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NOTA AL LECTOR . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7   1. Los creativos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11   2. Una autoridad absoluta . . . . . . . . . . . . . . . . 24   3. Florecimiento experimental . . . . . . . . . . . . . 34   4. El impostor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 49   5. Contracorriente . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 60   6. El paraíso . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 71   7. Manual de cómo llegar a ser . . . . . . . . . . . . 85   8. Viaje de iniciación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 106   9. All One Farm . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 125 10. Lo práctico y lo poético . . . . . . . . . . . . . . . . 142 11. El guardián de la puerta . . . . . . . . . . . . . . . . 161 12. Pura función . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 180 13. La vida a dos niveles . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 196 14. El juego de la oca . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 210 15. El mundo de los hombres . . . . . . . . . . . . . . 224 16. Una vieja historia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 239 17. Perfección . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 258 18. El campo de distorsión de la realidad . . . . . 281 19. Tiempos oscuros, momentos luminosos . . . 298 20. La máquina del año . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 313 405

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21. Lazos familiares . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 321 22. Tracción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 337 23. La senda del hogar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 360 24. La torre de vigilancia . . . . . . . . . . . . . . . . . . 371 EPÍLOGO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 383 AGRADECIMIENTOS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 389 ÍNDICE ONOMÁSTICO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 393

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1 LOS CREATIVOS

Me fijé por primera vez en él a principios de enero de mi penúltimo curso en el instituto. Era el año 1972. Iba vestido con unos tejanos finos de color azul llenos de rotos y la tela desgarrada se le enroscaba alrededor de las piernas. Llevaba una camisa bien planchada y zapatillas de deporte, y por entonces ya caminaba como lo haría de adulto, con el cuerpo echado hacia delante y balanceando los brazos con una reserva contenida en las manos. Era una soleada tarde de comienzos de primavera en California y él estaba plantado en el centro del patio con un librito en la mano. No sé por qué no lo había visto antes, puesto que, como no tardaría en averiguar, muchos de mis amigos ya lo conocían. Enseguida me sentí atraída por él, y cuando se marchó lo seguí con la idea de decirle algo, pero sin saber qué ni cómo. En el transcurso de la semana siguiente me sorprendí en tres ocasiones siguiéndolo hasta el límite del recinto. Al final me di por vencida; presentarme de improviso a un chico sólo porque me parecía guapo suponía dar un salto demasiado grande para mí. Ni siquiera sabía cómo se llamaba. 11

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Un mes después mi compañero de clase y amigo, Mark Izu, empezó un proyecto cinematográfico y me propuso que me encargara de la animación. Combinando la animación en dos dimensiones, la plastimación y la interpretación, Mark quería hacer una pe­ lícula sobre la lucha que los alumnos del instituto estábamos librando contra las fuerzas que creíamos que pretendían acabar con nuestra individualidad. Los padres de Mark habían estado presos en un campo de concentración para japoneses en Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial, y aunque él no lo sabía en la época en que hicimos la película, estaba profundamente motivado para hablar sobre lo que se siente cuando te vuelven invisible. Todos teníamos experiencias que contar. A lo largo de la proyección invitaríamos a muchas personas a participar, pero al comienzo sólo éramos tres: Mark, un tipo llamado Steve Eckstein que era el cámara y yo. Estuvimos trabajando en la película una noche a la semana como mínimo, el viernes o el sábado desde las once hasta el amanecer, durante tres meses. Mark la tituló Hampstead, que además de una referencia velada al nombre de nuestro instituto –‌Homestead High School–, era el nombre del personajillo achaparrado que él mismo había modelado en barro para representar al hombre de la calle. El plató consistía en una sección elevada del patio central de cemento donde yo solía sentarme a comer los días de clase. Pero eso era por la noche y estábamos los tres en aquel lugar sin autorización, exponiéndonos a no sabíamos qué castigo si nos pillaban. Las noches eran frías. Yo me sentía sobrecogida bajo las estrellas, y me encantaba la sensación de estar allí fuera nosotros solos, haciendo que sucediera algo. Los pequeños ruidos que producíamos se perdían en la extensión del profundo y oscuro patio 12

