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Prólogo, 15 Divagaciones sobre el subdesarrollo de México, 19 El mexicano, 33 El legado, 45 Partidarios del libre comercio y capitalistas, 61 El dominio del colonialismo, 85 Oportunidad perdida, 103 Mercado interno, 121 Milagro falso, 137 Final de un sueño, 161 Los años del , 177 Epílogo, 201 Notas, 207 Bibliografía, 225

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sta poco convencional disquisición sobre la marcha sinuosa de México de un siglo a otro abre la puerta a las invaluables opiniones de mi padre, patriota apasionado que, cuando yo era joven, nunca se cansaba de contarme historias del pasado de México, su país. Como su padre, él también había servido en las fuerzas armadas, pero abandonó esa vida poco antes de la caída del antiguo régimen. Siempre a merced de sueños extraviados y francas ilusiones, algún día, decía él, México será “un gran país”. Bueno, mi padre murió en Mazatlán, puerto en el océano Pacífico, no muy lejos de donde vio la luz del día. Dejó este mundo en 1976, con perturbadores ecos del pasado en su mente atribulada, sin haber visto nunca hacerse realidad su predicción, pero sin dudar jamás de que se haría, como lo aseguró la última vez que lo vi. Aunque he dedicado mi vida a escribir sobre México, yo tampoco alertaré acerca de señales de un camino que, hasta ahora, nunca se ha pisado más que con esperanzas frustradas. Aun así es posible, si se está dispuesto a hacerlo, afirmar que en México todo marcha de maravilla, en particular si uno se complace en lo que dicen los turistas enamorados de las pirámides de Teotihuacan y la danza de los viejitos representada en Uruapan, Michoacán, o seducidos por historias de milagros macroeconómicos contadas por falaces cortesanos de la oligarquía ciegos a la difícil situación de los pobres. Pero los turistas son pésimos jueces del bienestar social de un país, y los pedantes oficiales un montón de bribones. México puede ser pintoresco; pero, para quienes lo conocemos, sus flagrantes males sociales influyen en nuestras opiniones. La verdad sea dicha, México ha sido y sigue siendo una nación hambrienta asolada por la pobreza, o que, para citar a algunos mexicanos atormentados, padece los efectos de una economía “distorsionada”, idea que considero sofista. Cualquier interpretación de la realidad mexicana debe poner dos verdades sobre la mesa, pues de lo contrario sencillamente trazaremos una imagen sesgada. No todo es tragedia en México: no debemos cegarnos a los triunfos de su gente en las artes y la literatura, y de vez en cuando en el terreno del cambio social. Cómo ocurrieron estos logros cataclísmicos, de cara a diversos males, es una historia cuya exploración dejo a otros. Pero sin duda, es variopinta: esos triunfos, para poner la primera piedra, fueron alentados en gran medida, por la “revolución” de 1910, que despegó apenas fragmentariamente, pero que ha sido glorificada

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por políticos mexicanos hipócritas y un ejército de rendidos historiadores a ambos lados de la frontera. ¿Por qué esa conflagración motivó un despertar artístico que, luego de permanecer latente varios años, abrió la puerta a una metástasis radical? Dicho esto, debemos reconocer que la historia de México es la epopeya de un pueblo mestizo, en parte indígena y en parte español, que ha intentado forjar una nacionalidad y una cultura, algo por demás difícil debido a la presencia omnipotente de Estados Unidos, el vecino de al lado. Pese a ese desfile de triunfos, realmente imponentes, la historia de México —si se toma como norma la felicidad y bienestar de los desvalidos— es en su mayor parte una tragedia. Desde la Conquista española, cuando la cruz y la espada de los europeos sometieron al antiguo Anáhuac, los pobres, por lo general de piel morena y racialmente más indígenas que españoles, han llevado a cuestas las cargas más pesadas de México, víctimas de la inhumanidad del hombre con el hombre. Aunque la historia no se repite, la de México rima, para citar a Mark Twain. Una y otra vez se repiten patrones similares de desarrollo, o, mejor dicho, de subdesarrollo. Pero recordando la fe inquebrantable de mi padre en el destino de su país, ¿acaso la esperanza no es eterna? Una gota constante erosiona aun la roca más dura. Ése es el tema de este libro. De los más de cien millones de mexicanos, ¿por qué más de la mitad vive en la pobreza, y unos veinte millones de ellos soportan hambre todos los días, apenas capaces de sobrevivir? Digan lo que digan los expertos y la jerigonza macroeconómica, México es un país periférico, parte del ubicuo Tercer Mundo, ahora más que nunca a entera disposición del poderoso Tío Sam y, hoy, incapaz de competir con China por una porción del mercado estadunidense, antes su coto de caza. “Nuestro único deber con la historia”, declaró Oscar Wilde, “es reescribirla.” Eso es lo que yo he hecho, aunque no con la insensata pretensión académica de la imparcialidad. Tampoco puedo decirme especialista sino en unos cuantos aspectos del amplio tema de este estudio, así que estoy en deuda con los innumerables investigadores y autores —cuyos libros y artículos he listado en la bibliografía— que hicieron por mí el trabajo preparatorio. Sus interpretaciones y teorías me abrieron los ojos sobre la naturaleza y alcance del subdesarrollo. Algunos dicen que es mejor dejar este tema a los economistas, pero los economistas sólo hablan de dinero, o, más precisamente, de lo que se mide con dinero. El subdesarrollo de México es de igual forma un asunto sumamente complejo, más allá del simple dinero, o de la casualidad histórica, o del destino de estar a la puerta de un vecino poderoso e imperialista —una de las excusas preferidas en México—, o de las consecuencias del fanatismo de clase, social y racial, como yo trataré de explicar. Al escribir este libro me apoyé en el trabajo previo de otros autores, historiadores o no, como lo atestigua la bibliografía. Por leer el manuscrito, y hacer útiles sugerencias, gracias a Stanley Stein, John Hart, Peter Smith y William Taylor. Gracias también a Lorenzo Meyer, preocupado igualmente por el tortuoso camino de su país, quien examinó lo que escribí con el ojo crítico de un investigador mexicano. Gracias asimismo a los mexicanos de todo tipo, desde tenderos hasta maestros, artistas y otros que, a través de los años, hablaron

