Capitulo muestra La Asociacion - EDELVIVES

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EDELVIVES

Erik L’Homme

LA PÁLIDA LUZ S DE LAS TINIEBLA EDELVIVES

por la convivencia LA ASOCIACIÓN vela s seres Anómalos. entre los humanos y lo tirá trasecreta, jamás admi s Como organización ul le tro res lobo, vampiros, la existencia de homb aturales. Ni siquiera en s. y otras criaturas sobr cia o la de sus agente en ist ex ia op pr su á tir admi

N Ó I C A I C O LA AS

Erik L’Homme

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EDELVIVES

NOMBRE Jasper ... ... ... ...... ... ..... ...... ....... ...... ...... ........................... o os ño EDAD 15 añ .. ...... ...... ...... ...... ...... ...... ...... ...... ...... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...... o,, ido pállid rucho, pá DESCRIPCIÓN Largui pelo negros FÍSICA ojos y como el carbón ..................... .................................... en prácticas OCUPACIÓN Agente ociación y de la As aria estudiante de secund s) re (en los ratos lib ........ .................. .................................... a la magia y toca HABILIDADES Practic en un grupo la gaita de rock medieval .. ............... .................................... y mazmorras, AFICIONES Dragones de palabras los juegos sin gracia y Ombe, ticas su compañera de prác ...... .................................... una red MISIÓN Desmantelar de vampiros narcotraficantes

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LA ASOCIACIÓN

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L DIreCCIÓN eDItOrIAL:

Departamento de ediciones GELV DIreCCIÓN De Arte:

Departamento de imagen y diseño GELV eDICIÓN:

Área de publicaciones de literatura infantil y juvenil COOrDINACIÓN De prODuCCIÓN y mAquetACIÓN:

I + D de soportes editoriales GELV DISeÑO De CuBIertA:

La Maison títuLO OrIgINAL: La pâle lumière des ténèbres © DeL textO: Éditions Gallimard Jeunesse, 2010 © De eStA eDICIÓN: Editorial Luis Vives, 2012 ImpreSIÓN:

Edelvives Talleres Gráficos. Certificado ISO 9001 Impreso en Zaragoza, España ISBN: 978-84-263-8271-9 DepÓSItO LegAL: Z 304-2012 Reservados todos los derechos. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

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A Jean-Lu y sus inspiradas masticaciones. A Romu y nuestras desventuras piratas.

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Me llamo Jasper. ¿Que por qué no Gaspar, como todo el mundo? Eso habría que preguntárselo a mis padres. Pero no esperéis recibir una respuesta. Creo que mi madre tenía un tío que se llamaba Gaspar y lo quería mucho. Cuando nací, hace casi dieciséis años, quiso llamarme como él, pero no le pareció correcto usar el nombre sin su permiso (lo cual habría resultado difícil, pues el susodicho Gaspar se encontraba moribundo en esa época). Tengo que aclarar que mi madre es un pelín rara. Más adelante os hablaré de ella. Al final, mi padre se quitó de encima el problema (una de sus especialidades) revistiéndolo de una dimensión internacional (otra de sus especialidades…). De modo que se les ocurrió Jasper, la versión inglesa de Gaspar, y ese fue el nombre que cosieron en mi canastilla cuando nací. Menos mal que Casper es un fantasma simpático y bueno, porque así me llamó todo el mundo hasta el último curso de primaria. 7

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Luego, a medida que me adentraba en la pubertad, lo del fantasma fue pasando a mejor vida y la cosa pasó a Gasparín, Melchorín, en fin, la serie completa de reyes magos; y después, en el instituto, con la madurez y el sarcasmo fino, me plantaron el rápidamente popular Casposo o, en su versión cariñosa, Casposín, y con esto mis falsos colegas se partían la caja. ¡Si supieran! Gaspar, mago y quemador de incienso… Tampoco andaban muy descaminados. Pero esta noche no habrá magia ni regalos. Recorro las calles desiertas de París, libres de transeúntes que no soportan el viento del invierno. Llevo las manos en los bolsillos de una chupa negra de tela encerada (me queda un poco grande, pero es mi favorita) y mi bolso de trabajo en bandolera, que siempre me acompaña, va dándome golpecitos en el muslo. Lanzo miradas furtivas a los rincones más oscuros. Todos mis sentidos están alerta. Esta noche no soy Jasper, el asesino, el limpiador. Solo soy Jasper, el emisario, y me atengo más o menos al sentido (más o menos estricto) de mi nombre: «El que viene a ver». El tío al que vengo a ver se llama Fabio. «Fabio». Me repito varias veces ese nombre, dando gracias mentalmente y con fervor a mis padres por haber elegido Jasper. Mis órdenes son claras: dar un buen toque al tal Fabio (eso para empezar) y recordarle el código de buena conducta de los Anómalos.

