VII Certamen de Relatos El Mundo Esférico

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VII CERTAMEN DE RELATOS

EL MUNDO ESFÉRICO

I.E.S. NICOLÁS COPÉRNICO ÉCIJA, 2010


© de los relatos, de los poemas y de la presentación: los autores. Maquetación, diseño y edición: Juan Jesús Aguilar Osuna. Portada: Stonehenge telúrico. © Marcelino Fernández Piñón. Edita: I.E.S. NICOLÁS COPÉRNICO — ÉCIJA.

I.S.B.N.—13: Depósito Legal: SE— Impresión: Talleres Gráficos CODIAR. Polígono Industrial La Campiña, parcela 29 (naves 1 y 2) 41400 — Écija (Sevilla)


(De izquierda a derecha:) Ana Calderón, Inmaculada García, Rafael Espejo, Loli Gajete, Josefina Reina, Patricia Lopera, Paula González, Tomás Gutiérrez, Juan Jesús Aguilar, Garoé Aguilar, José Ángel Ruiz, Marcelino Fernández, José Antonio Márquez, Francisco de Paz y Manuel Luque.


Jurado y ganadores nacionales. (De izquierda a derecha:) Inmaculada García Barrera, Ángela Álvarez Guerero, Patricia Lopera Salazar, Josefina Reina López, Tomás Gutiérrez Buenestado, Francisco de Paz Tante, Marcelino Fernández Piñón y Manuel Luque Tapia.


PRESENTACIÓN: STONEHENGE TELÚRICO

IENVENIDOS, ESTIMADOS LECTORES Y LECTORAS, A ESTA VII

B

edición del «Certamen de relatos El Mundo Esférico». Como bien sabéis, esta actividad nació para que, a través de la escritura creativa, nuestros jóvenes cobraran conciencia de la importancia que radica en el afianzamiento de unos valores humanos justos. En definitiva, queremos que nuestro alumnado encuentre en este certamen una herramienta ideal para dar vida a un mundo esférico, un mundo donde las diferencias queden limadas y, si siguen existiendo, constituyan variedad y alternativas, nunca aislamiento o menosprecio. Unida a esta vertiente de alumno, nuestro certamen también cuenta con una modalidad de adulto, con temática libre y a nivel internacional. Dentro de este apartado, esta VII edición contó con 140 participaciones, procedentes no sólo de todos los puntos de nuestra geografía peninsular, sino también de la Islas Canarias y de países tan distantes como Argentina y EE.UU., o algo más próximos, como es el caso de Inglaterra, Italia e Israel. Entre estas 140 obras hicimos una primera preselección de 20, que luego quedaría reducida a 5, hasta dar como resultado las dos obras ganadoras que podrás leer a continuación: «El viejo mugido del tren», de Francisco de Paz Tante (residente en Albarreal de Tajo, Toledo) y «Así me llama», de Manuel Luque Tapia (natural de Doña Mencía, Córdoba). 7 —]


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* Tras los relatos premiados en la modalidad nacional, hallarás nuestra acostumbrada sección denominada «Interludio: de escritores y poetas». En esta ocasión comienza con los versos de Tomás Gutiérrez Buenestado, Vicente Mazón Morales y Fernando del Pino Jiménez, que sirven de islotes poéticos donde atracar cuando uno busca recrearse en el placer del verbo certero. El interludio poético se ve complementado por tres relatos. El primero está rubricado por quien te escribe y tiene por título «La maldición de los Lamecq», en alusión al desgraciado y misterioso estigma que pudre irremediablemente el árbol genealógico de una familia desde sus más profundas raíces. El segundo relato se titula «Paradoja Hindú (o casi)» y en él Marcelino Fernández Piñón deja patente lo profundo y complejo de cualquier conceptualización humana, aun cuando se parta, en apariencia, de un origen trivial. Por último, el tercer relato lleva por título «Milagro en La Merced» y con él Antonio Martín Pradas nos ofrece una mezcla pulcramente sopesada de conocimientos históricos y artísticos para entretejer una inteligente historia donde pasado y presente, intervención humana y dimensión sobrenatural o divina se funden para hacerse irónicamente indisolubles. * Finalmente, arribamos a la sección dedicada a nuestros alumnos. En el apartado de 1º y 2º E.S.O. recibimos 18 relatos, entre los que escogimos dos: «El moro cristiano», de [— 8


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José Ángel Ruiz Ancio, e «Historia de Joao, un niño que triunfó», de Rafael Espejo Machado. El título del primer relato ya anticipa la paradoja religiosa que propone, al tiempo que define y cuestiona el fanatismo de las creencias por las que se rige el ser humano. La segunda obra destaca las posibilidades del deporte, en este caso el fútbol, para derrumbar barreras raciales. En la modalidad de 3º y 4º E.S.O. contamos con 28 participaciones, entre las que destacaron «Conoce a tu enemigo, de Antonio José Márquez Alcaide», y «Lilium», escrito por Paula González Delgado. El primer relato demuestra que la redención existe aun en tiempos de guerra, si bien en esa guerra no siempre nos enfrentamos con alguien diferente: el campo de batalla donde pugnan ambos contendientes puede estar dentro de uno mismo. «Lilium» nos muestra cómo la línea que separa la locura de la cordura llega a confundirse, a volatilizarse, en la rima consonante que acerca a ambos términos. Por último, de entre los 9 relatos recibidos en la modalidad de Bachillerato podréis leer «Pasado, presente y futuro», escrito por Loli Gajete Ortega, y «Los ojos del mar», de Ana Calderón Caro. La primera obra confía en Cuento de Navidad de Charles Dickens para apuntalar su andamiaje estructural, trasladando la acción al mundo de las relaciones amorosa. La segunda nos enseña que la ceguera física puede ser una barrera menos infranqueable y limitadora que una ceguera moral. * Quiero concluir con una breve reflexión acerca de la cubierta de este año, creada, una vez más, por Marcelino Fer9 —]


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nández Piñón. Me gusta llamarla Stonehenge telúrico y responde al último estilo desarrollado por Marcelino y que le llevó a ofrecer una exposición de pinturas con el nombre genérico de Manchas. Este término, en apariencia vago e impreciso, es capaz, sin embargo, de abarcar y connotar un cúmulo de sensaciones que no caben en los estrechos límites semánticos de otros vocablos. Stonehenge telúrico nos recuerda la omipresencia e incombustibilidad de esa masa de lava, siempre en ígnea ebullición, de la que emana la creatividad humana. Y si existen unas creaciones erigidas por el hombre que hayan perdurado desde nuestros albores como especie y que nos acompañarán hasta el día del Juicio Final –o la catástrofe apocalíptica que se nos ocurra idear– son, sin lugar a dudas, las historias talladas en nuestra memoria genética, esas historias que afloran una y otra vez desde el subconsciente magmático de nuestra especie y que, a lo largo del acontecer humano, van solidificándose para amoldarse a cada entorno sin perder su esencia de vida, amor y muerte. Iniciativas como la de nuestro certamen de relatos y esfuerzos como los de nuestros alumnos y autores nacionales dejan bien claro que el ser humano, a diferencia de los demás habitantes de nuestro planeta, es, en esencia, el animal que –obligado por esa fuerza telúrica que acabo de mencionar– siente la irremediable necesidad de contar historias.

JUAN JESÚS AGUILAR OSUNA (Promotor y coordinador del certamen)

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AGRADECIMIENTOS

A los compañeros y amigos que me acompañaron en el jurado de esta VII edición: Inmaculada García, Ángela Álvarez, Patricia Lopera, Josefina Reina, Tomás Gutiérrez, Rafael Roldán, Pedro Zafra, Vicente Mazón y Marcelino Fernández. A Fernando Ramírez, por no dudar en mover los hilos que son necesarios para conseguir el ineludible mecenazgo que va unido a nuestro certamen. A Marcelino y a Pepi Fernández, por regalarnos, una vez más, el diseño para la cubierta del libro. A nuestros mecenas, relacionados a final del libro. A Rafael Caro, Mariló Olmo y Miguel Ángel Sánchez, por todos los sobres de la modalidad nacional que trajeron de Correos. A Rafael González Farfán, por dejar constancia de la entrega de premios con su cámara y por mantener actualizada la página web del certamen. A Codiar, por regalarnos los diplomas que entregamos a nuestros ganadores. A aquellos compañeros del I.E.S. Nicolás Copérnico y de otros centros que saben apreciar y reconocer el esfuerzo y la dedicación que derrochamos todos los que tomamos parte en este certamen. 11 —]


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Y gracias, sobre todo, a los alumnos y a los escritores de la modalidad nacional. Sin vuestros relatos este certamen carecería de sentido.

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MODALIDAD NACIONAL



EL VIEJO MUGIDO DEL TREN Primer Premio FRANCISCO DE PAZ TANTE (Toledo)

Tiene 51 años y es catedrático de enseñanza secundaria, actualmente con destino en el Centro de Personas Adultas «Gustavo Adolfo Bécquer», de Toledo. Ha obtenido más de treinta premios literarios. Entre ellos, el de Cáceres de novela corta, con Las cigüeñas de Yenné; el de Ciudad Real de novela, con Los cielos de Samarcanda; y el accésit del «Ciudad de Dueñas—Ámbito Ediciones», con la obra: Cuando se hace de noche y crece el cielo. Ha sido finalista también, entre otros, de los premios de narrativa Fernando Lara, de la editorial Planeta; del Felipe Trigo, de Villanueva de la Serena; y del Alfonso VIII, de la Diputación de Cuenca. Además de éstos, ha conseguido premios y reconocimientos literarios en diversos certámenes de cuentos y relatos breves, como el «Infantes de Lara», de Covarrubias (Burgos); el de la UNED de relatos breves; el «Enrique Sena», en Santa Marta (Salamanca); el de San Adrián (Navarra); el «Casino Obrero», de Béjar (Salamanca); el «Pluma de Oro», de Alcorcón (Madrid); «El Coloquio de los Perros», de Montilla (Córdoba); o el de la Cueva de Montesinos, de Ossa de Montiel. 15 —]


A

YER, COMO TODOS LOS DÍAS DESDE HACE YA MUCHOS

años, me levanté cuando creí oír el bramido del tren al entrar en la curva de los álamos, poco antes de frenar por si había algún viajero en el apeadero, por si todavía quedaba alguien entre los escombros y la ruina en que se ha convertido el pueblo, y, ya cansado de tanta desolación, quisiera huir del obstinado acecho de la carcoma y las ortigas. Aunque ayer, al amanecer, creí oír el quejido de la locomotora como si fuera el mugido triste de un animal que se arrastrara herido, y supuse que era por la niebla, por lo que el bufido del tren no llegaba a mis oídos gastados tan nítido como otros días, quedándose enredado entre la suciedad blancuzca y fría que impregnaba el aire, y que yo intuía detrás de las ventanas entornadas de la alcoba como un visillo de nieve. Luego volví a echar de menos el quejido ronco del gallo, que, como tú sabes, siempre cantaba después de pitar el tren, pero que ya no oigo desde hace mucho tiempo. Tampoco oí este año crotorar a las cigüeñas, que la fuerza de la costumbre sigue encaramando encima del nido que corona el campanario desvencijado de la iglesia en cuanto se intuye la primavera en los campos. En las láminas más antiguas de mi memoria permanece grabado el largo pitido del tren entrando en la curva de los

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álamos cada mañana, antes de frenar en el apeadero; y también el grito del gallo, taladrando el aire frío de las madrugadas. Así lo recuerdo desde hace muchos años. Así fue también durante todo el tiempo que tú viviste en el pueblo: primero sonaba el tren, después el gallo. Pero desde hace algunos meses ya sólo oigo el sonido del tren, aunque ahora como un lamento que siempre me resulta extraño, diluido en el aire, muy lejano. Todos los demás ruidos se han ido acallando, como si después de la ruina, que ya se ha colado por las grietas que los tordos, los vencejos y las palomas han ido abriendo entre el musgo y el verdín del abandono, el pueblo también hubiera sido invadido por el silencio. A veces pienso que tal vez haya sido este aire anegado de soledad el que lo ha ido silenciando y pudriendo todo, y por eso, quizás, ha enmudecido el gallo, y las cigüeñas, y los pájaros, y hasta la lluvia, que ya tampoco la oigo cuando cae sobre las tejas erizadas y rotas de la casa, ni sobre la tierra o los charcos de las calles, que veo hervir detrás de los cristales empañados cuando llueve, en esos días en los que me quedo sentado junto al aliento tibio del fogón con Curra a los pies, mientras me mira con sus ojos de agua cuando la acaricio y le digo que ella también es vieja, que ya ni me acuerdo de cómo ladraba. Tampoco oigo ya el tren de la tarde, en el que tú vienes cada primavera a visitarme. ¿Recuerdas aquellos años en los que organizamos la fiesta del emigrante y llegabais en ese tren los que ya os habíais marchado? Entonces el pueblo resucitaba durante unos días y parecía recobrar la vida que tuvo en otros tiempos. Ayer, cuando creí oír el vago quejido de la locomotora enredado entre la niebla, tenía los ojos arrasados por el insomnio que me mantuvo despierto durante toda la noche, mientras tomaba la decisión de irme, de abandonar 17 —]


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el pueblo yo también, hastiado ya de tanta soledad. Y me imaginé subiendo al día siguiente a ese tren que me llamaba cada mañana, y diciéndole al maquinista que no hacía falta que pitara más, ni que frenara al llegar al apeadero, porque allí ya no quedaba nadie, sólo fantasmas y recuerdos entre los escombros, las zarzas y las ortigas. Esos fantasmas y recuerdos que ayer, el último día que iba a pasar en el pueblo, se me agolpaban en la memoria y me anegaron de nostalgias tan viejas como mi vida misma. Cuando me levanté y bajé las escaleras, vi a Curra ovillada junto al fogón. En sus ojos relucían las brasas tibias que aún quedaban de la noche anterior. Me senté un rato a su lado y le dije que había decidido marcharme, que le dejaría comida. También le expliqué que tenía el arroyo cerca y, aunque ya era vieja, todavía podía cazar algún conejo. Y Currita me miró con sus ojos de agua. Con esos ojos que a mí me recordaban los de Anselmo, cuando lo retraté en el apeadero hace ya más de un año. Sólo llevaba una maleta, y aunque al principio me resistí porque no quería ver cómo se iba mi último vecino, era más de un kilómetro andando y le ayudé a llevarla. Y cuando le hice, como a todos los que os marchasteis, una fotografía junto al tren, me miró con los mismos ojos que pone la perra cuando le hablo. Aunque enseguida subió al vagón y el tren empezó a arrastrarse muy despacio, y a mí se me enturbió la mirada cuando me di cuenta de que el aire, de pronto, se empezó a entreverar con esa brisa fría de la soledad que tengo ya incrustada en los huesos. Desde aquel día en que acompañé a Anselmo, no quise volver al apeadero, ni siquiera para esperarte a ti, cuando viniste a verme, como todos los años, el último domingo de abril. Ya no he querido seguir arañándome la memoria, repleta de recuerdos de tantas despedidas junto a ese andén, donde siempre he llevado mi vieja cámara de fotos [— 18


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para que se fuera guardando en sus entrañas la imagen de los que os ibais marchando, de todos los que se ha ido llevando el tren. Y luego, en mi habitación oscura, he ido sacando de las tripas de la cámara los rostros de quienes, en otro tiempo amarillo, vivisteis conmigo; algunos cincelados por la tristeza, otros con sus miradas palpitando por la emoción del porvenir que os ibais a buscar. Después guardaba todas las fotografías en mi zurrón de cuero, donde a ti siempre tanto te ha gustado escarbar, tan lleno ya cuando metí aquella de Anselmo en la que me mira con los mismos ojos de agua que pone Curra cuando le hablo. Sentado junto a la perra, y observando cómo ardían las ramas de encina que acababa de echar a la lumbre, recordé otras fotografías y otras despedidas. Y me acordé de Ciriaco y de Juana, que fueron los primeros que retraté en el apeadero junto a sus hijos, poco antes de marcharse a la ciudad. «Es por los hijos, ¿sabes? Por nosotros no. Para que cuando crezcan no tengan que estar todo el día arrastrados por el campo y pendientes del cielo», me explicó Ciriaco, como excusándose, cuando cogió el camino que le llevaba hacia el tren, aún blanco de escarcha a esas horas de la mañana, con Juana y los gemelos, que apenas sabían andar, y empujando una carreta repleta de maletas y talegos. «Cuando nos instalemos, os escribiremos, para que nos lleve Justito algunos muebles», me dijo Ciriaco cuando los retraté, y yo me quedé pensando que cómo iban a escribir, si ninguno de los dos sabía. Y después, durante los años de la sequía, en los que no cogimos ni un puñado de cebada y las ovejas se quedaron en el puro pellejo, casi todos los días madrugaba para retratar a los que se iban en el tren: a Doroteo y a Santiaga, a Mariano y a Margarita, a Andrés y a María, a Juan y a Primitiva, a Clemente y a Romana, a Damián y a Gumersinda, a Teodoro y a Dolores, a Jacinto y a Urbana, 19 —]


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a Amador y a Rosa, a Alejandro y a Felisa, a Paco y María del Mar. Y todos decían lo mismo, que se marchaban por los hijos, que allí no había futuro, y no querían que acabaran como ellos, resecos y cuarteados de tanto estar a la intemperie. Así, el tren se fue llevando primero a las parejas más jóvenes y a sus hijos, y después a los solteros, que había trabajo para todos en las fábricas, y a las mozas que se iban a servir. Y cuando se acabaron los jóvenes, insaciable, fue tirando de los primeros viejos, que eran los que más se resistían, y hasta de los retrasados y los lisiados. La marcha de Pablito fue una de las que más me dolió. Se empeñó en que lo lleváramos al tren, así, en su situación: sin piernas y arrastrándose con las manos y los muñones. Decía que tenía una tía en la ciudad y que ya se las arreglaría él para llegar hasta su casa. En el pueblo sabía buscarse la vida. Manejaba bien la liga, los lazos y las ballestas. Nunca le faltaron zorzales ni conejos. Pero le dio por decir que aquí no tenía futuro, que quería probar en la ciudad. El día antes de llevarlo en el carro de Anselmo hasta el apeadero, estuvimos bebiendo vino y tratando de convencerlo para que se quedara, y hablamos y bebimos tanto que se emborrachó y acabó cantando y dando saltos sobre su culera de lona como un sapo contento. Cuando lo retraté, mientras lo subían al tren, aún tenía la cara roja, aunque la alegría de la noche anterior se le había transformado en una mueca de pena que le agrandaba sus grandes pupilas blancas como cáscaras de huevo, y de su mirada empezaba a destilar una tristeza de animal abandonado. Era como si en esos momentos intuyera el porvenir que le esperaba en la ciudad. Fuiste tú quien me dijo que murió aplastado por un autobús mientras se arrastraba por una calle de Madrid con varias ristras de cupones colgadas en la solapa. [— 20


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Don Romualdo fue uno de los que más dudó antes de tomar la decisión de dejar el pueblo. Pero al final vendió el ganado, puso unos candados en las puertas y las ventanas del palacio, y una mañana mandó a Antoñito a decirme que se iban al apeadero. Y cuando ya había pitado el tren antes de coger la curva y les tenía enfocados junto a la vía, me hizo una señal para que esperara; después se acercó a su capataz de toda la vida, le pasó la mano por encima del hombro, mientras Antoñito le ceñía la cintura con la suya y apoyaba su cara de felicidad en el pecho de su señorito. Luego me dijo: «Ahora retrata; que ya está bien de tanto disimulo». Nunca más supe de ellos, y a lo largo de estos años he ido viendo cómo crecían las hierbas y las zarzas por las fincas, y cómo el tejado y las paredes del palacio se han ido resquebrajando, mientras las lagartijas se retorcían entre las grietas que enseguida empezaron a abrir el deterioro y la ruina. También, ayer, sentado a la lumbre junto a Curra, antes de empezar a llenar la vieja maleta que siempre he guardado en el armario, me acordé de tu madre. Y esos recuerdos, espinas de la memoria, me llevaron otra vez, como tantas veces en estos últimos años, a aquella tarde de principios de invierno en que una brisa aún tibia que bajaba desde la montaña provocaba una lluvia amarilla de hojas muertas junto a los chopos del camino del cementerio. Por eso, el suelo, tapizado de oro viejo, crujía cuando pasamos por allí los pocos que aún quedábamos en el pueblo para enterrarla. Al día siguiente, después de oír el grito del tren como el lamento lejano de una lechuza herida, me dijiste que me fuera a vivir con vosotros, que ya os las arreglaríais. Pero yo te respondí que no, y luego vi cómo te empezó a invadir un sentimiento de lástima que acabó velándote la mirada, porque tú entonces supiste que yo había oído a Luisa 21 —]


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decirte que no insistieras mucho, que no te empeñaras en llevarme con vosotros, que ya sabías que no os sobraba sitio; y después, hasta mi oído, en aquellos tiempos aún fino como el de una liebre, sólo llegó el silencio, tu silencio. Desde que murió tu madre, todos los años has venido al pueblo a finales de abril. Y has vuelto a pedirme que me vaya con vosotros, que no querías dejarme solo, «viviendo como un perro abandonado», me decías a veces. Pero yo ni siquiera te contestaba, sólo te miraba, y entonces tú veías en mis ojos esos destellos de orgullo que siempre te han sumido en un oscuro silencio de callados reproches. Cuando regresabas al apeadero para volver a Madrid te acompañaba con Curra y la cámara, y siempre te hacía una fotografía antes de que subieras a aquellos vagones cada vez más vacíos, más viejos y deteriorados, como si el tren, también, con el paso del tiempo, hubiera acabado afectado por la desolación y el abandono. La última vez que te acompañé, te dije que no volvería más. Y después, desde el vagón, me gritaste algo, tal vez que me fuera contigo, y yo me toqué el oído para indicarte que no te oía. Luego te vi mover la cabeza y alejarte con cara de preocupación, porque ya sabías, como yo también lo sabía, que me estaba quedando sordo. Nunca quise contarte cómo, a mi alrededor, todo estaba enmudeciendo; ni tampoco te hablé de mi temor a morir solo, hosco y aterido como una alimaña, ni de mis miedos a la enfermedad y al desvalimiento. Y tampoco te dije nunca que una tarde me mordió una serpiente y estuve toda la noche vagando por el pueblo con la razón trastornada y ardiendo de fiebre. Recorrí todas las casas, llamando a los vecinos desde las puertas que todavía quedaban erguidas, aunque sólo me respondían negros aleteos que, batiendo el aire podrido, enseguida se escapaban por los agujeros abiertos en las paredes y en los [— 22


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tejados. También te llamaba a ti. Aún eras niño y corrías por nuestra calle hacia mis brazos con tus pantalones cortos y aquella gorra que yo te regalé en unas fiestas del Cristo, pero nunca llegabas, hasta que, al fin, desapareciste entre la maldita soledad. Fueron la sed y el frío los que me llevaron, ya de madrugada, a mi casa; luego tuve una mínima lucidez que me permitió meterme en la cama, debajo de todas las mantas que tenía. Durante tres días más fui presa de la fiebre y el delirio. Después de tantos recuerdos, algunos más viejos que las primeras fotografías sepias que guardo en el zurrón de cuero, me levanté de la silla y me alejé de Curra y de la lumbre para empezar a recoger algunas de las cosas que me llevaría a Madrid. Pocas, me dije, sólo las más útiles o las más queridas. Todo lo demás lo dejaría allí, para que fuera invadido por las ortigas, que llevan mucho tiempo al acecho, esperando a que me vaya para enseguida inundarlo todo. Para que las termitas, las carcomas y la podredumbre lo fueran devorando de la misma forma que ya lo habían hecho con el resto del pueblo. Y, al final, pensé, dentro de unos años, cuando tú vuelvas algún día a recorrer los paisajes de tu infancia, te encontrarás con la casa convertida en un extraño revoltijo de cascotes, hierros oxidados y maderas podridas, entre las hierbas, los arbustos y las culebras, que ya habrán recuperado el espacio que en otro tiempo fue suyo, y que vosotros no habéis querido defender ni preservar contra el asedio de la ruina, como he intentado hacer yo, y como hizo mi padre y el padre de mi padre. Pasé la tarde recorriendo el pueblo por última vez, despidiéndome de los fantasmas que me han acompañado durante estos años. Todo estaba en silencio. Y no pude oír el rumor del agua saltando por las piedras del arroyo, ni 23 —]


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los chillidos de los estorninos que anidan en la Iglesia, ni el crujido de las hojas otoñales que ya se habían caído de los chopos amarillos. Volví a casa al atardecer, y después de preparar la comida para los animales me senté otra vez en el fogón y estuve un rato observando el almanaque que colgaste en la chimenea la última vez que estuviste conmigo. «Diciembre de 1973», leí debajo de la fotografía de la bóveda de hierro de la estación de Atocha, junto a esa plaza llena coches, cerca de donde tú me dijiste que estaba el taller donde trabajabas. Luego, cuando oí detrás de las ventanas que la brisa fría ya se había transformado en un gélido y tozudo viento que empezó a aullar entre los árboles y la negrura de la noche, compartí la cena con Curra y me fui a la cama, a intentar dormir, a luchar contra el insomnio y la memoria. Cuando intuí que ya era la hora, me levanté y me vestí con aquel traje que años atrás me ponía algunos domingos y los días de fiesta, me coloqué el abrigo nuevo que me compró tu madre antes de morir y que llevaba más de diez años guardado en el armario sin estrenar, cogí la maleta, el zurrón de las fotografías y la cámara, y salí al frío y a la escarcha de la madrugada. Vi en el horizonte las primeras claridades del amanecer cuando llegué a la caseta que levantamos junto al andén hacía ya más de veinte años, y donde en pocos minutos debería parar el tren para que yo subiera, para que, al fin, pudiera escapar de tanta soledad. Levanté la mirada hacía la alameda donde se perdía la vía, y enseguida creí oír, con la misma vaguedad y lejanía con que lo oía todas las mañanas desde mi casa, ese extraño sonido que yo siempre asociaba con el bramido de la locomotora antes de entrar en la curva de los álamos; pero pasaron los minutos y el tren no apareció. Me quedé [— 24


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un rato mirando hacia el horizonte, después, desconcertado, me senté en el único trozo de banco podrido que quedaba en el apeadero. Cuando pasó un tiempo que no pude calcular, me levanté y me acerqué despacio hacia la vía. Fue entonces cuando supe que ese tren que yo estaba esperando nunca pasaría: las traviesas y los hierros estaban ya sepultados entre las hierbas y la maleza. La vía estaba muerta. Fue entonces cuando entendí por qué, a pesar de que mis oídos ya estaban inservibles, cada mañana creía seguir oyendo el pitido de la locomotora. En realidad, lo que escuchaba cada amanecer sólo eran ruidos grabados en mi memoria. Enfoqué la cámara hacia la vía y disparé la última fotografía. Después comencé a andar otra vez hacia mi casa. Desde el camino vi que aún humeaba la chimenea, y me imaginé a Curra ovillada junto a la lumbre, esperándome. Cuando me quité el traje de los domingos y deshice la maleta, me senté a escribirte esta carta, que ahora estarás leyendo, ya con la luz de finales de abril colándose por las ventanas, esa luz que yo ya habré de dejado de ver; y por eso, como tú habrás sabido cuando hayas visto que no salía humo por la chimenea según te acercabas andando por el camino de la carretera, tendrás que mandar aviso para que te ayuden a enterrarme. No busques por casa las fotografías, porque las voy a dejar en el nido de las cigüeñas. Y a lo mejor, cuando lleguen sus ocupantes, empezarán a sacarlas y a esparcirlas por el pueblo. Por eso ahora tal vez puedas ver cómo vuestros retratos, y los del pueblo y sus campos, en aquellos años en que aún estaban rebosantes de gente y de vida, se dispersan, como hojas muertas, por la plaza, las calles y las casas donde vivisteis en otro tiempo, ya amarillo.