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abiertamente conmigo sobre el legado de su país. Estoy de igual modo en deuda con la Rockefeller Foundation, que me dio la oportunidad de pasar seis semanas en su Bellagio Center, donde, con el estímulo de colegas de todo el mundo, este estudio echó raíces. Rancho Santa Fe California

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ermítaseme explicar por qué creo que México está subdesarrollado. Pero antes permítaseme una digresión. Algunos expertos, obsesionados por los detalles banales de las peculiaridades humanas, tienden a pensar que somos autores de nuestro propio destino, pero la vida es indudablemente más complicada. Ante ese lugar común, sólo puedo decir: “Amén”. Sé que los millones de ricos, a menudo arrogantes, de este planeta son la refutación histórica perfecta de que los mansos heredarán la tierra. De igual forma, no creo que únicamente los pobres hayan de pasar por el ojo de una aguja en su camino a la salvación. ¿Cómo explicar, entonces, por qué los habitantes de ciertos países —específicamente Estados Unidos y las naciones de Europa occidental, así como, en fecha más reciente, Japón— son ricos mientras que los de los países periféricos, como México, son pobres? Dejo la primera pregunta a los entendidos; yo sólo puedo intentar explicar las dificultades de México. En un relato apócrifo se retrata a México como un mendigo sentado en el cuerno de la abundancia. Tal vez ese país sea un mendigo, pero difícilmente podría decirse que tiene mucho dinero, o que sea abundante en lluvias o en tierras por arar y roturar. Durante siglos, más que vivir a sus anchas, México se ha visto asediado por la pobreza y diversas injusticias, y no sólo porque los mexicanos hayan derrochado sus recursos. Incluso algunos presidentes de la República, no siempre famosos por su franqueza, han concedido que su país no es ningún Jardín del Edén. José López Portillo, uno de esos líderes, proclive a arrebatos emocionales extravagantes pero a veces también a verdades brutales, afirmó una y otra vez en su extensa autobiografía, Mis tiempos, que México “es un país subdesarrollado”.1 Cierto, este aforismo entraña complicaciones, y de cuando en cuando se le debate acaloradamente en México. El subdesarrollo —o lo que algunos mexicanos, asustadizos y temerosos a causa de aquello que se niegan a reconocer, llaman una “economía distorsionada”— ha sido desde hace mucho un controvertido tema de estudio para economistas, historiadores, poetas y escritores. Un epónimo usual, favorecido por los economistas convencionales,

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es “nación en desarrollo”, que suena menos feo: sólo es cuestión de tiempo para que México llegue a la Tierra Prometida; es decir, para que se una al círculo de los ricos. ¿Qué es exactamente el subdesarrollo, ese pernicioso mal que he atribuido a México? Las definiciones abundan, pero todas tienen en común, más que otra cosa, que un país subdesarrollado es un país pobre. Esta pobreza es, además, crónica y generalizada, no una desgracia pasajera. Siempre ha estado ahí. Los perdidos, condenados y desposeídos viven en la pobreza, y siempre han vivido de ese modo. Desafortunadamente, esto describe a México a la perfección. Pero el subdesarrollo es un mal complejo. Significa una distribución sumamente inequitativa de la riqueza y el ingreso. Unos cuantos son muy ricos, y millones son muy pobres. México, de acuerdo con un informe de la Organización de las Naciones Unidas (), casi encabeza la lista de los países con las desigualdades de riqueza e ingreso más flagrantes. Estas desigualdades cobran dimensiones territoriales: el sur de México es pobre y el norte, comparativamente hablando, rico. En el campo, salvo por unos cuantos favorecidos, los mexicanos son pobres, mientras que los indígenas, quizá 12% de los habitantes de la república, son extremadamente pobres. La lista de los estados más pobres se inicia con Chiapas, 76% de cuyos habitantes, en su mayoría indígenas, son tan pobres como la rata proverbial. Según un informe de la , las lamentables condiciones de Santiago del Pinar, una de las comunidades indígenas de ese estado, son comparables a las de aldeas del Congo, África. No muy atrás se sitúan los estados de Guerrero, Oaxaca, Tabasco y Veracruz, donde, junto con Chiapas, viven cerca de diecinueve millones de mexicanos. En contraste, en Baja California, Nuevo León, el Distrito Federal, Coahuila y Chihuahua, sólo las minorías pasan apuros para obtener la “canasta alimentaria”. En Baja California, por citar un ejemplo, apenas 9.2% de la población es pobre. Pero en vez de apresurarnos a concluir que en esos estados todo marcha bien, debe tomarse en cuenta que 78% de los habitantes de las ciudades de México conocen la pobreza.2 En el otro extremo se encuentran los ricos. El mexicano Carlos Slim, el magnate de la telefonía, es uno de los hombres más ricos del mundo, y una docena adicional de compatriotas no le van demasiado a la zaga. Los fondos de Slim ascienden a un total de casi 7% de la producción de bienes y servicios del país, uno de cada catorce dólares que ganan los mexicanos. Cada veinticuatro horas de cada mes de cada año, sus ingresos aumentan a un índice de veintisiete millones de dólares, al tiempo que uno de cada cinco mexicanos sobrevive con apenas dos dólares diarios. Como el legendario rey Midas, Slim convierte en oro lo que toca. Exigente coleccionista de arte, se jacta en particular de poseer dos esculturas de Auguste Rodin, las cuales adornan el Museo Soumaya en la ciudad de México, que él contribuye a financiar. Slim colecciona también libros antiguos, en especial de historia de México.3 La desigualdad que él simboliza comporta diversas variables de importancia, como escolaridad, atención a la salud, vivienda, cuidado infantil, etcétera. La igualdad de oportunidades sencillamente no existe en México.