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construido con bloques de hormigón, y era un verdadero placer estar inmerso en un silencio concentrado, creando algo desde los márgenes con la sensación de ser sólo unos pocos. Trabajamos sin cesar: Mark y Eckstein detrás de la cámara, hablando entre sí en voz muy baja mientras filmaban; yo a la luz de un solo reflector de ángulo contrapicado. Allí, medio tumbada, realizaba mis diseños fotograma por fotograma, procurando no dibujar de más ni de menos, luego me levantaba y me quedaba un paso atrás esperando a que filmaran el fotograma antes de regresar a mi puesto. Aquello podía prolongarse durante horas. Una noche Mark me pidió que erigiera a su hombrecillo de barro poco a poco desde el suelo, para dar la impresión de que surgía del hormigón. Luego me dio un segundo Hampstead cortado por la mitad con el que debía comenzar la escena de la aparición. Otra noche me pidió que dibujara un sendero por el que debía caminar la pequeña figura. Con tizas de colores baratas empecé haciendo un delicado y cambiante patrón que envolvía una forma mutada semejante a una llama temblorosa. Parecía psicodélico, pero en realidad provenía del recuerdo de las volutas de humo de los cigarrillos de mis padres, que contemplaba encandilada de niña en Ohio, cuando ya era lo bastante alta para seguirlas con la mirada durante las partidas de póquer mensuales con mis abuelos. Las noches que pasamos en el patio de Homestead fueron maravillosas, e infundieron en mí una sensación de independencia y espaciosidad. Si la película giraba en torno a la pérdida de nuestra autenticidad, filmarla resultó ser el antídoto. Con el tiempo corrió la voz y empezaron a aparecer alumnos en grupos de dos o tres para ver qué hacíamos. Se unieron a nosotros músicos, caricaturistas, porretas trasnochadores, en otras palabras, los «creativos» que representa13

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ban la sección del alumnado de Homestead dotada de talento y curiosidad. Al levantar la vista de mi obra contemplaba un sorprendente hervidero de actividad silenciosa a medida que aparecían cada vez más caras conocidas. En todo ello había una especie de felicidad nutriente poco común y yo advertía cómo se llenaba mi vida a mi alrededor. Antes de que llegara el amanecer azul lavanda para poner fin a la noche, regresaba a casa agotada pero profundamente agradecida, y sintiendo un gran alivio porque una vez más nadie nos había pillado ocupando una propiedad sin autorización. Llevábamos poco más de un mes trabajando en el proyecto cuando Steve salió de la oscuridad y vino derecho a mí. Al ver el rumbo infalible que tomaban sus pasos me pregunté si sabía que estaba interesada en él. Pero yo no se lo había dicho a nadie. Alto y guapo, y lleno de determinación, era un estudio de contrastes, una especie de hermoso príncipe con tejanos gastados, un poco cohibido y vulnerable pero al mismo tiempo valiente. Detrás de las palabras triviales que nos cruzamos, buscamos una conexión. Luego él se llevó una mano al bolsillo y sacó una copia de la canción Sad Eyed Lady of the Lowlands de Bob Dylan. Noté la huella de las letras al desdoblar la hoja de papel y me intrigó saber si la había tecleado a propósito para mí o simplemente la llevaba encima y quería compartirla conmigo. Nunca se lo pregunté. Más tarde llegaría a comprender que alrededor de Steve había una especie de campo mórfico. Las cosas sucedían; eran misteriosas y no se habían planeado de antemano, pero resultaban perfectas. Steve y yo hablamos durante unos veinte minutos, los suficientes para que yo reparara hasta en el último detalle de su persona: la fuerza de su mirada penetrante y su sensibilidad juvenil, la impresión de que 14

