos. Mi amor hacia Érika avanzaba tan monótono que sólo después de la ruptura me atreví a reflexionar sobre su esencia. Entrar en mundos nuevos impulsa al razonamiento y eso fue lo que provocó, entre otras cosas, la llegada del tango a mi vida. Pensar mi propia vida como nunca antes lo había hecho. Aunque no siempre “pensar la vida” es bueno. Soy consciente de una buena cantidad de censuras autoimpuestas por el bendito acto del pensamiento que quizá (imposible saberlo) me hubieran redituado algún que otro momento de placer. Pero bien, aquí estoy en este punto de mi mediocre existencia, compensado y modificado gracias al tango. Culpa del tango. El tango es entender que al amor te lo arrancaron con una sopapa. El tango es hacer la noche más triste. El tango es una mierda, sobre todo cuando te hace ver lo que uno no quería o no sabía o no podía asimilar, por más que se encontrara demorado por ahí cerquita esperando el momento justo para devorarte. Siempre odié las frases hechas y temo estar entremezclándome con algunas. ¡Pero qué va! Así viene barajado el mazo, parece. Detesto los amaneramientos del tango, sus recursos hipócritas, su profundidad panfletaria, el desamparo que provoca en las noches solitarias, pero sobre todo lo detesto por haberse metido en mi vida, así, sin preámbulos, sin un entrenamiento previo de madrugadas eternas, provocándome un sinnúmero de contradicciones y revelaciones. Esas mismas que hoy día me hacen quererlo, sin embargo, en tanto y en cuanto ayudó a desentrañar en mi naturaleza tanto impulso acorralado, tanto instinto reprimido. Admito mi oportunismo de escribiente al inmiscuirme con esta temática pero no me creo por ello merecedor de ninguna reprimenda. Divergencias sobre causa y efecto no son precisamente el impulso de estos humildes registros. La vida me viene persiguiendo, me pisa los talones, me advierte a cada segundo de los acordes finales, ociosos a veces, imprevistos según el caso, pero siempre un “sol-do” auténtico, atrevido, viril. El modo macizo en que nos sorprenderá la muerte fue una idea que comenzó a hacer estragos en mi monotonía la noche aquella en que escuché por primera vez la ruptura que un tango, Tigre mediante, un tango, insisto y no me importa, un tango, me cago en las formas, me acosó hasta ahí, hasta el punto exacto en donde te duele en infinito un “chau”, un “adiós”, una simple despedida que lo es para siempre. Entre “muerte” y “chau, no nos veremos más” no hay diferencias. Del “hola” al “adiós” hay tan poca cosa. “Percanta que me amuraste en lo mejor de mi vida”... Siempre es así. Siempre es siempre, nunca es siempre. Cuando Érika me dejó, lo hizo en el mejor momento de mi vida. Cuando la reencontré, fue en el mejor momento de mi vida. Al escribir esta parrafada alegórica, estoy bebiendo un tinto que es una maravilla y es


el mejor momento de mi vida. ¿Quién me lo podría discutir? Brindo, entonces, por esto, por aquello, por el tango, por sus frases hechas, por su mundo, por su fábrica, por su industria y por mi corazón acribillado (culpa del tango) pero retemplado (gracias al tango).