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El subdesarrollo, insistía el respetado economista Narciso Bassols, se traduce en un país que no sólo es pobre, sino que también está desprovisto de la tecnología necesaria para el crecimiento económico.4 Y como señaló López Portillo, uno de los aspectos más angustiantes de ese mal, dado el panorama comercial, usualmente adverso, es la imposibilidad de desarrollar recursos locales por falta de fondos.5 Una señal segura de subdesarrollo es la fuga de gran número de campesinos a las ciudades, tendencia aparentemente irreversible en México.6 Quienes abandonan sus pequeñas parcelas, cuando las tienen, rara vez, si acaso, regresan a su pueblo. No obstante, la pobreza implica algo más que simple ausencia de cosas materiales. Genera alienación, una sensación internalizada de privación y desesperanza, y a veces hasta sentimientos de inferioridad, de que mejorar excede la capacidad humana. Se nace pobre y se morirá pobre.7 Es algo psicológico, como reconoció Fidel Castro, fulgurante apóstol del cambio social. Un pueblo, explicó Castro, que durante siglos ha vivido “sin la esperanza y los recursos y la educación que hacen posible el optimismo, se siente paralizado por los retos que le esperan, las tareas requeridas para construir una nación”.8 Incluso los aspectos psicológicos de la pobreza, admitió, pueden ser tan importantes como los materiales. Es la “filosofía de que no se puede”. El subdesarrollo es un fenómeno histórico; tiene profundas raíces en el pasado. Mucho tiempo ha transcurrido, y mucha agua ha circulado bajo el puente. Aquél es resultado lógico de una circunstancia histórica especial, que no comparten las naciones del Primer Mundo, el mundo industrializado y técnicamente avanzado de Europa occidental, Estados Unidos y Japón. Pasado y presente de estos países, advirtió agudamente el especialista en economía política André Gunder Frank, no se parecen en ningún aspecto importante al pasado de los países subdesarrollados.9 El subdesarrollo surge de un proceso histórico singular; no es simple atraso en relación con el Primer Mundo, escribe Héctor Guillén Romo, sino una característica estructural que bloquea el crecimiento económico.10 Para Alonso Aguilar Monteverde, los factores que determinan el “atraso” de las naciones no son transitorios, ni cosas que simplemente sucedieron o meramente superficiales, sino ejes de la estructura socioeconómica.11 Como sabía el economista Paul Baran, las fuerzas históricas que determinaron el “destino del mundo atrasado aún ejercen un poderoso impacto” en las condiciones imperantes. Las formas cambian, las intensidades difieren, pero “su origen y dirección permanecen inalterados”.12 Dada la herencia colonial de México, las consecuencias de la Conquista y el fracaso de España para incorporarse al mundo europeo moderno, fue inevitable que México se ubicara en la periferia. Pero aun si, como lo recuerda el ejemplo de la India británica, España no se hubiera rezagado, el meollo del asunto es la relación colonial, no la naturaleza de la Madre Patria. Y ésa fue una relación de desiguales, de dependencia, en la que México llevaba todas las de perder.