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ASÍ ME LLAMA Segundo Premio MANUEL LUQUE TAPIA (Córdoba)

Manuel nace en Doña Mencía, Córdoba), en 1962. En 1986 obtiene la licenciatura en Filosofía y Letras (División de Filología Hispánica) por la Universidad de Córdoba. Ha obtenido numerosos galardones y reconocimientos literarios a nivel nacional e internacional, entre los que cabe citar: Premio Platero de Cuento, convocado por el Club del Libro en Español de las Naciones Unidas, Ginebra (Suiza); Premio Nacional de Poesía «Ateneo Cultural y Mercantil» de Onda (Castellón); Premio Internacional de Poesía «Antonio Alcalá Venceslada», Andújar (Jaén); Segundo Premio en el Certamen Internacional de Cuentos «Terra Austral Editores», Sydney (Australia); Premio de Poesía «Antonio González de Lama», Ayuntamiento de León; Mención de Honor en el Certamen Internacional de Poesía y Cuento Breve «Mis Escritos», Buenos Aires (Argentina); Premio de Poesía «Real Sitio y Villa de Aranjuez», (Madrid); Premio de Poesía «Amantes de Teruel» y Premio Internacional de Poesía «Noches del Baratillo». Hasta el día de hoy cuenta con los siguientes libros de poesía publicados: Sombras del Crepúsculo (1998), Al— garid (2002), Ángeles de la noche (2004), En defensa del verbo amar (2004), Donde la memoria duele (2005), Los aromas de la nada (2006) , Peregrino soy de la nostalgia (2007), El diario de Glori (2008), La casa que ya no habito (2008), Inventario de Septiembre (2008), De la palabra para salvarme (2009) y Paisaje de la desolación (2009) 27 —]


Creen que yo imagino —y no es verdad VICENT VAN GOGH

ASI A TIENTAS, SUMERJO LA MAGDALENA EN EL VASO DE

C

leche, la mantengo allí durante unos instantes para que se ablande. Estos abotagados ojos míos con dificultad alcanzan a ver un palmo más allá de mis narices y apenas me quedan dientes a pesar de que aún soy joven. Sentada a la mesa de la cocina, en silencio, desayuno, mientras pienso. Mis manos tiemblan hasta el punto que suelo manchar la bata, pero no me importa, toda ella es un mosaico multicolor donde predomina el rojo apagado de días anteriores y el rojo vivo reciente. Me asomo a la ventana y saludo a un vecino que casi no reconozco aunque se halla en la ventana contigua, a no más de dos metros. Le doy los buenos días en un tono neutro, impersonal, y él parece mirarme como si estuviese loca. Un sentimiento de absoluta nulidad me arrastra hasta el cajón de la cómoda donde termino buscando un pequeño diario y una foto de cuando niña en la que sonrío tímidamente. Ansiosa, como quien intenta encontrar su pasado al voltear la esquina de la calle donde jugaba de pequeña, así busco la vieja cajita de cartón que yace escondida en uno [— 28


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de los cajones. Esa caja casi deshecha, con las esquinas romas, que tan celosamente guardo y que ya casi nunca abro, y que una y otra vez aparto de un lado a otro del cajón con tanto mimo. Hoy, sin embargo, un algo extraño me mueve a turbar su reposo. Al abrirla, veo un pequeño diario y la foto de la pequeña Andrea con su vestido azul y los zapatos blancos de charol, que yo también solía. Sí, esa niña era yo, Andrea, así me llamo, no puedo olvidar mi nombre, aunque él se empeñe, si no estoy perdida, es lo único que me queda. Al observar aquella foto se me descompone el rostro y me tiemblan las manos, y mis ojos, que apenas dan crédito a lo que ven, comienzan a chorrear llanto. Hago un esfuerzo, e intento comprender que mirarla es mirarme, que acariciarla es acariciarme, pero me doy cuenta que ni yo soy aquella niña ni tampoco la mujer que quise ser de pequeña. Sonrío en la foto, y lo hago con tal fuerza que mi sonrisa derriba la umbría espesura de la lúgubre casa en la que hoy vivo, y también los veinte años que nos separan. Y a pesar de todo ello, a mi sonrisa en la foto me refiero, ya no puedo sonreír al mirarla, al mirarme, porque ya no recuerdo cómo sonreír. Ahora sólo tengo conciencia de un presente en el que paso las noches enteras llorando en silencio, bajo las sábanas, el eco de unas voces reverberándome en los oídos y los oblicuos golpes de un ciego corazón de acero en el rostro, en mis costillas, en mi pecho, en mis ojos inflamados, en mi boca desdentada… Si a los doce años, alguien me hubiese preguntado cuál había sido el día más feliz de mi vida, sin dudar un instante, le hubiese dicho: el día que mi padre me regaló el osito de peluche blanco, muy grande y muy tierno, con manchas negras, y una nariz enorme, y los ojos redondos, y muy suave…Si, a los veintinueve años, 29 —]


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alguien me hiciera la misma pregunta, le contestaría: el día en el que mi padre me regaló el osito de peluche blanco, muy grande y muy tierno, con manchas negras y una nariz enorme, y los ojos redondos, y muy suave… Abro el diario y, mientras instintivamente acaricio la foto una y otra vez, leo: ÉRASE UNA VEZ la dulzura de una sonrisa, la tibieza de unas manos trémulas la transparencia de unos ojos cristalinos, el calor de la cándida caricia, el beso de unos labios inocentes, el calor de un fanal al regazo de mamá, el osito de peluche, el cuento de papá al acostarme. Érase una vez el juego de los cromos, y el de la goma y el de la comba, y el de ser médico, o maestra, o incluso mamá. El vestido azul de los domingos y los zapatos blancos de charol, el enfado de papá cuando llegaba tarde a casa, o el mío propio, porque mamá no permitía que me pintase las uñas. Érase una vez mi infancia, cuando incluso tuve la ilusión de ser mayor. Sí, eso quiero recordar, que érase una vez la infancia… Sí, me llamo Andrea y no quiero morir. Tengo 29 años y me hubiera gustado tener hijos y ser feliz, como todas las chicas, como cualquiera de ellas, no más: estudiar, tener una casa, ropa bonita que ponerme y un marido al que amar, pero padre, ahogado en la amargura que impone la miseria, condenado a malgastar su vida por un mísero jornal con el que apenas podíamos comer, siempre se opuso a que realizara estudios. No se podía, además tenía que ayudar a madre —con cuatro hijos más, y más pequeños que yo— en las faenas de la casa. DE POR QUÉ NO TENGO HIJOS. Cada dos por tres, me preguntan por qué no tengo hijos, y yo me justifico diciendo: Qué prisa tengo… aún soy joven. No seré de tenerlos. Con el tiempo, todo se andará… Y un largo etcé[— 30


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tera de excusas y mentiras. Pero la verdad es que, como puedo, me las ingenio para evitar concebirlos, y todo, por no decirles que de tenerlos habrían de llamarse, inevitablemente, hijos de perra. Sí, así los llamaría. Seguro. Miseria, atraso, impotencia… Un pozo ciego del que se me antojaba complicado salir. Pero un día, la naturaleza, caprichosa, se decide a cubrir de voluptuosidad mi anatomía y de llenar mi cabeza de pájaros —eso mismo me decía padre—, y yo, en un gesto instintivo, urgida por la necesidad de no perder el tren de la vida, que inexorablemente se alejaba, decido marcharme del pueblo a la capital en busca de la felicidad de esa vida con la que los canales de radio —televisión no teníamos— machacaban mis oídos. Pero el destino me jugó una mala pasada —Alfonso, así se llama mi pesadilla—, y la realidad con toda su crudeza me hizo añorar todo aquello de lo que huí. DEL GRITO DEL SILENCIO. ¡No, no, no, no…! Otra vez no, por favor. Golpes, silencio y llanto. Luego el moratón, la hinchazón y el dolor. Mucho dolor y mucha rabia contenida. El globo ocular tornado de blanco a sangre, y por las noches, el insomnio, las pesadillas y el pis en la cama. Y mañana, cuando me cruce con la vecina, agacharé la cabeza, pero ella, como siempre, me detendrá para auscultarme, y me preguntará entonces por lo sucedido. Y yo, como siempre, le diré lo mismo, que resbalé y caí en el cuarto de baño, aunque nunca lo crea, porque ella lo sabe. Qué otra cosa podía decirle a la vecina, sino la verdad, porque yo digo siempre la verdad, mi verdad. Tal vez no entienda lo que le digo. Sí, eso será. Eso quiero imaginar. Era verano y llovía. Entonces irrumpí yo, recién llegada a la ciudad, en el soportal de su casa para refugiarme de la 31 —]


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lluvia. Me dio abrigo en el azul de su mirada, una mirada tranquilizadora que me envolvía, que me acariciaba con una luz nueva que yo hasta entonces desconocía. Yo que nunca había visto el cielo vi el cielo en sus ojos, oleadas de azul rompiendo el equilibrio universal y controlando el pulso del mundo. Me invitó a café y no supe cómo negarme. Acepté. Me llamó por mi nombre, Andrea, porque me llamo Andrea, y pareció besar cada letra provocando el caos en mi interior. Por primera vez me gustó mi nombre. Luego con el tiempo, no sé por qué empezó a llamarme nena y luego la imbécil, la idiota, la estúpida, la inútil… Cuando pierdes el nombre pierdes la dignidad, la autoestima, las ganas de vivir y te abandonas y ya no eres nadie, porque sin nombre no eres nadie, por eso a cada instante lo repito, para así no olvidarlo: me llamo Andrea. ASÍ ME LLAMA: Inútil, inútil, inútil, una vez y otra vez, y otra más. Incontable es el número de veces que así me llama, hasta el punto que, en ocasiones, casi he llegado a creer que así me llamo. Acto seguido, asumido el seudónimo y lo más aprisa que puedo, con la cabeza gacha, como un mendigo que suplica un mendrugo de pan duro en casa del rico, me acerco a él, y medrosamente le digo: ¿Quieres algo? Se vuelve hacia mí y mirándome con esos ojos que por sí solos hablan, sin apenas esforzarse, sé que me está diciendo que molesto. Entonces comprendo, con cierta euforia por mi parte, que esta vez, sólo deseaba comprobar que sigo siendo la misma perra sumisa de todos los días. Sí, por esta vez he tenido suerte, pienso. Me llamo Andrea y cada día me noto un peldaño más cerca del abismo, presiento que voy a morir y yo no quiero, aunque a decir verdad, me gustaría desaparecer, perder la conciencia, así tal vez recuperaría la dignidad, porque me [— 32


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siento sucia, vacía, despreciable, indigna… Como también sé que no hay ningún cielo, sólo es el vacío que emana el ser humano, la pupila azul de un dios absurdo que habita en nosotros, pero en esta casa mía ya no habita nadie, se ha quedado helada y vacía, y tengo frío, mucho más frío del que hace. ME DA FRÍO LA NOCHE, porque él llega cuando llega la noche, por eso, el aire al anochecer me despierta frío y derrama miedo sobre mí. Dicen que no hay calor más hondo que el del hogar o el de un abrazo. Yo, en cambio, no lo creo. Siento un frío de muerte y espanto al anochecer, cuando mi soledad está a punto de marcharse. Entonces, oigo pasos y voces y azotes rasgando el aire, golpeándome su eco en los oídos. Y veo también un enjambre de rostros que son un solo rostro, el de él, arrebatándome todo el espacio y anulando lo poco que de mi presencia queda. Y a partir de ese momento, supongo que sólo él existe y que yo, simplemente soy un títere que alguien, él, maneja a su antojo. Por eso, porque él llega cuando llega la noche, el aire al anochecer me despierta frío y derrama miedo. Me llamo Andrea... Y ahora estoy sola, más sola que nadie, más sola que nunca. Nadie que me llame por mi nombre, nadie que me espere a la salida del trabajo, nadie que me muestre una sonrisa, nadie que me seque las lágrimas, nadie que recuerde mi cumpleaños, nadie que me regale una flor, nadie que me dé las buenas noches al acostarme, nadie que cure mis heridas, nadie que me acaricie, nadie que me dé una aspirina para el dolor de cabeza, nadie que me pregunte por qué hoy no me he levantado, o por qué he ido al médico, o por qué lloro. Nadie con el que hablar, nadie con el que vivir, nadie a mí alrededor, nadie, 33 —]


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excepto uno, uno sólo. Qué difícil es vivir así, como un trasto inservible que alguien, a su capricho, mueve a puntapiés de un lado a otro. Pero lo que más me duele de todo, más que los golpes y los gritos, es el horror de vivir las veinticuatro horas del día con él, uno sólo, y el miedo metido en el tuétano de los huesos, esperando con impaciencia a que un día, no muy lejano, la muerte se presente ante mí y diga: Ya estoy aquí para llevarte conmigo. Sí, ésa es mi sola esperanza, porque ese día, una vez muerta, ya sin conciencia ni memoria, nada habré de temer entonces cuando ya todo sea nada. Al menos, eso espero. TEMO LLEGAR A CASA Y DECIR ´HOLA´ porque es como decir: Ya estoy aquí para que vengas a mí y descargues en este cuerpo, madurado a golpes de cincho y puño, todos tus fracasos, toda la ira de todas tus derrotas, todas las salvas de tu furia contenida. Sí, ya está aquí la marioneta, la culpable de tus propias decepciones, el reo penado por todos tus fracasos, los hombros que necesitabas para zarandear, el estercolero donde verter todos los derechos de una vida repleta de frustraciones. Y me siento entonces un trapo inútil en el que limpia sus manos el verdugo, el retrete donde esputa el alcohólico su bilis, y el señuelo en el que se parapeta el cobarde. Por eso, simplemente, temo llegar a casa y decir hola. Sólo por eso. Sí, me llamo Andrea, este es mi nombre, ahora lo sé con certeza, víctima siempre de haber nacido mujer. Mi memoria es el cuaderno de bitácora de mi vida, y también mi amiga o mi enemiga, pero lo único que tengo. Muy de vez en cuando me trae algún vestigio de la infancia, el pasado, pisadas en una nieve que nunca más volveré a [— 34


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disfrutar, caricias en el tiempo. Otras veces, las más, me tiende trampas, el miedo, los golpes y las voces continuamente revividos. SIEMPRE LOS MISMOS PASOS, aunque él no esté. Una estancia de gritos y voces repleta me confunde. Cierro los ojos a esa luz que es mordisco de sangre en mi cuerpo aterrado. Cierro la boca también, y callo, más por miedo que por voluntad propia. Me escondo bajo la cama aunque no busque nada, como huyendo de un fantasma. Fragmentos de silencios sumados uno a uno, en cuclillas, acurrucada sobre mi cuerpo desnudo como un ovillo de lana, en el rincón de la cocina, o en el del dormitorio, o en el del cuarto de baño… ¡Qué más da dónde o a qué hora o qué día! Son todos el mismo displicente momento. Fragmentos, como digo, que suman una vida que es un cuenco de silencio repleto de terror sostenido en la memoria. Y aunque decido no respirar este aire, que de su lúgubre sombra me empapa, y retomar la casa de las muñecas, y la estancia de las caricias, y los juegos, no lo consigo. Siempre oigo el mismo resonar, el mismo eco de unos pasos que me buscan, que quieren hallarme, no para acariciarme, no, que sus manos huelen a sangre. Para besarme, no, que sus labios saben a frío de mordazas. Para hablarme, no, que sus palabras como cintos de cuero crujen mi espalda. Siempre los mismos pasos rechinando en mis oídos. Siempre. Nunca descansan. Me llamo Andrea, me llamo Andrea y me avergüenzo de vivir porque sé que no sirvo para nada. No sé cómo he podido llegar hasta aquí, hasta este paisaje extraño de continuo miedo y de dolor inmenso del que no puedo escapar, y que he terminado asumiendo como propio. Y ese dolor es la culpa, porque cada día, cada amargo despertar, soy cul35 —]


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pable. Siempre seré culpable, por seguir a su lado o por huir, incluso por morir, lo sé. NO SIRVES PARA NADA, me dice, y es que no sé por qué, cuando él esta delante me pongo tan nerviosa. Todo se me cae de las manos. Y eso es lo que más temo. Odio especialmente los platos, son los que más ruido hacen. Yo no quiero que se me caigan las cosas, pero como por arte de magia, de repente, todo está en el suelo. Y él, allí, a mi lado, como esperando a que sucediera lo que iba a suceder. Primero los gritos y los insultos, luego paff, una patada, paff, un golpe en la cabeza, y otro paff en el pecho, y otro en el rostro, y paff por todo el cuerpo. Sí, yo sé que es culpa mía, soy tan torpe, pero no lo hago adrede. No, adrede no. No sé lo que me pasa cuando él está delante. No, no lo sé. Creo que me llamo Andrea... Sí, así creo que me llamo y mi único deseo es poder trepar por todos los ríos muertos de mi sangre podrida en sus manos. Por todos los calvarios penados en su presencia, por todos los quebrados de mis huesos fragmentados, por todos los acantilados de mi carne apaleada, por todos los torrentes nacidos de mis ojos inflamados. Por todas las palabras no pronunciadas por mi lengua, en mi boca yacente, tornadas en infecundas plegarias. Por todo el légamo estancado en mi memoria, y por todo ello, por lo que mi cuerpo padeció y padece, deseo trepar, para así vomitar todo lo que a él me recuerde, y arrancar de mí, todas las espumas que de su rostro asoman en mi memoria haciéndolo a cada instante presente. Éste es mi deseo, con tan sólo eso me conformo, con olvidarlo y que él me olvide. Pero sé, que nunca alcanzaré mi propósito y entonces, mi inconcluso deseo se tornará en su irrefutable venganza, mi muerte.

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MI ÚLTIMO DESEO. Si volviera a nacer me gustaría ser estatua, o grano de arena, o gota de agua o pluma de pájaro… Pero de tener que nacer mujer, me gustaría nacer con otro nombre, o dormir en otra ciudad que no sea esta ciudad, o con alguien diferente, alguien que no tuviese por lengua una fusta ni por palabra la debocada furia de sus manos. Y me gustaría sobre todo, que este hombre, simplemente me llamase por mi nombre. O mejor, me gustaría no nacer y punto. Sí, mejor no nacer. Por mucho que intento no olvidar mi nombre no sé qué me pasa que a ráfagas se me va de la cabeza. Ahora por ejemplo... ¡Maldita sea! Sólo sé que tengo veintinueve años y que aunque no he vivido, hoy he decidido que es el día. Dios no me hace caso. La muerte no me hace caso. Nadie, parece ser, me hace caso. Sólo un aire huérfano, apadrinado del miedo, me consuela. Hoy, como noche tras noche, no puedo dormir. Las voces han abierto fuego. Su crujido, su dolor y su espanto en la memoria reviven incansables. Me escondo en la otra yo que escribe un diario en silencio mientras acaricia una foto de cuando niña. Palabras amamantadas con un dolor hondo intentando vomitar lo que me duele, pero siempre las voces de fondo vencen imponiendo su lengua de cinto y fusta. El pulso se me agita. Mi voz, que es mi silencio, y mi diario, que es mi voz, tiemblan. Y todo, porque hoy seré yo la que apriete el gatillo, pero esta vez no oiré los disparos, ni los estertores de mi voz pidiendo auxilio. Y mientras me acerco a la ventana y miro al vacío de nuevo intento recordar cómo me llamo pero no lo consigo. ¡Condenada memoria! Cierro los ojos, y muy bajito, como si fuera un susurro, repito: inútil, inútil, inútil, inútil... Sí, así creo que me llamo, inútil… Mientras, mi diario, mi 37 —]


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silencio, mi miedo, mi latido y todo yo… todo se desploma… NOTA POST MORTEM del escritor, que tomó el legado de una vida —un diario— para escribir este relato: «Andrea (1980—2009) murió el mismo día que dio comienzo la primavera en una gran ciudad, que no en el humilde pueblo donde nació, a los 29 años de edad, de muerte premeditada, que no accidental. Según consta en el acta de defunción, la muerte le sobrevino como consecuencia del múltiple traumatismo craneoencefálico sufrido al precipitarse al suelo desde el balcón del tercer piso donde malvivió. Dejó marido, si así se puede llamar, un diario escrito y una vida por vivir.

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INTERLUDIO: DE ESCRITORES Y POETAS



TOMÁS GUTIÉRREZ BUENESTADO (Conquista - Córdoba, 1969)

JUEGO Ya todos mis amiguitos Me esperan en el salón: Winnie, el oso, el ratón, Stanley, Queco y Juanito. Y un tigre que salta lomas Y una princesa del mar Y una tortuga patosa Y otros amiguitos más. Ya todos mis amiguitos Me esperan en el salón Y, mientras, todos juntitos Me cantan una canción.

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TÍO VIVO Un caballo, un tigre, una paloma, Un caballo, un tigre, una paloma, Naranja mi caballo y blanca la paloma, Azul es mi caballo y blanco el Pato Donald. Te cojo, papá, te miro y no me tocas, En mi caballo azul y en mi Pato Donald, Me río, mamá, me miras, ¡no me cojas! En mi caballo azul diviso las palomas, Los tigres, los caballos, Los tigres, los caballos, las palomas. Los caballos, los tigres, las palomas, Los caballos, los tigres, las palomas, Naranjas mis caballos y blancas las palomas, Azules mis caballos y blanco el Pato Donald.

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JITANJADESAFORADA Con las alas abiertas Y la carita roja Volaba que volaba Mi amiga Pototota. Con la concha cerrada Y su carita chula Andaba que te andaba Mi amiga la Cocuya. Cocuconcha cerrayada Carayita chucocula Cocuandaba andabuya Mi amiguita la tortuga. Potoalas abiertotas Carotita ropojota Volopoto volotota Mi amiguita mariposa.

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¿POR QUÉ NOS ABANDONAN LAS CASAS? ¿Por qué nos abandonan las casas? ¿Cuál es la razón por la que se mudan dejándonos vacíos en medio de la calle? A veces no encuentro más que una hilera de individuos deshabitados a lo largo de los viales desolados de esta ciudad desierta y no tengo más que preguntarme adónde habrán ido sus dueñas, llevándose los enseres con que año tras año amueblaron sus gentes, a las que enjalbegaron el rostro, a las que calefactaron con radiadores de tergal y pantalones de mezclilla. Adónde y por qué. —Me he ido a vivir a un ingeniero que habla inglés, soleado, rentista y andariego, adosado a una peluquera a tiempo parcial —comentaba un ático a un entresuelo—. Cuenta con esposa, dos niños, la suegra y un cachorro de terrier. Estoy pensando, además, en ponerle bigote a él y en quitárselo a la suegra, aunque estos extras me disparen un poco el presupuesto. —¡Qué monada! —apuntó el entresuelo—. Te habrá salido carísimo, ¿no?, ahora que los tipos de interés están por las nubes.... Yo no podría con una hipoteca como la que tiene que tener una profesión liberal. Yo vivo en un pescadero.

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Es frío y viejo: se me va una pasta en guantes, bufandas y calcetines, pero es un buen individuo, grande, espacioso. Al ser un hombre chapado a la antigua, no le doy al cabrón de chalet que me quiere cambiar el régimen de alquiler más que la miseria que sé que no vale. Además, el barrio es bueno y eso siempre es importante. A mi lado vive un palafito y más allá una quinta en un sordo. Soledad radical la tuya la de ser abandonado por tus objetos, individuo sin casa que lo habite, condenado a la larga hilera de harapientos desconchados que se alienan en las aceras por donde circula la estática velocidad de todas las cosas... o de todas las casas.

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VICENTE MAZÓN MORALES (Vergara — Guipúzcoa, 1967) 1. Entonces, las leyes de la física o las de dios, y aun los versos perderán su razón de ser. Será, pues, el momento y, ante la nieve callada de tus pechos, ante la púrpura encendida de tu sexo, única voz que late en el silencio -agazapado en la oscuridad-, ya no valdrán las palabras: arena robada al viento, hojas secas en el fuego. La fonética yacerá muerta bajo el sello de tus labios, las palabras se abrirán vacías las entrañas como urnas hueras de un verso. No. No valdrán ya las palabras. Todo se hará nada en el silencio y tu piel será el cerco perfecto para el tiempo. 47 —]


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2. Aun bajo la caricia de cristal presiente la inminencia de un horizonte de aguas, el tránsito del dios chacal o la eternidad en la mañana. Aguarda en su quietud, preñada de felinos y caimanes, un destello de palabras, armonía secreta que el papiro guarde en el arcano de los signos: fonética de los dioses, hurtos en el altar. En su mirada de nilo, atrapada en la arcilla, en la terracota de siglos, recuerda el azul manso que otras fronteras -el silenciocifran el paso del hombre en su lucha con el tiempo.

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3. Llego tarde en la madrugada: los élitros abiertos del silencio se adueñan del oído, de aquella percha pende tu chaqueta, tu hueco en el sillón acomoda a la oscuridad. Aleteo de mariposas en las sombras, mientras tu huella indeleble se imprime en mi ánima. La ausencia es otra forma de presencia.

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4. Rueda la piedra: la jornada te arrastra. Desayunas café con melancolía y, a fuego lento, tuestas la vida. El tiempo lo diluyes en papel con membrete y dirección dictada: añoras la hoja en blanco. En un minuto la felicidad huye: pasa la vida de un insecto, olvidas este verso, sueñas un mundo y desaparece... El denario conoce el olvido en la fuente. Sucedáneos. Un punzón de silencio amenaza en la nuca. Agujas del reloj te hacen cristo y mártir.

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Amas, lo que dura el vértigo de la noche. Unas líneas, un verso, historias que te cuentas... Amanece y la piedra regresa, Sísifo.

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5. No busca ser eterno a través de nombres o facciones repetidos en la corriente de un río sin fin, ni grabar la memoria en letras sobre la placa de una calle alejada, ni tan siquiera conseguir una parcelita en el cielo con vistas al edén. Tan sólo espera pasar saboreando, y que cuando regrese a la raíz del roble donde sueña Merlín, y la tierra vuelva a la tierra, su aliento hecho tinta aún sea susurro en vuestro oído.

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6. Ulises termina la jornada cantan las sirenas el fin. Recogiendo la chaqueta, emprende un duro regreso en soledad. Nada le permite ya escapar, nada sirve de cebo a su atención. Las miradas lamen lentas y tristes el asfalto gris de las calles. En el eco rompen las olas contra los batientes. Mira hacia el mar y sabe que ha emprendido el camino sin retorno del bulevar de la memoria, de los sueños perdidos, donde emulsiona el azúcar con el negro café amargo. Sabe que los vacíos se rellenan con el puzle del recuerdo.

