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maj sjöwall / per wahlöö

EL ABOMINABLE HOMBRE DE SÄFFLE Prólogo de

jens lapidus Traducción de elda garcía-posada y martin lexell

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Título original: Den vedervärdige mannen från Säffle © Maj Sjöwall y Per Wahlöö, 1971. Publicado por acuerdo con Salomonsson Agency © de la traducción: Elda García-Posada y Martin Lexell, 2011 © del prólogo: Jens Lapidus, 2011 © de esta edición: RBA Libros, S.A., 2011 Diagonal, 189 - 08018 Barcelona rbalibros.com Primera edición: mayo de 2011 Reservados todos los derechos. Prohibido copiar. ref.: oafi544 / isbn: 978-84-9006-009-4 composición: víctor igual, s.l. impreso por: depósito legal: b- . .2011

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prólogo

Pocos escritores han ejercido tanta influencia en todo un género como Maj Sjöwall y Per Wahlöö. Así que es lógico que muchos colegas leyeran la serie La novela de un crimen a medida que iba siendo publicada, o si no poco después. Y que devoraran los libros en apenas unos días con admiración absoluta. O que se enorgullecieran de haber sido de los primeros en descubrir una nueva forma de escribir novelas policíacas, y haberse dejado influir por ella. Una nueva voz. Una nueva perspectiva. Yo por mi parte aún no había nacido cuando salió El abominable hombre de Säffle, el séptimo libro de la serie. Y hasta cumplir los veinticinco ni siquiera me dedicaba a leer novela negra. Sé que suena un poco a «gafapasta», pero es la verdad. A mí me iba el rollo intelectualoide, andaba por ahí con una parka desgastada y no leía más que a los clásicos rusos y americanos. Las novelas policíacas no me parecían una literatura lo suficientemente sofisticada. Y sin embargo estuve desde un principio familiarizado con El abominable hombre de Säffle. A pesar de mi falta de interés por el género, la historia había dejado huella en mí, forjando mi visión de cómo se puede retratar Estocolmo y Suecia. Pero no en formato de libro.

Como tantos otros, yo llegué al libro a través de la película. En 1976 la novela fue llevada a las pantallas suecas bajo el título El 5

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hombre del tejado. Yo tenía entonces dos años. Unos diez años después, hacia finales de los ochenta, la televisión sueca programó una serie de reposiciones de las películas dirigidas por Bo Widerberg. Estuve peleándome con mis padres durante días, luchando por mi derecho a ver la que, según tenía entendido, era la mejor película de acción jamás rodada en Suecia. «¡Que no!», me dijeron, «es demasiado desagradable, demasiado violenta. Te puede afectar negativamente». «¡Que sí!», respondía yo, «Todos mis amigos la pueden ver y mañana hablarán de ella en la escuela... ¡Es injusto!» Y por alguna razón al final cedieron (cosa que, por otra parte, no habían hecho con Psicosis de Hitchcock ni con Harry el Sucio, de Don Siegel, cuando las echaron por televisión ese mismo año). Tal vez fue porque con Sjöwall y Wahlöö compartían su ideología izquierdista. O quizá porque se trataba de un film sueco, que para la mentalidad de mis padres, por definición, debía de ser más inofensivo que uno anglosajón. Pero la película resultó ser cualquier cosa menos típicamente «sueca». Se trataba de acción moderna, al más puro estilo americano, de un nivel alucinante: por ejemplo un Bell 206 Jet Ranger se estrella a la entrada de un baño de hombres en Odenplan, en el centro de Estocolmo. No es ese en realidad el lugar donde, según el libro, el helicóptero de policía tiene el accidente, pero no importa: la historia se desarrollaba en mi ciudad, en sitios que yo a menudo frecuentaba. En mi mundo de verdad. Era la primera vez que veía una descripción tan verídica, tanto que la imagen del helicóptero se me quedó grabada en la retina y, hasta el día de hoy, se me aparece a menudo cuando cojo el metro en Odenplan. Y cuando, años más tarde, superé mi pedantería libresca y leí El abominable hombre de Säffle tuve la misma sensación: aquí había alguien que por primera vez describía la criminalidad y la policía de Estocolmo de una manera adecuada. De una manera que podía ajustarse a la realidad. De una manera que aún resultaba 6

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verídica, aunque habían pasado más de treinta y cinco años desde que el libro se escribiera.