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II ¿Cómo se dio esa relación desigual? La historia nos dice que ocurrió a lo largo de siglos. Comenzó, sin duda, con la Revolución industrial, aunque algunos estudiosos aseguran que sus bases se sentaron antes, entre 1450 y 1640, cuando el modo europeo de producción feudal se transformó gradualmente en una economía capitalista.13 Comoquiera que sea, para 1500, Inglaterra, Francia y los Países Bajos habían prescindido de la mayoría de sus siervos, y sus tierras eran cultivadas principalmente por pequeños propietarios rurales y arrendatarios libres. El cercado de Inglaterra, el paso de los campos abiertos de los pequeños agricultores a las grandes propiedades tapiadas de los terratenientes acaudalados, condujo a la comercialización de la agricultura, y a abundantes existencias de lana para las fábricas textiles. El uso de la rueda hidráulica para producir energía para moler granos, moldear herramientas de metal e hilar tejidos de lana y algodón se inició en Inglaterra y se extendió por Europa occidental, cuya naturaleza estaba dotada de ríos y arroyos.14 No obstante, los ingleses no pueden arrogarse el crédito de la rueda hidráulica, la cual provino del montañoso territorio de Mesopotamia, donde su uso decayó por falta de agua.15 Entre tanto, los puertos marítimos de Inglaterra convirtieron el transporte por agua en un método barato para despachar textiles y bienes de hierro a países remotos, así como para obtener materias primas. Pero antes que apresurarnos a concluir que el ingenio inglés impulsó la Revolución industrial, conviene tener en mente que la providencia intervino en ese proceso. Inglaterra tomó la delantera gracias a sus pródigos depósitos de carbón, el que con el tiempo remplazó al agua como principal fuente de energía.16 El carbón y el motor de vapor ingleses se colocaron así a la vanguardia de la industrialización. Es indudable que, sin el carbón, la industrialización de Inglaterra habría sido distinta, y no habría tenido lugar en una época tan temprana. El cambio básico sucedió cuando las máquinas remplazaron a la fuerza animal. Nada de esto ocurrió de la noche a la mañana, sino a lo largo de un siglo o más, e Inglaterra permaneció al frente entre 1770 y 1870.17 James Watt inventó en este periodo un motor cuya eficiencia de combustible era lo bastante satisfactoria para hacer rentable el uso del vapor; el capital del comercio colonial contribuyó a su vez a financiar el invento de Watt. Esta nueva tecnología transformó los métodos de producción, lo que reforzó al mismo tiempo la creciente asimetría entre, por una parte, Inglaterra y, más tarde, Francia —el centro industrial— y, por la otra, los países rezagados en la periferia. Pero el carbón no explica por sí solo los grandes avances de la Revolución industrial inglesa. La historia registra que, en 1492, Cristóbal Colón, un capitán marítimo italiano que navegaba bajo la bandera real de España, descubrió lo que los europeos llamaron América. Con sus colonias, España y Portugal controlarían al paso del tiempo gran parte del Nuevo Mundo. Inglaterra, sin embargo, no se quedó atrás, y consiguió un punto de apoyo colonial en el Caribe y América del Norte. El casual descubrimiento de América dio impulso a la incipiente industria inglesa, porque sin las colonias, las suyas propias y las de España y

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Portugal, Inglaterra habría enfrentado un obstáculo ecológico con pocas posibilidades de solución interna. Para rebasar los niveles de producción y consumo del siglo , Inglaterra y Europa occidental necesitaban un nuevo socio comercial, y éste fue el Nuevo Mundo. Su territorio brindó a Inglaterra un refugio para su población excedente, mientras que sus recursos y mercados le ayudaron, tanto como a Europa en general, a trascender sus límites ecológicos. Materias primas, mercados de bienes manufacturados y abundante mano de obra barata, ya fuera indígena o de los descendientes ilegítimos de ésta, estuvieron a entera disposición de los agricultores, comerciantes y fabricantes ingleses. La plata y, en menor medida, el oro de las minas de Nueva España y Perú, que a causa de la insensatez de los españoles terminaron en arcas extranjeras, abrieron el camino para que Inglaterra expandiera sus importaciones de materias primas y alimentos, así como para que acrecentara su participación en los mercados del Nuevo Mundo. El barato algodón del Brasil colonial y de las colonias inglesas del sur convirtieron a Manchester en un gigante de la producción textil. Buena parte de esta prosperidad ocurrió a costa de los esclavos africanos, el sudor y lágrimas de las plantaciones de algodón y azúcar de las colonias del Caribe y América del Sur. Estos esclavos, lo mismo que el trabajo de los indígenas de México y sus descendientes mestizos, financiaron la capitalización de los imperios industriales de Europa occidental. Más tarde, las nuevas repúblicas de la América hispana desempeñaron un papel similar para los comerciantes y manufacturas ingleses. Estas economías satélite estaban estructuradas de tal modo que, en vez de operar para satisfacer las necesidades locales, sus sistemas de producción y distribución servían principalmente a las metrópolis dominantes. El control europeo de los mercados, las exportaciones y las materias primas explica, en parte, el subdesarrollo de México y del resto de América Latina, relación que Pierre Jaffee llama con acierto el “saqueo del Tercer Mundo”.18 Como nos recuerda el teórico de los sistemas mundiales Immanuel M. Wallerstein, vivimos en un mundo capitalista, el cual cobró forma en la economía expansionista europea del siglo  y tres siglos más tarde ya comprendía al mundo entero.19 ¿Por qué entonces, si fue así, países como México no han disfrutado de un desarrollo similar al de otros países capitalistas? Ésa es una buena pregunta, pero también existen buenas respuestas. Como se sabe, los pasos en el camino de la modernizacion capitalista han sido a veces lentos o nulos. No hay que olvidar que la historia nunca está quieta; el tiempo lo cambia casi todo. Lo que fue posible en el pasado podría ya no serlo hoy. Las excolonias, ahora economías en gran medida dependientes, enfrentan una situación completamente distinta a la que encaraba Europa occidental en la época del descubrimiento y la colonización. Ya no es posible adquirir capital fácilmente. Las economías dependientes se desenvuelven en un mundo regido por las naciones industrializadas, dueñas de capital de inversión y agraciadas con tecnología avanzada, así como con mercados para los productos primarios de los exportadores periféricos. El capitalismo ha engendrado un centro de naciones ricas y, en su periferia,