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estaba allí de paso. Al final de nuestra conversación vi que se encerraba en sí mismo, y tras escudriñarnos al patio y a mí con una crudeza inexplicable –‌una mirada que parecía surgir de la nada–, desapareció de nuevo en la noche. Durante los meses que trabajamos en la película hubo largos períodos de inactividad. A mí me costaba estar de brazos cruzados cuando no me necesitaban en una escena, y me entretenía pintando retratos a partir del libro de fotografías que Edward Steichen había reunido bajo el título The Family of Man. Ese libro, que yo había tomado a hurtadillas de la librería de mi madre, llevaba inscritos una fecha y la firma de un antiguo novio que al parecer se lo había regalado. Yo lo había hojeado a menudo y había contemplado esa firma como una estrecha ventana que se abría al mundo de mi madre anterior a mí. Era muy frustrante. ¿Quién era ese hombre? ¿Se habían amado mi madre y él? Ella nos había dicho muchas veces a mis hermanas y a mí que esperaba que una vez en la vida nos desnudara un poeta. ¿Era él su poeta? ¿Y por qué sólo una vez? The Family of Man es un libro maravillosamente concebido, compuesto de imágenes de cientos de fotógrafos colaboradores procedentes de todas las partes del mundo. Es un tesoro que captura la amplitud de la experiencia humana compartida, no sólo en las fotografías, también en la poesía de las leyendas al pie. «El mundo del hombre danza entre risas y lágrimas.» Kabir «Juntad las manos y conoced los pensamientos de los hombres de otras tierras.» John Masefield «Come pan y sal, pero suelta la verdad.» Viejo proverbio ruso

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«Si yo no actuara, perecerían estos mundos.» Bhagavad Gita «Queremos ser, con todas las criaturas y todas las cosas, como los miembros de una sola familia.» Indio sioux

Había mirado ese libro tantas veces que me había enseñado a amar el mundo, apreciar la vida y a conocerme a mí misma por medio de la palabra y la imagen. Había dibujado y pintado a partir de él, y esta vez me propuse copiar un retrato de Homer Page de un negro sudafricano cuyo rostro poderoso e inquisitivo había sido capturado mirando directamente la cámara. Al pie se leía la leyenda: «¿Quién está conmigo? ¿Quién?» Este libro ha marcado mi vida de un modo tan profundo que tengo la sensación de que mis células podrían dar cuenta de él. Siempre me había gustado esa fotografía; era como si me hablara. Mi tío abuelo fue Branch Rickey, el hombre que tuvo el interés, la visión y el poder así como la oportunidad de llevar a Jackie Robinson a las ligas mayores de béisbol. Los dos eran mis héroes y me sentía orgullosa de estar asociada a esa historia. Esos hombres encarnaban a mis ojos la clase de aspiraciones que yo me había trazado: asumir el liderazgo y hacer algo por los demás, cambiar las cosas. De ahí que ese cuadro fuera para mí una expresión del arte de guerrilla. Tenía mucho interés en copiarlo bien. Y tenía mucho interés en hacer una declaración de principios desde los márgenes. Pintaba directamente con óleos sobre el cemento del borde del patio, en un rincón en penumbra no muy alejado del rodaje. Steve debió de verme pintando porque una noche se presentó con una vela y cerillas para que viera mejor. Esa primavera, a medida que la película hacía progresos, Steve aparecía y se sentaba