Ya se ha dicho muchas veces que el enfoque radical de Maj Sjöwall y Per Wahlöö creó de hecho el género policíaco sueco. Recogiendo también la antorcha de manos de los llamados «escritores proletarios» suecos, como Ivar Lo-Johansson y Per Anders Fogelström, desarrollaron la crítica social como una parte integrada en el relato. Pero La novela de un crimen es igualmente una serie sobre Estocolmo como ciudad. Qué disfrute reporta acompañar a Martin Beck recorriendo en coche calles que yo mismo he transitado en cientos de ocasiones. Seguir el tiroteo frente al Instituto Eastman, adonde me solían llevar de niño para que me ajustaran la ortodoncia, o pasar por los edificios y los árboles de Reimersholme, donde acudo a hacer footing varias veces al mes. Como retrato de una ciudad, estos libros significan mucho para mí, pero no solo porque soy de Estocolmo. Describen una ciudad y un país en transición de igual modo que describen una época de cambios. Una época en que la importancia de la actividad industrial en Suecia viraba cada vez más hacia el sector servicios. Una época en que Suecia, por primera vez en serio, empezaba a recibir inmigrantes. Una época en que poderosos cambios en las infraestructuras creaban nuevas condiciones para los ciudadanos pero también nuevos escenarios para el crimen. Un tiempo en que la liberación sexual iba de la mano de la conciencia política. Un tiempo en que lo nuevo reemplazaba a lo viejo. Fue también una época en que se afianzó una nueva visión del ser humano. En El abominable hombre de Säffle se aborda por ejemplo la cuestión del monopolio del uso de la fuerza que tiene la policía. ¿Qué significa ser un buen o un mal policía? En una de las escenas claves del libro, Martin Beck interroga a 7

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un viejo colega de profesión que lleva en servicio desde los años treinta y que dice haber aprendido mucho de su mentor, un tipo duro, un madero de la vieja escuela. Beck, comprendiendo a qué se refiere, replica: «¿A cometer perjurio, por ejemplo? ¿A copiar los informes de otros compañeros para que todo concuerde, aunque cada palabra sea mentira? ¿A dar palizas a los arrestados?» Vistas con perspectiva histórica, estas preguntas pueden parecer obvias, y estoy plenamente convencido de que Suecia ha mejorado desde entonces. Pero este libro fue escrito en 1971, en medio de una vertiginosa transformación social. La capacidad de analizar y sobre todo describir los cambios desde dentro, en tiempo real por así decirlo, y con tanta calidad literaria, debe considerarse más bien como algo mágico. Una magia que aún resulta del todo actual.

jens lapidus Estocolmo, 11 de abril de 2009

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Poco después de medianoche, dejó de pensar. Antes había estado escribiendo algo, pero ahora el bolígrafo azul yacía sobre la revista que tenía ante sí, bordeando con precisión la columna derecha del crucigrama. Se hallaba en el cuartucho del desván, sentado en una desgastada silla de madera, frente a una mesa baja, con la espalda recta y completamente inmóvil. Sobre su cabeza colgaba una pantalla redonda de color amarillento con largos flecos. La tela se había descolorido por el paso de los años, y la luz de la débil bombilla era vacilante y difusa. En la casa reinaba el silencio. Pero se trataba de un silencio relativo, pues en el interior se oía la respiración de tres personas y de fuera llegaba un rumor inaprensible, una especie de latido apenas apreciable, como del tráfico de una autopista distante o del mar que bate en la lejanía. El ruido causado por un millón de personas. Por una gran ciudad en angustiosa calma. El hombre del desván llevaba una zamarra de color beige, un pantalón gris, un jersey negro de cuello vuelto y botas marrones. Tenía un bigote largo aunque bien arreglado, de un tono más claro que su liso cabello, peinado con raya a un lado y hacia atrás. Su rostro era delgado, de perfil nítido y facciones finamente cinceladas, y tras esta pétrea máscara —insatisfecha, acusadora y de inquebrantable obstinación—, se ocultaban unos rasgos casi infantiles, tiernos, desconcertados y suplicantes, si bien un tanto calculadores. 9

