La vida instrucciones de uso

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Georges Perec

La vida instrucciones de uso

Grégoire Simpson acabó el curso con algunos trabajos provisionales: enseñó pisos en venta, invitando a los eventuales compradores a subirse a un taburete de cocina para darse cuenta por sí mismos de que, inclinando un poco la cabeza, podían ver el Sacré Coeur; probó la venta a domicilio, ofreciendo en cada piso «libros de arte» y horribles enciclopedias prologadas por eminencias chocheantes, bolsos de señora desetiquetados que eran copia de modelos mediocres, periódicos «jóvenes» tipo «¿Le gustan los estudiantes?», tapetillos bordados en orfelinatos, felpudos trenzados por ciegos. Y Morellet, su vecino, que acababa de tener el accidente que se le llevó tres dedos, le encargó la venta en el barrio de sus pastillas de jabón, sus barritas desodorantes, sus discos matamoscas y sus champús para cabello o moqueta. Para el curso siguiente, Grégoire Simpson consiguió una beca cuya cuantía, aunque módica, le permitía al menos subsistir sin la necesidad apremiante de tener que encontrar trabajo. Pero, en lugar de dedicarse al estudio y acabar la carrera, cayó en una especie de neurastenia; un letargo singular del que nada, por lo visto, logró sacarlo. A los que tuvieron ocasión de tratarlo en aquella época les dio la sensación de que vivía en estado de ingravidez, una especie de ausencia sensorial, una especie de indiferencia a todo: al tiempo que hacía, a la hora que era, a las informaciones que el mundo exterior le seguía mandando y que él cada vez parecía menos dispuesto a recibir: empezó a llevar un tipo de vida uniforme, vistiendo siempre de igual modo, comiéndose todos los días, en la misma freiduría, de pie en la barra, la misma comida: un complet, o sea un bisté con patatas fritas, un vaso grande de vino tinto y un café, leyendo todas las noches al fondo de un café Le Monde línea por línea y pasándose días enteros haciendo solitarios o lavando tres de sus cuatro pares de calcetines o una de sus tres camisas en un barreño de plástico color rosa. Vino después la época de los grandes paseos por París. Marchaba a la deriva, caminaba al azar, se sumía en el tumulto de las salidas de oficinas. Pasaba por delante de todos los escaparates, entraba en todas las exposiciones de arte, cruzaba lentamente todas las galerías comerciales del distrito nuevo, se detenía en todos los comercios. Miraba con la misma atención las cómodas rústicas de las tiendas de muebles, los pies de cama y los muelles de las colchonerías, las coronas artificiales de las pompas fúnebres, las barras para visillos de las mercerías, los naipes «eróticos» con fulanas supertetudas de las tiendas de novedades (Mann sprich deutche, English speaken), las fotos amarillentas de un retratista: un chaval con cara de luna llena y traje marinero de confección, un chico feo con gorro de grillo, un adolescente de nariz chata, un hombre de cara de bulldog junto a un coche estrepitosamente nuevo; la catedral de Chartres en manteca de cerdo de una salchichería; las tarjetas de visita humorísticas de las tiendas de trucos y bromas53

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«Fourreur», peletero, suena de modo muy parecido a «führer»; Jean Bonnot suena como «jambonneau», lacón; hay que entender: Adhémar: elle démarre; Hocquard de Tours: au quart de tour: arranca un cuarto de vuelta (de llave). Se dice de un buen coche; y Thomas Gemal Lalles; hay que leer: j’ai mal à l’estomac: me duele el estómago. (N. del T.)

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