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a mi lado mientras yo pintaba. Siempre me alegraba mucho de verlo, pero no soportaba tener a alguien observándome mientras trabajaba. Mi pintura era algo muy íntimo y nunca había pintado con gente alrededor. Sin embargo, no tenía ni idea de cómo pedirle que se marchara, y como no hacía ruido, encaramado a mi lado en una especie de estado trascendental, lo dejé estar. Empujaba el pincel por el cuadro de forma poco comprometida y distraída, y me reservaba para las noches en que él no aparecía. A mediados de abril, más de un mes después de nuestro primer encuentro, Steve y yo decidimos llenos de emoción quedar en su casa para pasar un rato los dos solos. Él me dijo que sus padres estarían trabajando y que tendríamos toda la casa para nosotros. A mí también me atraía la idea de que nos viéramos solos durante el día, para variar. Como él salía de clase a la una y yo a las tres y media, me dibujó un mapa de cómo ir a su casa en Crist Drive, a dos kilómetros y medio de distancia. Cuando llegué a la puerta principal de los Jobs, él me hizo señas desde la ventana de su dormitorio para que entrara. Recuerdo que me chocó un poco que no saliera a recibirme. No hubo grandes gestos caballerosos aquel día. Supuse que estaba nervioso y que había decidido tomárselo con calma. Quizá hasta había planeado la escena de tal manera que pareciera algo fortuito. Entré en la casa y doblé la esquina para dirigirme al dormitorio. La habitación de Steve era pequeña y recordaba un cuartel. Todo en ella estaba ordenado y carecía de atractivo. Consistía en una cama individual, una estantería de madera con manchas oscuras, una cómoda y un pequeño escritorio colocado debajo de la ventana que daba al patio delantero. Me fijé en que 17

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encima del escritorio había una máquina de escribir, una enorme IBM Selectric rojo brillante. Me impresionó que Steve estuviera en posesión de tecnología tan puntera. En mi recuerdo de aquella época está grabada la imagen de sus manos sobre esa máquina de escribir. Steve tenía unas manos bonitas, silenciosas y diestras, de elegantes dedos largos. Cuando tecleaba, la máquina aporreaba letras individuales a una velocidad tan pasmosa que desdecía el impasible roce de las yemas de sus dedos. Las manos de Steve estaban hechas para la tecnología. Desde el principio hubo en ellas una sublime compenetración con la máquina que resultaba natural y auténtica. Con excepción de esa máquina de escribir, la habitación de Steve me recordó las de los niños con quienes había jugado de pequeña, sobre todo por los colores: beiges apagados, marrones, verdes militares; estridentes y violentos naranjas y rojos. No me gustaban, pero la atmósfera general resultaba agradable porque estaba impregnada de una indescriptible sensación de luz y orden. Yo percibía y olía esa sensación en su habitación y en su proximidad, y me fascinaba. Casi un año más tarde Steve me enseñaría el interior de su armario después de haberse pasado todo el día haciendo limpieza. Era un prodigio de organización. Tenía un armario pequeño pero profundo, y todo estaba colocado para aprovechar el espacio al máximo. La ropa de Steve colgaba pulcramente de perchas, y la mochila, la tienda de campaña y el resto del equipo para acampar pendían de colgadores al fondo. Los zapatos estaban colocados en una hilera a ras de suelo, las casetes guardadas meticulosamente dentro de cajas, y los libros y demás pertenencias en el estante superior. Abarcándolo con un amplio ademán, exclamó: «¡Mira esto!» Nunca lo había visto tan orgulloso de limpiar. En realidad a mí me traía sin cui18

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dado, pero él estaba radiante. No creo ir muy desencaminada al ver en ello un precedente de su sentido de la estética; quizá incluso de su exagerada gestualidad de hombre del espectáculo. Sonriendo, Steve me dijo que tiraba a la basura todo lo que: a) no utilizaba y b) costaba menos de veinticinco dólares. Al parecer, veinticinco dólares era para él el punto de inflexión, y no merecía la pena ocupar espacio con un objeto si podía reemplazarse por esa cantidad u otra menor. Había reflexionado mucho sobre ello, sopesando la relación entre el dinero, el orden y la utilidad (tanto presente como futura). Era como un juego de niños que ponía de manifiesto la mentalidad que más tarde aplicaría en el diseño de un ordenador. Encontré a Steve sentado en el suelo cuando entré ese primer día en su habitación. Estaba apoyado contra la cama, con las rodillas dobladas. Tenía puestos unos auriculares afelpados conectados a una grabadora de carrete de casi un metro de altura. Los dos estábamos nerviosos y él comentó bruscamente algo sobre su colección pirata de Bob Dylan de ese o aquel concierto. Yo no alcanzaba a ver la importancia de todo ello. No sabía ni remotamente de qué hablaba pues me figuré que lo de pirata tenía que ver con la Ley Seca, aunque intuí que era alguna clase de contrabando. A partir de ese momento la ventana de la chica frágil se abriría al mundo del chico tierno. No recuerdo de qué hablamos esa primera tarde de primavera, sólo sé que nos costó un poco vencer la timidez de una nueva amistad para descubrir quién era el otro, qué había entre los dos y hasta dónde era posible llegar. Flotaba la emoción en el aire; puesto que me había invitado a ir y yo había aceptado, creo que los dos supimos que se estaban abriendo las puertas al amor. 19