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7. Buscas las damas negras de la noche, el murmullo incontrolado de una voz, el espectro de un valle-inclán, la sombra de Corto Maltés: la eternidad verde del musgo. Llega la madrugada, cabellera gitana. En la oscuridad, los párpados sellados, se cifra el misterio de la palabra... Todo queda en el sueño.

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8. Aterida de frío y olvido, por rastro huellas de nieve en las guías férreas del tiempo, la poesía busca el abrigo tibio, otoñal -resina que arde al fuegode una palabra encendida.

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9. Ya aletargado en este nido de invierno bajo la cobija tibia de la palabra y envuelto por polvo de anaqueles -libros y saber del tiempo, voces quedas en su ribera-, contemplando tras el cristal la ausencia de nieve, que no sabe de este sur, la lejanía del céfiro, huido a sus alturas, las ruinas de esta ciudad altiva y envidiosa de la luz, que no es Roma; regreso al fulgor de la escarcha en la madrugada, al refugio del verso, a la cadencia suave de su arrebato, a la herida blanda de ninfas y amazonas;

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y miro la huella ausente de los pasos que dejé atrás, el polvo hecho lodo en los charcos, el germen seco de mi simiente, el eco estancado en esta caverna de días y noches, de noches y días… Y afuera, lluvia, lluvia muelle de versos cala la tierra y despierta la memoria primera, el sueño de ver verdecer en este nido de invierno, los brotes de un verbo tierno y recio, sílabas que trepen a un cielo blanco de papel, palabras que brillen como mies dorada de estío, cantos que manen sangre de lirios al arrullo de las palomas, en el letargo, en el regazo cálido de un poema que se haga primavera.

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VII CERTAMEN DE RELATOS «EL MUNDO ESFÉRICO» _________________________________

10 Sí. Cultivo campos de sueños en las praderas de tu piel, para que el alba arome cada mañana de hierba fresca. Cifro en el aliento de tu pecho el secreto de las mareas, el lenguaje blanco de la espuma sobre la arena, el origen de la luna. Custodio en el silencio de la noche el orbe callado de tus ojos, vigía de insomnios, astrónomo del cosmos que ocultas cuando duermes. Perlas cultivo en el mar de alborán de tu cintura, cíngulos trenzados de amor con que atarte en vano. Y te bautizo de luz en las riveras de la aurora, oyendo en el rumor del sol que bridas no quiere el viento. [— 58


FERNANDO DEL PINO JIMÉNEZ (Montalbán — Córdoba, 1959)

PARA MARCELINO FERNÁNDEZ PIÑÓN Limo y roca, río y bosque norteño, entre la niebla fresca del helechal profundo y mítico, entre arboleda...la luz se funde y tú te haces fuerte en tu presencia, con tus frondas generosas y oblongas, preñadas de amor, de amistad, de magisterio. Tu ser telúrico, enraizado y profundo se ahonda y recala entre los poros resecos de tu entorno, al que nutres y humedeces con tu nombre, al que reverdeces y engalanas con tu estética, con tu búsqueda constante de esa Ítaca, a la que abandonas y regresas, sin remedio, convertido en otra cosa, pero vivo. A golpe de razón, a golpe de mazo, a golpe de corazón y de sinapsis, a golpe de verbo herido y alma rota, a golpe de cápsulas de colores, a golpe de sinrazón y claroscuros. 59 —]


VII CERTAMEN DE RELATOS «EL MUNDO ESFÉRICO» _________________________________

Te eriges con total categoría convertido en haya, en roquedal o en fuste, fundamento y armazón, nervio y sustancia, de hojas de acanto y capitel corintio. Te elevas sobre ti mismo, mas, sin dejar atrás del todo lo que sembraste: el amor de una mujer y de tu hijo, los colores desleídos sobre lienzos y maderas, los olores del barniz volatilizados al aire, tus versos, tus versos, tus versos senderos sobre blanco para el alma de un amigo. Nadie como tú conoce el límite de las cosas, nadie como tú, el borde del consciente y su trastienda. Tú has intuido el envés de los confines, tú has palpado, con tus manos poderosas, lo que no se ha de palpar, mal que te pese. Tú has hollado con tus pies de hombre El terreno prohibido de los dioses.

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I.E.S. NICOLÁS COPÉRNICO — ÉCIJA _______________________

Así, desde tu bosque hiperbóreo, y tus ríos y helechos milenarios, Manantiales y roquedas. Desde el liquen que tatúa la piel del roble, marchamo del vivir a la intemperie. Desde tus esporas, has engendrado aquello que te ata a este mundo. Maestro, padre, hermano, amigo y compañero.

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VII CERTAMEN DE RELATOS «EL MUNDO ESFÉRICO» _________________________________

LA GRIETA (SE ABRE LA GRIETA) La grieta que engulle a la carne, la grieta que traga a la carne, herida y maltratada, exánime. La grieta que traga al hijo, a la madre, al abuelo. La grieta que traga la casa, que traga tu tiempo, furiosa y violenta. La grieta que hiere, que daña, que traga y cubre. La grieta que abre, la conciencia. La grieta que cubre y deja al descubierto la miseria, el dolor, la tragedia.

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I.E.S. NICOLÁS COPÉRNICO — ÉCIJA _______________________

La grieta que nos traga, la grieta que nos vela, la grieta que nos alumbra. La grieta que nos muestra la dureza, la oscuridad, el desaliento. La grieta que nos quita la máscara, que nos descubre. La grieta que separa al hombre… de otro hombre, el norte del sur que también existe.

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VII CERTAMEN DE RELATOS «EL MUNDO ESFÉRICO» _________________________________

A PEPITA TOMÁS MONTERO, «IN MEMORIAM» Tuviste, ciertamente, el verbo claro, nacido del Genil y su ribera, tú fuiste, para todos, compañera y diste sin doblez y sin reparo. Sembraste con tu ida el desamparo de aquellos que te siguen cual señera, que anhelan de tu voz en vez postrera, un verso que les guíe como un faro. Te fuiste de esta vida sin ruido, dejando el eco fiel de tu palabra y el ritmo de tu verso desvalido. Allá donde ahora estés, donde te has ido espero, con fervor, que se te abra la puerta del Parnaso conseguido.

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JUAN JESÚS AGUILAR OSUNA (Écija — Sevilla, 1972)

LA MALDICIÓN DE LOS LAMECQ (Gen 4: 8-18) But let one spirit of the first-born Cain Reign in all bosoms . . . (W. Shakespeare, Henry IV, part II, I.i)

CLAUDIO LAMECQ NO APARTABA LOS ojos de la pared cándida hasta la esterilización que tenía enfrente. Su memoria, incansable y pungente, no dejaba de proyectar una y otra vez sobre aquel lienzo albugíneo la increíble imagen que había quedado encallada en sus retinas. Por más que cerraba los párpados, seguía viendo a aquel doctor avanzando por el interminable pasillo del hospital con un paso tan firme y decidido que el dobladillo de su bata blanca era incapaz darle alcance.

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ACÍA HORAS QUE

__________________ 1 Este relato fue declarado finalista en el V Concurso de Narraciones Breves “Fernando Belmonte” (Trigueros, Huelva), 2003. 67 —]


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Luego llegaba hasta donde Claudio se encontraba y tenía lugar lo insólito, el descubrimiento que le había arruinado la vida. * Todos se habían estado temiendo lo peor. Sin atreverse casi a mediar palabra, el único afán de la familia Lamecq durante muchos días, largos e inciertos, había sido el de interpretar la expresión tan mudable que mostraba el rostro del médico que atendía al desdichado Abel. El muchacho nunca había sido demasiado fuerte, pero últimamente se había venido abajo de una manera que ni siquiera los entendidos en medicina eran capaces de explicar. Lo único que estaban en condiciones de afirmar, y siempre con un aire de extrañeza alojado en el ceño, era que Abel se estaba viendo afectado por una patología infecciosa cuyo origen les había resultado imposible de trazar. Tal desconocimiento no impedía que aquel mal se estuviese propagando por los órganos más vitales de su cuerpo con una rapidez endiablada. Las esperanzas que les habían dado desde un principio habían sido mínimas, pero para Claudio se hicieron súbitamente nulas tras recibir la angustiada llamada de Eva, su esposa, que, como madre sacrificada y reacia a perder a su hijo, había permanecido día y noche en el hospital junto a su nuera. * Abel tenía veintisiete años y era hijo único. Claudio había interpretado esta condición como la corroboración definitiva de la teoría que él mismo había formulado [— 68


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acerca del fin de la maldición que desde tiempos inmemoriales habían perseguido a los Lamecq. Claudio y Abel constituían ya dos generaciones consecutivas sin verse desdoradas por la oscura lacra del fratricidio, y esto había ayudado al mayor de ellos a mantener su conciencia tranquila y libre de ciertos fantasmas del pasado. Sin embargo, la repentina muerte de su unigénito y, sobre todo, las circunstancias que finalmente rodearon a esta desgracia habían levantado una polvareda de recuerdos punzantes en la mente del padre deshijado que, incluso dos semanas después de la inesperada fatalidad, aún amenazaba con acabar desestabilizando por completo su ahora frágil cordura. El quimérico andamiaje que había estado sosteniendo su teoría durante tantos años no había podido seguir ocultando su inconsistencia y se había desplomado en tan sólo un segundo, el escaso tiempo que aquel doctor con bata blanca había tardado en abrir delante de él y de sus demás familiares el trozo de gasa esterilizada que había traído misteriosamente acunado entre sus manos. Su insospechado contenido era el causante de la muerte de Abel. * A lo largo de muchas generaciones, los Lamecq habían llegado a la dolorosa conclusión de que su familia había sido marcada con un estigma indeleble que se transmitían inequívocamente de padres a hijos por vía genética. El padre de Claudio había pasado la mejor parte de su vida encerrado en una cárcel por haber matado a uno de sus hermanos, después de haber tenido infinidad de discusiones acerca de una herencia. A su vez, el progenitor de este fratricida, también había segado la vida de su propio 69 —]


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hermano, en esta ocasión por rencillas amorosas: los dos se habían encaprichado en la misma mujer y el abuelo de Claudio no había tenido miramientos con el lazo de sangre que les unía; simplemente había hundido la hoja acerada de una navaja de tres muelles en el costado desprevenido del hijo de su padre y, aún cegado por la ira, había contemplado cómo este se desplomaba sin vida en el suelo que luego serviría para enterrarlo. Y, si se seguía escalando por las ramas del árbol genealógico de los Lamecq, no se tardaba en encontrar posados en ellas a hermanos que morían a manos de sus colactáneos, siempre a una edad tristemente precoz y por razones que jamás deberían haber justificado un asesinato, cuando menos un fratricidio. Muchos miembros de esta familia habían llegado a pensar en lo más profundo y oscuro de sus secretas conciencias que nada tendría de extraño que el origen de la maldición que condenaba a su estirpe se remontase a aquellos tiempos ancestrales en que un labrador matara a su hermano pastor con la ayuda de la quijada de un asno. * Cuando Eva quedó embarazada la primera, y a la postre única vez, le habían diagnosticado gemelos, si bien valiéndose de los escasos y rudimentarios medios que existían en aquella época y que terminaron por equivocarse a la hora del parto. Abel fue la única criatura que salió de entre las piernas de la que después habría de amamantarlo. Del otro vástago que habían profetizado en los primeros meses de gestación, y a quien los doctores habían determinado una muerte prematura como posible explicación a su posterior desvanecimiento, no habían encontrado ni el más [— 70


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leve rastro, por lo que pasó a convertirse en un fantasma inventado por una ciencia imperfecta. Claudio tuvo un solo hijo y esto le sirvió de alivio en más de un sentido. Al menos durante los veintisiete años que duró la tregua, pues en las dos últimas semanas había visto con el ojo de su mente —cuando menos cien veces, puede que incluso mil— a aquel doctor ataviado con nívea bata caminando hacia él por un pasillo que nunca terminaba. Luego se detenía y le enseñaba lo que traía custodiado entre sus manos de cirujano. Algo impensable. Alternando con esta escena tan angustiosa como recurrente, sobre aquella pared neutra, en la que Claudio estaba extasiado con una expresión que rayaba en el delirio, también discurría una segunda imagen que ya creía obliterada por el inclemente paso de los años. Sin embargo, ahora se mostraba ante sus ojos con una nitidez que no erraba en sorprenderle hasta producirle un miedo que sólo él era capaz de comprender. La inesperada revelación de aquel médico a las pocas horas de haber muerto Abel había reavivado unos recuerdos a los que Claudio se creía inmune, pero que, tras verse despertados de su ilusorio letargo, habían regresado para zanjar la deuda que tenían pendiente con la verdad. * Por la pared corrían en aquellos momentos un Claudio que no debía tener más de diez años y su hermano menor, Isaac, que rayaba el lustro. Era verano, uno muy caluroso, y los dos habían ido a bañarse a la acequia del campo de su abuelo, que no distaba mucho de casa. Reían, saltaban y chapoteaban en el agua divirtiéndose como dos críos que eran..., hasta que, en un descuido, Isaac cayó en la parte del canal que tenían 71 —]


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prohibida por su profundidad y por lo resbaladizo del lodo que le servía de suelo. En otras ocasiones habían ido acompañados por su hermana mayor o por algún primo, pero aquel día estaban solos. La única ayuda que podía recibir aquel pequeño infeliz que gritaba y manoteaba asfixiado en angustia debía provenir de su hermano. Pero Claudio sintió un sabor extraño en la boca, como si hubiese mordido una manzana amarga, y no se movió de donde se encontraba. Se limitó a contemplar como aquel agua prohibida, cada vez más espesa a causa del fango que Isaac estaba removiendo con el frenético pataleo de sus pies, se tragaba a su hermano pequeño, al que había nacido para arrebatarle el puesto de hijo menor que él había disfrutado durante años. Claudio nunca le había perdonado a Isaac que estuviese reinando en la calle Dinamarca, nº 10, la casa de sus padres, ocupando un trono que jamás debería haberle correspondido a nadie más que a él. Luego sólo tuvo que regresar llorando a pleno pulmón para contar que Isaac se había ahogado en la acequia y que él había hecho todo lo posible por sacarlo, sin conseguirlo. La muerte del pequeño ensombreció el ánimo de la familia durante una larga temporada, tras la cual el verdadero monarca de aquel reino volvió a ostentar la corona que le había sido usurpada. Con el paso del tiempo y de muchas noches de interminables pesadillas, Claudio se había autoconvencido de que el miedo que sintió al ver a su hermano ahogándose le había paralizado el cuerpo. Por mucho que hubiese querido, no habría podido hacer nada por él. Su conciencia se había dejado engañar como estrategia de supervivencia, pero aquel doctor con bata blanca había abierto las manos para devolverle a una realidad dema[— 72


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siado dolorosa para ser asimilada en una fracción de segundo: la familia Lamecq seguía siendo una casta de malditos, una progenie prescita, y Claudio no podía continuar esquivando el hecho de que él, como sus degenerados ascendientes, también era un fratricida. Pero ahí no quedaba todo, pues de su simiente había germinado otro criminal. La gasa esterilizada que aquel médico portaba celosamente entre las manos traía envuelto un minúsculo feto fosilizado. Lo habían hallado alojado en el pulmón izquierdo de Abel al realizarle la autopsia. El joven difunto sí había tenido un gemelo, que, a pesar de haber muerto a los pocos días de su gestación, había conseguido adherirse a su hermano sano para dejar bien claro que era un verdadero Lamecq. Aquel maldito engendro, inofensivo e insignificante solo en apariencia —y quién sabe si el primogénito entre los dos hermanos— venía con las de Caín. * Tras haber asistido una vez más a la proyección de ambas escenas —la llegada del médico con el feto entre las manos y el pequeño cuerpo de Isaac luchando inútilmente por no perder la vida—, Claudio se levantó de la cama en la que había estado sentado y caminó hasta la ventana de la habitación. Intentó distraerse mirando a la gente que había allá abajo, en el jardín del sanatorio en el que ya llevaba dos semanas ingresado. Tenía que recuperarse de lo que los doctores definían como una crisis emocional sufrida a consecuencia de la muerte de su único hijo. ¿Qué sabrían ellos? Entre la gente que había sentada en los bancos de aquella zona ajardinada creyó reconocer a su nuera con 73 —]


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sus dos nietos pequeños, el hijo y la hija de Abel. Puede que hubiesen venido acompañando a Eva en la visita diaria que hacía a su marido. A Claudio le había encantado jugar con aquellos retoños de su hijo desde el mismo día en que habían nacido. Pero tras la inesperada muerte de Abel, y sin que los demás hallasen una explicación lógica, había empezado a sentirse incómodo, más bien intimidado, cuando los tenía delante; sobre todo si empezaban a pelear por cualquier juguete, algo completamente normal entre niños de su edad. Precisamente, en aquellos momentos los dos críos parecían forcear allá abajo por algo que se asemejaba a una manzana. Su madre estaba distraída hablando con alguien. Al tiempo que observaba esta escena, Claudio empezó a sentir un sabor tremendamente amargo en la boca, que se hizo insoportable cuando el niño empujó a su hermana al suelo y dio un victorioso mordisco al fruto que había sido motivo de la disputa. Claudio prefirió darse la vuelta y alejarse de la ventana. No quería seguir presenciando aquel enfrentamiento pueril que tanto daño le estaba causando. Con los ojos medio velados por lágrimas de angustia y desesperación, Claudio creyó distinguir la figura de un médico enfundado en una bata blanca. Se dirigía hacia él con paso decidido. Embargado por un miedo al que no era capaz de hacer frente, Claudio Lamecq cerró los ojos para no ver lo que aquel hombre traía en las manos. Confió en que solo fuera su dosis de tranquilizantes y somníferos para ayudarle a descansar.

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MARCELINO FERNÁNDEZ PIÑÓN (Villalba — Lugo, 1948)

PARADOJA HINDÚ (O CASI)

S

I ORDENAS LAS PALABRAS PARA QUE DIGAN LA VERdad,

dirán la verdad. Si ordenas las palabras pera que mientan, dirán la verdad de tu mentira —dijo el sabio hindú. —Cómo es eso posible, Maestro de las Paradojas, pues es por todos sabido que la mentira existe —dijo el discípulo, extrañado. —Dilecto Aransangom (que podría traducirse por: sapo verde que besa la luna en su vientre blanco. Sabido es el aprecio en ciertos lugares motañosos de la India por lamer los tóxicos que segrega la piel de ciertos batracios, y que es más efectivo y alucinógeno por la noche, y sobre todo las noches de luna llena) —contestó el Maestro de las Paradojas, mirando con cierto través a Aransangom, cuya visión le causaba un poco de repugnancia y atractivo a un tiempo, su piel gruesa, arrugada y parda le parecía más tóxica que estúpida su pregunta—, las palabras fueron creadas por los dioses, cada una con un significante, con un significado y una significación que son sus huesos, su carne y su piel. Allá donde van no pueden ser otra cosa distinta de ellas mismas. Por eso, las palabras, no mienten nunca. —Entonces, Maestro, ¿cómo es que existe la mentira? 75 —]


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—insistió en su argumento Aransangom, esbozando una ligerísima sonrisa que se asomó timidamente a las comisuras de su boca y de sus ojos, al pensar que había encontrado un argumento de verdadera substancia, y al que el Maestro no había respondido porque no podía rebatirlo—. ¿Eh? —concluyó. Y aquel «eh» impertinente hirió ligeramente al Maestro, no porque no supiera contestar, sino porque le molestaba en cierto modo que aquel ignorante de libro le concediese la más mínima posibilidad a tal pensamiento, pues el Maestro era también reconocido como gran dialéctico. Aransangom lo sabía, entonces ¿por qué dejaba escapar aquella estúpida sonrisilla por entre sus labios? —¡Ay, Aransan…! —Al acortar su nombre mínimamente, lo que podría interpretarse como signo de confianza y de familiaridad, dejaba entrever por el tono de cierta socarronería con el que fue dicho su nombre, más una intención diminutiva que irónica, sin decirlo explícitamente, lo estaba aludiendo como «disminuido de mente», dato éste que al interlocutor pareció pasarle inadvertido— , yo he dicho que la palabra no miente nunca, y tienes razón cuando dices que la mentira existe, pero eso acaece en el corazón y en la boca de los hombres. Ningún animal o hecho de la naturaleza miente ni tiene intención de mentir. Solamente el hombre, que se cree superior a todo lo que le rodea, es capaz de intentar doblegar la palabra para someterla a sus deseos, sean estos de la naturaleza que sean. —Es verdad, Maestro, que fui muy ligero en mi razonamiento y pequé de simple al no tener en cuenta que es el hombre el que es capaz de violentar el sentido de las palabras para obligarlas a decir lo que ellas de por sí no desean. —Así es, Aransangom. —El Maestro, ante la aceptación [— 76


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humilde de sus razones por parte de su discípulo y el hecho de que su mente asimilaba sus enseñanzas, le devolvió el nombre completo, y entonces se percató éste de que el robo de una sola sílaba del mismo era la representación fehaciente de cómo una palabra se puede cargar de intención en la boca de quien la pronuncia—. Así es —prosiguió el Maestro—, has cometido dos grandes errores: precipitarte en el juicio fue el primero; y juzgar parcialmente, tomando el todo por una sola parte, fue el segundo. Si de ello dependiera tu vida te hubieras caído por el precipicio sin remedio. —Maestro, ¿y cómo es posible que el hombre, aun sabiendo que no puede torcer el signo de la palabra, intente hacerlo, y como la realidad indica, muchas veces lo consigue? Cuando terminó su pregunta, ya no sonrió irónicamente, con la suficiencia con la que lo había hecho la vez anterior. Primero porque temía la dialéctica de su Maestro, y segundo porque estaba aprendiendo que es muy fácil equivocarse por muy seguro que uno pueda estar de sus argumentos. No obstante, alguno de sus poros debió de destilar algún efluvio de satisfacción que llegó a los sentidos de su interlocutor, pues este comenzó diciendo: —Dilecto Aran… —esta vez, aunque con gran afecto manifiesto en la apelación como «dilecto», le había cercenado el nombre nuevamente, y en dos sílabas esta vez. Algo debía de ser más grave que la anterior para que el «castigo» también lo fuera. Y el Maestro continuó—: Vuelves a incurrir de nuevo en el mismo error. Pues del mismo modo he de contestarte que si alguien intentara mentir, sesgando la recta significación de su palabra, sería muy iluso si tal pretendiera. Sólo lo conseguirá si su interlocutor, por las razones que sean, se deja engañar o cae por 77 —]


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desconocimiento en la patraña que aquel urde para atraparlo. Es el hombre, otra vez amado Aran, otra vez el hombre. Y no lo olvides, Aransangom. —La restitución de su nombre completo por el Maestro pretendía inducir en él una dosis de tranquilidad que habría de predisponerlo para aceptar una verdad sorprendente, increíble por si misma. Y la voz grave y dulcemente acariciadora del sabio maestro continuó desmenuzando grano a grano la verdad—. No olvides que es privilegio de los dioses el equivocarse, ellos no tienen que rendir cuentas ante nadie, sino ante sí mismos, y ellos entre sí se exculpan los unos a los otros, pero Aransangom, al hombre lo juzgan los dioses mismos, y con nosotros son inexorables, exigentes, jueces y verdugos con unas leyes que ellos mismos han promulgado, unas sentencias que ellos dictan, y unos castigos que ellos nos aplican. Pero tú no gozas de tal privilegio y ya has errado por segunda vez, y eso nunca queda impune, por más que a veces pueda parecerlo. Emocionado, aunque procurando contener cualquier gesto, por mínimo que pudiera ser, que lo pusiera de manifiesto, pues el nirvana, sólo alcanzable tras la muerte, exigía la práctica en vida de la impasibilidad. De modo que, conteniendo cualquier efusión de emociones que las sabias palabras habían suscitado en su interior, dijo: —Amado Maestro, bien quisiera dominar la brida de mis palabras para que ellas, libremente, sin interferencias ni trabas, pudieran salir de mi boca directamente desde la fuente de la verdad, como el agua clara en primavera rompe en manantial. —Aransangom. —El oír su nombre completo sin apelaciones de ningún tipo le dio a este la grata sensación de ser empezado a tratar como un igual por su Maestro, lo cual quedó confirmado por su discurso—. Aransangom, por tus todavía más hermosas que sabias palabras, y no te enfades [— 78


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por ello, te estás aproximando no a la verdad pero sí al camino que a ella ha de conducirte, porque has de saber que la verdad y la belleza son hermanas que suelen viajar juntas casi siempre, y cuando nos acercamos a una de ellas, la otra suele andar cerca, cuando no está al lado mismo. Fíjate cómo tú, ahora, has utilizado palabras bellísimas para hablar de la verdad, pero, he ahí la paradoja, que si hubieras utilizado las palabras más negras, diciendo: «el penoso trabajo de extraer el carbón de las entrañas de la Tierra», como el que lucha por arrancar la verdad por muy escondida que esté, a su contacto tales palabras se ennoblecen y hermosean. Y más aún, eso nos dice, a algún lejano sentido nuestro, que la verdad anda cercana. —Pues bien, Maestro, dime cuál es el camino para que por mi bien, que tú deseas, pueda llegar cuanto antes a su presencia. Amado Aransangom, el camino que conduce a la verdad está sembrado de zarzas y de abrojos que otros ya han recorrido, pero son tan pocos que sus huellas no han dejado el camino abierto y transitable, de modo que cada uno ha de buscarlo por si mismo, aunque de vez en cuando alguna pisada anterior nos confirme que vamos por el buen camino. Y ese es mi cometido, querido Aram. —Esta vez en el corte ya no había más connotación que el afecto, al ver cómo el discípulo se le acercaba y él le tendía la mano para ayudarle. —Entonces, debo pensar que la mentira y la verdad, como las zarzas y el camino, también caminan juntas al igual que la belleza y la verdad, y ¿cómo es pues que éstas también lo hacen? ¿Es, quizá, otra paradoja? —preguntó satisfecho el discípulo, creyendo haber descubierto y planteado a su Maestro uno de esos enigmas que a él tanto le gustaba resolver con sus mil flores y variables, tanto por 79 —]


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hallar la verdad, cosa que él sabía dificultosa, como por un mero disfrute intelectual de llegar a su descubrimiento y a su develación. —¡Ay, «Aransi». —Aquel hipocorístico y diminutivo hicieron sacudirse los nervios del alumno como cables de un tendido eléctrico con un rayo sobrevenido en una tormenta. Su interior se puso al rojo vivo, pero dada su capacidad de asimilación, adquirida con la práctica de la meditación, tan sólo un pálido ababol asomó a sus mejillas, lo que no pasó inadvertido a su Maestro, que dejó volar una sonrisa tranquilizadora y comprensiva. Esto le sirvió para aliviar el calor, que de contenido que lo tenía amenazaba con derretirle alguna víscera. El lenitivo de la sonrisa consiguió, además, apagar la leve amapola de su cara, y esperó. —Ay —continuó el Maestro—, queriendo hacerte grato a mis ojos te has dejado llevar por tus emociones y no has reparado en palabras grandilocuentes, pensando que las humildes son menos válidas para llegar al camino que añoras, pero ¿tú has visto a la orilla del sendero rosas azules o los nenúfares del palacio de Rashandrá? No, las flores que salpican los caminos son pequeñas, que por ello logran hurtar su cuerpecillo a la sandalia del caminante y aún sobrevivir cuando son pisadas. Pero no es ese el fallo que yo quiero señalarte sino el que cometes al calificar de paradoja lo que no es más que una posición de contradicción entre ideas que se excluyen, como la verdad y la mentira o la belleza y la fealdad. No hay tal paradoja pues, ni el cumplimento de una conlleva una explicación que incluya a la otra, ni un término supone una petición de principio que implique al segundo término en la respuesta. Verás que por más que tus palabras pretendieron construir un enunciado verdadero, eso no ha pasado de ser un intento, y que un análisis somero nos devuelve a la realidad del [— 80


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camino, donde al final del mismo se deja entrever el cuerpo bellísimo de la verdad. Entretanto al caminante sólo le cabe contemplar la hermosa patraña que ellos mismos han levantado, y que no pueden alcanzar para albergarla pues es como el aire, que no se deja ver y sin embargo nos da la vida al respirar. »Con este análisis creo haberte llevado al encuentro con la verdad del enunciado con el que hemos abierto la tarde, tan cierta como el sol que se nos va y las sombras que se acercan por el oriente y que vienen empujándolo hacia el mar.