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países pobres o moderadamente pobres, México entre ellos, como explicaron sin cesar los economistas latinoamericanos bajo la tutela de Raúl Prebisch, el especialista argentino en economía política. Desde sus inicios —según Samir Amin, cuyos ensayos sobre las economías del Tercer Mundo son legendarios—, el capitalismo ha sido un sistema polarizador, de centros dominantes y periferias dominadas, los unos desarrollados, predominantes e independientes y las otras subordinadas, dependientes y subdesarrolladas, que sirven a las necesidades de aquéllos.20 Desarrollo y subdesarrollo, como observó Frank, son dos caras de la misma moneda. O, para citar a Wallerstein, el capitalismo contribuye a un mundo de desigualdad: “Para desarrollarse, necesitó la connivencia de la economía internacional”.21 El saqueo por parte de Europa del mundo colonial dio origen a un abismo entre países centrales y periféricos, que aún perdura. La incorporación de las excolonias al capitalismo mundial en expansión reforzó su dependencia, o, como dicen algunos, su subdesarrollo. La naturaleza del capitalismo, después de todo, descansa en la explotación de los recursos, tanto nacionales como internacionales, y —para citar a Fernand Braudel— también de las oportunidades.22 Sea cual fuere su nacionalidad, el capitalismo se basa en monopolios legales o de facto, ideados y controlados por intereses poderosos. Los beneficios rara vez llegan a los pobres de una sociedad. Para buscar las raíces del subdesarrollo, deben conocerse los orígenes del capitalismo: el bandolerismo de Europa abrió el abismo que separa a los países centrales de los periféricos. Los países subdesarrollados, además, no se encuentran simplemente en una etapa previa del camino seguido por los Estados industriales modernos, sino que también están atrapados en un papel subordinado en la economía capitalista mundial. En los albores del capitalismo, los países occidentales determinaron y subordinaron a las economías del mundo periférico. A partir de los descubrimientos marítimos de los siglos  y , fuente del comercio colonial y origen de la acumulación temprana de capital, los europeos se encargaron —con frecuencia mediante actos de piratería— de tomar lo que codiciaban de pueblos primitivos incapaces de defenderse. Para los habitantes de las colonias siguieron tres siglos de vivir de las exportaciones, y de comprar con sus ganancias bienes manufacturados, en su mayoría a comerciantes ingleses. Dados estos orígenes, a la sociedad mexicana, como veremos, le fue prácticamente imposible desarrollarse en forma autónoma. Es absurdo esperar que los históricamente explotados marchen en sintonía con las fases europeas de desarrollo. Hoy los países subdesarrollados —o, para usar la jerga actual, las “naciones en desarrollo”— existen en un mundo dominado por las naciones ricas, lo mismo que por elites subordinadas. Como escribió López Portillo, es raro que los poderosos asuman “la responsabilidad de los males del sistema económico que han impuesto al mundo, y menos aún que admitan su culpa, porque juzgan normales los resultados negativos”.23 Sin embargo, los males de los países subdesarrollados, añadió este autor, no son sino aspectos diferentes de lo que constituye en esencia un problema global.

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El imperialismo, escribió el poeta mexicano Octavio Paz, no nos ha permitido “acceder a la ‘normalidad histórica’”; la sociedad mexicana exhibe un perfil anormal. Las clases dominantes, argumentó Paz, no tuvieron otra misión que la de colaborar como socias de los extranjeros. De igual manera, la clase terrateniente local, la más poderosa, deseaba una economía que maximizara las ganancias de sus exportaciones, se oponía a toda restricción a ellas y exigía acceso a bienes baratos del Occidente industrial. Los comerciantes extranjeros no le representaban ningún peligro, por más que dañaran a los industriales incipientes, quienes quizá habrían necesitado que se fijaran impuestos a las importaciones. Así, la burguesía local tenía metas incoherentes. No existía una burguesía nacional dispuesta a pelear por los intereses nacionales, como reconoció Paz.24 La estructura del capitalismo mundial no permitió la aparición de una burguesía auténticamente nacional que buscara salir de la dependencia. El crecimiento económico con justicia social no puede alcanzarse sin demoler la “red capitalista de dominación y dependencia”.25 Sólo cuando los lazos con los países centrales se debilitan —como le ocurrió a México durante la segunda guerra mundial, cuando prácticamente se interrumpió la importación de bienes de Estados Unidos—, los países dependientes pueden obtener cierto grado de desarrollo autónomo. En los últimos tiempos, únicamente dos países, Taiwán y Corea del Sur, han transitado de sociedades agrícolas a industriales y tecnológicamente avanzadas, gracias en parte, a la guerra fría y a la estrategia estadunidense de erigir barreras contra China y la Unión Soviética.

III ¿Cómo remediar el mal del subdesarrollo? Es obvio que nadie ha dado hasta ahora con una respuesta fácil. Se trata de un problema desconcertante, como lo confirma ampliamente la bibliografía al respecto. Antiguo tema, el estudio de los porqués del crecimiento económico, data, al menos, de La riqueza de las naciones (1776), de Adam Smith, piedra angular de la economía clásica, leída ávidamente por los primeros planificadores mexicanos. Smith se preguntó por qué algunas naciones avanzaban a todo galope mientras otras se rezagaban. Al satisfacer su interés propio, pontificó, los individuos, como guiados por una “mano invisible”, beneficiaban a la sociedad entera. “El interés de un país en sus relaciones comerciales con naciones extranjeras”, escribió, “es similar al del comerciante respecto a las diferentes personas con que trata: comprar lo más barato y vender lo más caro posible.” Para que este sistema operara adecuadamente, se precisaba de una “perfecta libertad de comercio [...] para vender caro cuando [...] los mercados están ocupados por el mayor número de compradores”. Smith sostenía tres principios: “Vida, libertad y búsqueda de la propiedad”.26 Irónicamente, nunca usó el término laissez-faire (“dejad hacer”), y estaba a favor de algunas limitaciones al libre comercio. No obstante, su doctrina de la competencia fomenta el egoísmo y la codicia. Hoy sus discípulos pertenecen a la escuela económica

