La vida instrucciones de uso

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Georges Perec

La vida instrucciones de uso

Era el inquilino más antiguo de la casa. Más antiguo que Gratiolet, cuya familia había sido propietaria de toda la finca, pero que no había vivido en ella hasta la guerra, unos años antes de heredar lo que quedaba, cuatro o cinco pisos de los que se había ido desprendiendo hasta quedarse sólo con su pequeña vivienda de dos habitaciones en el séptimo; más antiguo que la señora Marquiseaux, cuyos padres ya vivían en el piso, en el que prácticamente había nacido, cuando él ya llevaba casi más de treinta años en la casa; más antiguo que la vieja señorita Crespi, que la vieja señora Moreau, que los Beaumont, que los Marcia y los Altamont. Más antiguo incluso que Bartlebooth; se acordaba justamente de aquel día de mil novecientos veintinueve en que, al final de su clase diaria de acuarela, le había dicho el joven, —pues en la época era un joven: aún no había cumplido treinta años—: —Por cierto, tengo entendido que está desocupado el piso del tercero. Creo que lo voy a comprar. Perderé menos tiempo para venir a verlo a usted. Y lo había comprado el mismo día, evidentemente sin discutir el precio. En aquella época, Valène ya llevaba diez años viviendo aquí. Había alquilado la habitación un día de octubre de mil novecientos diecinueve, viniendo de Etampes, su ciudad natal, de la que prácticamente no había salido, para ir a matricularse a la Escuela de Bellas Artes. Apenas tenía diecinueve años. Aquélla debía ser sólo una vivienda provisional que le proporcionaba un amigo de su familia para hacerle un favor. Más adelante se casaría, se haría famoso o se volvería a Etampes. No se casó. No se volvió a Etampes. No le llegó la fama; a lo sumo, una discreta notoriedad: unos cuantos clientes fieles y unas cuantas ilustraciones para libros de cuentos le permitieron vivir con cierta holgura, pintar sin prisas y viajar un poco. Más tarde, cuando tuvo oportunidad de encontrar una vivienda más espaciosa, o hasta un verdadero estudio, se dio cuenta de que estaba demasiado encariñado con su cuarto, su casa y su calle para poder dejarlos. Claro que había personas de las que no sabía casi nada, que ni estaba seguro de haber identificado realmente, personas con las que se cruzaba de vez en cuando por las escaleras, sin saber muy bien si vivían aquí o si simplemente tenían amigos en la casa; había personas de las que no conseguía acordarse en absoluto, otras de las que guardaba una imagen única e insignificante: los impertinentes de la señora Appenzzell, los muñecos de corcho recortado que el señor Troquet metía dentro de una botella y que iba a vender los domingos por los Campos Elíseos; la cafetera de metal esmaltado azul, caliente siempre, en una esquina de la cocina económica de la señora Fresnel. Intentaba resucitar aquellos detalles imperceptibles que, a lo largo de cincuenta y cinco años, habían ido tejiendo la vida de aquella casa y que los mismos años habían ido borrando uno tras otro: los linóleos impecablemente encerados por los que había que andar con unos patines de fieltro; los manteles de hule a rayas rojas y verdes sobre los que desvainaban guisantes madre e hija; los salvamanteles de acordeón; las lámparas de comedor de porcelana blanca que se subían empujando con un dedo al acabar la cena; las veladas junto al receptor de T.S.F., el hombre con batín acolchado, la mujer con delantal de flores y el gato soñoliento, hecho un ovillo junto a la chimenea; los niños que bajaban con zuecos por la leche llevando unas lecheras llenas de abolladuras; las grandes estufas de leña cuya ceniza se vaciaba sobre viejos periódicos extendidos en el suelo. ¿Qué fue de los viejos paquetes de cacao Van Houten, de los paquetes de Banania con su risueño negrito de uniforme colonial y de las cajas de magdalenas de Commercy de chapa de madera? ¿Qué se hizo de las fresqueras al pie de las ventanas, de los paquetes de Saponite, el buen jabón en polvo con su famosa Madame Sans–Gêne, de los

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