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ANTONIO MARTÍN PRADAS (Écija — Sevilla, 1961)

MILAGRO EN LA MERCED

QUELLA MAÑANA SE QUEDÓ DORMIDO A LA HORA DE MAI-

A

tines. Al despertarse, el Padre Pedro se dirigió al coro, donde encontró a la Virgen en el sitial presidencial con el himnario abierto en sus manos, iniciando el rezo, acompañada de un coro de ángeles que se distribuían por la sillería. Arrodillada a sus pies, una mujer de aspecto noble y distinguido contemplaba sobrecogida la escena. Así figuraba en las crónicas de la Orden el acontecimiento que marcaría el futuro de ésta y que había sucedido hacía más de un siglo… * —Curiosa pintura —pensó Arturo Gadea—, a pesar de que no estaba dentro del lote de cuadros que acababa de adquirir al monasterio. —Me han tomado por tonto, creen que pueden engañarme, pero no saben con quién están tratando. Esta misma tarde les reclamaré que me envíen el que habíamos acordado. Vamos a ver…, por algún lado debo tener la lista de los catalogados—. Rebuscó entre los papeles del escri83 —]


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torio y respiró aliviado cuando encontró el documento de compra-venta. —Tenían que haber traído el milagro de la inundación del río y no éste. Si no quieren hacer el cambio —pensó—, creo que voy a perder dinero, pues como no sea para decorar las paredes de un palacio o una hacienda, difícilmente se podrá vender… * El pintor, antes de enfrentarse al lienzo, había realizado una serie de bocetos previos. En ellos intentaba mezclar imaginación y realidad, tal como le había oído declamar mil veces a su maestro: «La realidad siempre la has de tomar del entorno que te rodea y deberás de imaginar todo aquello que no encuentres, deja para los sueños lo divino y copia todo lo humano». Sabias palabras, tradición transmitida de maestros a discípulos, de generación en generación, se dijo en voz baja. La experiencia le había enseñado que en su oficio era muy importante ser un gran observador del entorno, retener en su mente rostros y escenas que había presenciado. Por ello tuvo claro desde el primer momento que para la Virgen copiaría el rostro de Aurora, una muchacha de serena belleza que vivía cerca de su estudio y a la que miraba pasar tras su ventana cada mañana. Sus facciones reunían, sin duda, las características que estaba buscando. Para los ángeles echaría mano de los monjes de la comunidad, plasmando rostros reales desde el más joven al más anciano. Todos le serían de utilidad y seguro que no pondrían objeción a la hora de posar. La estancia en la que se desarrollaría la escena estaría situada en el propio coro alto. Todos los conventos lo [— 84


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tienen y este de la Merced calzada cuenta con uno de los mejores de la provincia. Poco a poco siguió observando los detalles incluidos en los bocetos. Para la representación del sitial presidencial y la sillería del coro seguiría el diseño que le había entregado el Maestro Cañero al Prior del convento, modelo del nuevo coro que estaba construyendo para la comunidad. Tenía claro que su compadre realizaría un trabajo digno de admiración en la talla de la multitud de imágenes que se distribuirían por los sitiales. En un lateral de la escena colocaría un gran facistol, situando en uno de sus frentes un enorme libro de coro. Confiaba en que este detalle contribuiría a reforzar la atmósfera de intimidad musical previa a la liturgia. Por último, trabajaría en los protagonistas de la escena. En cuanto al Padre Pedro no terminaba de decidirse, aunque tenía claro que, dada la importancia del personaje, remataría con él la obra. Para la Marquesa, como donante y protectora en la vida terrenal del cenobio, intentaría convencer a la nieta de ésta, que había heredado su título de Marquesa de Vallehermoso y cuyas facciones, según los viejos de la localidad, eran el vivo reflejo de su abuela. Este tema le preocupaba pues aún no se lo había propuesto a la joven, y sabía que habría de extremar la cautela ante los recelos de la Orden y de la propia Marquesa… * Desde su escritorio, Arturo Gadea detectó a un grupo de turistas parado ante la enorme cristalera del escaparate. —Pasen, pasen —les indicó haciendo un gesto con la mano mientras se dirigía a la puerta. —Pueden mirar todo lo que quieran, pero les ruego que tengan cuidado, algunas de estas piezas pierden el equilibro con gran facilidad. Si 85 —]


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buscan algo en concreto, no duden en consultarme y les ayudaré con sumo gusto. Entonces volvió a la mesa Luís XV que hacía las veces de escritorio y sobre la que descansaba el teléfono que había dejado descolgado unos momentos antes. —¿Beatriz?, ¿sigues ahí?, perdona, estaba atendiendo a unos clientes. Como te decía, si no estás muy ocupada, me gustaría que le echases un vistazo a un cuadro que me han intentado colocar no sé cómo los de la Merced. —¡Cuidado con ese jarrón! —interpeló, sofocando el grito, a un grupo de jóvenes italianos que se le habían colado en la tienda simplemente para curiosear. —¿Me oyes? Sí, sí. Beatriz, perdona, estoy contigo. El cuadro mide tres por dos metros, y representa una escena de algún milagro acaecido en la propia Orden. Si te parece bien haré que te lo lleven esta misma tarde. Estupendo, mantenme informado de lo que averigües, gracias, guapa… * Fue el Prior quien se dio cuenta de que faltaba un cuadro en el presbiterio. Al consultar los documentos de la venta observó que se había producido un error. Momentos después el hermano portero se disculpaba por su torpeza; había confundido los milagros y en vez de enviar al anticuario el del río, descolgó el milagro del coro. El Prior, tras el enfado inicial, comenzó a sentirse preocupado. Por alguna razón que desconocía, ese cuadro no estaba entre los que tenían catalogados y desconocía su valor real. Pensó en un principio dejar las cosas como estaban, pero después le asaltó el temor de perder una obra de más importancia que la que tenía que haber [— 86


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entregado. Tras ser aconsejado por el Padre Felipe, su mano derecha en asuntos importantes del convento, se dirigió a su despacho para llamar inmediatamente al anticuario… * Le habían encargado pintar una serie de veintitrés lienzos, todos del mismo tamaño, donde se representarían desde el punto de vista iconográfico los acontecimientos más importantes de la Orden. Estas obras iban destinadas a decorar las paredes del claustro bajo y alto, menos el cuadro en el que se encontraba ahora inmerso, que se colgaría finalmente en los muros de la capilla doméstica. Una de esas tardes el artista esbozaba un ángel cuyo modelo era el rostro de Fray Benito, un rostro redondo de mejillas grandes y rosadas cuya fácil sonrisa empujaba a transformar los ojos en un par de ranuras entreabiertas. Fray Benito era el encargado —entre otras cosas— de tener ordenados los documentaos del archivo. Al contrario que los compañeros que le habían precedido, comenzó la sesión muy relajado, como si el posar fuera en él costumbre y hábito de experimentado. Enseguida comenzaron pintor y modelo a conversar animadamente. Y pronto detectó el artista que, aún siendo su interlocutor hombre devoto, carecía de modestia y pecaba con facilidad de indiscreción. A poco que le diera pie, su lengua podría desvelar las intimidades celosamente guardadas por aquellos muros. El fraile comenzó alabando el talento del artista: —Hombres como usted —dijo— están sin duda tocados por la gracia divina. El pintor se sintió al mismo tiempo halagado e inquieto ante la profunda mirada del fraile, que continuó elogiando 87 —]


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los retratos que ya veía finalizados y en los que destacaban con perfección los rasgos de sus otros hermanos de comunidad. —Hermoso milagro —terció el pintor—, que ya había tenido una buena dosis de cumplidos, a lo que Fray Benito asintió en silencio. Acto seguido comenzó a reír, al principio con una leve mueca que acabó estallando en una franca carcajada de pequeños y separados dientes blancos. —Si supieran la verdad, dejaría de ser tan hermoso el milagro, dijo crípticamente el fraile. —Dígame hermano, ¿que ha querido decir? En un acto reflejo el fraile se cubrió la boca con ambas manos, queriendo taponar ese torrente de incontinencia que él sabía su cruz y su mayor placer. A partir de ese momento el fraile no volvió a soltar palabra, a pesar de los reiterados intentos del artista por provocar su cháchara. Resultaba evidente que aquí se ocultaba algo importante, quizás un secreto enterrado en las tinieblas seculares del convento. Las sesiones con Fray Benito se fueron alargando intencionalmente por parte del pintor. Quería que el fraile confiara en él y, de algún modo, sonsacarle aquel secreto que con toda seguridad tenía algo que ver con el cuadro que estaba pintando. A lo largo de las siguientes semanas el rostro del religioso se fue plasmando con demorada lentitud. Fray Benito volvió a sentirse relajado en compañía del pintor, hasta que una tarde, ante la curiosidad de éste por la historia del convento, acabo contándole con prolijidad el milagro relacionado con su fundación. Según las crónicas el lugar elegido para establecer el convento estaba muy próximo al río. Un invierno muy lluvioso éste comenzó a inundar sus márgenes, y los asustados vecinos del arrabal circundante terminaron por [— 88


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abandonar sus casas y refugiarse en el recinto amurallado de la ciudad. Otros pidieron asilo en el monasterio donde fueron asistidos con premura. Pero el río no dejaba de crecer y el nivel de las aguas llegó a tal punto que la corriente derribó algunos muros y parte de los edificios. Los monjes y sus asilados consiguieron salvase refugiándose en el coro alto, donde se acompañaron de la imagen de la Virgen titular y sus enseres más valiosos. —Éste sí que fue un verdadero milagro —dijo el monje llevado por el apasionamiento de su propia narración, y no el engaño que estás pintando. Lo que siguió fue el relato de unos hechos que dejarían al pintor boquiabierto… * —Martín, engancha el caballo que vamos a rezar las vísperas a la Merced. El cochero quedó extrañado ante la insólita petición de la Marquesa. No era habitual en ella asistir a los oficios a esas horas de la tarde. Desde que trabajaba en aquella casa, e iban ya para diez años, estas visitas se realizaban a primera hora de la mañana. Además, la tarde se había echado a perder por la lluvia y el viento. Mientras esperaba que la señora se preparase, llamó al mancebo y le dijo que avisase al prior de la comunidad. El coche cerrado, tirado por un solo ejemplar jerezano de un blanco perfecto, cruzó las empedradas calles desiertas a gran velocidad. El experimentado cochero sorteaba con pericia los guardacantones de piedra situados en las esquinas de algunas de las vías más estrechas. El coche se detuvo frente a la fachada principal del templo en el momento en que con más fuerza arreciaba aquella tormenta de finales de primavera. 89 —]


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—Espérame aquí —dijo la Marquesa mientras cruzaba cobijada bajo el paraguas que le sostenía el cochero—. No será mucho, y no tienes cosa mejor que hacer. Su dama de compañía, como ella de negro riguroso, la seguía de cerca cubriéndose con un pesado manto de lana. Al entrar en la espaciosa iglesia se dirigió hacia el altar mayor y desplegó su amplio vestido de viuda sobre uno de los cojines que la esperaban diseminados por la estera de esparto. Una mantilla de fino encaje negro cubría parte de su rostro. Al instante comenzaron los cantos, que procedían del coro alto, donde la comunidad estaba obligada a asistir en las horas canónicas. Volaban entre las bóvedas las voces varoniles envueltas en la profunda solemnidad del órgano: —...Deus in adjutorium meum intende. Domine ad adjuvandum me festina. Gloria Patri, et Filio, et Spiritui Sancto... —se sucedían himnos y salmos. La iglesia estaba en penumbra y la oscuridad de la tarde incitaba al recogimiento. Al frente, el retablo mayor, dorado y policromado, había sido costeado siglos atrás por uno de sus antepasados, quien, como el resto de sus antecesores, descansaba bajo sus pies, en la cripta. La grandiosa obra en madera se iluminaba a distintas alturas gracias a la colocación de velones cuyas luces provocaban una ilusión de movimiento, de estado transitorio entre la vida terrenal y la divina. La crepitante luz aumentaba el efecto del dorado y la sensación lumínica, acompañada de los cantos de fondo y la solemnidad del órgano, recreaban una atmósfera sobrenatural. Por momentos llegó a sentir la presencia divina en el sagrario, el corazón místico, el Sancta Sanctorum. *

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—Maestro, ahora viene lo mejor del milagro —se interrumpió Fray Benito. Entonces su rostro adquirió un mayor aire de teatralidad y, acompañándose del aleteo continuo de las manos, continuó en voz queda su relato. De vez en cuando se paraba en seco y bajaba aún más el tono, mirando a un lado y a otro, con miedo de que alguien pudiese estar escuchando. El pintor, más intrigado que nunca, apremió al fraile a que siguiera con su historia, haciéndole ver que no había nadie más que ellos en aquel lugar… * —Ya voy —dijo en voz alta el anticuario. El insistente tono del teléfono le había sacado de su concentración en la lectura de un viejo volumen sobre la historia de la Merced que había llegado a su poder hace sólo unos días. Se precipitó hacia su mesa de trabajo al tiempo que descolgaba el auricular. —Si, dígame —Arturo, soy Beatriz, ya he terminado las pruebas de tu cuadro y no te vas a creer lo que he encontrado. Preferiría no adelantarte nada por teléfono y que lo veas por ti mismo. Gadea, desconcertado por tanto hermetismo, quedó en pasar por su estudio aquella misma tarde. A pesar de su insistencia, no consiguió que la restauradora le adelantara ningún detalle más. Todo aquello era muy extraño. No era propio de una mujer tan estoica como Beatriz aquel apasionamiento, y sobre todo ¿Qué podría haber encontrado en el cuadro que le hiciera preferir no comentarlo por teléfono?... * 91 —]


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—No era el mejor retablo de la ciudad, continuó Fray Benito, pero sí el más grande, y contaba con un lujoso camarín donde se alojaba la Virgen del Coro, la Comendadora. Al himno de los vencedores le siguió un salmo. El Prior indicó con la cabeza al director del coro que continuase el canto y desapareció con el Padre clavero. Ambos atravesaron rápidamente los largos pasillos de las dependencias conventuales, cruzando el claustro hasta llegar a la puerta que comunicaba con un lateral del camarín. En ese instante, protegidos por la penumbra, uno de ellos se situó detrás de la Virgen e introdujo una manivela de metal en la parte trasera de la imagen. En ese momento se puso en marcha un sofisticado sistema de poleas y engranajes de madera situados bajo los finos ropajes. Les había llevado muchas noches conseguir poner a punto el artefacto para conseguir el balanceo pausado de la cabeza y del brazo derecho, creando así una ilusión de movimiento autónomo por parte de la imagen. Mientras, el otro monje esparcía desde la puerta baja del retablo esencia de azahar con el fuelle del avivador de la lumbre. La Marquesa, mujer de férreos principios religiosos, vivía la muerte a temprana edad de su esposo y los rigores del luto como una prueba de su fe inquebrantable. Sólo en el recogimiento y la oración encontraba la fuerza para hace frente a las exigencias y deberes de su posición. Se encontraba ensimismada en sus rezos, contemplando la imagen de la Virgen con sobrecogida espiritualidad, dejándose embriagar por ese instante de perfección en el que se mezclaban los cantos, las luces, la música y ahora un exquisito olor a pureza que parecía provenir del cuerpo divino. Observó entonces, atónita, cómo la madre de Dios movía la cabeza y la señalaba con la mano derecha. Al borde del desmayo fue asistida por su aya, la vieja Sacramento, que [— 92


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apenas podía sostenerse a si misma ante el impacto de la fabulosa visión. A la mañana siguiente la Marquesa recibía al Prior del convento. Sin más preámbulos le informó que a partir de aquel momento ella se haría cargo de todos los gastos, no sólo del mantenimiento de las dependencias del convento y la iglesia, sino de los propios de la comunidad de monjes. ElPrior no pudo por menos que, en silencio, arrodillarse a besar las manos de su benefactora… * De nuevo Fray Benito volvió a soltar una carcajada. —Este es un secreto que la comunidad ha guardado celosamente a lo largo de más de un siglo —prosiguió—. Yo lo descubrí por casualidad. Cuando me asignaron como archivero me encomendé la tarea de hacer un nuevo inventario, basándome en otros que existían con anterioridad. Ya estaba casi finalizando cuando topé con una alacena que ocultaba un doble fondo. Dentro del reducido compartimiento hallé un gran número de documentos, algunos con cubiertas y otros, meras agrupaciones de papel, en algunos casos casi ilegibles por la acidez de la tinta. Acto seguido comencé a recopilar el material para incluirlo en el catálogo general. Pero al poco tiempo me di cuenta que estos documentos estaban separados del resto porque se trataba de anotaciones que algunos Padres habían ido haciendo a lo largo de los años, donde narraban algunos hechos que afectaban directamente a la comunidad y que, de ser desvelados, pondrían en peligro la reputación de esta casa. Ahí fue donde descubrí la verdadera historia del coro, en unas anotaciones del Padre Braulio, quien se entretuvo en describir hasta el más mínimo detalle lo que acabo de 93 —]


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contarle. Volvió a reír. Si lo supiese la familia de la Marquesa sería la ruina para el convento. Pero éste es un secreto que ahora queda entre nosotros dos, dijo Fray Benito, buscando con la mirada la complicidad del Maestro. El pintor enmudeció ante la historia que acabada de escuchar. La sesión quedó interrumpida por la llamada a vísperas. Una vez solo, el pintor se apresuró a limpiar y recoger pinceles y paletas. El asombro dejó paso a la incredulidad, y ésta a una indignación creciente. ¿Cómo unos hombres de Dios habían podido engañar de aquella manera y durante tantos años a una pobre mujer que, por muy rica que fuera, había depositado toda su confianza y su dinero en ellos? Había oído innumerables historias de abusos dentro de la Iglesia, pero por alguna razón, éste le había llegado a lo más profundo. Inmerso en sus pensamientos cerró el taller del claustro y se despidió del Hermano Portero… * A las cuatro en punto Arturo se encontraba ante la puerta del taller de Beatriz, intranquilo y con la cabeza llena de preguntas sin respuesta. ¿Qué había de especial en aquel cuadro? A simple vista no dejaba de parecer uno más de tantos como habían pasado por su tienda. Al entrar encontró a una Beatriz exultante. Se movía nerviosamente por el taller y tenía una sonrisa misteriosa que le intrigó aún más. Ella le hizo sentarse en un taburete alto ante un caballete cubierto por una gran tela blanca. —Cuando me mandaste el cuadro nada en él destacaba de manera especial. Su estado de conservación no era especialmente malo a pesar de las condiciones adversas del interior de un edificio religioso. Como ya habrás [— 94


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supuesto, se trataba de una pintura de finales del siglo XVII o principios del XVIII. Algo común sabiendo quienes han sido los que te las han vendido. Después de tomar notas para el informe y hacer fotos del conjunto y de detalles, pasé a una serie de fotografías con rayos ultravioleta. Estuve a punto de no hacerlas, ya que sólo te interesaba una valoración general. Las primeras imágenes mostraron, en la escena central del cuadro, algunas modificaciones en la composición; parecía que bajo la capa pictórica el artista había pintado algunos elementos e incluso personajes de forma ligeramente diferente, lo que llamamos un «arrepentimiento» del pintor. Pero la cosa no quedó ahí. Cuando hice una pequeña cata donde se indicaba que estaba el arrepentimiento, no hallé nada. Tras observar detenidamente el lienzo se me ocurrió la idea de ver los bordes del bastidor. Para ello debía de quitarle el marco y quedarme solo con la pintura. Atento y agárrate fuerte, no es un cuadro, son dos Ante la mueca de incomprensión del anticuario, Beatriz prosiguió su discurso. —En tu cuadro había dos telas superpuestas. —En ese momento procedió a quitar la enorme tela que cubría el caballete. Para su sorpresa, ante sí había dos caballetes en vez de uno, soportando cada uno de ellos dos cuadros aparentemente idénticos. Beatriz había desmontado la tela del cuadro que conocían y la había vuelto a montar en otro bastidor. El cuadro que estaba en el soporte original había permanecido oculto bajo la otra tela durante siglos. Su estado de conservación era mejor, aunque también presentaba los rigores propios de la humedad y del paso del tiempo. Sin embargo, y a pesar de ser un cuadro bastante oscuro, ciertos colores brillaban con más intensidad que los de su hermano gemelo…

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* —Apresúrate querida o no llegaremos nunca. —El señor marqués permanecía sentado en el coche descubierto tirado por dos yeguas. Tendió la mano a su esposa para ayudarla a acomodarse en el interior. Frente a ellos, la anciana madre de la actual marquesa dormitaba dejándose acariciar por los rayos de sol que regalaba aquella tarde de invierno. —Te repito, querido, que no veo conveniente que nos acompañe mi madre. A su edad debería salir lo menos posible. —Ha sido ella quien ha insistido. Se trata de un momento muy importante en su vida. Fue su propia madre quien presenció el milagro, y ese hecho ha marcado su vida y la de toda la casa desde entonces. Además, qué mayor alegría que ver el resultado de una pintura que, no sólo conmemora aquel grandioso acontecimiento, sino que además permite ver a su propia hija y heredera al título retratada en él. —¿De verdad crees que me parezco tanto a mi abuela? Apenas hay retratos de ella en casa, siempre se negó a ser pintada, además dicen que fue una mujer muy triste y envejecida antes de tiempo. Todo el día de la capilla de casa al convento… —Por supuesto que eres su viva imagen, pero llena de vida y alegría, está en boca de todos. Los criados más viejos aún te miran con asombro. Por eso mismo cuando recibimos la petición del artista para que posaras, no paré hasta convencerte de que cedieras tu lindo rostro para dar vida al de tu abuela. Es el mejor regalo que podrías haberle hecho a tu madre y a la comunidad de religiosos donde yacen todos tus antepasados. Estoy impaciente por ver el resultado. [— 96


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Al llegar accedieron por la portería al espacioso locutorio donde les esperaba el Padre Prior acompañado por el pintor y por Fray Benito, quien insistió en estar presente en la presentación del cuadro, bajo la excusa de escribir la crónica del acontecimiento y —sin duda— por miedo a que el pintor hablase más de la cuenta. Tras cruzar las palabras de cortesía, el cortejo se encaminó por la nave central de la iglesia hasta el altar, frente al que se disponía una enorme tela que insinuaba los ángulos del cuadro. Al descubrirse éste sobrevino un absoluto silencio; todos esperaban la primera reacción de las grandes damas allí presentes, y fue la anciana Marquesa quien rompió el silencio asiendo con temblorosa mano la del pintor que aguardaba a su lado. —Gracias, mil gracias, es usted un genio. He podido contemplar en un mismo rostro a mi madre y a mi hija. Este cuadro recordará a mi familia en las generaciones venideras y los hechos asombrosos que tuvieron lugar en este mismo lugar. —No dijo más y se encaminó lentamente hacia el coche apoyando su fragilidad en la doncella que la esperaba a la puerta. Minutos después el cuadro fue bendecido y llevado a la capilla doméstica, donde se colgó junto a la puerta de entrada. Pero esta ubicación no fue la definitiva pues la mecenas propuso al Prior que, debido a la importancia de la escena, el cuadro debiera estar visible para todos los fieles que acudiesen a la iglesia. — Ya pondremos en la capilla otro cuadro más adelante —dijo. Es claro que su petición fue acatada inmediatamente por la comunidad. Como ubicación definitiva se eligió el muro del evangelio del presbiterio, de forma que hiciera juego con el milagro del río. Milagro frente a milagro… * 97 —]


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Cuando Arturo Gadea salió del estudio de la restauradora no daba crédito a lo que acababa de presenciar. Dos cuadros en uno, ¿con qué sentido?, ¿porqué uno presentaba al Padre Pedro junto a la Marquesa admirando la escena milagrosa y otro, el que estaba debajo, mostraba al mismo Padre moviendo lo que parecía una manivela detrás de la Virgen y a otro hermano insuflando aire con un fuelle de mano? La tradición oral se había mantenido en la localidad, de todos era sobradamente conocido el milagro que se obró ante la Señora Marquesa. Pero todo aquello carecía de sentido. Más allá del lienzo escondido, necesitaba llegar al fondo de todo aquel misterio. Comenzó a indagar y decidió consultar la documentación que existía sobre el cenobio en el archivo histórico de la localidad. Pensó que no sería tan fácil desvelar algo que había permanecido oculto durante siglos. Pero tras varios días de búsqueda en el catálogo de fondos especiales, la fortuna le sonrió. Una tarde, cercana la hora de cierre del archivo, dio con una caja llena de archivadores de cartón. En ellos aparecían numerosas cartas distribuidas cronológicamente, y leyó con creciente emoción que pertenecían a la correspondencia del convento de La Merced fechada entre los siglos XVIII y XIX. Varias de esas cartas tenían como destinatario a un tal Fray Benito que parecía haber sido, en su momento, el responsable del propio archivo conventual. El anticuario pasó rápidamente las páginas hasta que dio —afortunadas ironías del destino— con dos que aparecían pegadas una a la otra. La primera parecía ser correspondencia con algún familiar del fraile. La segunda, al conseguir despegarla, descubrió que también iba dirigida a Fray Benito y tenía como remitente a un tal Lorenzo Lara, que resultó ser un artista local de la época. Bastaron unos minutos tras la lectura de la carta para [— 98


