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AUGUSTO CURY

E l col E ccionista dE lágrimas

Holocausto nunca más

EL COLECCIONISTA DE LÁGRIMAS

Holocausto nunca más

Título original: O COLECIONADOR DE LÁGRIMAS. HOLOCAUSTO NUNCA MAIS

© 2012, Augusto Cury

Traducción: Pilar Obón

Diseño de portada: Departamento de Arte de Océano Imagen de portada: Getty Images / Leah Dykhoff / EyeEm Fotografía del autor: © Instituto Academia de Inteligência

D. R. © 2023, Editorial Océano de México, S.A. de C.V. Guillermo Barroso 17-5, Col. Industrial Las Armas Tlalnepantla de Baz, 54080, Estado de México info@oceano.com.mx

Primera edición en Océano: 2023

ISBN: 978-607-557-712-8

Todos los derechos reservados. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita del editor, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. ¿Necesitas reproducir una parte de esta obra? Solicita el permiso en info@cempro.org.mx

Impreso en México / Printed in Mexico

Dedicatoria

Dedico esta novela histórica/psiquiátrica a todas las víctimas del Holocausto, en especial a los niños, que deberían ser tan libres en el jardín de la existencia como las mariposas en los bosques floridos, pero, por desgracia, fueron segados cruelmente y sin piedad… Este libro es otra pequeña antorcha para mantener encendidas sus historias. La dedico también a los niños de todas las generaciones que, de manera directa o indirecta, fueron víctimas de los más diversos tipos de “holocaustos”. Una especie que no protege cariñosamente a sus hijos no es digna de ser viable.

La dedico, asimismo, a los más importantes y de los menos valorados profesionistas de las sociedades modernas: los maestros. Son tan o más importantes que los psiquiatras y los jueces, pues labran los suelos de la mente de sus alumnos para que protejan su emoción, gestionen su estrés, desarrollen el altruismo y, sobre todo, se conviertan en autores de su propia historia, para que no enfermen ni cometan delitos. Los maestros son héroes anónimos: con una mano escriben en un pizarrón, y con la otra

cambian la humanidad cuando iluminan con su conocimiento la mente de un alumno… Y no me inclinaría ante una celebridad o ante una autoridad política, pero me inclino ante los educadores, en especial, los maestros de historia y sociología que, como coleccionistas de lágrimas, igual que el protagonista de esta novela, saben que una sociedad que no conoce su historia está condenada a repetir sus errores en el presente y expandirlos en el futuro. Felicidades por creer en la educación e invertir en esta bellísima especie, compleja y paradójica, que se atreve a conocer el mundo exterior, pero es tímida cuando se trata de conocer su propia esencia.

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Prefacio

No deberíamos huir del Holocausto perpetrado por el nazismo en la Segunda Guerra Mundial. Primero, porque es parte fundamental de nuestra historia, la historia de la humanidad. Segundo, porque es probable que la mayoría de las personas, de los más diversos continentes, incluso del europeo, desconozca los hechos primordiales. Tercero, porque la historia puede repetirse de múltiples formas y con múltiples vestiduras. Cuarto, porque no hay garantías de que la educación clásica que nos hace mirar hacia fuera, para conocer desde los secretos de los átomos hasta la intimidad de las células, que nos seduce con millones de datos que se pasean desde las matemáticas a la física, pueda producir una masa crítica capaz de prevenir, en tiempos de crisis económicas y sociopolíticas, el ascenso de nuevos “Hitler” que dicen aportar soluciones mágicas radicales e inhumanas. Quinto, porque quien tiene contacto con el dolor humano y lo trabaja con madurez tiene más posibilidades de ser emocionalmente saludable. Huir del contacto con el “dolor” puede bloquear el desarrollo de habilidades para superarlo.