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A mediados de mayo el proyecto de Mark tocaba a su fin y casi todas las personas que habían participado en él semana tras semana acudieron a celebrarlo. Organizamos una cena formal en el patio central, la placa base de nuestra vida comunal. Reuniéndonos por última vez en la libertad del aire nocturno como un grupo de felices y risueñas criaturas con traje de noche y esmoquin (Steve se había agenciado un sombrero de copa), brindamos, comimos y reímos alrededor de una larga mesa iluminada por velas a lo Fellini. Un cuarteto y una iluminación estroboscópica lograron que nos viéramos inmersos en una elegante película muda. Durante esa primavera, con la película y varios partidos de béisbol los sábados por la tarde como telón de fondo, Steve y yo tuvimos oportunidad de conocernos mejor. Él no hablaba mucho, pero era gracioso y ocurrente, y sabía hacerme reír. Sin embargo, era tímido. Tan tímido, de hecho, que no fue capaz de darme nuestro primer beso. Me sentí tan violenta cuando lo intentó que al final fui yo quien lo besó. Llevábamos un tiempo saliendo juntos cuando Steve se atrevió a decirme que yo era su «North Country Girl», la chica de la canción de Dylan que era su amor verdadero, a quien conocería antes de que llegaran la fama y la fortuna, y la sacudieran fuertes vientos. Él ya me había hecho un sitio en la cronología de su «vida a lo Bob Dylan». En aquel momento no comprendí que ya entonces estaba dándome un papel en el guión mítico que había diseñado para sí mismo. Yo era una chica menuda, de huesos pequeños; apenas medía metro cincuenta y siete. Tenía el pelo largo, de un castaño claro que al sol se volvía dorado por las capas superiores. Tengo la frente alta y la cara un poco alargada, las manos finas y expresivas, y los 20

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ojos verdes. Mi condición de disléxica me ha programado de otro modo, convirtiéndome en una persona creativa y con una ávida disposición para resolver problemas, brillante pero bastante ignorante de los convencionalismos. Supongo que Steve intuyó que yo tenía una mente perspicaz con una conciencia sensorial del mundo circundante. ¿Qué encontré en Steve? Desde el primer día que lo vi supe que era un genio porque los ojos le centelleaban con intrincadas y deslumbrantes ruedas de luz. Con el tiempo llegué a comprender lo intuitivo e increíblemente maduro que era para su edad, como un alma anciana rebosante de serena sabiduría. Tenía el pelo de un castaño intenso, la tez blanca marmórea y una piel supersensible y al mismo tiempo gruesa, no muy distinta de su personalidad, como más tarde descubriría. Ceceaba un poco y los dientes superiores le coincidían con los inferiores, lo que confería un aspecto aún más particular a sus labios y su nariz de Oriente Medio. Sonreía radiante como un pirata que esconde un tesoro en el interior del casco del barco. Había en él una profunda tristeza que me atraía, y a la vez una grandeza tácita en su figura que daba la impresión de que poseía la humildad y la fuerza para ir por el mundo siendo tal como era en realidad. Admiré esa cualidad desde el principio. Ya sé que lo de la humildad resultará inverosímil a muchos, pero es como la sal en el chocolate, ese pequeño contraste en el sabor que permite descubrir su auténtica potencia. La mezcla de todo ello cobraba vida en una personalidad irreverente, brillante, poco convencional, cohibida, ocurrente y envuelta en misterio. Lo adoré, lisa y llanamente, por encima de todo. Éramos muy diferentes en muchos aspectos. Todo mi ser estaba orientado a los sentidos y al alma mien21