El motivo Todo empezó con el fin de mi relación con Érika. Los motivos de aquella ruptura nunca fueron del todo claros. Ella sorpresivamente perdió su dulce timidez, su habitual sonrojamiento, su inmaculada austeridad, para dar paso a un sospechoso carácter tórrido. De piedra ardiente fueron sus ojos, y sus movimientos dejaron de minimizarse para alzarse en cada gesto al fuego fatuo de los grandes sacrificios. Tan evidente metamorfosis distanció cualquier posibilidad de diálogo y pronto pasé del amor a la incertidumbre, el peor de los estados. El por qué digo “el peor de los estados” es algo de lo que no estoy muy convencido hoy, pero, en el presente de aquel entonces, puedo aseverar, lo era. La no certeza, ese raro suspenso de película que nos invade en la realidad, genera un movimiento, un cisma, una serie de cambios inevitables que sólo Dios sabe hasta dónde llegarán. Yo creía en verdad estar enamorado profundamente de Érika. Profundamente no es lo mismo que perdidamente. Perdido, sí, estuve cuando se alejó en forma tan abrupta de mi lado. Fueron días complicados para un joven habituado como yo a la sobriedad, la austeridad, las buenas costumbres. Mi trabajo en el ministerio, la vida familiar, mis estudios de derecho, fueron tornándose monótonos y sin sentido. O, por mejor decir, mi soledad evidenció la monotonía de un cotidiano que no se destacaba precisamente por sus saltos en el vacío o sus giros inesperados. Mis propios amigos pasaron de las cargadas desmesuradas por mi amargura de abandonado, a un dejo de preocupación ante la falta de respuestas anímicas que hicieron temer por mi salud mental y física. Apenas si podían apartarme cada tanto del ostracismo en que me había sumergido, arrancarme con supremo esfuerzo una sonrisa, un gesto de aprobación, un monosílabo sibilante; lograr que dirigiese la mirada a una insinuante cadera, unos labios de lomo o una rodilla desnuda. Y fueron ellos, precisamente, quienes me convencieron una noche de sábado de olvidar todo o lo poco que se pudiera en una excursión por el sur, que incluiría el por entonces mentado “La Buseca de Avellaneda”. Esa noche, aquella preciosa noche en que de alcohol y de tango, Tigre mediante, se tiñeron mi corazón y mi pensamiento, comenzaron estos registros, el motivo que me condujo desde entonces. Que el detonante de todo haya sido una mujer vindica en mis preceptos una vieja frase que solía escuchar en ronda de amigos al final del relato de alguna aventura, amargura o extrema decisión: “¡Pero qué mujer!” que me regalaba cada noche antes de despedirnos. Todos los domingos amasaba el pan. Sudaba junto al horno de barro que había en el patio de la casa de la tía; tomábamos mate esperando que se cocinara hasta que nos sorprendía la siesta debajo de la parra. La guitarra del vecino nos guiaba entre sueños por largos senderos de trigo siempre compartidos. El trigo era bueno, sano y amarillo. Se mimetizaba con él y más de una vez me vi hurgando en la tierra para poder cosecharla. Una noche nevó y el trigo se volvió negro. Perdí el pan, la melodía de la guitarra, la frescura de la sombra de la parra y aquel recuerdo de tarde mansa. Érika entre sus manos tenía un fusil. Esta última imagen me distrajo bruscamente de mi ensueño. –No sé... Rataplán dejó de prestarme atención. Con el vaso en la mano escuchaba “Milonguita”. Yo me quedé mirándolo un largo rato esperando una palabra amistosa. Cuando terminó el tango, entre los aplausos de la muchachada, agregó: –La vida es muy corta, nene. Uno no puede desperdigar tanta realidad en pos de fantasías inadecuadas. Vos tenés un concepto equívoco del amor y creo que es mi deber de amigo intentar que tus valores se emparienten de manera fehaciente con las reales posibilidades que nos ofrece un cotidiano lleno de dificultades. Escuchá con atención lo que te voy a decir: el amor conlleva dos etapas bien claras y diferenciadas. En la primera, es tu vieja la que se desabrocha el ñocorpi para alimentarte. Y la segunda, se subdivide en cientos de noches en que nuestra mano hábil lucha por desprender esa estúpida hebillita en la espalda que nos separa del placer mágico, eterno, sublime... Atendeme bien, Santiaguito, lo único que nos separa del amor es un corpiño. Serían cerca de las 7 de la mañana cuando lo ayudé a entrar en su pieza. Estaba realmente desarmado. Se