Ésos fueron algunos de los temas de mis conferencias sobre la educación del siglo xxi y el proceso de formación de pensadores en algunos países del este europeo, como Serbia y Rumania, en ocasión del lanzamiento de mis libros. Países bellísimos geográfica y afectivamente, que yo desconocía y que también fueron sorprendidos por las garras de Adolf Hitler. Serbia, Croacia y el resto de las naciones de origen eslavo, incluida Rusia, fueron consideradas como pertenecientes a una raza inferior por la pseudociencia del nazismo. Después de mis conferencias, aproveché para conocer el Museo del Holocausto en Polonia, situado en la región de Cracovia, donde fueron construidos los tres campos de concentración de Auschwitz.

Con mi guía, experto en historia, discutí muchos detalles de aquellos dramáticos años. Primero pasé por el Campo I y, entre innumerables hechos impactantes, vi miles de zapatitos de los niños y sus maletas con las fechas de nacimiento y sus orígenes. Partía el corazón verificar lo que esos hombres dementes hicieron con los niños y niñas de nuestra especie. Cuando entré en el Campo II, el más atroz de todos, Auschwitz-Birkenau, ya desde la entrada me llevé un impacto extraordinario. Un grupo de hombres tomados de las manos cantaba en círculo y bailaba al son de una guitarra. Otro grupo, esta vez de mujeres, los rodeaba también en círculo y les aplaudía. Era una escena impensable en aquel ambiente, una alegría incomprensible en un lugar cuyas paredes atestiguaron sufrimientos inexpresables y cuyo suelo fue escenario de atrocidades inimaginables. En definitiva, no era un lugar para cantar y bailar. Parecía una violación a la historia. ¿Qué cantaban y qué los motivaba?, me pregunté, conmocionado.

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Entonces lo descubrí: cantaban en hebreo. Era un grupo de judíos que celebraba que su pueblo seguía vivo.

Aunque me hayan publicado en Israel, no entiendo nada del idioma hebreo. Entonces me tradujeron el contenido de una canción. Vislumbré, admirado, que no huían del dolor con su canto sino que, conscientes de él, tenían el coraje y la sensibilidad de homenajear la vida en aquel infierno nazi. Y, sin embargo, ¿qué motivos tenían para festejar? Celebraban porque todavía creían en el ser humano, a pesar de todo: a pesar de que su pueblo había vivido el ápice del dolor físico, la cima de la ansiedad y de la depresión, los niveles más altos de discriminación, el exterminio cruel e industrial de hombres, mujeres, ancianos, niños, adolescentes…

Batían palmas porque tenían aquello que nosotros, desde la ciencia, no comprendemos ni les podemos dar: fe. ¡Creían que el espectáculo de la vida continuaba para quienes se despidieron de esa breve existencia, aunque de forma completamente injusta y brutal! Y creían también que la vida debía latir con dignidad y placer para los que se quedaron. Jamás olvidé esa escena. Nosotros, los psiquiatras, tratamos la depresión, pero nuestras técnicas y nuestros medicamentos, por más actuales y eficaces que sean, no producen la alegría y el encanto por la existencia. Los acompañé con lágrimas en los ojos.

En un determinado momento de la visita a Auschwitz-Birkenau, hice a mi guía una pregunta inesperada: “¿No te angustia hablar sobre esos asuntos todos los días?”. Con sinceridad, me contestó que sí se había deprimido mucho, pero que hoy sentía cierto distanciamiento. Y se mostraba incómodo con sus palabras, pues no quería dar la impresión de que era un especialista

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en ganarse la vida hablando de las miserias ajenas. Al intentar aliviarlo, comenté que su función era relevante, era educativopreventiva. Él sonrió y me lo agradeció.