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Es decir, ser muy discretos. Permanecer en la sombra. Ser invisibles, pasar inadvertidos. Vivir como si no existieran, al menos para la gente normal. Pero parece que Fabio últimamente ha sido la viva estampa de la imprudencia. Un hombre denunció a la policía el ataque de un loco que intentó pegarle un mordisco. Eso ocurrió anoche. Dos noches antes, una chica ingresó en urgencias con una profunda marca de mordedura en el cuello. La Asociación se vio obligada a intervenir para aplacar los ánimos en ambos casos. Pero a la Asociación no le gusta intervenir. Prefiere prevenir. Por eso estoy aquí esta noche, para llamar a Fabio al orden. Hombre, también hay que tener mala sangre (nunca mejor dicho)…; es decir, a un vampiro no le cuesta tanto alimentarse como es debido. Fastidiado, doy saltitos de impaciencia, pues es tarde y Fabio no llega. Me estoy quedando tieso de frío en el cruce de la calle Bram Stoker y el pasaje de Murnau, donde la Asociación siempre da cita a los vampiros. Tengo los dedos de los pies encogidos dentro de mis sólidos zapatos de cuero, que a las chicas de mi clase les parecen superhorteras, pero que son muy cómodos, y con ellos puedo pegarme unas caminatas infinitas sin que se me hagan añicos los pies.

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Culpad al frío, pero no pienso conformarme con echarle una miradita severa al Fabio este. ¡Pienso fulminarlo con la mirada y pegarle un buen susto! Justo cuando, con gran deleite, me estoy imaginando la escena, salta una alarma y soy yo quien se lleva el susto. Acto seguido, estalla en mil pedazos el escaparate de la joyería de al lado, reventado desde dentro por un cuerpo que cae a la acera, se levanta y se da a la fuga. Me da tiempo a ver la cara del ladrón: Fabio. —¡Eh! ¡Eh…, para, tío! ¡Fabio, espera! —grito torpemente. Por muy increíble que pueda parecer, la autoridad en mi voz no lo detiene. Más bien lo lleva a acelerar. Suelto un taco. —¡Fabio! ¡No seas idiota! Nada que hacer. Ya podría susurrarle bajito al oído a un cadáver y me haría más caso que el pirado al que dirijo mis gritos. En las pelis, como sabemos, el que persigue siempre alcanza al que huye. Pero claro, es mucho esperar que eso suceda en mi caso. Primero, porque un vampiro, aunque se encuentre en un estado griposo grave, derrotaría sin dificultades a un campeón olímpico de atletismo. Y segundo, porque yo no soy precisamente un atleta. Vamos, que nunca he sido un hacha para los deportes. De hecho, mis pulmones empiezan a emitir ruidos extraños, mitad estertor y mitad silbido. Pero no he perdido a Fabio de vista. Aún no.