tambaleaba de un lado para el otro llevándose todo por delante. Sin embargo, no perdía su locuaz lucidez: –Mirá, nene, lo mejor para olvidar una mujer es encontrar otra mujer y así sucesivamente hasta el infinito. Es un problema menos a tener en cuenta. Así la vida se torna más dinámica, más diversa... Ahora bien, si vos querés seguir atorado por aquella perra, hacelo, pero aunque le pongas azúcar al mate no vas a poder disfrutar del desayuno. Me senté a los pies de su cama esperando que se durmiera. Mientras tanto, yo pensaba en voz alta: –Puede ser. Pero necesito verla una vez más antes de olvidarla. Quiero sacarme esta duda atroz: si era buena o si fingió ser buena. Rataplán ya roncaba. Oscurecí un poco la habitación colgando su saco de unos clavos que había encima de la ventana y me fui. Buenos Aires se estaba desperezando. Lucía brillante con un fresquito maravilloso que se colaba por entre mi camisa. Antes de ir a trabajar, me tomé un chocolate con churros cerca de Constitución. El fragor de los trenes congestionaba mis cavilaciones que estallaron en la certeza de una decisión con el terrible bocinazo de un colectivo que pasó casi acariciándome la espalda. Estaba decidido. Esa misma tarde iría en su búsqueda.


Buscando a Érika Vivir no es fácil. Buscar vivir es todavía más complicado. Pero vivir una búsqueda, ni les cuento. El comienzo fue sencillo: Casa de la tía frente a la estación Sarandí. Preguntar por Érika. Tía muerta. Sobrina, paradero desconocido. Segundo paso: Botonería “El Almirante”, empleada despedida. Tercera escala: Escuela de corte y confección “La Esthercita que brilló”, alumna libre por faltas reiteradas. El final fue triste. La primera jornada resultó demoledora. Al día siguiente, acorralé literalmente a su única amiga declarada. Elsita se sorprendió un poco con mi requisitoria en la esquina de su casa, pero se mostró sinceramente conmovida al reconocer los pocos escrúpulos de Érika para desaparecer así como así de sus costumbres, sus amistades y sus sociales. Ninguna decisión de esta naturaleza se compadecía con la moderada manera que tenía de relacionarse con el mundo. Concedió con orgullo ser la única persona con la que compartía sus secretos y cuanto acontecía a diario en su intimidad, incluyendo su “monótono noviazgo”. Elsita se atrevió a confesarme que solía regañar a Érika por su falta de ambiciones futuras como ser formar una familia y esas cosas tan comunes para cualquier chica de barrio. Y no faltaron debates, me confesó, en los que ambas me achacaban un buen grado de culpa al respecto. Aquello de “monótono” y esto de la “culpa”, los tomé como un reproche que admití en silencio, aunque sin querer entrar en detalles pues, de todas formas, nada justificaba su sorpresiva desaparición. Estos datos me condujeron a pensar en la factibilidad de que Érika hubiese planeado cuidadosamente su huida, cosa que profundizaba todavía más la intriga. Elsita, dentro de la neutralidad que le era habitual, esbozó un leve llanto que, lejos de conmoverme, me instaló la duda de saber si todo lo charlado era producto de una triste verdad o de una mentira ejecutada con esfuerzo. Era consciente que, de haber estado Rataplán conmigo, hubiera optado por la segunda opción. No titubeó, sin embargo, en afirmar que le había dejado una fría carta de despedida sin coordenadas ni datos adjuntos. Era sorprendente cómo desde la última charla con Rataplán cada referencia, por nimia que fuera, hacia la frialdad de Érika, me provocaba una extraña sensación de bronca exteriorizada, por lo general, en una vaga sonrisa. Esto de la carta me partió el corazón, pues, habiendo compartido tanto de nuestras vidas, con un evidente cariño más allá de cualquier rutina y a pesar de haberse quebrado tan abruptamente nuestra relación, un mínimo de delicadeza o sentido común imponía, al menos, unas palabras de adiós. Pero claro, las cosas nunca son como uno las piensa, sobre todo (esto recién puedo decirlo ahora), cuando del alma femenina se trata. Elsita entendió mi dolor pero no hizo ningún aporte concreto como para que mi búsqueda se encaminara hacia alguna pista firme, ni siquiera para apaciguar mi desconcierto. Le rogué que me mostrara la carta pero se negó sin excusas sólidas. Esta actitud no generó ninguna modificación ni sospecha en mis conclusiones, pero sí unos cuantos interrogantes con respecto a la revalorización de lo que yo entendía por sentido común. Rataplán no quería perdonarme el no haber acudido a él para iniciar la recorrida. Estaba ofendido y no había forma de hacerlo recapacitar. Dejó de tutearme. –Si usted puede solo, avise y no se haga el sabandija. Si usted no se anima, arrímese al fogón que nunca le faltará un pedazo de comida. Pero si usted no puede, no avisa y no se arrima, usted es el mazo sin comodín. Sorbía a grandes tragos la ginebra sin mirarme. –Haga lo que se le cante, mire. Pero después que no sea de Dios el mendigar palangana para que el buche no se pierda. Sea macho entonces y asuma la alcantarilla. –Necesito de su ayuda –dije sinceramente–. No quise molestarlo, así de simple. Acomodó su cuerpo ladeado enfrentándome con su silla. Con la intriga hecha sudor, me habló pegando su nariz contra la mía y con la confianza en el trato recobrada.