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neoliberal, la que, con excepción de Cuba, predominó en América Latina en las últimas décadas del siglo . David Ricardo, otro economista clásico inglés igualmente convencido de que las fuerzas del mercado —semejantes a las leyes de la gravedad— regulan la economía capitalista, mereció la aclamación pública en México con su doctrina de la ventaja comparativa. En Principios de economía política y tributación (1821), Ricardo adujo que las naciones debían especializarse en lo que hacían mejor. Puso como ejemplo el comercio entre Inglaterra, fabricante de textiles, y Portugal, productor de oporto. Basó su teoría en la división internacional del trabajo; cada país debía producir los bienes en los que tuviera la mayor ventaja relativa. Esta lógica llevaría a Portugal a concentrarse en la producción y venta de vino, y a Inglaterra en la fabricación de telas, con lo que el comercio resultante entre ambos generaría el máximo de ganancias para los dos países. Defensor del libre comercio, Ricardo impugnó la práctica mercantil de proteger a los productores nacionales.27 Esto tenía sentido para los ingleses, porque su país se había convertido en el principal centro manufacturero del mundo, capaz de vender más que sus rivales y beneficiarse del libre comercio. Pero al aceptar este principio, los países de la periferia, carentes de base industrial, se condenaron a convertirse en proveedores de materias primas y granos. ¿La lección? No todos se benefician igual de la ventaja comparativa, porque algunas actividades son más lucrativas que otras, como, muy a su pesar, aprendió Portugal. Otros teóricos de esa época juzgaron que el obstáculo era el crecimiento incontrolado de la población, interpretación conocida como teoría malthusiana, la cual postula que un país puede agotar su provisión de alimentos y socavar su nivel de vida. Mantener bajo control la población: ésa era la tónica de Malthus. Pero en la mayoría de las naciones industrializadas, las tasas de mortalidad empezaron a reducirse apenas a fines del siglo .28 Y aunque altas tasas de crecimiento de la población pueden dificultar el desarrollo económico —una verdad que los líderes mexicanos reconocieron tardíamente—, los bajos ingresos y no la explosión demográfica son la principal razón de la pobreza. De igual modo, un crecimiento demográfico equilibrado no abrirá por sí solo la puerta al desarrollo económico, como lo ilustra la situación contemporánea de México.29 Con una tasa de crecimiento de la población de alrededor de 1%, México sigue siendo un país subdesarrollado, y la pobreza aumenta a pasos agigantados. Para la época victoriana tardía, el tema del desarrollo había perdido atractivo, aunque lo recuperó brevemente con los escritos de Marx, crítico acerbo del capitalismo. Luego, a principios del siglo , el alemán Max Weber, con su monumental La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1904-1905), inyectó nueva vida al tema. Su interpretación, profundamente religiosa e ideológica, se convirtió en la explicación cultural de este asunto. Para Weber, valores y actitudes trascendían todo lo demás.30 La ética protestante, que, de acuerdo con sus apóstoles, consagraba el trabajo arduo, el ahorro y la honestidad en las prácticas de negocios, culpaba a los dogmas católicos, supuestamente anticapitalistas, de entorpecer la

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actividad comercial, por condenar la usura y exaltar la virtud de la pobreza. Weber enalteció a los puritanos calvinistas, quienes predicaban la doctrina de la predestinación, según la cual sólo un selecto número de seres humanos estaban destinados a la salvación celestial. Para dar prueba de esa salvación, los calvinistas tuvieron que demostrarla con signos visibles de prosperidad terrenal, ¡y ay de aquellos que dilapidaran sus ganancias en el placer en vez de reinvertirlas para dar fe de su plena adhesión a la voluntad de Dios! El éxito en la tierra conducía al éxito en el cielo.31 Weber culpó de las desgracias de las sociedades periféricas a sus creencias y prácticas tradicionales. La tesis de Weber tiene incontables partidarios, pero abundan los cuestionamientos; no todos los especialistas aceptan los puntos de vista del alemán. Antes que nada, ¿cómo podría explicarse el éxito industrial de Japón y China, sociedades difícilmente protestantes, y el de varios países católicos, por ejemplo Italia? Una pregunta fundamental ronda a la engañosa lógica de Weber: ¿ideas, prácticas y valores de una sociedad emergen de la nada? ¿No revela la historia que la gente tuvo que comer para sobrevivir, y que para ello recolectaba moras y mataba a bestias salvajes y después justificaba lo que había hecho? A lo largo de los siglos, hombres y mujeres han racionalizado sus creencias para que cuadren con lo que deben hacer. Las actitudes religiosas surgieron indudablemente de la realidad ordinaria, en gran medida del temor a la muerte y la esperanza de salvación en la otra vida. La Revolución industrial dio origen a ciertas creencias y actitudes, como aseguró el inglés R. Harry Tawny; el capitalismo emergió cuando actitudes seculares suplantaron a dogmas religiosos.32 Weber era, además, un historiador miope. Olvidó, como escribe Fernand Braudel, que el norte de Europa suplantó a los centros capitalistas de la región mediterránea, difícilmente una fortaleza protestante. El siglo  atestiguó sencillamente el triunfo de los centros de poder del norte sobre los antiguos: Amsterdam copió a Venecia como Londres copiaría a Amsterdam, ninguna de las cuales aportó mucha tecnología nueva o flamantes principios administrativos.33 Pero Weber no se equivocó del todo. El desarrollo económico, o su ausencia, puede responder en parte a actitudes, valores e ideas. Visiones fatalistas de la vida, no poco frecuentes entre comunidades pobres de México, no son un terreno fértil para creer que puede conseguirse una vida mejor mediante el cambio político y económico. Cuando la gente dice que el destino predetermina lo que ella es y cómo vive, resulta difícil, si no es que imposible, que adopte nuevas técnicas. El antropólogo mexicano Manuel Gamio me contó lo complicado que fue lograr que los otomíes de Hidalgo hicieran tortillas, su pan de cada día, con soya y no con maíz, pese a que, en su opinión, aquel cultivo era mejor para esa región desértica, y un mejor alimento. Aun así, para que un hombre o mujer se sienta motivado a cambiar, a fin de mejorar su modo de vida, debe saber que esa meta es alcanzable.