En realidad, su distanciamiento no ocurría sólo porque así se había programado, sino por la acción espontánea e inconsciente del fenómeno de la psicoadaptación, un mecanismo de defensa que surge en el núcleo de la psique para ayudarnos a sobrevivir a las tempestades. En los campos de concentración, muchas víctimas desarrollaron ese mecanismo. Se disputaban enardecidamente un mísero mendrugo. A continuación, ya en un plano más íntimo conmigo, el guía confesó que lo que más le impactaba era pensar que no era posible que los más de 8 mil policías nazis de Auschwitz fueran psicópatas. Es una cuestión crucial. Sabiendo que yo investigaba la mente humana, quería saber mi opinión. Ese asunto aparecerá a lo largo de esta obra, y sólo adelanto que hay una marcada diferencia entre un psicópata clásico y un psicópata funcional, entre una mente enferma que fue forjada por traumas a lo largo de la formación de la personalidad, y una mente débil, capaz de ser adiestrada por ideologías radicales. Ambas cometen crueldades inimaginables, pero tienen orígenes distintos.

Adolf Hitler, un austriaco tosco, rudo, inculto, usó técnicas sofisticadísimas de manipulación de la emoción para agigantarse en el inconsciente colectivo de una sociedad a la que no pertenecía, la alemana. Es probable que quedemos perplejos al recorrer la infancia y formación de la personalidad de aquel que se convirtió en uno de los mayores monstruos, si no el mayor sociópata, de la historia, pero quedaremos igual de impresionados con la complejidad de su mente y con el magnetismo social fomentado

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tanto por él como por sus secuaces, en especial Goebbels, su ministro de Propaganda. Antes de devorar a los judíos, eslavos, marxistas, homosexuales, gitanos, masones, Hitler utilizó sofisticadísimas estrategias para devorar el alma de los alemanes, uno de los pueblos más cultos de su época, portador probablemente de la mejor educación clásica.

Pero ¿por qué escribir una novela sobre la Segunda Guerra Mundial? Una novela produce una mayor apertura y libertad para intentar reconstruir el drama y los hechos históricos, y quién sabe si ese formato pueda despertar el interés, no sólo de los adultos, sino también de los jóvenes, para expandir su cultura sobre ese tema fundamental de la historia. Los jóvenes germanos de aquellos tiempos se adhirieron en masa a las ideas megalómanas del nazismo.

Procurar escribir esta novela desde los ángulos de la psiquiatría, de la psicología, de la filosofía, incluso de la sociología, tocó las raíces de mi emoción, me provocó insomnio. Ya no volveré a ser el mismo… Siempre abordé los grandes conflictos psicosociales en mis libros de ficción y de no ficción, incluso la cárcel de la emoción en las sociedades democráticas. Ahora llegó el turno de hablar sobre el Holocausto. Desde hace cerca de diez años, en los intervalos de mis obras, estuve trabajando en la arquitectura de esta novela. Estudié muchos libros de historia procurando extraer detalles para intentar formar un cuadro psicosocial sobre el autor y actor principal de la más dramática y violenta “ópera” social, Hitler. El historiador apunta los hechos y los ambientes, el escritor de ficción construye personajes, y el psiquiatra y el psicoterapeuta se transportan al interior de ellos. De esas actuaciones, la última se mezcló con mi estructura.

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Al ser una novela histórica, a diferencia de otras novelas, tuve cuidado de incluir, a medida que la trama se desarrollaba, diversas referencias bibliográficas que señalan algunos de los textos de los libros que estudié para escribirlo. Fue una tarea extenuante y un aprendizaje constante. A pesar de todo mi esfuerzo, pido disculpas sinceras por la imperfección de esta obra.

¿Es posible imaginar el dolor de un ser humano que semanas antes era un médico, empresario o profesional respetado, y fue de pronto arrancado de su ambiente social y tratado como un gusano en un campo de concentración? ¿Es posible experimentar la tortura emocional de mujeres que frecuentaban fiestas y vestían ropa confortable, y que fueron abruptamente arreadas como animales en trenes fétidos para, si tenían suerte, ser esclavas y, si no, ser asfixiadas sumariamente? ¿Y qué de los niños judíos que, antes de ser judíos, eran hijos de la humanidad? Ellos jugaban con sus amigos y se escondían detrás de los árboles, pero fueron violentamente arrancados de sus escuelas, transportados en condiciones inhumanas, sin agua ni comida, y silenciados en una cámara de gas como si fueran objetos. ¿Y qué podríamos decir de los enfermos mentales alemanes, que merecían sinceros afectos y fuertes apoyos para soportar el caos de un trastorno psíquico, pero fueron eliminados por el nazismo para purificar la raza aria? No, definitivamente no es posible rescatar la pesadilla sufrida por las víctimas del Holocausto, pero lo intenté.

