Lupus in Fabula 2

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www.lupusinfabula.es La repentina claridad le hizo cerrar los ojos con fuerza cuando le quitaron la lona que cubría su cabeza. Con una rudeza innecesaria, le llevaron las manos a la espalda y le ataron las muñecas alrededor de un poste de madera. Con miedo, abrió los ojos y se topó con las decenas de caras que escupían reproches silenciosos hacia ella. Ya no vio en ninguno de ellos la adoración que semanas antes habían sentido por su futura princesa. Sólo rencor, ira y algo demasiado parecido al odio. —Ellia Deschaines, hija del fallecido Rey Adolfo Deschaines, señor y regente de las Tierras más allá del Bosque Dormido, has sido acusada de brujería y traición. ¿Algunas palabras para congraciarte con el Altísimo antes de cumplir con tu condena? Ellia alzó la barbilla, orgullosa, mientras le lanzaba una mirada de desprecio al escriba que acababa de leer la sentencia del soberano sobre su pena de muerte. —Sí —susurró. Si el hombre se asombró por su respuesta, no dio ninguna muestra de ello. —Adelante, pues. Que sean el Altímisimo y la Madre quienes juzguen tu alma inmortal, nosotros ya hemos condenado tu cuerpo mortal. La muchacha barrió con la mirada a los súbditos temerosos de su supuesto poder, para acabar centrando su atención en el hombre arrogante que la miraba desde su trono. Gilleard Munford, su prometido, el mismo hombre que le había susurrado palabras de amor mientras se balanceaba entre sus piernas unas noches antes, era precisamente quien había alzado el dedo acusador en su dirección. El mismo que había jurado que su pelo rojo y sus ojos esmeralda eran los más hermosos que había visto en su vida, había sido el primero en alzar el látigo y magullar su piel. El mismo que le había asegurado que guardaría su secreto, el que la había condenado a muerte… Gilleard sonrió con condescendencia. Ellia con confianza ciega. —Gastaré mis últimos minutos trasmitiendo una vieja historia que lleva perviviendo siglos en mi familia —sus ojos no se movieron de Gilleard. Lo odiaba, sí, pero también le deseaba. —Hace siglos, no demasiados, el aliento de dragón era lo que calentaba los hogares en inviernos, sus alas las que tapaban el sol y ofrecían sombra a los caminantes, su magia la que salvaba de una muerte segura a los recién nacidos. Seres magníficos conocidos por su bondadoso corazón y su extrema inteligencia. Aunque su contacto con el mundo de los humanos no era excesivo, la codicia

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Creatura Ex-natura del hombre le llevó a ansiar todo lo que estas increíbles criaturas podían ofrecerle: inmortalidad, riquezas… un Reino… —¡Haced que se calle! —gritó el rey Gilleard, pero sus súbditos parecían demasiado abstraídos por las palabras de la joven Ellia. —Y así fue como un simple campesino consiguió hacerse con el corazón de Efímera, una hermosa hembra de dragón de la realeza. Fueron sus promesas, sus palabras bonitas y la belleza del muchacho las que encandilaron a Efímera. Llena de amor, la dragona le concedió todo lo que pidió al campesino. Un reino fértil al otro lado del Bosque Dormido, la vida eterna y la suficiente magia para tener dominados a sus súbditos. Pero cuando el nuevo rey tenía que cumplir su parte, unirse a ella en un lazo de amor inmortal, atravesó su co razón con su daga dándole muerte al animal y guardan do sus restos en las maz morras del castillo. ¿Re cuerdas sus últimas pala bras antes de morir, Gi lleard? De un salto, el rey bajó de su lugar de honor sobre sus súbditos y se dirigió hacia Ellia. Ella le vio coger la antorcha y acercarla hasta el montón de astillas a sus pies. Las l llamas pronto empezaron a lamerle los pies, subiendo por sus rodillas y acarician do con adoración su blanca piel. Ningún grito se escapó de sus labios. —«Esta muerte no es mi primera ni será la última. Te encontraré, Gilleard, y allí donde estés me cobraré mi venganza» —recitó Ellia como una letanía. Cuando volvió a abrir los ojos, fue la oscuridad quién la recibió. El lugar olía a putrefacción y humedad. Una mazmorra, decidió. Con regocijo, escupió una llamarada de fuego que rebotó contra las paredes y la envolvió con alegría, dándole la bienvenida. De nuevo ella. Al fin tendría su tan ansiada venganza.

