La vida instrucciones de uso

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Georges Perec

La vida instrucciones de uso

y una excitación de índole propiamente erótica y de intensidad excepcional. Aquel matrimonio de grandes burgueses rígidos que siempre habían tenido unas relaciones a lo Gauthier–Shandy (una vez por semana, después de darle cuerda al reloj de chimenea, Maximilien Danglars cumplía su deber conyugal) descubrió que el robar en público un objeto de gran valor desencadenaba en uno y otro una especie de embriaguez libidinosa que pronto se convirtió en su razón de existir. Habían tenido la revelación de aquella pulsión común de modo totalmente fortuito; un día, acompañando a su marido a Cleray, para que escogiera una cigarrera, la señora Danglars, presa de un trastorno y un pavor irresistibles y mirando directamente a los ojos a la dependienta que los atendía, había robado una hebilla de cinturón de concha. No era más que un hurto de lujo, pero, cuando aquella misma noche se lo confesó a su marido, que no había advertido nada, el relato de aquella hazaña ilegal provocó simultáneamente en ellos un frenesí sensual que no solía formar parte de sus prácticas amorosas. Las reglas de su juego se elaboraron bastante aprisa. Lo importante en todo aquello era que uno de los dos realizase delante del otro el robo que este último le había intimado a cometer. Todo un sistema de prendas, generalmente eróticas, recompensaba o castigaba al ladrón según hubiese triunfado o fracasado. Recibiendo mucho y siendo invitados muy a menudo, elegían sus víctimas en los salones de las embajadas o en las grandes fiestas del Todo París. Por ejemplo, Berthe Danglars desafiaba a su marido a que le trajese la estola de pieles que llevaba aquella noche la duquesa de Beaufour y Maximilien, recogiendo el guante, exigía a cambio que su mujer se procurase el cartón de Fernand Cormon (La caza del uro) que adornaba uno de los salones de sus huéspedes. Según la dificultad para acercarse al objeto codiciado, el candidato podía disponer de cierto plazo y hasta beneficiarse, en determinados casos más complejos, con la complicidad o la protección del cónyuge. De los cuarenta y cuatro retos que se lanzaron, treinta y dos fueron cumplidos. Robaron, entre otras cosas, un gran samovar de plata en casa de la condesa de Melan, un boceto de Perugino en la residencia del nuncio del Papa, el alfiler de corbata del director general del Banco Hainaut, y el manuscrito casi completo de la Memoria sobre la vida de Jean Racine, por su hijo Louis, en casa del jefe de gabinete del ministro de Instrucción Pública. Cualquier otra persona hubiera sido localizada y detenida en seguida; pero ellos, incluso en los pocos casos en que los cogieron in fraganti, pudieron disculparse con facilidad: parecía tan imposible que un gran magistrado y su esposa pudieran resultar sospechosos de robo que los testigos preferían dudar de lo que habían visto con sus propios ojos antes que admitir la culpabilidad de un juez. Así, interrogado por el comerciante en objetos artísticos d’Olivet en la escalera de su hotelito particular, cuando se llevaba tres lettres de cachet,77 firmadas por Luis XVI, relativas a la prisión del marqués de Sade en Vincennes y en la Bastilla, Maximilien Danglars explicó con el mayor sosiego que acababa de pedir la autorización para llevárselas prestadas cuarenta y ocho horas a un hombre al que había confundido con su anfitrión, justificación totalmente indefendible que d’Olivet aceptó, no obstante, sin pestañear. Esta casi impunidad les dio una temeridad loca, como lo demuestra en particular el suceso que acarreó su perdición. Con motivo de un baile de máscaras, ofrecido por Timothy Clawbonny —del banco de negocios Marcuart, Marcuart, Clawbonny y 77

Lettre de cachet, era una orden, generalmente de detención, que llevaba el sello real. (N.

del T.)

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