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tras que él era lógico e intuitivo. Sin embargo, teníamos en común los valores creativos más fundamentales y los dos éramos intensamente experimentales. Queríamos descubrir los caminos a través de todas y cada una de las limitaciones, y ese impulso era más fuerte que el miedo a equivocarnos. Ninguno de los dos daba mucha importancia a la necesidad de tener razón. Todavía resuena en mí la noción de que éramos como el yin y el yang, aunque con el tiempo esa misma cualidad se polarizaría y se volvería incluso destructiva. En aquella época veía a Steve como un guía porque percibía en él honestidad intelectual. Era alto y tenía la presencia sobria y sofisticada que yo asociaba con Abraham Lincoln: retraído y honrado, gracioso, con nada superfluo. Mientras me encontraba lidiando con una vida familiar corrosiva que estaba haciendo añicos mi capacidad para construir las siguientes fases de mi vida, Steve había reflexionado más que yo sobre la forma que tomaría su adultez y el camino que lo conduciría a ella. Contemplaba el mundo a vuelo de pájaro y lo veía catalogar información que implicaba una esfera de acción y objetivos. Hablaba con metáforas veladas y en su fuero interno sostenía un gran diálogo. Yo quería saber más acerca de ese diálogo. Necesitaba saber más y me descubrí atenta a prestar atención a su enorme reserva de conocimientos juveniles para dar sentido a su forma de ver las cosas. Creo que él estaba igual de encantado e interesado en ver el mundo a través de mis impulsos, mis percepciones y mi creatividad. Steve jugaba con palabras que a mis oídos sonaban enigmáticas y chocantes, y decía a menudo que era «El Impostor», o repetía de forma misteriosa que algo iba a durar «cuarenta días con sus cuarenta noches», o que eran «las y treinta y nueve». Luego estaban las 22

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numerosas referencias a la carta de El Loco que señalaba un arquetipo y algo más, porque «El Loco» –‌que cuenta como cero en el tarot– es la nada y por ende también el todo. Todo se reduce al potencial. Adjudicándose ese papel estelar y guiñándome un ojo con una sonrisa radiante, Steve era «El Loco», el que caminaría por encima del límite del mundo conocido y apechugaría, quisiera o no, con las consecuencias. Ah, sí, era el loco valiente que desde una edad temprana sabía que tenía una misión que cumplir. Pero todo ello contrastaba con la advertencia más oscura de que él era un «no good boyo» de Bajo el bosque lácteo de Dylan Thomas, lo que me llevaba a preguntármelo cada vez que lo decía. Por último estaba la cantinela de siempre: «Estoy viviendo tiempo prestado.» Yo nunca sabía de qué hablaba, pero ladeaba la cabeza para escucharlo como si lo hiciera con un oído interno, buscando pistas en esa amalgama de imágenes. A los dos nos habían sacudido los vientos de los años sesenta, habíamos desarrollado una profunda desconfianza hacia los convencionalismos y sentíamos una emoción sin límites ante las asombrosas posibilidades que se abrían ante nosotros. No importaba en quiénes nos convirtiéramos, teníamos en común esa fase de experimentación y búsqueda de la adolescencia que nos impulsaría a seguir desarrollándonos alegremente. A partir del terreno y la atmósfera que compartíamos, los dos anhelábamos, o mejor dicho, nos moríamos por ser experimentales. Podrían habernos llamado visionarios de no ser porque en aquella época yo nunca habría asociado esa palabra con la necesidad acuciante de ir más allá del límite de lo conocido. Sólo existía lo que era.

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