Muchos me dijeron: ¿para qué enfrascarte en esa empresa?

¿Por qué no eliges temas menos complejos para desarrollar? Me siento atraído a escribir sobre ese drama. Mi responsabilidad ante millones de lectores en más de setenta naciones no es escribir una obra exitosa, sino una que contribuya a la conciencia crítica

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y a la formación de las mentes libres. La violencia no es producida sólo por sus patrocinadores, sino también por los que guardan silencio sobre ella…

Quedé convencido de que el Holocausto patrocinado por los nazis no sólo fue un accidente histórico violento e inhumano, sino que puso en jaque la viabilidad de la única especie que piensa y que tiene consciencia de que piensa, por lo menos cuando es sometida a determinados niveles de estrés político-económicocultural. No había reglas ni justificaciones para matar, aunque todas ellas sean inaceptables y enfermizas; se eliminaba por el simple, mórbido, placer de eliminar.

Pienso que la educación que sólo contempla las competencias técnicas, que no esculpe la resiliencia, el altruismo, la generosidad, la capacidad de ponerse en el lugar de los demás, de exponer y no imponer las ideas y, en especial, de pensar como humanidad, no previene nuevos holocaustos, no instruye a la especie humana para enfrentar sus futuros y severos desafíos, aun cuando promueve el producto interno bruto. Somos americanos, europeos, asiáticos, africanos, judíos, árabes, musulmanes, cristianos, budistas ateos… pero, sobre todo, constituimos una única y gran familia: la humanidad. Pensar como especie es la más noble y sofisticada de todas las funciones de la inteligencia, pero es la menos desarrollada. Esta novela analiza que estamos equipados, entrenados y hasta enviciados para pensarnos como grupo social. Y quien piensa como grupo social, político, académico, religioso, muy por encima de la especie humana, tendrá dificultades para desarrollar un romance con la humanidad. Podrá no contribuir a aliviar sus dolores ni a promover la tolerancia y la paz social, pero tendrá muchas posibilidades de aumentar sus llagas…

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El terror nocturno

Sin gritar ni llorar, padres e hijos judíos se quitaban la ropa, se reunían en círculos familiares, se besaban y se despedían unos de otros, esperando la señal de otros hombres de la SS* que aguardaban cerca de la zanja con látigos en las manos. Durante los quince minutos que estuve presente en aquel escenario, no escuché ninguna petición de clemencia ante el pelotón de fusilamiento… Lo que más me sacudió fue ver a una familia de unas siete personas, un hombre y una mujer de aproximadamente cincuenta años, con dos hijas, de veinte y veinticuatro años, tres niños de diez, siete y uno de apenas uno… La madre cargaba al bebé. La pareja se miraba con lágrimas en los ojos. Después, el padre tomó las manos del niño de diez años y le habló tiernamente; el niño luchaba por contener las lágrimas. Entonces escuché una serie de disparos. Miré a la zanja y vi los cuerpos contorsionándose o inmóviles encima de quienes murieron antes que ellos… ** 1

* Schutzstaffel (SS) [Tropa de protección], creada en un inicio como guardia personal de Hitler (de ahí el nombre), con el tiempo se convirtió en una enorme organización paramilitar del Partido Nazi que se encargaba, entre otras funciones, del proyecto de exterminio en masa en los campos de concentración.

** Testimonio real de un observador sobre el exterminio judío.

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o! ¡No! ¡Cobarde! ¡Omiso!

