MISIÓN: CATÁSTROFE SUBMARINA DS SHERRINGFORD Traducción de Marcelo E. Mazzanti
Primera edición: junio de 2018 Diseño y cubierta original: Andrea Cavallini Ilustraciones: Elisa Rocchi Adaptación del diseño y maquetación: Endoradisseny Edición: David Sánchez Dirección editorial: Iolanda Batallé Prats © 2018 Book on a Tree, por el texto © 2018 Marcelo E. Mazzanti, por la traducción © 2018 La Galera, SAU Editorial, por esta edición Casa Catedral® Josep Pla, 95 08019 Barcelona www.lagaleraeditorial.com lagalera@lagaleraeditorial.com Impreso en Limpergraf Depósito legal: B-6.188-2018 Impreso en la UE ISBN: 978-84-246-6182-3 Cualquier tipo de reproducción, distribución, comunicación pública o trans¬formación de esta obra queda rigurosamente prohibida y estará sometida a las sanciones establecidas por la ley. El editor faculta al CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) para que autorice la fotocopia o el escaneado de algún fragmento a las personas que estén interesadas.
CAPÍTULO 1
UNA SIRENITA MUY «HEAVY»
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n la piscina, Imogen Green, la agente Iota,
despertaba la admiración de todos. Fuese por su aspecto angelical, sus ojos claros o sus cabellos lisos y luminosos como hilos de oro, la cuestión era que, cada vez que cruzaba con sus brazadas la piscina, se oía un coro de suspiros de adoración. Los monitores, las madres de los otros niños, hasta sus jóvenes compañeros de baño, se fundían como la mozzarella en una pizza.
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–¡Qué maravilla! –¡Parece una sirena! –Con qué gracia se mueve… Los padres de Imogen la habían obligado a hacer el curso básico de natación sincronizada, y desde las primeras clases demostró un talento excepcional. Se movía por el agua como si fuese su elemento natural y, aunque nunca lo hubiera admitido ante su padre, se divertía muchísimo nadando. Excepto por un pequeño detalle.
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–¿Qué os parece si cambiamos de música, chicos? –La entrenadora, una joven de treinta años, con el pelo negro y una constelación de pecas en las mejillas, salió del agua con un ágil salto y, desde el borde de la piscina, se acercó a una barandilla. Cogió su móvil, que antes de la clase había conectado a la instalación acústica del recinto deportivo. –¡Síííííííí, Mara! –contestaron a coro todos los niños. –¡Perfecto, porque para los movimientos del próximo ejercicio vamos a usar una canción que seguro que conocéis todos! –Mara pulsó el botón de play, y por los altavoces sonaron las primeras notas de «Simón el gordinflón», la canción latina del verano–. ¡Creo que voy a acertar: esta música le gusta a todo el mundo! Las pecas de la entrenadora parecían brillar de satisfacción, al igual que sus ojos de color avellana. Todos, pequeños y mayores, se pusieron a canturrear la canción, felices. Pero una voz se deslizó por el agua de la piscina, amenazadora, fina, palpitante como la aleta de un tiburón:
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–¿Otra vez esa lata? ¡Bastaaa! En ese mismo instante fue como si el agua clorada se hubiese transformado en un bloque de hielo ártico, porque un escalofrío les recorrió a todos. –¿La canción no es de tu… hum… gusto, Imogen, cariño? –¡Para nada, Mara! –confirmó la niña mientras salía del agua. La entrenadora se quedó como hipnotizada contemplando el bañador de Imogen, todo negro y adornado solo por una calavera sonriente en el centro. –Como hasta ahora habéis elegido vosotros la música, me gustaría haceros una propuesta… por una vez. Sin dar tiempo a que Mara continuase, la niña se alejó a toda prisa camino de los vestuarios, de donde volvió a salir al cabo de unos segundos con su móvil. La entrenadora le dirigió una sonrisa forzada: –Bueno… si tus compañeros no tienen nada en contra… –¡No, qué va! –¡Adelante, Imogen! –¡Pon algo bonito!
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Los niños de la piscina chillaban excitados. Mara dio carta blanca a Imogen, que desenchufó el cable del teléfono de la entrenadora y conectó el suyo. Un par de toques rápidos con los dedos en la pantalla y… Rápidamente, en los amplificadores estalló un aullido gutural, seguido del redoble de una batería atronadora y un infierno de guitarras distorsionadas. Dos niñas gritaron asustadas, a un niño se le saltaron las lágrimas, algunos padres abrieron los ojos de par en par, horrorizados, y un hombre que saltaba desde el trampolín en la piscina de al lado perdió el equilibrio y cayó al agua dándose un planchazo tan horroroso que resultó… eso… una verdadera plancha. Pareció que las pecas de Mara se le despegasen de las mejillas y se escondieran tras sus cabellos, intentando huir de aquella pequeña catástrofe. Imogen, en cambio, tomó impulso y se tiró al agua gritando a todo pulmón «Yeah!», como un cantante de rock en pleno stage diving, es decir, cuando se lanza encima del público. En aquel preciso instante aparecieron dos adolescentes en la puerta de la piscina. Uno de ellos era un
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chico alto y delgado como una farola, y en cuanto entró en contacto con aquel ambiente lleno de humedad se le empañaron los cristales de las gafas, lo que le obligó a quitárselas. La chica que le acompañaba era esbelta y llevaba el pelo violeta recogido en una cola de caballo, y parecía una ranita feliz, con aquellos ojos azules tan abiertos. –No me lo puedo creer –dijo Beth, conteniendo de inmediato la risa–. ¡Esta sonada en miniatura ha vuelto a obligar a los otros niños a oír a los Apocalipsis Total, el grupo de heavy metal más ruidoso de la historia!
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