La vida instrucciones de uso

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Georges Perec

La vida instrucciones de uso

diarias hacían inservibles cada noche. A lo sumo pudo observar cómo vivían los kubus y empezar a consignar por escrito lo que veía. Su principal observación, como se la describe brevemente a Malinowski, confirma que los orang–kubus son efectivamente los descendientes de una civilización avanzada que, expulsada de su territorio, debió de adentrarse en las selvas del interior, donde padeció una regresión. Así, no sabiendo ya trabajar los metales, tenían lanzas con puntas de hierro y llevaban en los dedos anillos de plata. En cuanto a su lengua, era muy parecida a las del litoral y Appenzzell no tuvo grandes dificultades en entenderla. Lo que le llamó particularmente la atención fue que usaban un vocabulario extremadamente reducido, que no pasaba de unas cuantas decenas de palabras, y se preguntó si, a semejanza de los papúes, no empobrecían voluntariamente su vocabulario cada vez que había una muerte en el poblado. Una de las consecuencias de este hecho era que una misma palabra designaba una cantidad cada vez mayor de objetos. Así pekee, la palabra malaya que designa la caza, quería decir indistintamente cazar, andar, llevar, la lanza, la gacela, el antílope, el cerdo negro, el my’am, una especie de condimento muy fuerte usado copiosamente en la preparación de los alimentos cárnicos, la selva, el día siguiente, el alba, etc. Del mismo modo, sinuya, vocablo que Appenzzell relacionó con las voces malayas usi, el plátano, y nuya, el coco, significaba comer, comida, sopa, calabaza, espátula, estera, tarde, casa, tarro, fuego, sílex (los kubus encendían fuego frotando dos trozos de sílex), fíbula, peine, cabellos, hoja’ (tinte para el cabello fabricado a base de leche de coco mezclada con distintos tipos de tierras y plantas), etc. Si, de todas las características de la vida de los kubus, las más conocidas son estos rasgos lingüísticos, es porque Appenzzell los describió detalladamente en una larga carta al filólogo sueco Hambo Taskerson, a quien había conocido en Viena y que trabajaba entonces en Copenhague con Hjelmslev y Brondal. Observa, de pasada, que tales características podrían aplicarse perfectamente a un carpintero occidental que, usando herramientas con nombres muy precisos —gramil, acanalador, bocel, garlopa, garlopín, escoplo, guillame, etc.—, se los pidiera a su aprendiz diciéndole sencillamente: «Dame el trasto ese.» Al cuarto día por la mañana, al despertar Appenzzell, había desaparecido el poblado. Las chozas estaban vacías. La población entera, los hombres, las mujeres, los niños, los perros y hasta los ancianos, que por lo general no se movían nunca de sus esteras, se habían marchado, llevándose consigo sus escasas provisiones de ñames, sus tres cabras, sus sinuya y sus pekee. Appenzzell tardó más de dos meses en encontrarlos. Esta vez habían levantado precipitadamente sus cabañas a la orilla de unas marismas infestadas de mosquitos. Igual que la primera vez, no le hablaron ni hicieron ningún caso a sus amistosos intentos: un día, viendo a dos hombres que trataban de levantar un tronco de árbol muy grueso derribado por un rayo, se acercó a echarles una mano; pero, no bien tocó el árbol, los dos hombres lo dejaron caer otra vez y se alejaron de allí. Al día siguiente amaneció de nuevo desierto el poblado. Appenzzell se obstinó en seguirlos durante cerca de cinco años. Apenas había conseguido dar con su rastro, cuando volvían a huir de nuevo, hundiéndose en unas regiones cada vez más inhabitables, para construir unos poblados cada vez más precarios. Appenzzell estuvo preguntándose mucho tiempo cuál sería la función de aquella conducta migratoria. Los kubus no eran nómadas y, no dedicándose al cultivo en chamiceros, no tenían motivo para desplazarse con tanta frecuencia; tampoco lo

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