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Él tampoco parece estar en forma. Tal vez se deba al choque con el escaparate. Puede. En todo caso, me viene genial. Ya os digo, en condiciones normales, me habría dado esquinazo hace rato. De pronto el móvil se pone a sonar a lo bestia. Mientras echo pestes contra la tecnología y contra quienes la usan en el momento más inoportuno, respondo a la llamada con un «quién es» de lo más antipático. —¿Jasper? Soy Ombe. ¿Va todo bien…? ¿Qué son esos ruidos…? ¿Ombe? ¿Mi Ombe? ¿Esa chica absolutamente maravillosa, recién llegada de Quebec para unirse a la sucursal parisina de la Asociación? La imagen de su rostro, con esos dos increíbles ojazos azules, aureolados por una preciosa melena corta, rubia y delicada, y subrayados por una boca de labios purpúreos, se me viene a la mente con tal violencia que mi corazón, que ya está al borde del colapso, encuentra el modo de acelerar aún más los latidos. Procuro controlar la respiración, pero solo consigo acercarme más al límite de la asfixia. —No pasa… nada, todo va bien. Estoy persiguiendo a un… sospechoso… cuadrado… un armario… Estoy a punto de… alcanzarlo… Ya no tiene… escapatoria. —Ya —responde Ombe en un tono que, francamente, no sé cómo interpretar—. Jasper, tengo una duda. ¿Cómo se vence a un elemental de la tierra?

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—Un… esto… —respondo con mi rapidez mental habitual—. Agua… Hay que mojarlo con agua… ¿Por qué…? ¿Lo has…? El teléfono hace «bip-bip». Ombe ha colgado. Mierda. Delante de mí, Fabio se escapa. ¡Mierda y más mierda! Bueno, espero poder hablar con Ombe más tarde, porque lo de Fabio va a resultar más difícil. Sin dejar de correr, hurgo en el bolso. Tengo que detener al vampiro como sea. Mis dedos se topan con una maraña de cuerdas de las que cuelgan dientes de ajo. Justo lo que necesito. Extraigo mal que bien mis boleadoras caseras y las hago girar por encima de mi cabeza. Me he entrenado mucho para aprender a manejarlas. Incluso he capturado con ellas todas las sillas de mi piso. Pero nunca pensé que algún día tendría que usarlas en plena carrera. Cruzo los dedos (solo los de la mano izquierda, pues tampoco es cuestión de complicarme aún más los movimientos) y lanzo el arma contra Fabio, exclamando un «¡ajá!» con un tono entre sensacional y grotesco. Sé que no tendré una segunda oportunidad. Las cabezas de ajo giran con gran desenvoltura por los aires, liberando una fragancia característica que obliga al vampiro a retorcerse y a lanzar gemidos. Porque, aunque la literatura haya transmitido muchas tonterías sobre los vampiros, lo que sí es cierto es que estas criaturas han desarrollado una fuerte alergia al ajo y a los rayos ultravioleta.

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Se hinchan, se cubren de repugnantes placas rojas y les sale un edema de Quincke que puede resultar mortal si no se aplican un antihistamínico adaptado a su morfología. Fabio se da la vuelta para esquivar las cabezas de ajo giratorias, pero se tropieza con un adoquín que sobresale un poco del suelo y cae estrepitosamente. Mis boleadoras, en su último giro, van a parar a un contenedor de basura. El vampiro no tiene tiempo de levantarse: me lanzo sobre él y lo bloqueo contra el asfalto. Le planto mi tarjeta de agente de la Asociación delante de los ojos, para que sepa con quién se está midiendo, y de paso intento ganar unos segundos fundamentales para recuperar la respiración. —Soy el jaspente Gasper —acabo diciendo con la voz ronca—… digo, el agente Jasper. Y me veo obligado a detenerte. Esto es lo que se dice echarle el ajo a alguien, ¿a que sí? Echarle el ajo a alguien… ¡Pero qué patético! Presiento que este no será para nada el comienzo de una hermosa amistad. Reconozco que soy el campeón de los juegos de palabras sin gracia. No puedo evitarlo, y lo peor es que ni siquiera me entreno. La chispa me sale de forma natural, así, como quien no quiere la cosa: ¡con los chistes malos sí que hago magia! Menos mal que Fabio no reacciona. No me refiero a la bromita, sino a mi tarjeta, que indica con toda claridad que soy un agente en prácticas, y los agentes en prácticas no tienen ninguna autoridad para detener a un Anómalo.