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que toda la historia cobrara forma en su cabeza. Había resuelto el misterio. En la carta, un enfermo y anciano pintor recurría a quien le había hecho cómplice de una gran estafa para limpiar su conciencia. En ella describía a grandes rasgos cómo el fraile le contó, mientras posaba para él, la historia de un falso milagro, un engaño que tuvo lugar en el convento de La Merced y que supuso el mayor beneficio económico que la orden religiosa nunca pudo soñar. Azuzado por la culpa, el artista encargado de plasmar el milagro en el lienzo lo hizo por duplicado, ocultando tras el cuadro oficial otro que contaba la verdad de lo ocurrido. Quizá con la esperanza de que alguien en el futuro pudiera dar luz a la verdad. Fray Benito, que había fallecido el otoño anterior, nunca llegó a leer aquella carta… * Indignado el pintor, tras oír el relato que acababa de contarle el Padre Benito, se dirigió a su casa, y sin pensarlo dos veces, comenzó a pintar la verdadera historia de lo acontecido. Decidió que este nuevo cuadro quedaría debajo del que estaba terminado de pintar en el taller del convento. Al no poder hacer público el engaño, ya que perdería toda la clientela y quedaría como «el gran difamador de la Santa Madre Iglesia», decidió que preservaría la verdadera historia debajo de la falsa. Algún día todo sería descubierto, poniendo en tela de juicio la actuación del convento y la permisividad de la Iglesia ante este tipo de sucesos, de los que siempre se hablaba en corrillo pero que nunca se aireaban ante la justicia y los fieles. Varios días después, atenazado por las dudas sobre la historia del fraile, se presentó muy temprano en la portería del convento, indicando que quería hablar con el Prior. Al 99 —]


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ser recibido le comunicó que tenía en mente pintar un cuadro en el que se viese el camarín y la Virgen con todo lujo de detalles, pero necesitaba tener acceso libre al lugar. Tras obtener la licencia, se dirigió con el hermano llavero hacia la puerta del claustro del camarín, y al acceder al mismo, pidió al hermano que se retirase pues así podría ejecutar sus bocetos y anotaciones con libertad y sin testigos. Cuando se quedó solo comenzó a buscar cualquier polea, mecanismo o prueba que el paso del tiempo hubiese mantenido. Parecía que la búsqueda iba encaminada a la decepción, y ya a punto de marcharse descubrió que debajo del sitial presidencial que servía de asiento a la imagen, parcialmente oculto por los ropajes, había una arandela de hierro. Tiró suavemente de ella y descubrió un cajón oculto, dentro del cual se escondía una gran manivela oxidada. La cogió con el pulso acelerado e imaginó la escena que le había contado el Padre Benito. Tras buscar delicadamente bajo los ropajes que cubrían la espalda de la Virgen, encontró un cuadrado de metal donde encajaba perfectamente la manivela. El fraile le había contado la verdad. Como un sonámbulo introdujo la manivela en el engranaje y comenzó a girarla lentamente. Al principio no conseguía moverla correctamente y sólo obtuvo un crujido seco de la madera. Pero al darle impulso en sentido contrario las piezas comenzaron a realizar su función. La imagen de la Virgen comenzó a mover la cabeza de arriba a bajo y a levantar el brazo derecho como si estuviese bendiciendo o señalando a alguien, todo ello con movimientos lentos y majestuosos. Ante el temor de ser descubierto, volvió a dejar todo en su sitio y continuó tomando apuntes de la decoración del interior del camarín. En uno de los laterales se encontraba una puerta que en otros tiempos debió de comunicar el recinto con otra [— 100


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dependencia. Con curiosidad la abrió y descubrió gran cantidad de elementos procedentes de retablos antiguos, esculturas mutiladas de angelotes, columnas medio doradas, lámparas de cristales deterioradas, etc. Colgado en la pared encontró un fuelle de mano para la lumbre. Por increíble que pareciera las pruebas seguían estando allí. * Había trascurrido una semana desde que el cuadro llegara a su tienda y no pasaba día en que el Padre Prior no telefoneara pidiendo su devolución. No podía darle largas por más tiempo. Llevaba varios días pensando en la manera de hacer público todo el asunto y de repente se le ocurrió la más sencilla y eficaz. La repercusión pública sería una magnífica publicidad para su negocio. Descolgó el teléfono y en una breve conversación acordó con el Prior la devolución del cuadro al día siguiente. * Acuciado por el poco tiempo de que disponía utilizó la gran cantidad de bocetos preparatorios del primer cuadro para pintar el segundo. Reflejaría de la forma más fiel posible la historia real del milagro tal y como le había sido contada. Se permitió añadir algún detalle que había extraído de los instrumentos originales que había tenido ocasión de ver en el camarín. Quizá en un acto último de cobardía decidió que su firma no aparecería en ninguno de los dos cuadros, evitando así arrojar sospechas sobre su nombre y posición y dañar una reputación que aún estaba cuidadosamente construyendo… * 101 —]


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Al día siguiente la noticia golpearía de manera inesperada a la jerarquía eclesiástica local. Había aparecido en varios foros de prensa especializada e incluso en un blog de Internet. «Descubierto un nuevo engaño en el seno de la Iglesia» se leía en los titulares. Con fruición se desmigajaban los detalles de la maquinación urdida hacía más de doscientos años por un grupo de monjes de la orden mercedaria para engañar a su protectora, la señora Marquesa de Vallehermoso. Se indicaban los responsables del hallazgo fortuito, se hablaba de la compra del lienzo revelador del secreto por el anticuario y del trabajo de la sagaz restauradora. Asimismo se destacaban diversos documentos de la Orden, entre otros la carta que el autor de la obra dirigió al fraile siglos atrás y la posibilidad de poder consultarla libremente en el archivo municipal. Pero sin duda, lo que creó mayor expectación fue la comunicación de que el propio cuadro, origen de la polémica podía verse de nuevo expuesto a la vista de todos en su emplazamiento original, la iglesia de La Merced… * A las doce de la mañana, coincidiendo con el canto de la hora sexta, unos sorprendidos monjes fueron testigos desde el coro alto de cómo, poco a poco, la iglesia se iba llenando de gente. Sin duda pensaron que esta afluencia masiva se debía a que aquella mañana de domingo la santa misa era oficiada por el Padre Prior acompañado por el Arzobispo de la Diócesis. Cada minuto que pasaba el volumen de gente era mayor. No se les escapó a alguno de los monjes la presencia entre el público de varias personas que portaban [— 102


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cámaras fotográficas con grandes objetivos. Continuaron con el canto, aunque la salmodia se les aceleró algo más que de costumbre; el murmullo creciente del desacostumbrado número de fieles les dificultaba la concentración habitual, a pesar de que la solemnidad del órgano se imponía a rachas. De pronto, entre las figuras más próximas al presbiterio se destacó Arturo Gadea. El anticuario subió los tres o cuatro escalones que lo separaban de la nave principal y comenzó a silenciar al público. Un monaguillo mandado por el Prior, que pensaba que el anticuario se limitaría a comunicar la devolución del cuadro, le ofreció un micrófono. Comenzó levantando la voz para acallar los murmullos de los asistentes, que poco a poco se fueron sumiendo en el silencio. Al principio nadie de la comunidad le entendía, hablaba de un cuadro y señalaba el que estaba ubicado en el muro de su mano derecha. Algunos asentían con la cabeza, otros, con gestos de sorpresa, no daban crédito a las palabras que iba pronunciando el orador. Junto a él se distinguía la figura de una joven que repartía unas hojas con fotografías impresas que iba sacando de una bolsa de papel. Un revuelo de voces asombradas inundó las bóvedas de la iglesia mientras todos los presentes eran partícipes del cambio de cuadro y podían contemplar el lienzo con la verdadera historia del engaño, que lucía ahora acusador a la vista de todos. El anticuario había devuelto sólo el lienzo que había permanecido oculto durante siglos. En el acto estaban presentes los herederos actuales de la noble familia, quienes indignados ante la evidencia de los hechos y asustados por la presencia mediática, salieron a toda prisa del templo quizá en busca del asesoramiento legal adecuado a las circunstancias. Era bien conocida por 103 —]


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todos la pésima situación económica que atravesaba la casa y aquel acontecimiento podría traerles, sin duda, algún rédito económico. La prensa comenzó a bombardear con preguntas a los personajes implicados en el descubrimiento, mientras que el Padre Prior se apresuraba a desaparecer por la sacristía seguido del resto de autoridades eclesiásticas presentes… * El maestro observaba en silencio como varios obreros terminaban de colocar el cuadro en el nuevo emplazamiento elegido por la comunidad. Se sintió fortalecido por lo que había hecho. Algún día, pensó, un descubrimiento fortuito hará que salga a la luz la verdad. —Sólo espero que se trate de alguien íntegro y honesto… * —¿Quién fue el pintor del cuadro? ¿De qué fecha data? ¿Quiénes son los personajes representados? —El torrente de preguntas continuaba por parte de los numerosos periodistas que se habían dado cita en el templo. El anticuario procuraba contestar de la forma más concisa posible: Se trata de un artista muy representativo de la pintura religiosa en aquella época, aunque por encima de sus cualidades como pintor, fue un hombre de una gran honestidad. Pero para conocer todos los detalles, me temo que tendréis que leerlos en el libro que estamos preparando sobre este acontecimiento. —¿Tiene título ya ese futuro libro? —Arturo miró con picardía a la joven que acababa de hacerle la pregunta—. ¿Qué tal «Milagro en La Merced»? Los presentes prorrumpieron en una sonora carcajada. [— 104


MODALIDAD ALUMNOS 1ยบ y 2ยบ E.S.O.



EL MORO CRISTIANO Primer Premio

JOSE ร NGEL RUIZ ANCIO 2ยบ E.S.O.

I.E.S. PABLO DE OLAVIDE (LA LUISIANA)


21 AÑOS QUE RESIDÍA EN LA casa de sus padres, Harnzama y Dehya. Todos vivian en Casablanca. Harnzama se dedicaba a la marroquinería y Dehya era ama de casa. Todos los días Dehya y Harnzarna rezaban cinco veces a Allāh, siguiendo las enseñanzas de su profeta Mahoma. Los padres creían que Aden era también seguidor de Mahoma, pero en realidad él creía en Jesucristo y se iba a su cuarto a escondidas para rezarle. El 24 de diciembre, a la hora de la cena, sus padres, al ver que Aden tardaba tanto en llegar a casa, decidieron ir a buscarlo. Daban vueltas como locos por Casablanca. Fueron a las mezquitas, hablaron con el muecín por si lo había visto, pero la búsqueda no dio resultado. Ya eran las cuatro de la madrugada y los padres de Aden estaban muy preocupados. Entonces oyeron que la puerta de casa se abría. Era Aden. Harnzama empezó a reprenderlo. —Estarás sin hablar y en ayuno durante siete dias para recompensar a Allāh por tu mala acción—le dijo. El muchacho se fue a su habitación sin hablar ni comer como le había dicho su padre. Se fue cabizbajo. Allí reflexionó sobre lo ocurrido y se dijo a si mismo: «lo volvería a hacer; todo sea por Jesús».

A

DEN ERA UN MARROQUÍ DE

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Ya en el segundo dia, Aden todavia se encontraba encerrado en su habitación, sin hablar ni comer. Estaba enfadado, pero sabía que su padre solo se dejaba guiar por su religión, como él mismo lo haría. El problema estaba en que su padre no conocía su creencia en Cristo y él no se atrevía a decírselo por las consecuencias que pudiera tener. Meditaba y meditaba, sin decidirse. Ya adentrado en el tercer día de ayuno, por fin se inclinó por una opción: si confesaba su verdadera creencia podrían llevarle al castigo como hicieron con aquellos primeros cristianos, pero aquello es lo que haría. Salió de su habitación, suspiró y se dirigió hacia el salón donde sus padres se encontraban rezando. Abrió la puerta y, mirando al suelo, dijo en voz baja: —Papá, mamá, soy cristiano. Su madre resopló y lo miró fijamente diciéndole: —Hijo, lo importante es que estemos unidos y que nos respetemos los unos a los otros. Y ahora prueba esta tarta que te he hecho. —¡Pero estoy castigado! —dijo Aden. —Quedas perdonado —le respondió su padre. Todos se dieron un abrazo y vivieron un día feliz compartiendo su dicha porque las diferencias religiosas no importan si hay cariño. Al día siguiente, Aden fue a una embajada europea donde había una iglesia. Dere lo vio entrar. Dere era un joven envidioso, hijo de un rico mercader. Dere se fue hacia la mezquita principal de la ciudad y le comentó a todos sus conocidos que Aden era cristiano. La noticia se extendió rápidamente por toda Casablanca hasta llegar a las autoridades, que decidieron castigar a Aden y a toda su familia. Era un lunes por la mañana y Aden y su familia habían planeado ir de picnic al campo. Entonces sonó el timbre. 109 —]


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Harnzama abrió la puerta. Allí había un mensajero que le leyó la siguiente carta: «Esta carta informa de que en el próximo mes Aden será avergonzado publicamente en la mezquita por ser infiel a Mahoma y deshonrar así a Allāh. Hasta entonces permanecerá en la cárcel». El mensajero añadió: —Ahora, si me disculpa, tengo que entrar a por él. — No te lo llevarás —dijo el padre llorando. Dos guardias agarraron al padre y cogieron a Aden. Ya en la carcel, Aden lloraba sin parar al ver que sus padres también lo hacían detrás de las rejas. Se acercaba el día en que lo someterían a presentarse en la mezquita principal ante todos los fieles y confesar su verdadera creencia para así ser avergonzado públicamente. Cuando llegó el día, los padres estaban frente al altar mayor, desde donde Aden quiso hablar delante de todos. Dijo así: —Hoy estoy aquí para ser avergonzado públicamente, tanto yo como mi familia. Sin embargo, quiero agradecer a mis padres su comprensión y su esfuerzo. Yo aunque tuviera que morir por mis creencias siempre seguiría fiel a ellas, como hizo Jesús y como también hizo Mahoma. Casi todos los presentes se emocionaron con aquellas palabras. Muchos en el público dijeron que todos tenemos derecho a tener nuestras propias creencias. Aden quedó perdonado y se trasladó a Francia. Allí había algunos que le miraban mal, pero él comprendía que todos no somos iguales, y tampoco nuestras ideas.

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HITORIA DE JOAO, UN NIÑO QUE TRIUNFÓ Segundo Premio

RAFAEL ESPEJO MACHADO 2º E.S.O.

I.E.S. COLONIAL (FUENTE PALMERA)


IENDO EL PERI6DICO DE HOY, LA NOTICIA DE PORTADA ME

V

impactó mucho:

MUERTO UN VAGABUNDO DE COLOR EN LAS CALLES DE MADRID.

El asesino contestó que no quería negros en su país. Esa noticia me recordó una historia de cuando era joven... Era septiembre de 2008, empezaban las clases y el tema de todos era que España había gandado la Eurocopa. Yo era un chaval de once años y me gustaba mucho el fútbol y salir con mis amigos. Todos estábamos impacientes por habernos encontrado después de las vacaciones y reíamos contentos hasta que llegó la hora de pasar lista. —¡Joao! —Aquí. Todos nos dimos la vuelta y lo vimos: era un chaval africano, nuevo en el colegio. Todos se rieron de él pero lo peor fue a la hora del recreo: —Joao, vete, no queremos gente como tú en este colegio. —Si yo solo quiero hacer amigos... —Pues búscalos en otro sitio. No sé si fue por lástima o no, pero fui a saludarle y conmigo mis amigos Dani y Jaime. [— 112


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—Hola, ¿cómo te va en tu primer día de colegio? —Fatal. Nadie quiere ser mi amigo. —Para eso estamos nosotros. Vente conmigo y te presentaré a mis amigos. Se le veía a gusto con nosotros, todo el rato riéndose. Además, era muy simpático y calló bien a todos. Luego nos contó su historia: se había tenido que ir de su país, Angola, por motivos económicos y su padre había encontrado trabajo aquí. Joao era muy listo y aprendió nuestro idioma rápidamente. A partir de ahí empezaron las complicaciones. Todos nos miraban raro y le pregunté a mi amigo qué pasaba. Me explicó que nos miraban así por juntarnos con Joao. Joao al enterarse se puso muy triste y se fue corriendo. Intentando buscar una solución al problema, vi el cartel anunciando que empezaba la liga de fútbol en el instituto. Ya que Joao y yo éramos muy buenos jugando al fútbol, decidí crear un equipo con Joao y demostrar que era como los demás. Todos los que éramos amigos de Joao nos apuntamos al equipo. Aunque todos decían que íbamos a perder, a nosotros nos daba igual. Ganamos todos los partidos y en la final quedamos dos a cero ganando. Marcamos Joao y yo. Después de la gran final, muchos se hicieron amigos de Joao y de nosotros, pero todavía había quien no lo aceptaba. Eran los más chulos, incluso nos retaron a un partido para ver si Joao merecía ser su amigo. Nos parecía una estupidez pero aceptamos y, claro está, ganamos. Entonces Joao se fue haciendo popular y todos nos juntabamos con todos. Así aprendimos una valiosa leccion: no podemos juzgar a una persona por ser diferente, porque todos somos iguales en el interior. 113 —]


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A partir de ese momento ya no discriminamos a nadie por ser negro, de otro país, feo o bajito. * A día de hoy, los dos nos ganamos la vida de futbolistas, y nadie le dice a Joao nada sobre su color o sobre su país de origen. Creo que esto es un gran avance contra el racismo.

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MODALIDAD ALUMNOS 3ยบ y 4ยบ E.S.O.



CONOCE A TU ENEMIGO Primer Premio

ANTONIO JOSÉ MÁRQUEZ ALCAIDE 3º E.S.O.

I.E.S. NICOLÁS COPÉRNICO (ÉCIJA)


¿CONOCES A TU ENEMIGO ? Yo no soy tu enemigo… Nadie es enemigo de otra persona… Una persona sola, aislada, evocaría a la locura; sin embargo, una persona aislada con otra persona, incluso con su «mayor enemigo», conservaría la cordura… ¿Sigues sin conocer a tu enemigo?

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ONOCES AL ENEMIGO ?

* Habían pasado diez años desde aquella masacre en Sevilla… Lo recuerdo todo como si fuera ayer. Dudo que pueda sacármelo de la cabeza. A mis diecisiete años aún no comprendía por qué la gente inocente debía pagar las nefastas consecuencias de la abusiva tiranía de un régimen que solo nos llevaba a nuestra propia autodestrucción a causa del odio generado por un odio aún mayor. Desde entonces vivo en esta asquerosa prisión porque, según ellos, me volví loco… ¡Hipócritas! En realidad, no puedo quejarme. Por lo menos tengo comida y lugar donde vivir, el problema es la soledad… Una soledad que me aísla de los demás, que no me deja ver, ni oír, ni sentir más allá de estas cuatro mohosas y [— 118


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quejumbrosas paredes de piedra… Bueno sí, solo en el campo de tiro… El lugar donde puedo respirar aire puro. ¡Mario, prepárate para el fusilamiento! —me espetó el alcaide de la prisión, un tipo bajito, de unos cincuenta y pocos años, rechoncho y con un mostacho espeso y canoso. Otro fusilamiento… vaya…—. Esos rojos hijos de puta no sabían con quien se la jugaban… Pues aquí tienen las consecuencias... Te quiero ver a las cinco en el campo oeste. —Sí, señor. El alcaide cruzó la estancia con su cojera debido a la metralla que recibió en una de las sangrientas batallas de la Guerra Civil. Luego se detuvo para observar algo a sus pies… Ni siquiera yo me había dado cuenta de que en el suelo de mi habitación yacía una rata negra, inmóvil, inerte... —¡Que asco! A ver si limpias esto de vez en cuando, está hecho una pocilga —me recriminó. Luego cruzó la habitación cojeando y se marchó. Ni siquiera la miré otra vez. Abrí el viejo armario de madera. Cogí la gorra y un abrigo. Era enero y hacia frío… Miré el reloj: las cuatro y media. Media hora y volvería a segar la vida de no se cuántos hombres o mujeres... o niños… De todas maneras, para ellos… ¿No sería mejor vivir sin respirar? * Salí por la oscurecida y vieja puerta cuando oí unos gritos. Eran agudos, probablemente de una mujer. Llenos de desesperación. Aquellos gritos, lejos de darme lástima, me resultaban agradables. La voz me atraía hacía ella. No me podía contener… Parecía provenir de fuera, probablemente del campo de tiro. Me dirigí hacia afuera, cada vez ansiaba más alcanzar a la fuente de aquella desgarradora 119 —]


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voz… Di unos pasos lentos pero ansiosos a la vez. Nada más salir los rayos del sol me deslumbraron, pero pude distinguir una figura femenina a lo lejos, en el campo oeste. Caminé hasta el lugar y me encontré con la fuente de mi deseo, el origen de aquella voz… Allí estaba, en medio de una dantesca escena en la que varios guardias civiles la sujetaban mientras ella repetía una y otra vez: «¡Soltadlo, por favor, él no ha hecho nada!». Debía de referirse a uno de los condenados que había allí. Comprendí que eran esos «rojos» a los que debíamos fusilar dentro de un rato. Era una chica muy joven. Debía de tener unos dos años menos que yo, alrededor de quince. Era bastante alta, morena, con una tez sonrosada y lisa, tenía unos ojos azules como el mar pero duros como el régimen que acaecía… En definitiva, era perfecta. Experimenté una extraña sensación. Quería que sonriera para observar su risa. En ese instante se me ocurrió una idea. Me acerqué a ella y le dije: —¿Por quién lloras? —Ahora le susurre al oído—. No tengas miedo, quiero ayudarte. Me miró a los ojos y sentí un escalofrío intenso, algo que nunca había sentido. Luego señaló con la mirada a un hombre de los que allí había. Era un chaval posiblemente de mi edad. De mediana estatura, con el pelo negro y despeinado, muy sucio, con un abrigo raído, la cara llena de moratones, unos pantalones rotos y descalzo. No paraba de llorar, parecía muy asustado. —Reúnete conmigo a las cinco y media fuera. Quédate cerca —le dije cuando comprendí lo que tenía que hacer. Luego dirigí mi atención hacia las autoridades. —¡Escuchadme! —les dije a los guardias al tiempo que giraban la cabeza hacia mí—. ¡Yo me encargo de este, podéis tomaros un descanso! [— 120


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—¿Estas seguro? —me respondió uno de ellos—. Gracias, Mario, estamos bastante cansados. Llévalo al campo oeste para un fusilamiento. Asentí con la cabeza mientras me daba una palmada en la espalda. Luego se marcharon. Me acerqué al muchacho y le di un empujón para disimular. —¡Camina escoria! Comenzó a andar entre sollozos. Cuando no había nadie alrededor acerqué mi boca a su oído. —¿Cómo te llamas? Voy a ayudarte a salir de esta. —Me miró con unos ojos morados y ensangrentados. —Me llamo Pedro —dijo con una voz entrecortada y miedosa. Bien, Pedro, yo soy Mario y hoy, dentro de lo que cabe, es tu día de suerte. Escúchame con atención. Van a fusilarte, aunque eso ya lo sabrás. El encargado de fusilarte voy a ser yo. Me pondré delante de ti pero mi rifle, aunque lo parezca, no va a estar cargado. Justó cuando oigas disparos tírate al suelo como si fueras un muerto más. ¿Podrás hacerlo? No sé ni por qué pregunto. Debes hacerlo. El condenado me miro de nuevo con una expresión de horror en su cara, una expresión de cercanía con la muerte… La misma expresión que veía todos los días. No me afectaba. El viento mecía las copas de los árboles. Una hoja seca cayó al suelo justo en el momento en que llamaron a los verdugos para hacer el trabajo sucio. Me dirigí al campo de tiro. Allí estaban todos alineados y dispuestos para la muerte. Al final de la fila estaba Pedro, corrí para posicionarme frente a él. Luego les pusieron el sambenito a todos. Veintiún hombres y mujeres iban a morir, excepto un único afortunado. El oficial se dispuso a comenzar el fusi121 —]


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lamiento. —¡Levanten armas! ¡Apunten! ¡Fuego! El estruendo de veintiún rifles dejo mis oídos con un incesante pitido. Todos estaban desplomados en el suelo. El encargado de llevar los cadáveres a la fosa común comenzó a cargar los cuerpos en la camioneta. —¡Julián! —grité dirigiéndome hacia el encargado—. Creo que el jefe te está llamando, ¿por qué no vas a asegurarte? Si quieres, llevo yo los cuerpos… El hombre se detuvo a ojearme con gesto desconfiado. Tenía suerte de conocerlo y de no haber faltado ni una vez a mi palabra; de lo contrario, dudo que hubiese ido a jefatura y me hubiese dejado así como así una responsabilidad tan grande, además de su querida camioneta. Monté los cuerpos sin vida de veinte hombres en la camioneta, además del supuestamente «inerte» cuerpo de Pedro. Cuando lo levanté, estaba temblando y probablemente se había hecho sus necesidades encima. Llegué a esa conclusión debido al pestilente hedor a excrementos que emanaba. Conduje el vehículo hasta la puerta, en la que la chica (a la que aún no había preguntado ni su nombre), me estaba esperando. A continuación, la monté conmigo y conduje hacía una pequeña casa en mitad del bosque. La casa en la que me había criado... Bajé a Pedro. Después de quitarle el sambenito y las sogas que lo ataban, se incorporó entre sollozos. Había vomitado: el hecho de ir en la camioneta de un guardia civil rodeado de muertos no debía de ser muy agradable. Tenía la camiseta empapada con el vómito y la cara llena de sudor. Volvió a vomitar. —Ya hemos llegado —comenté en voz alta—. Esto lleva un tiempo abandonado. No creo que nadie se acerque por aquí. Estaréis en esta casa hasta que pase un poco de tiempo. Me ocuparé de traeros provisiones. Después, ten[— 122


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dréis que exiliaros a Francia o a cualquier otro país. La chica se incorporó. Temerosa, me miro y con la voz rasgada y dolida me dijo: —¿Por qué haces todo esto? Me quedé observándola. En realidad desde que la conocí no había dejado de mirarla un instante. Aunque todo fuese una locura, y yo un perturbado, me había enamorado de ella. Nunca había sentido nada parecido hacia alguien. A decir verdad, nunca había sentido nada hacia nadie. Opté por ocultar la verdad. —No sé. Me pillasteis generoso, ¿vale? —Me miró extrañada—. Por cierto, si queréis sobrevivir, no me hagáis más preguntas, ¿de acuerdo? —sentencié para quitarme el peso de encima. —¿Cómo te llamas? —Me llamo Mario. Aunque ahora que caigo… Yo tampoco sé tu nombre. —Violeta. Y él es… —Pedro —la interrumpí cuando me iba a decir el nombre del pobre muchacho que se intentaba erguir—. Me lo dijo en la prisión. Procedí a forzar la puerta de la casa, que había permanecido cerrada a cal y canto durante diez años, con una palanca de acero que encontré en la camioneta. Cuando la puerta estuvo abierta, les invité a pasar dentro. Primero entré yo y reconocí lo que había sido el espantoso teatro donde se interpretara la obra de mi muerte… La casa constaba de un salón principal y dos habitaciones por las que se entraba desde un pasillo central. Todo estaba lleno de polvo, pero lo que me llamó la atención fue que nada había cambiado desde aquel día… Mis juguetes estaban tirados por el suelo. Sobre la mesita, el libro que mi padre había estado leyendo, y la toca que mi madre le cosía a mi hermana aún estaba sobre la silla… De repente, un agudo 123 —]


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grito me sacó de mi ensimismamiento. Me giré y me la encontré horrorizada en el suelo mientras señalaba unos oscuros charcos de sangre seca por el suelo y las paredes. No me había detenido a observarlo… —¡¿Qué es toda esta sangre?! ¡Aquí ha muerto gente! Pedro volvió a vomitar. Y sí, era la sangre de mi familia. Aún se encontraba allí. Sangre de mi hermana y mis padres… Las únicas personas a las que de verdad importé algún día y que el destino, y un puñado de «gente» con el alma corrupta, se encargaron de arrebatarme. —Esta es la casa en la que me crié. Aquí fusilaron a mis padres y a mi hermana durante la guerra. Según me enteré más tarde, por ideales nacionalistas. A mí me dejaron vivir, sólo tenía siete años, pero me condenaron a vivir aislado del mundo y asesinando a gente como mi familia en una húmeda prisión —respondí con sinceridad. —¿Y pretendes dejarnos aquí? —inquirió ella. —¿Ahora exiges? Da gracias por que al menos hay un sitio al que traeros. Porque si no dudo que él siguiese con vida. —Calló y, resignada, se dedicó a limpiar la sangre de Pedro con un pañuelo que se sacó del vestido—. Volveré por la noche a traeros algo de comer. Podéis ir instalándoos hasta entonces. El resto de la tarde me lo pasé pensando en ella. Supuse que el chaval al que había salvado la vida, Pedro, debía de ser su hermano o algún familiar. ¿Conseguiría yo volver a ser una persona con Violeta? Con todo lo que estaba haciendo por ella… * Fui a la cocina de la prisión y conseguí algo de carne y fruta para los dos. Con toda la escasez de alimentos que había en el momento, la comida no era muy sustanciosa. [— 124


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Pero por lo menos no iban a morir de hambre. Luego volví a la casa. Me los encontré allí, estaban abrazados… aunque pensé que eso era normal entre dos hermanos que pasaban por malos momentos… Muchas gracias, Mario, no sé como Dios te puso en nuestro camino… —me dijo Violeta cuando le entregué la cena. Luego me dio un abrazo y me besó en la mejilla. Mi corazón comenzó a latir con fuerza y el hormigueo en el estómago aumentó por momentos. —Parece que el de arriba estaba generoso —comencé a reír, ella me siguió. —De verdad, gracias. Luego volvió y abrazó a Pedro. Desconfié de aquel abrazo… Parecía el de dos novios… No supe qué pensar… De repente algo extraño sucedió, unas voces sobrecogedoras y bípedas empezaron a sonar en mi cabeza. «Mátalo, te la va a quitar». Salí corriendo acelerado y me monté en la camioneta. Esa voz me había puesto los pelos de punta y me heló la sangre. Volvió a resonar. «Mátalo, ella debería pertenecerte a ti. No es su hermano, es su novio». —¡Mentiras! ¡Son todo mentiras! ¡El es su hermano, no su novio! «Eso es lo que tú piensas, Mario. En cuanto pueda va a huir con él y tú te vas a quedar solo, Solo, como has estado toda tu miserable vida». —¡Cállate, tú si que eres miserable! ¡Desaparece de una maldita vez de mi mente! —grité llorando a la vez que le daba un puñetazo al cristal de la camioneta, golpe que me hizo polvo los nudillos. Estaba completamente loco. Pero, ¿sería verdad también lo que me decía esa horrenda voz?