Fuyego Eterno por Leara Martell

Hoy en día, ser un dragón es algo que está terriblemente sobrevalorado. Nuestro número se ha ido reduciendo de forma considerable en los últimos años, lo que ha dado lugar a una nueva y extraña situación, en la que cualquier ser, mágico o no, se sorprende gratamente al ver a uno de nosotros, interesándose por cuanto podamos contarle sobre El Linaje de Fuego y el Mundo Antiguo. De hecho, me he visto obligado a moldear una larga fila de bancos en el interior de mi gruta, solo para que los visitantes puedan conversar conmigo de forma más cómoda. Al principio apreciaba aquellos gestos, hasta que me di cuenta de que nos habían perdido el respeto. Recuerdo cuando, hace más de medio siglo, la gente comenzó a mostrar una considerable falta de deferencia hacia el ave fénix. Las pobres criaturas no sabían qué pensar; hasta que la confianza fue moldeando el miedo que inspiraban para, en poco tiempo, terminar completamente extintos. Es cierto que pueden resurgir de sus cenizas; pero no cuando éstas han sido barridas con escoba. No me preguntéis por qué, pero es cierto. Esto me llevó a convocar una reunión de urgencia ante el Consejo Drako. Pero no me escucharon. Los ancianos, deseosos de conservar una pizca del aprecio que recibieron antaño, confunden los hechos, y están convencidos de que se avecina una época dorada para nosotros. ¡Qué ingenuos! Pero me obligaron a ser amable con aquellos que se interesaran por nuestras historias. Decidido a hacer algo, investigué todas las fuentes a mi alcance, y hablé con todos los sabios dispuestos a escucharme; pero no encontré solución alguna. Hasta que, un buen día, se me ocurrió cómo mantener el temor hacia nosotros en el Reino Mágico, siendo al mismo tiempo cordial y gentil. Me propuse difundir a los cuatro vientos la Leyenda de Ragnaros, el último Gran Dragón, quien volverá en nuestras horas más bajas para restaurar el Imperio del Fuego. Así dicho, la verdad es que no suena muy terrible; pero si tienes un poco de labia, como es mi caso, puedes obrar maravillas. Una vez cargada mi lengua bífida de reptil con todo el horror y la ponzoña que pude, me dispuse a hacer saber al mundo de las historias de nuestro gran salvador. He de reconocer que inventar un personaje lo suficientemente terrorífico fue una ardua tarea, pero me valí de los conocimientos y pesadillas que mis nuevos amigos tuvieron a bien contarme. ¡Creo que ni en doscientos años habría sido capaz de idear algo tan macabro! “Conocido como Ragnaros el Despiadado, sus atrocidades hicieron que el Consejo Drako lo expulsara de nuestro Reino”. ¿Por qué?, me preguntan aquellos que entran en mi morada. Sonrío ligeramente y respondo: “Antes de que la ciudad esmeralda de Calidor se fundara, los cielos estaban cubiertos por las membranosas alas de los dragones, que volaban entre las nubes exhalando columnas de fuego y azufre. Bastos eran nuestros dominios, y se extendían más allá de cuanto imagináis. Pero los humanos, quienes por aquél entonces ya se contaban por millones, se movían como hormigas en torno a una manzana que ha caído del árbol; intentando controlar lo que era nuestro por derecho. Esto nos llevó a iniciar una cruenta guerra. Nosotros éramos muchos, y poderosos; pero los humanos se descu

brieron como seres de gran inteligencia y no tardaron en desarrollar armas para combatirnos. Llegó un momento en el que ambos bandos nos encontramos con un equilibrio de poder, incapaces de desestabilizar la balanza. Hasta que apareció Ragnaros. Su fuerza es legendaria, pero más lo es aún su crueldad y sadismo. Su hálito incandescente arrasaba poblados enteros y sentía predilección por los mortales más jóvenes”. Cuando entro en detalle, el rostro de mis huéspedes va modificándose lentamente. La mejor parte de todas es cuando narro el momento en que Ragnaros perdió interés por los humanos y se dedicó a perseguir a otras criaturas, convirtiéndose en un exterminador fiero y sanguinario. Al terminar la historia, mis invitados acostumbran a levantarse tambaleantes del asiento labrado en piedra. A todas luces, parece que he conseguido mi propósito, pero siempre me deleito con unas últimas palabras: “Después de ser expulsado, Raganaros se exilió, acompañado por varios de los nuestros; ya que era considerado un héroe. Pero antes de partir, prometió que volvería, y que lo haría en el momento en que los dragones fuéramos pocos, y cuando nuestro descanso se viera interrumpido por las criaturas del Reino. Entonces, la sangre y el fuego volverían a correr, anegando valles y ríos; otorgándonos, nuevamente, el dominio sobre estas tierras”. Llegados a este punto, algunos seres se marchan tan rápido como les permiten sus tambaleantes piernas. Sin embargo, muchos se quedan, bien por temor o por incredulidad ante lo que acaban de escuchar. Es entonces cuando coloco la guinda en el pastel: “Ahora, dejad que prosiga con mi descanso”. No existe forma mejor de terminar mi relato. Ver el horror caer sobre mis asustadizos oyentes como un torrente de agua fría es algo que saboreo con satisfacción. Por fin tengo la clave para evitar nuestra muerte, y es que el miedo es un gran aliado… no sé por qué lo olvidamos.

La Leyenda de Ragnaros, por Miguel Rodríguez Robles 19


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