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La mirada de aquellos ojos azul claro era firme, pero vacía. Parecía un niño pequeño que de repente se hubiera hecho muy viejo. El hombre permaneció sin moverse durante casi una hora, con las palmas de las manos descansando sobre los muslos y la mirada perdida en un punto fijo del desvaído estampado de flores del papel pintado. Luego se levantó, cruzó la habitación, abrió el armario, alargó el brazo izquierdo y cogió algo del estante para los sombreros. Un objeto largo y delgado, envuelto en un paño de cocina blanco con ribetes rojos. Era la bayoneta de una carabina. La sacó y limpió con esmero la grasa amarilla que recubría el arma antes de encajar la hoja en la vaina color azul acerado. A pesar de que era alto y bastante fornido, sus movimientos eran rápidos, ágiles y eficaces, y sus manos, tan firmes como la mirada. Se desabrochó el cinturón y lo insertó en la trabilla de cuero de la bayoneta. A continuación se cerró la cremallera de la zamarra, se puso unos guantes y una gorra de tweed a cuadros y salió. La escalera de madera crujió bajo su peso, pero los pasos en sí resultaban inaudibles. La casa, pequeña y vieja, se erigía sobre un cerro al lado de la carretera. La noche era fresca y estrellada. El hombre de la gorra de tweed dio la vuelta a la esquina y se dirigió con la determinación de un sonámbulo a la parte posterior de la casa, donde estaba aparcado su Volkswagen negro. Abrió la puerta delantera izquierda del coche, se sentó al volante y se ajustó la bayoneta, que descansaba contra su cadera derecha. Tras poner en marcha el motor y encender las luces, dio marcha atrás para salir a la carretera y dirigirse hacia la zona norte de la ciudad. 10

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La noche impulsaba el pequeño coche negro, inexorablemente y con precisión, como si fuese un vehículo ingrávido que se abriera camino a través del espacio. A medida que avanzaba, proliferaban los edificios: la ciudad iba creciendo bajo su cúpula de luz, grande, fría y desolada, despojada de todo excepto de desnudas y duras superficies de metal, vidrio y hormigón. No había ni un alma en la calle a esas horas, ni siquiera en el centro de la ciudad; con la excepción de algún que otro taxi, de dos ambulancias y un furgón de policía, estaba todo muerto. El vehículo de policía era negro con los guardabarros blancos y pasaba a toda velocidad dejando una estela de ruido de sirenas tras de sí. Los semáforos cambiaban de rojo a amarillo y a verde, y de nuevo a amarillo y a rojo, con una absurda monotonía mecánica. El Volkswagen negro se desplazaba ajustándose estrictamente a las normas de tráfico, sin exceder nunca los límites de velocidad; aminoraba la marcha en los cruces y se detenía en cada semáforo en rojo. Ahora recorría Vasagatan, pasando por delante del recién construido hotel Sheraton y la estación central. Al llegar a Norra Bantorget, giró a la izquierda para seguir subiendo por Torsgatan. En la plaza había un árbol iluminado y el autobús 591 estaba detenido en la parada. La luna creciente se cernía sobre Sankt Eriksplan, donde el reloj de la torre Bonnier, con sus manecillas de neón azules, indicaba la hora: las dos menos veinte. En ese momento, el hombre del coche tenía exactamente treinta y seis años. Luego enfiló Odengatan en dirección este y pasó por delante del desierto Vasaparken. Las blancas y frías farolas del parque proyectaban las espesas y venosas sombras de miles de ramas desnudas. El coche negro giró de nuevo a la derecha, siguió por Dalagatan ciento veinticinco metros en dirección sur, frenó y se detuvo. 11

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El hombre de la zamarra y la gorra de tweed aparcó con estudiado descuido, dejando dos ruedas en la acera, enfrente de las escaleras del Instituto Eastman. Cerrando la puerta del vehículo tras de sí, salió a la noche. Era sábado, 3 de abril de 1971. Solo había pasado una hora y cuarenta minutos desde que comenzara el día, sin que aún hubiera ocurrido nada de particular.

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