Julio Verne se movía en la cama en estado de shock; había tenido una pesadilla de uno de los hechos más sombríos de la Segunda Guerra Mundial. Despertó súbitamente con el corazón palpitando, las arterias pulsando, los pulmones ansiosos buscando oxígeno, las manos gélidas y hematidrosis (sudor sanguinolento desencadenado en rarísimos casos de intenso estrés). Se autoflagelaba golpeando su rostro y gritando:

—¡Soy un débil! ¿¡Por qué no reaccioné!?

Y lloraba copiosamente, aunque las lágrimas rara vez formaran parte del menú de sus sentimientos.

Katherine, su esposa, asustada, encendió la luz de la mesa de noche.

—¿Qué pasa, Julio…? ¿Qué sucedió?

Sin prestarle atención, él, en estado de pánico, continuaba castigándose.

—¡Soy un canalla! ¡Pequé por omisión!

Desconcertada, ella vio el rostro de su esposo sangrando en medio de una completa desesperación. Se sentó en la cama, angustiada. Parecía que su marido estuviera en una guerra y hubiera cometido un crimen imperdonable. Se habían conocido ocho años antes y hacía cinco que estaban casados. Era una relación estrecha, íntima, regada de placer; había pensado que lo conocía tan bien pero, sorprendida, jamás había presenciado una reacción así. El hombre con quien decidiera compartir su historia era intelectualmente inteligente. Nunca lo había visto padecer de insomnio, sueño fragmentado, o ser el blanco de terrores nocturnos ni, mucho menos, lastimarse a sí mismo. Parecía que, en

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¡ N

aquella noche fatídica, un brutal depredador y una frágil presa habitaban en la misma mente.

Julio Verne, observador, determinado, perspicaz, de buen carácter. Analítico, pero con vertientes de ansiedad. Era mesurado, pero jamás rechazaba una polémica. Políglota, hablaba cinco idiomas: inglés (su lengua materna), alemán, francés, polaco y hebreo. Orador brillante, tenía una mente sofisticada, era un hombre poco común. Estudió psicología, fue notable como alumno y más notable aún como psicoterapeuta clínico y profesor de psicología, pero un accidente automovilístico cambió sus planes. Después de terminar su maestría, el accidente le dejó múltiples fracturas y lo inmovilizó por seis meses. Recluido en la cama, recorrió los libros científicos, pero al aburrirse perdió el interés en ellos. Necesitaba algunas dosis de aventura. Rescató entonces una pasión antigua, los libros de historia, en especial, sobre la Segunda Guerra Mundial. Los devoró de día y de noche como un hambriento que llevaba mucho tiempo desnutrido.

Al convalecer, tomó una actitud que incomodaría a sus amigos y decepcionaría a sus padres: cursar la más fundamental de las áreas del conocimiento, historia.

—¿Historia, Julio? Tu salario va a caer en picada —dijeron sus padres.

—Pero me mueve una pasión.

—Un psicólogo no debe ser controlado por sus pasiones —opinaron sus amigos.

—¿Y por qué no? La razón sin emoción es una tierra sin fertilidad.

Cuando tomaba una decisión, no daba marcha atrás. Terminada su nueva carrera, dejó el set terapéutico para arriesgarse en

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los escenarios del salón de clases. Y brilló, aunque su cuenta bancaria nunca volvió a ser la misma. Ya tenía una maestría en psicología, ahora decidió hacer un doctorado en historia, cuyo tema involucraba la mente de los grandes dictadores. Intrépido, unió esas dos ciencias humanas y se convirtió en un especialista en el perfil psicológico, la mercadotecnia, las acciones e influencias de los sociópatas en el tejido social, en especial, de los nazis.