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* Mi mente se sumió en una vorágine de dudas… Todos los días los veía igual, abrazados. Ya había pasado un mes… Dentro de poco podrían marcharse. Tendría que decidirme, tenía que confesarle mis sentimientos a Violeta. Pedro debía de ser su hermano… Tenía que serlo… No soportaría que no lo fuera. «¡Te he dicho mil veces que no lo es!». —¡Déjame tranquilo, márchate de una vez! La maldita voz no paraba de inquietarme, no me dejaba conciliar el sueño, no comía, no pensaba, no me dejaba en paz. Me horrorizaba cada vez que su asqueroso timbre de víbora resonaba en mi desquiciada cabeza… Pero decidí pasar a la acción, fui a confesarle mis sentimientos a Violeta. * Cuando llegué a la casa, el corazón me palpitaba más que de costumbre y sentía que se me iba a salir por la boca. Esta vez entre sin llamar a la puerta. —Violeta, tengo que hablar contigo. De repente, una acción me erizó el cabello. Acababan de separar los labios… La voz resonó con más fuerza en mi cabeza. «¿No te lo dije? ¡Ahora tendrás que matarlos a los dos! ¡Debiste hacerme caso!». La voz tenía razón. Siempre tuvo razón. Siempre quiso ayudarme, y yo, como un tonto, la había ignorado porque pensaba que me quería hacer daño. Jamás debí fiarme de nadie. Salí acelerado de la casa hacia la camioneta en busca de mi rifle. —¡Mario!, ¿qué querías? ¡Adónde vas! —gritó Violeta. [— 126


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Entré en la casa con mi rifle, me sentía traicionado, estaba dispuesto a acabar con todo. —¡¿Qué vas a hacer!? ¡Mario, no lo hagas, por favor, no! —Ya es demasiado tarde. Era una noche despejada, pero casi sin luna. ¿Dónde demonios se habría metido? La tenue luz que iluminaba la habitación se iba desvaneciendo con cada parpadeo. Sentí una gélida brisa en mi nuca acompañada de un horroroso y debilitador escalofrío… La miré a los ojos, ella me devolvió la mirada… una mirada llena de amargura, de desesperación… Luego cerré los ojos… apreté el gatillo… ruido… nada. ¿Sigues sin conocer a tu enemigo?

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LILIUM Segundo Premio

PAULA GONZÁLEZ DELGADO 4º E.S.O.

I.E.S. NICOLÁS COPÉRNICO (ÉCIJA)


Os iusti meditabitur sapientiam Et lingua eius loquetur indicium Beatus vir qui suffert tentationem Quoniqm cum probates fuerit accipient coronam vitae] Kyrie, ignis, dicine elesion O quam sancta, quam serena Quam benigma, quam amoena O castitatis lilium. (La boca del justo, meditará sabiduría Y su lengua hablará el juicio Bendito sea el que sufre la tentación Después de ser probado, recibirá la corona de la vida] Oh señor, bendito fuego, ten piedad ¡Oh, cuán sagrada, cuán serena, cuán benevolente, cuán amada! Oh, azucena de la castidad)

A IGNORANCIA CONDUCE A LAS MENTIRAS.

NO HACÍA mucho que estaba allí echada boca arriba sobre un frío asiento de piedra. Le gustaba aquel lugar para pensar. Hoy había mucha gente en la plaza. Niños, corriendo de un lado para otro, madres reunidas que cargaban con carritos, muñecos y bicicletas. Estudiantes de camino a la biblioteca, hombres enchaquetados andaban de un lugar para otro con sus teléfonos móviles que les permitían estar intercomunicados con todos los extremos del mundo. Cerró los ojos y respiró profundamente, mientras intentaba escuchar las voces.

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En su cerebro, aparecieron imágenes, recuerdos y datos. Y en su alma sentimientos y sensaciones. Era lo que andaba buscando. Se quedó allí plantada, sin importarle nada, sólo escuchando. No había nadie a su alrededor. Las horas pasaban largas y tendidas, mientras que los colores de la ciudad se iban apagando, dejando paso a la noche, pero ella, no se había movido de allí para nada. Seguía escuchando todo lo que pasaba a su alrededor e intentaba buscarle un significado. Su respiración era calmada y su rostro inexpresivo, pero estaba atenta. Lilium se levantó del banco e inició el camino a casa. Miraba a la gente, de reojo, para no llamar la atención. Se sentía cada vez más intrigada. Introdujo la llave en la cerradura. Dentro, su querido y pequeño hogar. Tendría dos pisos, pero la mayoría de las habitaciones desalojadas. Había una fina capa de polvo por todos los lugares, además de algo de desorden. Por salón se entendía una mesa de madera, con un centro de mesa adornado con frutas disecadas. Cuatro sillas y ninguna parecía haberse movido de ahí durante siglos. Una pantalla de plasma grande estaba enchufada a la red eléctrica con más de tres enchufes. Parecía saltar chispas cada vez que se encendía algo. En el suelo, tres ordenadores con sus respectivas impresoras. Dos portátiles y uno fijo. Todos parecían nuevos. La cocina, era también pequeña, pero con lo imprescindible aunque anticuado. Parecía que no funcionaba. Un frigorífico, una lavadora, un lavavajillas, un horno, un 131 —]


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microondas, un tostador, una cafetera… todo cubierto de polvo. Lilium encendió la luz y, como si se tratase de una feria, todo comenzó a funcionar. La tele se encendió y empezó a emitir noticias en idiomas extranjeros. El ordenador se encendió y se abrieron varias páginas en la pantalla, la impresora comenzó a imprimir. —Hogar dulce hogar —se dijo. Todo cobró vida con solo darle al interruptor, pero aún así no había ninguna luz encendida. La única que había allí la emitían los aparatos de las habitaciones. Abrió el frigorífico y cogió algo de queso, que se hallaba envuelto en un film transparente. Se sentó en el suelo, con las piernas cruzadas y se puso a leer la pantalla del ordenador y a escuchar la televisión. En esta estaban dando las noticias. Como en todos los canales, el suceso era el mismo: muerte, muerte y muerte. Todo un ciclo de noticias horribles. Dio otro bocado a su cena. Tanto la televisión como el ordenador mostraban lo mismo: una miseria que hacía temblar a los mismos ojos y hacía gritar al alma de horror al imaginar que podría sentir eso. Pudo estar una hora y media mirando todo aquello sin apenas pestañear. Ni siquiera se movió. —Tratamos de mirar a otro lado —murmuró—. ¿Cómo puede ser que nadie se da cuenta? ¿qué es lo que ocurre? A veces siento que no me comprendo y ni les comprendo. Finalmente, decidió que por esa noche ya era suficiente y que era apropiado descansar un poco. Subiendo las escaleras, se podían ver las pintadas por las paredes. Eran frases. Frases célebres o pensamientos de ella misma. Hojas de libros pegadas como si tal cosa. [— 132


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Páginas de la Biblia también vestían la pared descolchada. Así era toda la casa en general. Solo tenía lo básico para sobrevivir. Un cuarto de baño, un dormitorio, una cocina y un salón. Nada más. Sus muebles eran muy escasos, tan sólo los esenciales, y ninguno de ellos servía para adornar el corredor. Se echó sobre un colchón que ni tenía sábanas. Su dormitorio eran cuatro paredes, totalmente llenas de palabras, fotografías, que hasta hacían la estancia en la sala agobiante, pero para ella no. Todo el mundo es un escenario y todos los hombres y mujeres intérpretes. Tienen salidas y entradas y un hombre en su tiempo interpreta muchos papeles —leyó. Palpó el suelo en busca de un interruptor, que siempre andaba tirado por ahí, pero correctamente conectado. Al presionarlo, una música salió de un altavoz que estaba escondido. Era una especie de canto de monjes en latín. Se llamaban Lilium. Por eso ella se llamaba así. Le gustaba ese nombre y nunca le dio importancia al verdadero. La música empezó a sonar en todas las habitaciones y parecía dar voz a las fotografías de miseria, destrucción y pobreza que había en el mundo, pues el canto resultaba melancólico y algo frustrante. Rezaban a la virgen por un mundo mejor, aconsejando al ser humano para que abandonase el mal y para que no cayera en la tentación. Así era la canción, una y otra vez, hasta que la única persona que la escuchaba quedó dormida. Gente esparcida por el suelo tras una explosión. Un grupo de asalto disparaba contra personas. Una mujer moría a manos de su esposo. Una niña era violada. Un niño dormía en la calle. Una mujer sin piernas en una 133 —]


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acera. Jóvenes guerrilleros tomando una calle. Una explosión en un tren. Un disparo... Lilium se despertó. Aquel disparo resonaba en su cabeza y, alarmada, se llevó una mano a la cabeza. Había sido tan real… que hasta su corazón parecía que se iba a desbordar por su boca. Intentó calmarse, respiró profundamente y se levantó. Solo eran las cinco de la mañana, pero después de aquella pesadilla sabía que no volvería a pegar ojo. En verdad, no era la primera vez que soñaba con algo parecido, es más, la mayoría de las noches lo soñaba y lo peor es que era real. Sabía y notaba en la propia piel lo que pasaba y eso le hacía decaer mucho, se frustraba y a veces lloraba porque casi siempre soñaba con personas inocentes. La canción de Lilium llegó a sus oídos. Aún seguía presente en todas las habitaciones. —Esto… no, no puede seguir así… —se llevó una mano a la cabeza. Abrió el balcón para que le diese el aire, pero fue peor. Vio el mundo justo como era antes de su sueño. ¿Nadie más se había enterado? ¿Acaso les daba igual aquella vida? ¿Cómo podían consentirlo? ¿Cómo podían dormir tranquilos? Veía a la gente dormir en la calle, estaban sangrando. Ahí en mitad de la avenida, frente a su casa… ¿Cómo?, ¿¡cómo podían dormir tranquilos!? Lilium soltó un sollozo, volviendo a su habitación, donde las voces de la canción entraban en su mente, haciéndole ver cosas horribles. ¿Cómo pueden…? ¿Cuándo nos vendaron los ojos? ¿Cuándo nos taparon los oídos y nos cosieron la boca? —se lamentaba. [— 134


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En un acto de odio, salió de nuevo al balcón, gritando y llorando. —¡Sois unos ignorantes! ¡Sois unos hijos de puta! ¡No merecéis llamaros humanos! ¡Bastardos! ¡No tenéis corazón! —gritaba. Se pasó así varias horas hasta que la policía acudió a su puerta. Una vecina los había llamado. Entraron por la fuerza y armados. Rápidamente apresaron a Lilium, que intentó resistirse, pero tras un fuerte calambrazo, cayó en los brazos de la ley.

LA REALIDAD ES UNA MENTIRA. Paredes acolchadas. Era como estar en una nube, pero esta nube parecía ser una cárcel, ya que solo tenía las cuatro paredes y la puerta parecía haber desaparecido. Lilium se levantó, pero cayó al primer intento, ya que no se había dado cuenta de su camisa de fuerza. ¿Dónde estaba? Se abrió una puerta y un hombre con una bata blanca se presentó ante ella. Llevaba un bloc de notas y unas gafas de media luna colgando del cuello con una cadena. —Buenos días, querida amiga —le sonrió—, ¿está cómoda? —¿Dónde estoy? —En un lugar donde se sentirá mucho mejor. —¿Existe? —preguntó ella. El doctor forzó una sonrisa. —Voy a ayudarle. —¿Va a mejorar el mundo? —¿Perdón? —Que si va a mejorar el mundo. —Ah… sí, por eso soy médico. 135 —]


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—¿Es esto un hospital? —Puede ser, pero cálmese. De aquí saldrá cuando me responda a algunas preguntas.—Después de decir esto se puso en alerta. Se llevó la mano a su bolsillo, donde tenía una jeringuilla con morfina. Lilium no dijo ni hizo nada. —Me llamo Henry —dijo el doctor—. Usted es la señora… —Lilium —dijo ella. —¿Lilium? Ella asintió. —En su registro pone otro nombre. —Me llaman Lilium. —¿Por qué? —Es el nombre. Eso es lo de menos. El médico dio una leve tos. Ya no sabía ni cómo seguirle la corriente. Entonces, como si hubiese despertado en aquel momento, ella se puso en pie y se acercó rápidamente al doctor. Con los ojos como platos y con voz desesperada, preguntó: —¿Qué ha pasado hoy? —¿Hoy? —Sí, conteste, vamos. —Bueno, llamaron a la policía porque lo vecinos se queja... —¡Eso no! ¡¿Qué ha pasado con el mundo?! Esas explosiones, esa muerte… ¡dígame que no eran reales! —¿Explosiones? ¿a qué se refiere? Es mejor que se calme… le prometo que no ha pasado nada. —Pero… fue tan real… tan… —Fue solo un sueño, una ilusión de su mente. Le ha jugado una mala pasada. Créame. —¿Pero y el niño que dormía en la calle? [— 136


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—Escuche, por favor, nada de eso existe, compréndalo. Ha sido solo un sueño, una pesadilla si lo prefiere. Le repito: no es real. —¿No hay guerras, ni tiroteos, ni gobernantes tiranos, ni epidemias, ni muertes ni nada? —No, le repito que no. —¿He muerto? —¿Por qué se empeña? Mujer, está viva. —Entonces… ¿qué hago aquí? —Su vecina avisó a la policía de que usted salió a su balcón gritando algo en un idioma extraño. —¿Un idioma extraño? Sólo sé un idioma. Henry se acarició la barbilla mientras miraba con interés a su paciente. —¿Trabaja usted mucho? —Yo no trabajo. —¿A qué se dedica? —A comprender el mundo. —El mundo ya está comprendido, señorita… Lilium. —No, no lo está. ¡Dígame por qué hay explosiones! —¡Le repito…! —bajó la voz— que son sólo fruto de su imaginación. —¡No, no, no, no! Se lo puedo demostrar. El doctor lanzó un largo suspiro. —Está bien. ¿Cómo puede hacerlo? —Lléveme ante un televisor o un medio cualquiera de comunicación. —Muy bien, acompáñame, pero si intenta escapar se arrepentirá. Nadie escapa de este centro. —No, no. Ya verá cómo tengo razón. El médico se acercó a la puerta, vigilando siempre sus espaldas, como si de un momento a otro Lilium se le fuera a abalanzar. Aún no se creía lo que le decía, pero con tal de demostrarle a aquella mujer que no tenía razón, la lle137 —]


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varía a la sala común donde estaba los pacientes en su rato libre. Abrió la puerta, y salió al pasillo, que como todo, era de color blanco. A ambos lados, puertas con una pequeña chapa en el centro, donde había un número. Lilium se fijó que el suyo era el número tres. Al fondo, estaba la habitación a la que quería llegar el doctor. Tras entrar en ella, se podía ver que era amplia, la luz entraba por las numerosas ventanas, todas éstas con barrotes en forma vertical y cerradas con llave. El techo se unía al suelo con varias columnas, también de un tono blanco, pero este un poco más sucio, marca de manos, algunas pintadas que habían sido borradas. Tres mesas metálicas, clavadas al suelo, acompañadas de sillas de plástico. Algunas personas que vestían una bata blanca estaban jugando a las cartas. Por último, al fondo, una doble puerta de madera, custodiada por dos hombres de gran constitución. Vestían de uniforme y tenían una identificación colgando del cuello con una cadena. Varias mujeres se paseaban por la habitación. Vestían de enfermeras y llevaban bandejas. Lilium no entendía qué hacía allí. Los veía totalmente normales. —Encienda la tele — dijo el médico a la enfermera. Había un televisor colgado del techo con una pequeña repisa. —¿Quiere algún canal en especial? — le preguntó el médico. —Uno cualquiera de noticias. —Como quiera. La pantalla mostraba una guerra en un país lejano que ella no reconocía, pero vio las caras llenas de amargura, con polvo y sangre seca. Se acercaban a la cámara del que [— 138


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estaba grabando, diciendo algo en otra lengua. Al fondo había tanques con banderas de América. Al cambiar el canal, se vio a un hombre tendido en el suelo, con la mirada perdida. Estaba muerto. Un bebé lloraba en los brazos de una madre, tapada por trozos de tela desteñidos y rasgados. Mecía a la criatura, intentado que cesara su llanto. A Lilium se le saltaron las lágrimas, pero el médico parecía de piedra. —¡Otra vez! —exclamó un paciente—, ¡aún está pasando! Ella miró hacia atrás. Había alguien más que estaba viendo aquellas noticias. Había visto lo que ella había visto. —Claro que está pasando —rió el doctor—. Estos programas de salsa rosa cuando cogen un cotilleo no hay quien les pare. Pero anoche sí discutieron de verdad. —¿Salsa rosa? —preguntó Lilium. —¿Es que no lo ha visto? Mire —volvió a poner el canal donde había una guerra—, anoche este y este se pelearon. Ya sabe cómo es la prensa rosa… —¡Dios santo! ¡Cuánta crueldad! ¡Hagan… hagan algo! ¡Doctor, ahí debe de haber muertos…! ¡Usted es doctor! ¡Vaya! ¡VAYA! —arrancó a llorar de agonía. El médico miraba incrédulo a la pantalla, donde no había nada. Sólo un par de personas vestidas de etiqueta, alrededor de una mesa baja con varios dulces y cafés. Reían y el público aplaudía. Una enfermera acudió al paciente que estaba gritando e intentó calmarlo. El doctor aprovechó para apagar el televisor. Por una vez, Lilium dudó. ¿Estaba loca? Debía de estarlo, porque ¿cómo podía haber un mundo así de cruel, donde la gente tenía que dormir en las aceras de la calle, 139 —]


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entre cartón y basura? Era absurdo, pero ¿cuándo se había vuelto majareta? Creía tanto en lo que veía, que parecía real, pero ese médico decía que era mentira lo que veía. Al fin y al cabo esto era un manicomio, y a un manicomio van los locos. Entonces, ¿era cierto? ¿Os es que se estaba haciendo ya tan mayor que ni se había dado cuenta de la enfermedad que tenía? Podría ser eso, porque un mundo tan frío y cruel solo podía existir en pesadillas. —Doctor, creo en lo que me dice —dijo Lilium—. Creo que estoy loca. * Hacía tiempo que habían abandonado aquella estancia. Los dos estaban en la habitación que tenía como colchones en las paredes. —Me alegra saber que lo admite con total tranquilidad. ¿Sabe? La vida es así, pero nosotros intentamos que nadie sufra en ella, que no haya dolor en el ser humano. —Por eso mismo creo que yo estoy loca. —No se preocupe. Cuidaremos de usted. —Pero aún en sueños veo a esas personas llorando, sangrando y sufriendo. El doctor se acercó a ella, y le examinó las pupilas con una pequeña linterna. —Sí, bueno tiene algo irritada la córnea y las pupilas dilatadas —dijo—. Le realizaremos un estudio para ver eso de sus sueños. —¿Me dolerá? —Como ya le dije, en estos tiempos modernos, intentamos eliminar el dolor de cualquier forma. Tenemos fármacos y la medicina está muy avanzada. Podríamos decir que… ¡no sentimos dolor! —rió. —Entonces…entonces… ¿qué hay de esos grupos radi[— 140


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cales que matan por el simple motivo de llamar la atención y de lograr algo que llaman la independencia de un lugar? —¿También aparece eso en sus sueños? —preguntó el doctor. —Es lo habitual. —Es un sueño. —¿Cómo está tan seguro? —Verá: supongamos que, como dice, la gente mata —hizo un gesto de comillas con los dedos— para independizarse de un lugar. Muy bien, ¿qué pasaría si hubiésemos matado a todos? ¿De qué se independizarían si no quedase nadie vivo? Sería una tontería. Una cosa irreal que sólo podría darse en sueños. Lilium no había caído en ese detalle. Pero… aún había muchas dudas por aclarar. —¿Qué me dice del hombre que pega a su mujer? —preguntó—. La que tiene miedo a decir lo que le pasa y que finalmente muere… —Otra quimera de su imaginación. Dígame, Lilium, ¿qué le gusta? —¿Perdone? —Sí, sí, ¿qué es lo que más le gusta de este mundo? Nunca había pensado eso. A decir verdad, la pregunta sería: ¿había algo de este mundo que acaso le gustase? Había vivido tanto entre la miseria de este planeta que ya no sabía que tenía de bello, bueno sí… —Me… me gustan los amaneceres —titubeó. El médico pareció vacilar ante la respuesta. Se esperaba un ejemplo más sencillo, pero no le importaba en absoluto. —Muy bien… ¿le gustan, no es cierto? —Sí. —¿Le gustaría verlos todos los días? —preguntó. —Sí. —¿Le gustaría que siempre apareciese? 141 —]


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—Sí, sí. —Entonces no sería capaz de quitarlo del cielo si pudiese, ¿no? —¿Cómo dice? —Le formularé otra pregunta: ¿sería capaz de insultar al amanecer? —No. —¿De darle la espalda? —No. —Pues lo mismo pasa con un matrimonio o pareja. La mujer es como el amanecer, y el hombre es como usted. No puede insultarle, ni darle la espalda, porque le gusta, la quiere. Mucho menos, pegarle y matarle. ¿Cómo se sentiría usted si siempre fuese de noche y nunca amaneciese? —Tendría frío. —Entonces, ¿está convencida de que en este mundo no pasa nada? —Usted es médico, un experto. ¿Por qué dudar de su palabra? El médico pareció forzar una sonrisa. Aún no la entendía, para ella sólo era una simple loca que había llegado a su lugar de trabajo. Si tenía arreglo, bien... y si no, que no diese problemas. Él iba a cobrar el mismo sueldo, ¿qué le importaba? —Doctor —una enfermera llamó a la puerta—, tiene otro paciente a la espera. —Ah, sí, es cierto —dijo—. Señorita Lilium, discúlpeme. —Por supuesto. Lilium salió al frío pasillo de paredes blancas y olvidó por un momento toda la conversación. O al menos eso quería. En aquellos minutos su vida había cambiado. ¿Todo lo que veía en cada momento era mentira? O sea, estaba loca. ¿Todo lo que veían sus ojos era un engaño? Era como un truco de magia: te empeñabas en saber el [— 142


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truco y resulta que no puedes y crees que es verdad hasta que te digan lo contrario. Ahora, no sabía qué pensar. Dando unos pocos pasos llegó a la sala del televisor. Estaba apagado. Miró por la ventana embarrotada y vio un pequeño parque a lo lejos, iluminado por los rayos de sol del mediodía. Sin darse cuenta, el tiempo había pasado volando y recordó que no había dormido, pero no estaba cansada. —Yo vivía muy cerca de ese lugar al que está mirando —dijo alguien a su espalda. —¿Perdone? —Vivía allí, detrás de esos árboles. Era un buen lugar. Un hombre se le había acercado sin que se diese cuenta. Por la ropa que tenía, era un paciente. Llevaba una identificación bordada en ese camisón blanco. Se llamaba Oscar. —¿Oscar? —preguntó. —Sí, así me llaman aquí. —¿No te llamas así? —Me llaman como quieren, es lo de menos. Lilium miró a su alrededor. Solo estaban ellos dos. —¿Por qué estás aquí? No pareces estar loca, aunque bueno, hace tiempo aprendí a no fijarme de mis ojos. —Dicen que a este mundo no le pasa nada. Y es que yo veo a gente sufriendo en la calle, guerras, destrucción, atrocidades que jamás aparecen en los sueños de estas personas... y dicen que estoy loca y que sólo veo monstruos. Oscar se había sentado en la silla. —Una vez leí una frase... «quizás en el mundo ya no queda sitio para los monstruos, o quizás cada vez es más difícil reconocerlos» —¿Qué quieres decir? —¿Has encontrado monstruos? 143 —]


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—¿Qué son acaso los monstruos, más que el terror de nuestras mentes? —¿Ves los horrores en el mundo? —Veo el mundo. Oscar miró a Lilium, como examinándola. —¿Por qué estás aquí? —preguntó ella. —También vi el mundo. —¿Y qué viste? —Justo lo contrario a lo que me hacen creer aquí. Sé que ellos están más locos que yo. —Tal vez sólo tú y yo seamos dos locos en un mundo de cuerdos. —¿Y por qué no al revés? —¿Qué pruebas hay? Ellos son médicos licenciados… Ellos sabrán. —Pero tú tienes a tus ojos, tus conocimientos. —Entonces, ¿nacimos locos? —¿Por qué nosotros? —Porque todo el mundo lo dice. —La voz de la mayoría no es siempre la verdadera. —Pero nuestra verdad es terrorífica. Nuestra verdad daña. ¿Deberíamos causar dolor a aquellos que, gracias a Dios, han nacido cuerdos? Él no dijo nada. No sabía qué contestar. —¿Por qué mostrarles el dolor? —siguió ella. —¿Y qué hay de las personas que sufren? Aquellas que nosotros vemos… —Confiemos solo en que es una quimera de nuestra imaginación. Que nosotros estamos locos y ellos no. *

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LA REALIDAD BAILA SOLA EN LA MENTIRA. —Presión sanguínea normal. ¿Está cómoda, señorita? —preguntó la enfermera. —Bueno, siento una gran presión en el brazo —se quejó. —Eso es porque la anestesia aún no ha hecho efecto. Usted respire y relájese. Tras esta operación, volverá a ser una persona normal. Le hizo caso a la mujer y respiró profundamente y por un momento aquel gas le supo a fresa. Por fin cerró los ojos. El sueño no llegaba a su mente, nada se trazaba y todo estaba oscuro. Sentía frío, pero tras parpadear varias veces empezó a distinguir una gran ciudad. Estaba en mitad de una calle principal, la gente le venía de frente. Había grandes edificios que llegaban incluso a las nubes, coches de todos colores con la música a todo volumen, pero lo que más le llamó la atención fueron las personas. Las recordaba como aquellos días en los que se quedaba observándolas. No sabía decir en qué estaban pensando ahora. Tenían sus vidas, sus miedos, pero no parecían asustados. Entonces, ¿por qué ella sí? Siempre había tratado de comprender por qué el mundo era así, pero… no tenía más que observar, para darse cuenta de que todo estaba así, en ese equilibrio invisible. Lilium creía ver lo que nadie mira y le dio vergüenza y pena, pero si nadie podía verlo, ¿acaso existía? ¿Era un juego de su mente para hacerla vulnerable? Las noticias que veía, ¿eran solo porque no había nada que anunciar mientras los famosos hacían algo? ¿Acaso las ONGs eran asociaciones que se gastaban el dinero para sí, que te mentían? ¿En qué creer ahora? Podía seguir sus pensamientos, pero sufriría, estaría en contra de todo el mundo, un mundo que guardaba dolor y congoja para sus ojos. 145 —]


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¿Por qué no seguir la corriente a los demás? Hacer como si nada pasase, porque realmente nada ocurre, el dolor en la vida es inevitable, pero el sufrimiento es opcional. Así que prefirió cerrar sus ojos y dejar que la gente pasase a su lado, sin escuchar nada, sin sentir, y por una vez en su vida no oyó disparos, ni gritos. Estaba en silencio, entre la gente sin tener sus propios pensamientos, porque vida nada más que había una y es para uno mismo. Es un pensamiento egoísta, pero ¿a quién llegaría a importarle?