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Los vampiros ven perfectamente de noche, así que llego a la conclusión de que este vampiro tiene un problema serio, pues no se inmuta delante de la «P» (de prácticas) de la tarjeta. Saco de la bolsa la botella de agua que llevo conmigo (siempre tengo la garganta horriblemente seca) y me bebo la mitad, por ver si así consigo aplacar una tos incipiente. ¡Qué pasada! Correr con tanto frío me ha destrozado los pulmones. Luego saco unas esposas nada reglamentarias que le pongo a Fabio, y lo obligo a levantarse. No opone resistencia. Y eso que, a su lado, no soy ningún peso pesado. Antes, cuando le dije a Ombe lo del armario, no exageraba en absoluto. Fabio es un mazas con el pelo largo y negro. Viste todo de cuero, en plan gótico. Yo no es que sea bajito, pero él me saca media cabeza y una talla de hombros (yo soy más bien delgado y distinguido, o, como dicen los envidiosos, «un tío alto y flaco que ha dado el estirón de golpe»). Lo único que tenemos en común es la palidez del careto. También el pelo, que es así, color ala de cuervo (pero en mi caso tirando más a greñas rebeldes que a reluciente melena). Y el gusto por la ropa oscura. Ahora que lo pienso, yo podría pasar perfectamente por un vampiro. Claro, si estuviera un poco más cachas y tuviera destellos rojos en las pupilas… Hablando de destellos: cuando planto mis ojos (negros) en los de Fabio, noto algo raro en ellos.

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Tiene la mirada ausente. Mi vampiro tiene la misma pinta que esos tíos muy colgados que se ven en las fiestas. Fiestas de las que siempre acabo pirándome, pese a las recomendaciones de la Asociación, que quiere que sus agentes lleven una vida adaptada a su entorno. Vale que el hecho de que las chicas nunca se interesen por mí suela ser una razón de peso en mi decisión. Pero también es verdad que, cuando frecuentas el mundo de los Anómalos y la adrenalina se te dispara cada dos por tres, cuesta un poco disfrutar de juergas «locas». Miro a Fabio y le digo: —Se ve que no te apetece mucho hablar. Pero no puedo dejar que te vayas. Pienso muy deprisa. Pensar es lo que mejor se me da, después de las bromas patéticas, y rápidamente encuentro una solución. —Voy a encerrarte en algún sitio mientras aviso a la Asociación, que se encargará de ti —le anuncio. Miro el callejón al que hemos ido a parar en nuestra persecución. Desierto. Oscuro. Gélido. Siento un escalofrío. Diviso una puerta metálica oxidada en la acera. Es la entrada de un sótano. Le doy una patada para poner a prueba su resistencia. La puerta aguanta. ¡Perfecto! Meto la mano en el bolso, aparto los tubos de aceites esenciales, levanto el herbario y localizo las cajitas en las que guardo mis cristales en polvo.

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Suspiro pensando en las gracias del bueno de Harry Potter. ¡Ojalá la magia fuera tan sencilla! Un toque de varita mágica, un par de latinajos y, hala, la realidad cambia a tu antojo. Pero no funciona así. Un coche no arranca por mucho que le des vueltas al volante gritando «¡brum, brum!». Hacen falta gasolina, una llave que haga contacto, un impulso eléctrico y la explosión que permita el arranque. Además, hay que saber conducir. Bueno, pues la magia es lo mismo. Hay que provocar una reacción en cadena para llegar a un resultado, y tienes que estar capacitado para controlar ese resultado. Tampoco hay atajos; siempre hay que empezar por el principio. A ver, el principio. Compruebo que, con tanto charloteo, el pirado de Fabio no se me haya ídem. No se ha movido. Sigue tieso como una estaca (por seguir con mis ingeniosos juegos de palabras). A continuación, en el batiburrillo que reina en mi bolso, localizo la caja que contiene amatista molida. Cojo un pellizco, me acerco a la cerradura y soplo el polvo en el mecanismo. Esa es la primera etapa. Me explico: la amatista se utiliza para abrir pasos, para desbloquear y para deshacer tensiones. Por eso la he elegido. Otras piedras también me habrían servido, pero algunas las llevo colgadas del cuello, en una especie de elegante

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collar defensivo de fabricación casera, capaz de provocar interferencias mágicas. Seguro que también provocaría las bromitas de mis colegas de clase si lo descubrieran. Mejor evitar unas y otras. Ahora que la llave correcta está dentro de la cerradura, hay que introducir el contacto. Segunda etapa. Acerco la cara a la cerradura y dirijo unas palabras a las partículas de amatista. Está bien, así de entrada parece una locura. Pero cuando se quiere algo lo más sencillo es pedirlo. Por tanto, le pido a la amatista que desbloquee la cerradura, y me sale algo así: — Equen: anin latyat ando lintavë helin imi-

rin!