El profesor era de origen judío; tenía treinta y ocho años y vivía en Londres, la ciudad que al final de la primera mitad del siglo xx fue la capital de la resistencia contra el nazismo. Hijo único, 1.83 metros de altura, cabello lacio, negro, delgado, con una nariz que sobresalía en su arquitectura facial, ojos almendrados y castaños. Estaba fuera de los patrones de belleza, pero era atractivo. Recibió el nombre de Julio Verne a causa de la fascinación de sus padres, Josef, comerciante en arte y productos electrónicos, y Sarah, propietaria de una exclusiva tienda de moda femenina, por el legendario escritor francés del mismo nombre. Josef y Sarah viajaban en los libros de ese autor y soñaban con que su hijo, cuando creciera, liberara su imaginación y viajara en el tiempo. Sólo que no sabían que un día él lo haría literalmente, primero en sus pesadillas y después…

La dramática pesadilla del profesor lo llevó por primera vez a salir de las páginas de los libros hacia el pulso de la historia, experimentando en su mente los horrores provocados por Hitler.

Jamás había tenido la sensación de ser transportado en el tiempo con tanto realismo. Respiró la historia. Con la mente invadida, la tranquilidad robada, el ánimo pulverizado, su serenidad se esfumó.

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—¿Qué hice? ¿Por qué me quedé callado? ¿Por qué? —decía para sí Julio Verne, sin aliento. Entonces, le contó a Katherine los detalles de su pesadilla. Tenía como escenario el relato de Berthold Konrad Hermann Albert Speer, arquitecto en jefe del nazismo, ministro de Armamento y amigo personal de Hitler. Al terminar la Segunda Guerra Mundial, Speer, uno de los entusiastas de la construcción de la capital mundial soñada por el nazismo, le contó al tribunal de Núremberg, instalado para juzgar los crímenes de guerra, sobre el asesinato de familias judías que había presenciado. 2 El arquitecto del nazismo había atestiguado de cerca la gran obra de Hitler, el exterminio en masa de personas inocentes con lujo de crueldad. El profesor no sólo había soñado con ese dato histórico, sino que se vio y se sintió participando “en carne y hueso” en el acontecimiento.

Katherine quedó atónita con la descripción.

—Cálmate, querido. Estamos aquí, saludables y en nuestra cama —e intentando menguar su ansiedad, lo abrazó afectuosamente, pero él no se lo permitió.

—Yo estaba ahí, Kate. Estaba ahí…

Kate era el nombre cariñoso por el cual la llamaba.

—¿Cómo que estabas ahí? —preguntó ella, preocupada.

—Yo estaba presente en ese episodio…

—Pero sólo fue una pesadilla —intervino ella.

—¡Sí! Pero no fue un invento de mi mente. Fue un drama histórico. Sin embargo, yo… me acobardé. ¿Cómo pude hacer eso?

—Pero si fue una masacre de judíos, ¿por qué no fuiste asesinado en tu pesadilla?

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—Ése era el problema. Yo no estaba en la piel de los judíos. No estaba bajo la mira de los verdugos; al contrario, llevaba puesto un uniforme de la SS. Estaba al lado de Albert Speer… —respiró prolongadamente—. Vi a esas familias morir delante de mí. Vi a madres y niños asesinados sin piedad. Sabía que pertenecían a mi raza. Pero no grité en favor de ellos. Traicioné todas mis convicciones.

—Pero todo ocurrió en tu inconsciente. Todos saben que eres un humanista, un…

—¿Lo soy? ¿No seré una farsa? —dijo Julio Verne, pasándose las manos por el rostro en la actitud desesperada de quien ha comenzado a desconfiar de sus verdades.

Tensa, ella todavía hizo otro intento para proteger a su hombre, cuya marca personal era “la capacidad de rehacerse”, ahora temporalmente fragmentada.

—No te culpes… Recuerda uno de tus propios pensamientos: “Cuando la vida está en riesgo, el instinto de supervivencia prevalece sobre la solidaridad”.

Pero el intento sólo empeoró su estado.

—Yo acuñé ese pensamiento para entender las locuras de los demás. Jamás pensé en aplicarlo para entender mis propias locuras. No fui solidario, no protegí a niños inocentes, me acobardé, aunque inconscientemente, para preservarme.

Aunque el profesor quería meter la cabeza bajo la almohada y no salir de casa, necesitaba prepararse para otra jornada de trabajo. Desconsolado, se levantó rápidamente y fue a arreglarse.