–¿Vos de verdad que la querés encontrar? Estaba tan serio que el monosílabo se me atoró en la garganta. El temor por la verdad me apesadumbró. Qué sabía yo adónde me podía conducir una respuesta afirmativa. Repitió la pregunta sin hesitar. –¿Vos de verdad que la querés encontrar? –¡Sí! Se inclinó levemente hacia atrás, pagó las copas y enfiló para la salida. –Vení, corramos al sulky.


El amor sin amor Nos recibió un hombre mayor, altísimo, flaco, medio encorvado. De abundante pelo entrecano y barba de tres o cuatro días. Sin decir palabra alguna, de su cabeza partió un gesto seco por el que entendimos que debíamos seguirlo. Nos hizo esperar en una estrecha galería blanca como la leche y fría como la leche en la heladera. Tenía una forma muy particular de moverse, elevaba exageradamente los pies al caminar, como queriendo disimular los años. Daba la sensación de rebotar cada vez que se contactaba con el suelo. Entre sus brazos, almacenaba un enorme bibliorato que llevaba adherido como si fuera parte de su cuerpo. Reapareció a los pocos segundos con una bandeja. Nos ofreció un té que él mismo sirvió con su mano libre y volvió a desaparecer. No entendía yo muy bien nuestra presencia allí ni por qué pensaba Rataplán que este hombre podría ayudarnos. Él se encontraba muy a gusto con su colaboración en mi búsqueda y por eso no me atrevía a hacerle ninguna pregunta que lo incomodara. Mientras sorbía el repugnante té que nos habían convidado, se empezó a reír y a farfullar algunas palabras inaudibles de las que sólo sobresalía “bataclanas”. No quise malinterpretar lo que había escuchado y permanecí en silencio. Como a los veinte minutos, nuestro anfitrión nos hizo señas desde una habitación contigua. Ya instalado detrás de un escritorio, nos invitó a sentar frente a él. Recién entonces se presentó. –Mi nombre es Evangelino Cristaldi. Soy hombre de Echauri, Medina y Poncio, en ese orden. Cada uno sabe del otro, pero aceptan las jerarquías. Todos sin excepción son hombres de bien y tienen todos sus papeles en regla. Si ustedes hoy están aquí es porque ellos en asamblea extraordinaria así lo resolvieron. Esto es bueno que se sepa. Rataplán es hombre respetado. Los amigos de los amigos aquí se respetan y por eso... Me señaló esperando presentación. –Santiago Solís –dije. –... y por eso Santiago Solís es bien recibido. Intentó cierta cordialidad mostrando los dientes en forzada sonrisa tras la cual contorsionó su huesuda muñeca dirigiendo sus dedos hacia nosotros. –Ustedes dirán... Se respaldó en su asiento para escucharnos. Rataplán, por suerte, tomó la iniciativa. –Acá, mi amigo tuvo un desencuentro y anda con ganas de rever ciertas páginas aún indescifradas... –¡Ahá! ¿Edad? –preguntó Evangelino entendiendo lo que a mí no me resultaba tan claro. –23 –respondí. –¿Argentina, polaca, francesa, rusa, otras? –Argentina. –¿Contexto? ¿Chica, mediana, exuberante, alta, flaca, espesa...? –Mediana –interrumpí–. Poco frente, amplia retaguardia... ojos... –No importan los ojos –medio que se enojó. –... negros. –Dije que no importan los ojos –insistió neutro, bajando la vista procurando autoapaciguarse–. ¿Pelo? –Mucho, abundante... –di esta respuesta un tanto desorientado por el interrogatorio. –Hablo del color... –Y, eso depende... –instalé a propósito una pausa.