Bueno, reconozco que actualmente muy pocas personas son versadas en alto élfico en su versión quenya. Menos mal que la grafía annatar ha gozado de mayor divulgación: E uen: anin latyat ando lintavë helin imiq rin…!

Para los ineptos en lenguas y para los elfófobos, la cosa sería así: «Equen anin latyat ando lintavë helin imirin!», que significa más o menos: «¡Te pido que me abras la puerta enseguida, violeta de cristal!». Lo de violeta de cristal es idea mía, y me siento especialmente orgulloso de la figura.

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Todas las cosas poseen un nombre y llevan asociado a su esencia un conjunto de sonidos familiares. Nombrar una cosa es llamar su atención. Y nombrarla correctamente hace que se vuelva receptiva. Por eso la magia es tan especial, porque exige conocer los nombres de las cosas y saber encandilarlas, antes de pensar siquiera en utilizarlas. Esos nombres se descubren a tientas, poniendo en marcha la intuición y la inteligencia. Cuando empecé a aprender magia, enseguida me quedaron claras tres cosas: la primera, que el mundo no está desencantado; ha sido desencantado, que no es lo mismo. La segunda, que el mundo sigue siendo receptivo y que es posible comunicarse con él. Y la tercera: el mundo no es regido por el amor ni por el odio, sino por la costumbre. A partir de ahí, busqué cuál era el lenguaje que el mundo estaba acostumbrado a escuchar antes de que los hombres lo desactivaran, por decirlo de algún modo. Descubrí que era la lengua de los elfos exiliados en los Puertos Grises. El alto élfico. Por supuesto, en cuanto conoces un poco los rituales y posees la energía interior adecuada, puedes practicar magia usando viejas lenguas humanas como el latín, el sánscrito o el gaélico. El rúnico resulta especialmente eficaz y a veces lo utilizo en casos urgentes. Ya volveré sobre este tema… La magia también funciona con lenguas más recientes, como el inglés, el francés o el castellano, porque cada lengua contiene una parte de los tiempos antiguos. Pero

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cuanto más nos alejemos de los orígenes, más se debilitará el vínculo. En mi opinión, nada le gusta más al mundo que los sonidos de la lengua del pueblo que más lo ha respetado: el quenya, es decir, el alto élfico. Todos los magos de cierto nivel respetable se ven obligados, antes o después, a pasar por él, aunque son pocos los que lo practican de manera habitual. Ya he tratado varias veces de explicárselo a Ombe (a modo de acercamiento, como dirían las malas lenguas), pero no he tenido mucho éxito. ¿Y por qué mi acertadísima «violeta de cristal»? El alto élfico es una lengua poética que te permite elaborar figuras muy complicadas (lo malo es que deja poco margen para las bromas). He notado que, al llamar a la amatista por su nombre genérico, sar —perdón, sar, «piedrecita»—, tardaba más en responder que si la comparaba con una bonita flor. Los hombres no son los únicos seres sensibles a los halagos. Vaya, estoy aquí venga a hablar (cuando me embalo así, mis colegas suelen frenarme: «Jasper… dido el hilo otra vez, tío»), de palique, mientras la cerradura cede y deja el paso libre. Agarro a mi vampiro, que sigue sumido en su atontamiento, y lo conduzco a la húmeda oscuridad del sótano. Cuando piso el cemento de la bodega y, con ayuda de una linterna que he sacado milagrosamente del bolso,

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veo una columna en la que podré atar a Fabio, me acuerdo de Ombe y de nuestra conversación telefónica. ¿Qué le he dicho hace un rato sobre los elementales de la tierra? —Aire, el aire se esparce en la tierra —repito en alto, mientras frunzo el ceño. Espero que mi información le haya servido.

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