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MODALIDAD ALUMNOS BACHILLERATO



PASADO, PRESENTE Y FUTURO Primer Premio (Ex aequo)

LOLI GAJETE ORTEGA 2º BACHILLERATO

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S

US GRANDES OJOS VERDES SE REFLEJABAN EN EL AMPLIO

espejo del tocador que tenía en su cuarto. Pasaba suavemente sobre su cabello ondulado y dorado un cepillo, de arriba abajo. Se miró detenidamente la cara ovalada y con alguna que otra peca de la infancia. Tampoco era tan mayor. Clara tenía veinticuatro años. Esa tarde tenía una fiesta con sus amigas, que ellas llamaban: reunión de chicas. No estaba permitida la invitación a hombres, a pesar de que la mayoría ya tuviera novio. El motivo de estas fiestas era pasar tiempo juntas como cuando eran pequeñas, ya que ahora no tenían mucho tiempo libre y el que tenían lo empleaban en sus novios. Tenían por costumbre alquilar una sala de un restaurante que había en el centro de la ciudad, donde cenaban. Luego una limusina las recogía justo en la salida, como si de unas estrellas de Hollywood se tratasen y las llevaría al pub con más glamour de la ciudad. El sonido del teléfono interrumpió la tranquilidad de Clara. —¿Si? —Clarita, ¿sabes dónde te voy a llevar esta noche? Durante la semana Clara había estado demasiado ocupada con los estudios, ya que estaba en su último año de medicina. Los fines de semana eran los únicos días en los [— 150


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que se veía con su novio Manu, que era un chico de su pueblo. No llevaban mucho tiempo juntos, apenas tres meses. —¡Oh, Manu, lo siento! Se me olvidó decirte que este fin de semana me quedaba en la ciudad. —Cerró los ojos mientras se mordía el labio. —¿Por qué? ¡Estoy deseando verte! —Es que, verás, he quedado con las chicas, no puedo decirles que no. Te prometo que te compensaré por esto. —Bueno, aun estoy a tiempo de llegar, en una hora y media puedo estar ahí contigo, y salimos todos juntos, ¿no? —Es que es nuestra reunión de chicas. —Si no quieres verme, solo tienes que decírmelo y no poner excusas tontas. —El tono de Manu iba subiendo cada vez más. —No, sí quiero verte, pero es que lo hacemos así. Es un día en el que estamos todas juntas… —Para guarrear con otros tíos, ¿no? —Manu no dejó que Clara terminase la frase. —¿Por qué me dices eso? Tú sabes que yo te respeto. —Bueno, eso creía saber, pero si no quieres que te acompañe será por algo. —No me parece justo que me acuses de esas cosas, tú sabes que yo no soy así. —Pero tus amigas sí. —No, ellas tampoco, pero si lo fueran, ¿ya me convertiría yo también en lo mismo? No generalices. —Ya sabía yo esto, ninguna sabéis comprometeros, lo único que queréis es salir de juerga… —Manu, no sé qué te está pasando pero voy a colgar. Piensa en frío, te estás poniendo muy mal por algo insignificante. Piénsalo, luego te llamo. —Antes de que pudiera terminar la frase, Manu ya le había colgado. 151 —]


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Terminó de arreglarse y se dirigió al restaurante. El camarero la guió hasta la sala donde tendría lugar la reunión. Era muy amplia con una enorme mesa redonda en el centro, las sillas que rodeaban la mesa eran de estilo inglés, con el respaldo muy alto, típicas de la nobleza. Toda la decoración de esta sala era de ese estilo. Cuando Clara llegó Lucía y María ya estaban sentadas. Se levantaron para recibir a Clara. —Hija mía, ¿por qué traes esa cara? —preguntó María, que la cogió por los hombros y le dio dos besos en las mejillas. María era bajita y un poco rellenita, era distinguida por sus coloretes, siempre presentes en su redondo rostro y era la más dicharachera del grupo. —No es nada —respondió escuetamente Clara, que saludó a Lucía. Esta era todo lo contrario a María, larguirucha y delgada, muy lánguida. —Sí, algo será. Tú siempre vienes con una sonrisa y hoy, mírate. —Lucía también estaba interesada en el motivo del malestar de Clara. Se sentaron las tres juntas a la espera de las demás amigas. —Pues sí, es verdad, a vosotras no puedo mentiros, me conocéis demasiado bien —dijo Clara, que esbozó una pequeña sonrisa. —Desde que tenías tres años, a decir verdad —añadió María, a lo que Lucía asintió con la cabeza. —Es por Manu. Antes de salir me ha llamado y nos hemos peleado. No ha entendido que no pueda verlo esta semana. Se ha puesto hecho una furia. —Clara resopló. —¡Bah!, no me extraña, la gente de pueblo es más cerrada, no entienden las cosas. —María expuso su teoría mientras bebía agua. Al momento entraron en la sala dos chicas idénticas, mismo pelo oscuro y rizado, mismos ojos grises, misma cinturilla de avispa y misma sonrisa. [— 152


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—¡Tania, Lania! —gritaron las tres chicas a la vez, mientras se levantaron de un salto para saludarlas. —Hacía tanto tiempo que no os veía… —dijo Clara mientras las abrazaba a las dos a la vez, cosa que le era complicado ya que María estaba sobre Tania y Lucía sobre Lania. —¿Cómo estáis, chicas? —preguntó Lania, que consiguió escapar de los brazos de Lucía, a diferencia de Tania, que estaba siendo estrujada por los robustos brazos de María. —Desde que os fuisteis a estudiar a Madrid no queréis saber nada de vuestras antiguas amigas… —se quejó María. —Pero que vosotras tampoco venís a vernos, que solo son trescientos kilómetros —objetó Tania con una sonrisa pícara. —¡Sorpresa! —gritó una voz desde la puerta. Una silueta sujetaba dos botellas de licor con sus manos mientras las mantenía en alto. —Claudia, pensé que no ibas a venir — dijo Clara, que fue a saludarla. Claudia era la que más apegada había estado a Clara y se veían más frecuentemente que las demás. —¿Cómo no iba a venir? —Claudia saludó a cada una de las chicas. —Mujer, hoy es tu aniversario, ¿no se enfadará Jose? —preguntó frunciendo el ceño. —¡Ah, no! Ya lo veré mañana, total es un día como otro… A él no le importan estas fechas, incluso se ha alegrado de que viniese, así él aprovechaba para estar también con sus amigos —explicó Claudia mientras se acomodaba en una silla, al igual que las demás. —Bueno, ya estamos todas, ¿no? —Lania las miró a todas para comprobar que no faltaba nadie. Cenaron 153 —]


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juntas mientras se contaban las últimas novedades. Hacía unos tres meses que no se veían a excepción de Claudia y Clara y las hermanas Melania y Tania. Tras cenar y brindar con los licores que Claudia había llevado se fueron a bailar. La verdad es que Clara no lo pasó muy bien, estuvo llamando a Manu durante casi toda la noche y este no le cogía el teléfono, cosa que le demostraba que seguía enfadado. Clara decidió irse a su casa para al día siguiente viajar al pueblo en el primer autobús que saliese. No le gustaba la idea de que Manu la hubiera malinterpretado. —Claudia, me voy, no están bien las cosas —susurró Clara mientras tocaba el hombro de Claudia, que bailaba como una loca entre la multitud. Esta la miró y automáticamente asintió con la cabeza, como si supiera exactamente el porqué de su partida. —Todo saldrá bien. —Claudia le dio un beso en la mejilla. Clara regresó a su casa a las dos de la mañana y volvió a llamar a Manu, pero este seguía sin contestar. Durmió apenas seis horas y a las nueve cogió el autobús que la llevaría a su pueblo. Sin pensárselo dos veces llamó a la puerta de la casa donde vivía Manu. Un gato negro con una mancha blanca en la panza se paseaba contoneándose por el tejado de la casa mientras observaba como Clara esperaba que la recibiesen. Tras varios minutos, la puerta se abrió y dejó ver a un chico más alto que ella, su pelo oscuro y ondulado le descansaba en los hombros, se retiraba el flequillo de la cara con la mano y lo movía hacia atrás para dejar ver mejor sus ojos verdes y sus finos labios que esbozaron una pequeña sonrisa al ver que se trataba de Clara. —No he tenido otra opción, aquí me tienes. No pensabas que me iba a quedar tranquila después de que no me [— 154


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cogieras el teléfono anoche, ¿no? —Clara se encogió de hombros y lo miró sumisa. Manu la miró de arriba abajo, y la abrazó. —Pues no creas que por el hecho de venir vas a estar perdonada del todo. Vas a tener que venir conmigo a una fiesta. —¿Una fiesta un sábado a las diez de la mañana? —preguntó extrañada Clara —Sí, mis amigos hacen una barbacoa en una casa de campo que hay a dos kilómetros del pueblo y, además, ya es hora de que te presente a mis amigos, ¿no? —Bueno, pero paso por mi casa a cambiarme, no contaba con ir a una fiesta… —No, pasa. —Manu la invitó a pasar y la condujo hasta su habitación. Un enorme ventanal iluminaba toda la estancia—. Aquí tienes —le dio una sudadera color chocolate a juego con las botas que llevaba Clara. —¿Y esto? —Clara sostenía la sudadera cuidadosamente mientras la abría. —Es que vas muy descotada y he pensado que pasarás frío. Además, sé que te gusta mucho esta sudadera. Te sentará bien, venga, ¡pontela! —A Clara le extrañó el interés que le había surgido de repente a Manu porque no se resfriase. Era verdad que iba descotada, pero era primavera. Decidió no darle más vueltas. Después del enfado de la noche anterior, no quería que se volviese a sentir mal. —¿Ves? Estás preciosa —Manu la besó cuando había terminado de ponerse la sudadera. Si una cosa era segura aquella mañana, era que Clara no iba a resfriarse, porque la sudadera se le quedaba justo en el cuello—. Pareces más mía. —Manu sonrió mientras le pellizcaba un moflete. —Eres tonto —respondió Clara, que le quitó de un manotazo la mano y le sacó la lengua. 155 —]


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Ese día Clara conoció a los amigos de Manu, que la recibieron de una forma muy amistosa. Le parecieron muy simpáticos. Estuvo sin separarse de Manu hasta el domingo. Se sentía en deuda con él, sin saber por qué. El irse con sus amigas un día no era nada malo, pero él hizo que lo fuera y que se sintiese mal por ello. * El domingo se dirigió para la ciudad, ya que al día siguiente tendría que ir a la facultad. Los domingos solía acostarse temprano para estar fresca al día siguiente. Aquella noche fue más extraña de lo normal. Tras estar dando varias vueltas en su cama, tapándose y destapándose, decidió levantarse para ver un poco la televisión y ver así si le entraba sueño. Mientras se tomaba un yogur hacia zapping y le llamó la atención un programa que hablaba de hechos paranormales, Cuarto Milenio, así que optó por aquel canal. No contaba con que vivía sola y que a medida que iba avanzando el programa le iba dando cada vez más miedo. Quería irse a dormir pero no era capaz de moverse de allí, miraba fijamente la pantalla sin mirar hacia ningún lado por lo que pudiera haber en su salón. Los anuncios eran cada vez más pesados y los ojos se le iban cerrando poco a poco. Intentaba mantenerse despierta, parpadeó varias veces y en uno de sus parpadeos observó que delante de la pantalla había una silueta de color blanco brillante. Mediría un metro treinta. Se frotó los ojos asustada y volvió a mirar la silueta. Se quedó perpleja al ver que era un niño que la miraba sonriente, pero no era un niño normal, aquel niño desprendía una luz brillante y parecía que había sido impreso en el modo blanco y negro de la impresora. El niño había cogido una postura que fue inamovible durante unos minutos. Apoyaba sus [— 156


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dos manos en su propio regazo mientras miraba a Clara con cara de bueno. Vestía con un uniforme escolar, bermudas y polo. Clara estaba sorprendida y a la vez muy asustada. La cara de aquel niño le era familiar, ella lo conocía. —Hola, Clara —saludó el niño, que se le acercó poco a poco levitando. Clara se levantó del sofá de un salto al ver que el niño se acomodaba a su lado—. No te asustes, nos conocemos, somos amigos. —¿Quién eres? —preguntó Clara titubeando y con los ojos desencajados de sus órbitas. —Me presentaré. —El chico se levantó del sofá y se acercó a Clara, que retrocedió—. Soy el fantasma de tu novio de las primaveras pasadas. —En ese momento a Clara se le vinieron imágenes de cuando era una niña pequeña y estaba en primero de primaria. Recordó que tuvo un novio, Luis, cosas de niños. —¿Luis? —El mismo, he venido para que viajemos tiempo atrás. —Pero yo no quiero viajar. Tengo que irme a dormir, mañana tengo clase. —Luis se acercó a Clara y la agarró de la mano. Ella lo miró asustada. Comenzaron a levitar los dos juntos. De repente, era de día. El rutilante sol se encontraba en lo más alto del cielo, las flores de los árboles comenzaban a brotar. En definitiva, se notaba el comienzo de la primavera. Clara y Luis llegaron frente a un patio de colegio. —Pero, si es mi colegio. Lo demolieron hace varios años. —Clara se acercó a las ventanas del colegio y pudo ver cómo los niños daban clase en las aulas —Exacto, estamos en el año 1992 —informó Luis, que se apartó rápidamente de una enorme puerta y tras esto sonó el timbre. Aquella puerta se abrió y una manada de niños salieron corriendo como fieras para ocupar los distintos 157 —]


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juegos del patio. Todos iban vestido con el mismo uniforme que Luis. Clara se encontraba justo en medio de la puerta y casi la dejan caer. —Te has equivocado, estamos en el 2010 —quiso corregirle Clara mientras intentaba mantener el equilibrio. —No, estamos en 1992. Y mira allí estás tú con seis años. —Luis señaló a una niña rubia de pelo rizado que se encontraba sentada en una manta rosa en el suelo jugando con un niño. Hacían como que tomaban el té. Clara se acercó lentamente, Luis la siguió—. Y ese soy yo. —Hola —saludó Clara, que miraba a la niña. Era como mirarse en un espejo del pasado, no podía creerse que se estuviera viendo a sí misma —No pueden oírte ni verte, pero tú sí puedes oírles. Luis se sentó al lado de los niños e indicó a Clara que se sentara a su lado. —Bueno, cariño, me voy a trabajar —dijo el chico que jugaba con la Clara del pasado mientras que se ponía en pie y le daba un beso en la frente. —No, cariño, hoy te toca a ti quedarte en casa a cuidar de Miguelito, porque yo tengo que ir de compras —respondió la Clara del pasado, que puso bruscamente entre los brazos de Luis un muñeco. Luis se volvió a sentar y a hacer como que cuidaba de Miguelito mientras que Clara salía de la manta, que delimitaba la casa, y se dirigía hacia un grupo de niños que jugaban a las canicas. Al rato los trajo hasta la supuesta casa—. Cariño, ya he vuelto. Mira, te presento a mis nuevos amigos. Esta noche me iré con ellos. Espero que no te importe quedarte en casa. —Pero cariño, ¿no íbamos a salir a pasear con el niño esta noche? —preguntó Luis mientras le daba el biberón al muñeco. —Pues iremos mañana, no te importará limpiar los platos, ¿verdad? [— 158


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Clara se levantó de su sitio de espectadora y se fue del patio. El fantasma de Luis la siguió. —¡Ahora venía lo mejor! —gritó el fantasma de Luis mientras Clara se sentaba en un bordillo. —Eras un calzonazos. —Clara se rió del fantasma de Luis y a este le sentó bastante mal. —Sí, eso es porque te has ido antes de que te dijera que no iba a fregar los platos… —El fantasma de Luis se indignó. —¿Por qué me traes aquí? —preguntó Clara, extrañada. —Yo solo soy un mandado, esto viene de arriba. El motivo lo descubrirás al final de la noche. ¿Qué conclusión sacas de lo que acabas de ver? —Pues que era una niña bastante repelente. —Clara sonrió. El pitido del reloj que llevaba Luis interrumpió la conversación. —Es hora de volver. —El fantasma de Luis la agarró de la mano y en menos de un parpadeo de ojos Clara volvió a estar en el sofá de su salón, sola. Se incorporó de su posición relajada en el sofá y pudo comprobar que Cuarto Milenio ya había empezado. Recordaba claramente lo que había pasado minutos antes, pero ¿sería solo un sueño? Todo le parecía muy extraño. Decidió apagar el televisor y se dirigió hacia su cama. Recostada, se puso a darle vueltas a lo que había vivido antes. Era de locos, un fantasma de un novio del pasado había venido para mostrarle lo marimandona que era cuando era niña. Miró el reloj que tenía sobre la mesita de noche, marcaba las dos de la mañana. Miró al techo y poco a poco volvió sentir sueño. Un fuerte ruido la despertó. Miró hacia la ventana que se había abierto bruscamente. El leve aire movía las cortinas. —No volveré a ver Cuarto Milenio —dijo llevándose la 159 —]


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sábana a la cabeza. Resopló y se levantó de la cama para ver qué había pasado. —¡Miau! —Había un gato en la ventana y desprendía la misma luz brillante que el fantasma de Luis. Clara lo reconoció por la mancha blanca en la panza. Era el gato que el sábado se encontraba rondando por el tejado de Manu. —¿Cómo has llegado hasta aquí, bonito? —Clara acarició al gato, que la miró. —Pues ha sido difícil encontrarte, la verdad. —El gato entró en la habitación, Clara se quedó perpleja al oír la voz grave que había salido del gato—. Cierra mujer, que hace frío. —Clara obedeció, se dirigió hacia el gato con miedo y se quedó parada frente a él. —¿Por qué puedes hablar? —¿Por qué te llamas Clara? ¿Por qué tienes el pelo rubio? ¿Por qué soy tan guapo?... Esas son preguntas que no tienen respuestas —bromeó el gato. Clara cada vez se creía menos lo que le estaba ocurriendo—. Me presento, soy Isidoro, el fantasma de tu novio de las primaveras presentes. —¿Eres el gato de Manu? —El mismísimo. Sígueme bonita. —El gato se dirigió hacia el pasillo y Clara iba detrás. Al terminar de recorrer el pasillo, en lugar de salir al salón de la casa, salieron frente a la ventana de la habitación de Manu, a tres metros de altura sobre el suelo. —¡Isidoro! —gritó Clara, que se agarró a la ventana al ver que estaba levitando a tres metros sobre el suelo. —Tranquila, no pasa nada, mira. —Isidoro le señaló la ventana de la habitación. Dentro se encontraban Clara y Manu. Manu le entregaba su sudadera para que se tapase el escote. —¿Qué pasa? —Clara observaba lo que pasaba muy confusa. Cuando Manu le entregó la sudadera se quedó bastante sorprendida, pero se la puso. [— 160


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—No sé, mona, con seis años obligabas a tu novio a que se quedase con vuestro ficticio hijo para irte con tres niños más a jugar a las canicas y con veinticuatro te obligan a ponerte una sudadera, que, por cierto, es la más fea que tiene Manu... y con treinta y siete grados al sol. —Pero corría viento y, además, en primavera el tiempo es muy cambiante. Él no quería que me resfriase… —respondió ingenuamente Clara. —Ya… —Isidoro la llevó hasta otra situación. Esta vez, Manu llegaba de improviso a la cafetería de la facultad. Clara ese día había quedado allí con un amigo al que no veía desde hacía varios años. Había vuelto a visitar la ciudad y quedaron. —Fue un detalle que viniese a verme —dijo contenta Clara, que observaba cómo la otra Clara abrazaba a Manu mientras este miraba desafiante al otro chico que estaba sentado en la mesa. —Pues espera a ver esto… —Isidoro se acercó más a la mesa donde estaban. La otra Clara fue a su aula a recoger unos apuntes que se había dejado tras haber presentado a Manu y Jaime. —Vamos a comenzar dejando las cosas claras —Manu hablaba con Jaime en ausencia de Clara—. Los dos somos tíos y sabemos por qué has venido, pero olvídalo porque ella es mía ya, así que cuando vuelva te despides de ella porque te tendrás que ir ya, ¿no? —Jaime lo miró frunciendo el ceño y asintió con la cabeza. —Esto te lo perdiste, ¿eh? —Isidoro observó a Clara, que miraba con desprecio a Manu y contemplaba cómo Jaime se levantaba de la mesa. Clara salió de la cafetería y se sentó en un banco. —Me extrañó que Jaime se fuese tan pronto… Teníamos tanto de qué hablar —Clara se sentía desengañada con la actitud de Manu, no sabía nada de esa conversación. 161 —]


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—¡Espabila, chica! —Un pitido le indicó a Isidoro que ya era hora de volver. Clara se despertó sudando. Estaba en su habitación. Miró hacia la ventana, que permanecía cerrada. Comenzó a estar confusa de nuevo, ¿era sueño o realidad? ¿Y que más daba? Estaba viendo cómo era Manu realmente… y eso sí que era realidad. Volvió a mirar el reloj, que marcaba las cinco de la mañana. Volvió a dormirse. Un soplido en la oreja la sacó de su profundo sueño. Abrió los ojos y observó el rostro de Manu, pero estaba distinto. Ya no tenía el pelo largo y se había dejado barba. Estaba más viejo. Manu desprendía la misma luz brillante que habían desprendido Isidoro y Luis. El supuesto Manu la miraba tranquilo sentado en el borde de la cama. —¿Hola? —Clara lo miró asustada. —Hola, ¿sabes quién soy? —¿Eres algún familiar de Manu? —preguntó ella. —No, soy el fantasma de tu novio de las primaveras futuras, Manu. —Claro, ¡que tonta soy! Estaba cantado: pasado, presente y ahora tocaba futuro. —El fantasma de Manu sonrió nervioso y la agarró de la mano. Aparecieron en el sofá de un salón que no conocía. Era pequeño y estaba embriagado de olores a comida. Clara se levantó del sofá y se dirigió hacia la cocina de donde procedían los olores. Y allí estaba ella, cocinando, con un delantal y un moño que agarraba su pelo. La Clara del futuro se giró hacia ella y Clara pudo ver su cara. Estaba bastante estropeada para la edad que debía de tener, unos cuarenta. Clara miró detrás de ella y apoyado en el marco de la puerta estaba el fantasma de Manu, que observaba tam[— 162


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bién a la Clara del futuro mientras abría varios muebles de aquella pequeña cocina buscando algo que no encontraba. —Pero Manu, a esta hora —Clara miró el reloj de la cocina, que marcaba las dos menos cinco del mediodía—... yo debería estar en mi consulta. —Clara, eres ama de casa. Tienes el título pero no ejerces. —Clara miró tristemente a la Clara del futuro, que por fin había encontrado lo que buscaba, un bote de especias que roció en la cazuela. —¿Tengo hijos? —No, soy estéril —explicó el fantasma de Manu—. Además, decidimos que tener hijos era una pérdida de tiempo. —Yo nunca decidiría eso. —Manu la agarró de la mano y la llevó al momento del futuro en el que hablaban sobre los hijos. Estaban en el dormitorio. La Clara del futuro estaba sentada en la cama mientras que Manu daba vueltas por la oscura habitación. Una triste ventana ocasionaba la penumbra en la que se encontraban. La decoración de aquella habitación era muy antigua y pobre. Clara y el fantasma de Manu se quedaron en la puerta para observar lo que pasaba. Mira esta eres tú con 32 años — Explicó el fantasma de Manu. ¡ES IMPOSIBLE QUE TENGAS UN RETRASO! — Clara pegó un salto al escuchar el alto tono de voz de Manu que se paró delante de la Clara del futuro, ésta miró al suelo y se encogió de hombros. — ¿Y SABES POR QUÉ? — Manu le agarró bruscamente la cara a la Clara del futuro para que lo mirase. — ¡PORQUE SOY ESTÉRIL! — Manu le soltó la cara y siguió dando vueltas por la habitación. —¿Por qué me hablas así? —preguntó Clara al fantasma de Manu. —No lo sé. 163 —]


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—Entonces, será un simple retraso, no puedo estar embarazada. —La Clara del futuro se levantó de la cama y se dirigió agachando la cabeza hacia la puerta para salir de aquella habitación. —¡¿Un simple retraso?! —Manu se dirigió hacia ella y la agarró del cuello contra la pared. —¡Has estado con otro hombre, ¿verdad?! —Acompañó estos fuertes gritos con una bofetada. La Clara del futuro rompió a llorar. —¡Nooooo! —gritó la Clara del futuro. —Pues vete olvidando de ser madre, porque no vamos a hacer nada artificial. —Manu la soltó. —Sí, es verdad, lo decidimos —dijo irónicamente Clara. Manu la volvió a llevar a la situación anterior, en la cocina. La puerta de entrada se abrió, la Clara del futuro miró asustada el reloj. —¡Clarita! —gritó una voz desde el recibidor. Manu había llegado, se dirigió hacia la cocina tambaleándose y agarró a la Clara del futuro. —¿Has estado bebiendo? —preguntó la Clara del futuro que se intentaba desenredar de los brazos de Manu. —Solo un poco, por cierto, ¿dónde has estado por la mañana? —Manu la agarró del cuello—. Te he estado llamando, mi amor, pero nadie ha cogido el teléfono. —La Clara del futuro sentía que se ahogaba y no podía responderle. Manu la soltó y cayó al suelo, comenzó a toser y las lágrimas brotaron de sus ojos—. ¿No me vas a responder? —Manu le dio una patada. éNo quiero ver el final, llevame a casa —dijo Clara, que se tapó los ojos. El fantasma de Manu le echó el brazo por el hombro. El despertador sonó y Clara se levantó de su cama. Estaba aturdida, comenzó a llorar, tenía la imagen de aquel hombre borracho haciéndole daño a su yo del futuro metida en la cabeza. En ese momento supo que tenía que [— 164


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terminar con Manu, ahora que aún estaba a tiempo. No se había dado cuenta de que en estos tres meses, lo único que él quería era que Clara fuese suya, quería poseerla hasta convertirla en una mujer dedicada a él en todo momento. No le importaba cuales pudieran ser sus sueños o inquietudes.