Julio Verne había conocido a Katherine cuando ya era profesor de historia, en la sala de maestros de la universidad. Cabello negro, largo, ondulado, ojos verdes, 1.65 metros de altura,

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treinta y dos años, seis más joven que él, atraía por su belleza física y, todavía más, por la intelectual. Formada en psicología social, era una especialista en marketing de masas y en ciencia de la religión. Era católica practicante, pero, al igual que Julio Verne, respetaba y hasta elogiaba a quienes eran diferentes. Tenía buenos amigos no sólo entre sus pares académicos, sino también entre musulmanes, judíos, protestantes, budistas, ateos. Carismática, de rápido raciocinio, atrevida, a veces impulsiva, hipersensible, sufría por hechos que no sucedían. Soñaba con tener dos hijos con Julio Verne, pero la dificultad para embarazarse la atormentaba.

Dos intelectuales, un judío y una cristiana, vivían armónica y afectuosamente. Su secreto era simple: no tenían la necesidad neurótica de cambiarse uno al otro, respetaban la cultura de cada uno. Rara vez una pareja estuvo tan enamorada y alegre. Katherine había tenido muchos pretendientes, pero quedó encantada con el profesor de historia, una mente provocativa, estimulante, que sabía que el tamaño de las preguntas determina la dimensión de las respuestas. Su intelecto era una fuente inagotable de cuestionamientos, de ahí surgía la predilección del profesor por discusiones, debates, controversias, mesas redondas. Pero los años pasaron, y el éxito académico tocó a su puerta. Y fue un desastre.

Los aplausos y reconocimientos se convirtieron en el único veneno que consiguió asfixiar la mente del maestro. Intelectual renombrado, escritor admirado (cinco libros publicados en más de treinta países), el profesor Julio Verne dejó de nutrirse con el alimento de las dudas. Su capacidad de preguntar, de analizar nuevas ideas, entró en un coma inducido. El pensador se apagó.

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La llama que fascinara a Katherine se estaba extinguiendo. Sus clases seguían siendo didácticas, bien articuladas y ricas en detalles, pero no oxigenaban la mente de sus alumnos, no encantaban a sus audiencias, no generaban introspección ni conciencia crítica. Dejó de ser un formador de pensadores y se volvió un formador de repetidores de información. Se olvidó de la frase que lo había impulsado al inicio de su carrera: “El día en que un maestro deje de provocar la mente de los alumnos y ya no consiga estimularlos a pensar críticamente, estará listo para ser sustituido por una computadora”.

Concibió esa frase para otros maestros, era difícil aceptar que ese día había llegado para él… Igual de difícil era aceptar que preparaba el alimento del conocimiento para una audiencia que no tenía apetito intelectual. La notable cultura de Julio Verne no tenía sabor, inducía al sueño. Hasta que otro accidente en el camino, tanto o más fuerte que el que lo había llevado a ser un profesor de historia, comenzó a rescatarlo: sus terrores nocturnos…

Se arregló en cinco minutos. Nunca le había dado importancia a la ropa de moda ni a las combinaciones estéticas, Katherine lo monitoreaba en esa área. No desayunó, no tenía apetito. Sólo pidió disculpas a la mujer que amaba:

—Me voy a recuperar, Kate. Gracias otra vez por invertir en mí —dijo, con afecto.

Ella no lo acompañó, tenía actividades en la universidad esa mañana. Pero le pidió:

—Cancela tus clases, no estás bien. Mira tu cara.

—Me gustaría, pero ¿cómo? Los alumnos me están esperando. Ellos no tienen la culpa de mis miserias psíquicas —la besó con suavidad y se despidió.

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Las pesadillas comenzaron a sucederse noche tras noche, y empezaron a ocurrir hechos inquietantes durante el día, sacudiendo y nutriendo su ansiedad, pero también, de alguna manera, liberándolo del calabozo de la monotonía y haciendo que su mente volviera a aventurarse. Volvería a brillar en el salón de clases, pero el precio sería alto, muy alto…

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