Rataplán me clavó la mirada ante contestación tan ambigua. –¡Defínase! –prepoteó gentilmente Evangelino. –Quiero decir que siempre rubia, aunque el último día que la vi, casi negro... –¿Carácter? Aguerrida, deduzco, nunca estándar... –Deducimos... ahora... pero juro que no parecía. Siempre fue dulce, amable, cariñosa... –Generalmente ocurre así –me interrumpió lanzándose con estrépito a una reflexión aparentemente muy incorporada–. Esto debería saberse. Es inconcebible que la gente se sorprenda. Uno es lo que es hasta el exacto instante en que deja de serlo para pasar a ser lo que deseaba en lo más profundo de su corazón. Lo malo, o lo bueno, según el caso, es cuando aquello que escondemos se queda en veremos y pasa con nuestra alma a la otra vida. Esto yo en particular no lo aconsejo, termina por desvirtuar cada acto. Yo soy lo que siempre quise ser y por eso no me quejo, que se quejen los otros... –¿Qué otros? –fue mi espontánea pregunta, inadecuada según el pisotón que recibí de Rataplán. –Los otros son los que no saben lo que hacen. Cosa que es seguramente lo que le ocurrió a esta jovencita suya que usté anda creyendo que se descarriló cuando, en realidad, lo que quizá haya ocurrido es exactamente lo contrario. –¡Bataclana! –alzó los brazos al cielo Rataplán contento con lo expuesto. –No entiendo –los miré feo a ambos. –¿Vos querés entenderla o encontrarla? –Cuando la encuentre quizá la pueda entender. –Mire jovencito, yo le aseguro que cuando la encuentre no la va a reconocer. –Esto no me gusta nada, no se para qué vinimos –mascullé enojado. –Confiá, Santiaguito, confiá. Se veía que el hombre no andaba con ganas de perder el tiempo, así que retomó la interpelación. –¿Pies? –Mas o menos así –hice la forma con mis manos. –¿Marcas, lunares, cicatrices...? A medida que preguntaba, Evangelino ojeaba a grandes rasgos en su bibliorato. Sacaba en cámara lenta su lengua, por allí pasaba su enorme dedo como una pinza y con éste finalmente daba vuelta cada una de las pesadas hojas. –¿Devota? No entendía que relación podía tener esto con el camino que estaban recorriendo las preguntas de Evangelino. Respondí restándole importancia al dato que estaba aportando: –Sí. –¿Algún santo en particular, alguna virgencita? –investigó lascivo. –Eh, si pero... O sea... Últimamente había cambiado... Un brillo especial se instaló en su mirada con mi indefinición, como si estuviera a punto de encontrar la respuesta del millón. –¿Nombre al que responde cuando la llaman? –¡Érika! –exclamó Rataplán moviéndose ansioso en su asiento. –¿Érika? Lo siento –dijo sin dudar Evangelino cerrando con cierto aire de fastidio su libraco–. No puedo ayudarlos. Nadie con esas características responde a nuestra firma.