IV En la década de 1950, tras la aplicación del Plan Marshall en una Europa destrui-

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da por la guerra, cobró forma un interés amplio en el desarrollo, principalmente como resultado del talento de antropólogos, sociólogos y economistas discípulos de las “teorías de la modernización”, estudiosos que deseaban remendar el daño previamente hecho a las sociedades “atrasadas” tratando de “arreglar” las cosas. Alterar el modo de vida, como se proclamaba, podía abrir de par en par las puertas al progreso y a una vida mejor. Bastaba simplemente con transformar los hábitos de la sociedad, introduciendo nuevas técnicas e ideas.34 Abundaban las panaceas; una de ellas, un remedio bastante común, instaba a un cambio en las prácticas religiosas (es decir, a adoptar el protestantismo); otras abogaban por escuelas, caminos y clínicas de salud, o por remplazar el arado de madera por el de acero, que abre surcos más profundos y permite una mejor irrigación y mejores cultivos. La gente de las sociedades tradicionales, se alegaba, concedía menos valor al trabajo, que consideraba apenas un medio para sobrevivir, no algo que se hace para progresar. Hombres y mujeres de esas comunidades solían ser fatalistas, y rara vez se sentían motivados a adoptar nuevas actitudes y maneras de hacer las cosas. Los antiguos hábitos estaban muy arraigados, eran prácticas que habían persistido a través de generaciones.35 Los “expertos” recomendaron a México aceptar la salvación representada por la pericia del exterior, que incluía habilidades organizativas y tecnológicas, ideas y valores modernos y, por supuesto, capital extranjero, dirigido todo ello a librar a un país, para citar al psiquiatra mexicano Jorge Carrión, de su atraso, pobreza, hambre y explotación.36 La respuesta a esos teóricos por parte de numerosos estudiosos mexicanos llegó pronto. Patrones y maneras de hacer las cosas adoptados de naciones occidentales podían resultar obstáculos al progreso en un país pobre. Para que fuera útil, la educación debía adecuarse a las necesidades locales. Lo mismo podía decirse de la tecnología moderna. Su transferencia entrañaba riesgos: el remplazo de las formas tradicionales en un sector de la sociedad podía producir estancamiento en otros.37 Aunque Inglaterra había construido fábricas y buscado empleo para su población, en rápido crecimiento, apoyándose en la tecnología apropiada, la de entonces ya era mucho más intensiva en capital y menos dependiente del trabajo humano.38 México, como otros países pobres, tenía, en cambio, abundante mano de obra, pero escaso capital y habilidades. Depender de modelos extranjeros resultó en crecimiento distorsionado y desempleo. Los países que adoptaron el modelo intensivo en capital se arriesgaron a concentrar el capital disponible en un reducido sector moderno, y a permitir que el resto de la economía se rezagara. Como advirtió Jesús Silva Herzog, los economistas mexicanos no debían adoptar programas exóticos sin un estudio cuidadoso; no debían aceptar teorías elaboradas por economistas en Nueva York, Londres y París, pues de otro modo causarían un daño irreparable al país.39 Crítico de la imitación, el filósofo Samuel Ramos se dio a conocer entre el gran público con su libro Perfil del hombre y la cultura en México, controvertido estudio de la década de 1930, época en la que se intentaba definir el alma del mexicano. “Me limito”, escribió Ramos,

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“a señalar lo fácil con que ideas y teorías importadas de Europa se practican en México sin la menor crítica”; mientras esto persista, continuó, “seremos vulnerables a ideas extrañas que, sin tener nada que ver con nuestras necesidades, terminen por deformar nuestro carácter nacional”, y por retardar en consecuencia, el “desarrollo de las potencialidades nacionales.” La fascinación de los mexicanos por culturas extranjeras indicaba una “fuga espiritual de su país”. La cultura era un claustro en que se refugiaban hombres y mujeres que desdeñaban las realidades nacionales para ignorarlas. De esta actitud errónea, añadió, se desprendía la “autodenigración” de México, con un impacto devastador en su orientación histórica.40 Años más tarde, Octavio Paz agregaría que “hemos pensado muy poco por cuenta propia; todo o casi todo lo hemos visto y aprehendido en Europa y los Estados Unidos”.41 El economista o sociólogo de un país periférico que aceptaba con “ufana pedantería”, palabra por palabra, el saber de tutores extranjeros, escribió, por su parte, Jesús Silva Herzog, se asemejaba al adulador que se postra ante su maestro.42 Cuando los mexicanos se empeñaban en adoptar costumbres de América del Norte, explicó el psiquiatra Jorge Carrión, se comportaban como “pochos”: hombres y mujeres que, habiendo perdido su raigambre psicológica, se apresuran a imitar a los estadunidenses, hablar inglés, ver películas estadunidenses y menospreciar las mexicanas, y desdeñar los usos y costumbres nacionales.43 Los mexicanos, afirmaba este argumento, debían tener en mente las necesidades y aspiraciones primarias de su pueblo. Los “modelos de desarrollo que hoy nos ofrece Occidente”, insistía Paz, “son compendios de horrores”.44 Para citar a Arturo Escobar, esos modelos de desarrollo reproducían sencillamente los estándares de las naciones occidentales, medido el éxito o fracaso a partir de su criterio. En la bibliografía antropológica occidental, especialmente en la estadunidense, acusó este autor, “hay una falta casi total de referencias a la intervención imperialista de Estados Unidos como factor que afecta la discusión teórica”.45 Tal como conjeturó Joan Robinson, la instrucción occidental, al separar los aspectos económicos de la vida humana de su contexto político y social, confundió en vez de iluminar la naturaleza del problema.46 La imitación servil pasó por alto la experiencia histórica de los países subdesarrollados, así como la del proceso mundial, que contribuyó a que esos países fueran subdesarrollados, como reconoció el economista chileno Claudio Veliz.47