Se puso de pie y sin pausa nos señaló la puerta de salida. –Sepan disculpar pero tengo que –hizo grandes gestos con sus dedos– ...tengo que organizar algunas chucherías. Pero, eso sí, espero asuman la saludable gentileza de no recordar haber visto esta casa ni esta cara. “Ojos que no ven, corazón que no siente”, ése es nuestro lema y el de todos aquellos que nos acompañan en nuestro camino del amor sin amor. Fue un placer. Custodiando el bibliorato entre sus brazos, nos condujo hasta la puerta cancel. Con un militar movimiento de su larga cabeza, se despidió de nosotros. La soltura anímica de Rataplán se contraponía con mi malhumor. Viejo conocedor de estas cuestiones, no hizo ningún tipo de acotación, supongo yo, para dejarme maquinar en soledad una descarga que no tardaría en llegar. Maduré más de diez cuadras la conducta a seguir. Estaba entre enojarme a muerte por llevarme a buscar a Érika a un submundo prostibulario, o a tomarme en solfa el primer atajo que había elegido y preguntarle sinceramente si, en verdad, tenía la certeza de que Érika se había convertido en una cabaretera. Todas mis reflexiones se cortaron de cuajo ante una inesperada máxima rataplaniana: –Es lo que yo hubiera hecho de haber sido mujer.


El sueño del antihéroe Caminamos un montón de cuadras sin decir palabra. Andábamos por Saavedra, cerca de Platense. Entramos en un bar. –¿Será posible que no tengas una foto de esa desgraciada? –Es posible. Pedimos dos ginebras con hielo. Rataplán estaba inquieto como siempre. Viajaba con sus pensamientos recorriendo el boliche buscando algún elemento de distracción. Era raro verlo en un estado de paz absoluta y ese momento no era la excepción. Se quedó un largo rato relojeando a un tipo alto, rubio, elegante, que muy cerca de nosotros la jugaba de espectador de todo y de todos mientras hacía anotaciones en una pequeña libreta. Disimuladamente el hombre nos miraba y escribía. Yo intuí la intriga de mi amigo y sabía que si la situación se extendía no iba a tener reparos en interrogar al sujeto. No me equivoqué. –¿Se le ofrece alguna porquería al caballero? –curioseó sin anestesia Rataplán. El tipo finalizó velozmente su tarea. Sin perder su compostura ni su elegancia nos dirigió la palabra. –Sepan ustedes disculparme –respondió con aristocrática cortesía–. No fue mi intención molestar. Mi nombre es Adolfo –tenía un apellido compuesto que ahora no recuerdo–. Soy escritor. Estoy trabajando en una novela y partes indispensables de la trama las he situado en este bar. Así que estoy tomando apuntes para tornar el relato verosímil y... Estaba segurísimo de que Rataplán se iba a interesar en el asunto. –¡Ahá! ¿Y nosotros somos parte de la historia? –No. Claro que no. Pero como los identifico con este paisaje y se los ve tan... tan... joviales y expresivos, me resultaron representativos... Rataplán lo interrumpió: –Siempre soñé con ser parte de alguna ficción. –¿Ser parte o desarrollarla? –fingió interés el hombre. –¿Hay diferencia? –De ser un creador omnisciente y objetivo en tercera persona, a tomar partido directo en primera y con ínfulas autobiográficas, hay una gran diferencia. –¿Y yo qué quiero? El tipo medio que trastabilló ante tamaña elocuencia sin sentido. Contuvo con esfuerzo la risa y trató de retomar su modo elegante y cordial. –Usted sabrá. –Si supiera ya lo habría hecho –sentenció Rataplán mordiéndose las uñas con seriedad catedrática. –Miré, mi amigo, cada cual imagina su propia aventura. Será cuestión de que lo intente, nomás –expuso tomando un atajo–. Pero sepa que para conocer el secreto de la trama… –Ahá. ¿Y cómo se intenta? –lo volvió a interrumpir. El tipo se quedó escudriñándonos con una franca sonrisa estampada en su rostro. Sin quitarnos los ojos de encima, se acercó hasta nuestra mesa y zarandeó sus apuntes como introito a una posible disquisición en respuesta a la pregunta formulada. Rataplán y yo nos acomodamos en nuestros asientos para escuchar, obedientes, una clase sobre el arte de la ficción, de parte de un caballero que, a esta altura ya era evidente, poseía un genuino saber sobre la materia. Pero de pronto, sin mediar ninguna excusa o falsa contestación, el


tal Adolfo se acercó todavía más, nos estrechó las manos, pegó media vuelta e hizo mutis por el foro.


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