V Los psiquiatras señalan que la historia determinó en alto grado el carácter de los mexicanos, de modo que a quienes deseamos comprenderlos nos corresponde escudriñar detenidamente su pasado, el cual rara vez está ausente. Como amonestó Paz, “todas las heridas [de México], aun las más antiguas, manan sangre todavía”.48 El tradicionalismo de México, aunque bajo ataque, fue una constante del carácter nacional, determinado por circunstancias que prevalecían desde tiempo atrás. El controvertido tema del complejo de inferioridad del mexicano, a veces negado con vehemencia, podría explicar al menos

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en parte, añadió este autor, la “reserva con que el mexicano se presenta ante los demás y la violencia inesperada con que las fuerzas reprimidas rompen esa máscara impasible”. El mexicano no es inferior, argumentó Ramos, sino que “se siente inferior”, como resultado, en parte, de medirse con base en la escala de valores de Europa occidental, mal tan añejo como la Independencia.49 ¿Cómo explicar entonces el “subdesarrollo” de México? Es un hecho que no puedo poner punto final a esta controversia. Cuanto más estudio el subdesarrollo de ese país, más me convenzo de que no tiene solución, desde luego no una solución simple. Pasaron cinco siglos para que México se convirtiera en una sociedad distorsionada, dependiente y disfuncional, y se necesitará un milagro para anular ese legado. El mundo que hoy conocemos tendría que cambiar radicalmente; volver a ser como antes, si se quiere, cuando los ricos eran menos poderosos y las configuraciones económicas y sociales que tardaron unos quinientos años en evolucionar se hallaban a medio camino. Eso sería, repito, un milagro. México está condenado a ser lo que es, a menos que su burguesía, siempre el perro faldero de los omnipotentes yanquis, sufra una metamorfosis, similar a la del vil Scrooge de la Canción de Navidad de Dickens. Después de todo, soy sólo un historiador, experto —si se me permite usar este término— en apenas uno de los aspectos de este tema desconcertante; debo apoyarme en las investigaciones de otros. Únicamente puedo ofrecer una interpretación, analizando en el camino el racismo y otros males sociales y psicológicos de México, que exacerban el todopoderoso factor económico; no hacerlo así sería desconocer los elementos básicos de la realidad. Desde tiempos de la Colonia, México ha tenido un economía basada en la exportación de metales y otros bienes primarios. Desde el principio, esta actividad ha sido controlada, en gran medida, por el capital extranjero. México tiene una economía orientada principalmente a la exportación de bienes primarios, semicolonial. A un país le aqueja el subdesarrollo cuando no depende simplemente de exportar lo que la tierra ofrece, sino también de un solo mercado, Estados Unidos en el caso de México. Este mercado decide el volumen y carácter de las compras y fija los precios. Así, los estadunidenses dictan la naturaleza de la subordinada economía de México. Esta fórmula sólo significa dominación económica. Es el legado del colonialismo, cuando las potencias occidentales vieron al mundo periférico como una fuente de materias primas y alimentos baratos, lo mismo que como un mercado para sus manufacturas. Raúl Prebisch, quien rompió con las enseñanzas de Smith y Ricardo, aseveró que las naciones centrales, en un régimen de libre intercambio internacional, ganan más que las periféricas, porque los términos de intercambio les favorecen. Los países pobres tienen que vender mayor cantidad de productos primarios para comprar el mismo valor de productos terminados. De esta relación asimétrica surgieron problemas de balanza de pagos, pues los ingresos recibidos de las exportaciones fluctuaban o —más usualmente— caían, mientras que el costo de las importaciones se mantenía estable o aumentaba.

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Arrolladora como es, sin embargo, la economía no puede explicar por sí sola el subdesarrollo de México. Volvemos de este modo al punto de partida: ideas y creencias tienen un papel por desempeñar en este drama trágico. La actitud de dependencia, afirma el psiquiatra Carrión,

se revela en la psique del mexicano en una resignación emocional ante hechos futuros, así que aquél adopta actitudes que no se manifiestan únicamente en palabras, no sólo en expresiones verbales de dependencia [...] sino también en la esfera económica.50 Pocos mexicanos creen de verdad que su país se sumará en definitiva a las sociedades industriales de las naciones centrales. Como señaló sagazmente Alan Riding en Vecinos distantes: “Los desastres que les suceden a los mexicanos no representan grandes decepciones para ellos, porque los consideran inevitables”. Todo se reduce a “mala suerte” o, para citar una habitual respuesta mexicana, al “ni modo”. Teorías e interpretaciones aparte, veamos cómo fue que México se volvió un país subdesarrollado.

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