* En el momento en que terminó con la relación, el futuro de Clara dio un giro de trescientos sesenta grados. Se convirtió en una brillante cirujana y llegó a formar una familia con un médico. Y, lo más importante, fue feliz.

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LOS OJOS DEL MAR Primer Premio (Ex aequo)

ANA CALDERÓN CARO 1º BACHILLERATO

I.E.S. NICOLÁS COPÉRNICO (ÉCIJA)


EINTITRÉS DE SEPTIEMBRE.

UNA MAÑANA GRIS SE AVECInaba por mi ventana. Notaba la suave caricia del viento que entraba por mi alcoba. Oía los pájaros cantar con una ligera melancolía de despedida. Si, debía ser que ya decían adiós al suspiro de la noche en la que habían dormido con la esperanza de despertar con un nuevo día soleado, como los de esos últimos tres meses de verano en los que la alegría de la serranía se palpaba en el ambiente. Con mi experiencia podía deducir que quizás era el triste otoño que nos daba la bienvenida, quizás ya los árboles se estaban desnudando de su precioso abrigo floreado y quizás ya todo iba a quedar vacío con la dura rutina de días de viento en los que ya nunca más oiría esas alegres vocecillas jugando en la calle hasta que nuevamente mi querida primavera volviera a visitarme. Para mí, desgraciadamente, mi oscuro mundo se volvería aún más triste de lo que ya era. Dado que, lo poco que aún percibía con mis manos cuando salía al jardín, se reducirá a lo más mínimo que pudiera tocar en mi fría habitación. Ya, como cada año, ni siquiera podría disfrutar de esas tardes en mi balcón bronceándome al suave sol que me acariciaba durante horas hasta que la luna le pedía paso para darme las buenas noches y acunarme dándome

V

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veladas de sueños irrealizables, pero tan increíbles como la inocente carcajada de un niño. Ese día, más que ningún otro, la pena me había hecho una visita y parecía que su pretensión era quedarse conmigo, en mi corazón para acuchillarlo dándole aún más razones para que entendiera que, en este mundo, no había lugar para él. Aunque, como de costumbre, intentaría sacar las mayores fuerzas para continuar e intentar encontrar un porqué de todo ese dolor. Pero mi pobre alma me pedía explicaciones, dado que era inútil intentar tantas veces algo que no servía para nada. * Entre lágrimas de melancolía, oí unos pasos que subían por la escalera. Sin duda, era Clementa. Llamó a la puerta y abrió suavemente, intentando hacer el menor ruido por si estaba dormido. —Señor, me manda su padre, ha ordenado que hoy baje a desayunar sin falta —su voz era más dulce que de costumbre. —Clementa, por favor, dígale que no tengo hambre. —Por favor, señor, no me lo ponga más difícil, no quiero hacerle enfadar como cada día. Él se preocupa por usted y es normal que quiera que baje a comer. Ya son tres días los que usted lleva sin probar bocado —en ese momento se acercó hacía mí y me acarició los hombros—. Señor, se lo suplico, hágalo por mí. —Clementa, ¿no ve que no tengo ánimos para nada? —le expliqué—. ¡Incluso su visita me hace daño! —Señor, usted no puede seguir así. Ya son seis meses los que usted lleva sin salir apenas de su habitación y eso no es bueno. Lo único que puede conseguir con este 169 —]


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encierro es empeorar su ánimo y que sus ganas de vivir decaigan día a día. —¿Ganas de vivir? ¿De verdad piensas que aún puedo tener ganas de vivir? —Señor, usted es joven, tiene toda una vida por delante. No tiene por qué pensar que todo ha acabado. Tiene un precioso mundo lleno de cosas increíbles que está ahí fuera esperándole. —Clementa para mí ese mundo desapareció el día en que mis ojos murieron. —Por favor, no hable así. —Bueno, dejemos el tema —la interrumpí—, no me apetece hablar de ello ahora. —Esta bien, pero baje a comer, se lo suplico. Terminé de limpiar las lágrimas que estaban aún corriendo por mis mejillas, tomé su mano y me decidí a bajar a desayunar. Hacía ya varios días que no salía de mi habitación para nada en absoluto y tan solo poder oler otro tipo de aroma al abrir la puerta me hacía experimentar una sensación extraña. Era como si hubiera salido de una dimensión en la que todo estaba hecho para mí y ahora hubiera llegado a otra distinta donde estaba desprotegido de cualquier peligro. El solo hecho de bajar la escalera me aterraba y lo hacía con tanta dificultad que era para mí una acción de bastante complejidad. El miedo me invadía en cada escalón y la amargura me hacía temblar de solo pensar que podría caer en cualquier momento por no saber qué hacer. Tras aquel trayecto que nunca cambiaba para mí, siempre era igual de dramático de atravesar, llegué al comedor en el que reinaba un enorme silencio. Si no fuera porque el olor de los puros de mi padre delataba su presencia, hubiera creído que no había nadie. [— 170


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Clementa me acompañó hasta la silla. Menos mal que te dignas a salir de ese zulo —era la voz de mi padre, que me hablaba desde la derecha de la mesa—, ya ni siquiera bajas para salir al jardín por las tardes. —Perdóneme, padre, pero he estado unos días sin apetito. —Aunque no tengas hambre, Bernardo, debes comer. No queremos que tu salud empeore. —Padre, no voy a empeorar porque no coma unos días. —Bernardo, sabes que los médicos han dicho que debes cuidarte y tener una vida sana, de manera que eso de no comer no es nada recomendable y menos para ti. En ese momento, unos pasos ligeros y escandalosos entraron en el comedor e interrumpieron la conversación. —¡Buenos días, hermanito, ¿cómo tú por aquí?! —Era Juan—. Pensé que habías desaparecido y que no volveríamos a verte —He estado unos días con mal cuerpo y no me apetecía salir. —Bueno, pues menos mal que has salido —su voz era alta y arrogante— porque si no habríamos tenido que desinfectar la habitación. — Soltó una carcajada. Clementa nos sirvió el café y las tostadas con mermelada. A pesar de llevar días sin comer, no tenía ni las más mínimas ganas de llevarme algo a la boca. Mientras desayunábamos, Juan contaba sus aventuras de la noche pasada. —Padre, Víctor y yo acudimos anoche al lugar que nos recomendó. —¿A la posada de Filomena? —preguntó sugerentemente—. Allí hay unos platos buenísimos, sobre todo los miércoles, cuando traen carne fresca. Intentaban hablar, como de costumbre, sin que yo percibiera a qué se estaban refiriendo realmente, pero ya eran 171 —]


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muchos años oyendo la misma conversación, siempre con las mismas indirectas. Pobres inocentes, quizás creían que lo que yo no podía percibir con mis ciegos ojos, tampoco podría percibirlo de otra forma, cómo si fuera la primera vez que hablaban de aquella manera y de aquel mismo tema delante de mí. —Víctor es la primera vez que iba y quedó muy satisfecho. La verdad es que allí te atienden muy bien. —Ya os lo dije y tampoco hay que llevar el bolsillo demasiado lleno para poder probar diferentes platos en una noche. —Cuando terminó de decir aquello, ambos rieron. Clementa se acercó hacia mí para retirarme el plato. Me levanté de la mesa con cuidado y cuando estaba saliendo del comedor mi padre me llamó. —Bernardo, ¿dónde vas? —Me retiro a mis aposentos. —¿Otra vez vas a dormir? —me gritó—. ¡No sé cómo puedes estar todo el día allí dentro! —Padre, ya sabe que no puedo valerme por mí mismo fuera de mi habitación. Ese es el único lugar en el que no necesito ayuda para moverme. Por eso, prefiero no tener que salir. Después de decir aquello, sin esperar respuesta alguna, me retiré a mi habitación. Escuché a lo lejos sus voces llamándome. Hoy, especialmente, se había enfadado por dejarle allí y no cumplir como lo que él consideraba que debía ser: un hijo obediente que haría lo que él quisiese y que habia de llevar la vida que él me recomendara. Yo nunca había sido así, ni incluso antes de perder la vista. Siempre me había gustado vivir la vida a mi manera, algo que mi hermano no hacía, ya que seguía con mucha obediencia todos los consejos de mi padre. [— 172


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Sabía con seguridad que a mi padre le molestaba mi actitud, quizás él no llegaba a entender que yo no era como él quería que fuera y que nunca podría hacer nada para cambiar aquello. Incluso estando ciego e indefenso como él pensaba que yo estaba, no había podido manipularme como acostumbraba a hacer con todo el mundo. Yo sabía que a él tampoco le importaba todo ese dolor que yo sentía y que cada día me iba arrancando mi juventud, dado que yo percibía que nunca había dado grandes muestras de interesarse realmente por mí de manera sincera y desinteresada. Todo aquello era muy duro, dado que desde la muerte de mi querida madre no había ninguna persona en la que pudiera apoyarme y en la que encontrara un afecto especial. * Aunque el día se había presentado gris, sentado en mi balcón podía notar cómo los últimos rayos del sol de verano me acariciaban la piel. Era una las mejores sensaciones que podía experimentar. Todo estaba tranquilo dentro de mí de aquel modo y un ligero aliento de paz había llegado hasta mi paladar, hasta el punto que parecía poder saborearla con tan solo mover mi lengua. Las horas pasaron lentas mientras escuchaba el canto de los pájaros que llegaban hasta mí para saludarme. Aquella era una sensación acogedora y reconfortable que me producía un placer infinito que hacía que me olvidara incluso de mi ceguera y de la pena que era compañera mía desde hacía tantos años. Poco a poco el día fue muriendo y el frío de la noche se hizo paso. A pesar de llevar todo el día allí sentado, no me apetecía 173 —]


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hacer nada distinto. No tenía sueño, solo deseaba quedarme allí sin que nadie me molestara. Pero no era fácil que aquel deseo se cumpliera, como de costumbre. De repente, noté que aquella tranquilidad iba a llegar a su fin, ya que oí unos pasos que subían por la escalera. La puerta se abrió de un empujón. —¡Levanta y vístete! —Era mi padre. —Pero ¿por qué? ¿Qué pasa? —Te he dicho que te vistas —parecía enfadado. —¿Pero dónde vamos? —Vamos a salir, así que arréglate rápido. —Pero padre, ¿por qué? Yo no quiero ir a ninguna parte. —Me da igual lo que quieras, estoy harto de tus tonterías. Esta noche vas a hacer lo que yo te diga —Padre, no voy a salir. —Voy a llamar a Clementa para que te vista —dijo sin escucharme—. ¡Clementa, suba! —¡Padre, he dicho que no voy a ir a ningún sitio! —grité. —¿Cómo que no? —contestó—. ¡Tú harás lo que yo te diga! —¡No! ¡No puede obligarme! —Cada vez me alteraba más. Clementa apareció. —Señor, ya estoy aquí. —Vístalo decentemente. —¡Padre!, ¿no me ha oído? ¡He dicho que no voy a ir a ningún sitio! ¡Déjeme en paz! Cuando terminé de decir aquello se acercó a mí, me dio una bofetada y me tiró al suelo. —¡Claro que te he oído! Sé que eres ciego pero no sordo. —Su tono era tan arrogante—. Resulta que me da igual lo que quieras, vas a hacer lo que yo te diga porque algún día sé que me lo agradecerás. [— 174


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Después de decir aquello salió de la habitación y cerró la puerta. Clementa vino de inmediato para ayudarme a levantar. Me sentó en la cama y obedeciendo fielmente las órdenes de mi padre me vistió. Yo no dije palabra porque no entendía nada. No sé a qué venía aquella actitud. Mi padre, a pesar de ser como era, muy manipulador, nunca se había comportado de aquella forma conmigo. Quizás yo estaba siendo demasiado egoísta pensando que lo que me ocurría solo me afectaba a mí. Aunque intentaba evitarlo por vergüenza, tenía unas inmensas ganas de llorar. Pero intenté con todas mis fuerzas que no se me escapara una lágrima delante de Clementa. * Una vez que estuve vestido, con la ayuda de Clementa bajé al salón, donde solo estaba mi padre, fumando como de costumbre uno de sus puros. —¿Estás listo? Yo no dije palabra alguna para contestarle. —Bueno, ya que no contestas espero que sí lo estés porque nos vamos Seguí sin decir nada. Después de decirme aquello, salimos. En la puerta nos estaba esperando Oliver con el coche. Cuando llegué a la puerta del coche, esa sensación de un miedo atroz llegó hasta mí. Subí a él y aunque mi padre estaba a mi lado, era como si estuviera solo en una noche oscura movido por alguna fuerza que no sabía dónde me llevaba. Aquello era horrible. A pesar del tiempo que hacía que no salía, todo era igual para mí, nada había cambiado en absoluto. 175 —]


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Mi padre acercó su mano hacia la mía y me acarició suavemente. —Hijo, no he querido ser duro contigo —su voz era ahora tranquila y sosegada—, pero tienes que entenderme. Quiero lo mejor para ti y aunque tú quieras estar todo el día solo en tu habitación, mi obligación como padre es intentar llenarte de alegría y darte las ganas de vivir que has perdido. Quizás tenía razón con sus palabras, pero ¿por qué tendría que haber sido así y no de otra manera? Después de todo era yo el que sufría las consecuencias y allí lo estaba pasando tan mal que aunque fuéramos al paraíso, yo sabía que el miedo no me iba a dejar disfrutar de nada. —Sé que cuando hagas lo que vas a hacer esta noche me lo agradecerás. Sabía que no sería así, aunque ojalá pudiera algún día agradecerle de verdad algo, y que ese algo fuera eso que anhelo tanto y que sé que nunca me lo podrá devolver nadie: mi querida luz, la luz de mis ojos, la luz de mi vida. Después de unos largos minutos de viaje, llegamos al lugar. Oliver aparcó el coche y bajó para abrirnos la puerta. Cuando bajé y me dispuse a caminar, solo, sin la ayuda de nadie, todo fue horrible. No había ninguna pared o baranda a la que pudiera agarrarme, solo estaba yo. Inesperadamente, un bordillo se interpuso en mi lento caminar y caí al suelo. Mi padre y Oliver vinieron corriendo a socorrerme —¡Hijo! Pero ¿por qué tienes que salir corriendo?—Su tono era agradable, en ningún momento intentaba gritarme—. Estoy aquí para ayudarte, por eso no te separes de mí. Cuando me levanté, tomé su mano. Aquella actitud conmigo me resultaba un poco extraña. Tanta amabilidad [— 176


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seguro que se debía a que esperaba algo de mí. Aunque sentía vergüenza por tener que ir así, estaba mucho más seguro y confiado al ir de su mano. A medida que andábamos, empecé a escuchar música, parecía que íbamos a un bar. —Hijo, ya hemos llegado. Te va a encantar la sorpresa que te tengo preparada. Esta noche no te vas a arrepentir, te vas alegrar mucho de que te haya obligado a venir. Sin duda, era un bar o un lugar de ambiente donde fuimos, porque al entrar la música era aún más fuerte. Casi no podíamos andar debido a la cantidad de gente que había. El humo del ambiente apenas me dejaba respirar. Cuando pasamos esa zona, llegamos a un lugar en el que, aunque también había música y humo, todo estaba más tranquilo y podíamos caminar sin tropezar con nadie. —¡Enrique! ¡Qué alegría de verte! —Era la voz de un hombre que se acercaba a nosotros para saludar a mi padre. —Hombre, Juan, dichosos sean los ojos. Ambos rieron y conversaron durante un largo rato. Mientras, yo estaba allí de pie al lado de mi padre sin decir palabra. Notaba que aquel lugar no me era familiar. —Bueno, y tú otro hijo, ¿por qué no os ha acompañado? —Había quedado con la novia, ya sabes, problemas de jóvenes, —Y este hijo tuyo, ¿cómo se llama? —Bernardo. Lo he traído porque le tengo una preciosa sorpresa preparada. —¡Qué suerte tienes, chaval! —dijo mientras me daba unas palmadas en la espalda—. ¡Ojala a mí me prepararan esas sorpresas! —Ambos rieron. De repente, unas mujeres llegaron hasta donde nosotros estábamos. 177 —]


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Mi padre pidió dos copas, una para él y otra para mí. —¡Bébetela de un tirón! ¡Cómo un hombre de verdad! Aunque no quería hacerlo, obedecí sin pensar. Noté una quemazón horrible cuando el alcohol entró en mi cuerpo. Después nos sentamos y bebimos una detrás de otra, sin parar. Aunque no me gustaba ni tenía ganas de beber, pensé que aquella ocasión sería la oportunidad para que el alcohol me ayudara a sentirme mejor. Después de un largo rato, sentí que ya no era dueño de mi cuerpo. Reía sin parar y todo me daba vueltas. —Hijo —mi padre se acercó a mí y me habló al oído—, creo que ya estás preparado. No sabía a qué se refiría y sentía una gran curiosidad por conocer aquella sorpresa. Subí acompañado por él a una habitación y me sentó en una cama. —Disfruta al máximo, verás cómo a partir de ahora tus problemas te parecen una tontería. Después de decirme aquello cerró la puerta y me dejó allí solo. Bueno, eso creía, hasta que alguien abrió la puerta. Sin duda, debía de tratarse de una mujer ya que oí sus tacones. Caminó hacia mí y se tumbó en la cama. Yo no me moví. Se me echó encima y me besó. Después de unos segundos sus besos no paraban y notaba que ella esperaba a que yo hiciera algo. Pero yo no podía corresponderla y menos en mi situación de embriaguez. Me acarició el cuerpo suavemente y me fue quitando la ropa a la vez que besaba mis labios una y otra vez. Yo tocaba sus manos, eran tan suaves que parecían seda. Una vez me hubo quitado toda la ropa, ella también se despojó de la suya y, poco a poco, fue rozando su cuerpo desnudo contra el mío de una manera tan excitante que no quería hacerla parar. [— 178


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Su calor corporal era sin duda apetecible y su piel, su fina piel, me acariciaba con mucha delicadeza. Tomó mis manos y las pasó por sus pequeños senos y después fue descendiendo con ellas hasta sus redondas caderas. A pesar de no poder verla, ella hacía que pudiera palpar con todo mi ser su precioso cuerpo. Sabía lo que ella quería de mí, que era lo mismo que yo quería de ella. Jugamos con nuestros cuerpos de manera salvaje durante un largo rato. Era una sensación tan cálida pero a la vez tan agradable que no quería parar, aunque sabía que no podría hacer nada con ella. No me veía capaz, ya que, como de costumbre, empecé a notar la horrible presencia de ese miedo que me paralizaba. Supe desde aquel momento que un ciego como yo no podría satisfacerla como mujer y no quería intentarlo para evitar un fracaso seguro. Aunque empecé a mostrarle con mi actitud que no quería nada, ella no cesaba en sus intentos. Se sentó sobre mí, tomó mis manos y las pasó nuevamente por todo su cuerpo. En ese momento, sentí una enorme vergüenza. Ella era toda una mujer con un deseo que yo nunca jamás podría satisfacer, y solté mis manos. —¡Por favor, déjame! —le grité. Por un momento se detuvo, pero tras unos instantes continuó. Yo estaba pasando una situación horrible. No quería continuar con aquello y parecía que ella no lo entendía con gestos. —¡Te he dicho que pares! —grité enfadado—. ¿O es que no me entiendes? —La empujé para alejarla de mí y la dejé caer de la cama. Ella no comprendía qué me pasaba y era normal, dado 179 —]


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que aquella situación no tenía mucho sentido. Pasaron unos instantes en los no me dirigió palabra alguna. Aunque no la veía, notaba como me observaba y me producía una vergüenza horrible que viera mi cuerpo desnudo parado e incapacitado. No era capaz de moverme. Al miedo natural que yo sentía al encontrarme en un lugar que no conocía, se le había sumado el ser observado sin ropa por una persona extraña. Deseaba con todas mis fuerzas salir de allí, pero no podía hacer nada. Mi cabeza quería pero mi cuerpo no le correspondía. De repente, ella se levantó y se sentó a mi lado. Aunque estaba desnuda al igual que yo, no tenía ningún miedo de mostrar su cuerpo. —¿Por qué te has enfadado? —me preguntó—. ¿He hecho algo mal? —su voz era tan suave y delicada que parecía que me acariciaba al hablar. No le contesté porque, ¿qué iba a contestarle? ¿Qué le iba a decir en aquel momento? Todo era tan embarazoso que no sabía qué hacer. Ni siquiera el efecto del alcohol lograba hacerme olvidar. —¡Por favor, dime algo! —continuó—. No quiero que te lleves esa impresión de mí. Simplemente he hecho lo que me han pedido, quizás no debería haber sido tan brusca pero eso es lo que les gusta a todos. Aquellas palabras me derrumbaron por completo. Era una puta. Desde luego, aquello lo explicaba todo. Mi padre le había pagado por pasar un rato conmigo. La vergüenza empezó a ser mayor, ya que se sumó a la vergüenza ajena que sentí por su parte. De repente, empecé a enfadarme. Todo me daba vueltas, sentía asco de estar al lado de una puta, al lado de aquel tipo de mujer con las que mi padre había pasado [— 180


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tantas noches mientras mi querida madre lo había esperado preocupada y por las que yo había derramado tantas lágrimas al escucharlos discutir cuando mi padre regresaba. Sentía tal repugnancia que me dieron ganas de tirarla nuevamente de la cama, pero no lo hice por ese miedo a moverme, ese estúpido miedo que me lo impedía. —¿Quieres que empecemos de nuevo? Haré lo que tú me digas. No quería escucharla pero no paraba de hablar. —Contéstame, por favor, ya verás como te gusta. En ese momento me puse muy nervioso, la rabia contenida se apoderó de mí y le di un puñetazo. Después me levanté de la cama y salí de allí como pude. Ella se había quedado inconsciente en el suelo y no se movía. Corrí todo lo que pude, sin saber adónde iba. Sentía desesperación y también una horrible culpa por haberla dejado allí sola. Más tarde me encontré en un pasillo en el que caminé y sin saber como llegué al final y encontré la habitación en la que estaban mi padre y sus amigos. Cuando llegué allí todos empezaron a preguntarme. Yo estaba mudo, no podía gesticular palabra, pero nadie se alarmó ya que pensaban que era producto del alcohol que había bebido. Aquella fue la peor situación de mi vida. Nunca, ni el día de mi accidente en el que lo perdí todo, lo había pasado tan mal. * Cuando llegamos a casa y estuve en mi cama no pude dormir. Recordaba una y otra vez su voz y aquella situación de impotencia. 181 —]


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Por un momento pensaba que la odiaba por ser lo que era y poder ir por ahí vendiendo su cuerpo, rompiendo familias, sin importarle en absoluto su dignidad, pero después recordaba también aquellos momentos de excitación que nunca, a pesar de mi experiencia antes de perder la vista, había pasado con ninguna otra mujer. Recordaba la suavidad de su piel, sus curvas, sus labios, el roce de su pelo sobre mi cuerpo, sus preciosas manos, en definitiva, todo su ser. Entonces mi pensamiento cambiaba drásticamente con respecto a ella. Con tan solo imaginar su cuerpo, sentía una enorme excitación y unas enormes ganas de tenerla junto a mí. Quizás no era tan mala y quizás tampoco tenía derecho a odiar a mi padre por serle infiel a mi madre con putas, dado que si él había sentido lo mismo que yo con aquella clase de mujeres podía entender que no dejara de frecuentar aquel tipo de bares. * Pasó aquella noche y otras muchas en las que no me quitaba de la cabeza todo lo que había pasado. No podía olvidar que la había dejado allí inconsciente y sola. Todo dentro de mí empezó a cambiar. No sabía qué me pasaba, tenía unas horribles ganas de volver a verla. Aquello se empezó a convertir en una necesidad que al no poder satisfacerse me producía una horrible amargura. Mi vida era cada vez más triste ya que, a pesar de que todo seguía siendo igual de rutinario, el anhelo de su cuerpo no me dejaba vivir. Pasaron los días y las semanas, pero no podía olvidarla. Era imposible que mi corazón me dejara olvidar a aquella mujer por la que no sabía si sentía odio o amor. Todo era tan distinto, que hasta el miedo por salir a la calle empezó a desaparecer. Aunque aquello solo servía [— 182


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para que fuera vagando como alma en pena por todos los sitios que pisaba. * De repente, un día en mi habitación, a solas como de costumbre conmigo mismo, empecé a darles vueltas otra vez a la misma historia. Pero esta vez aquel pensamiento fue interrumpido por unas ganas enormes de evitarlo. Sabía que nada tenía sentido, todo era tan injusto y triste que ya estaba muy cansado para seguir. Me levanté de mi silla, salí de mi habitación y, sin saber cómo, llegué a la playa. El olor del mar se introdujo por todo mi ser, y también unas horribles ganas de entrar en él. La brisa marina secó mis lágrimas y sentí que una sensación de alivio por estar allí recorría todo mi cuerpo. Llegué a la orilla. Las olas mojaron con sus frías aguas los dedos de mis pies. Sin saber por qué, empecé a caminar hacia dentro, me quité la ropa y me di un baño. Por mi pensamiento pasaron todos mis recuerdos, los felices y también los tristes. Todo había cambiado tanto que nada iba a ser bueno para mí jamás. Por eso, decidí acabar con todo y nadé hacia la profundidad con el sincero propósito de acabar con mi vida. El miedo, con el que estaba tan acostumbrado a lidiar, se apoderaba de mí poco a poco y empecé a temblar. Era una sensación aterradora. El cansancio era cada vez mayor y notaba que no podía tirar de mi cuerpo. Todo aquello hizo que me hundiera en el agua sin tener fuerzas para salir a flote. Pero algo inesperado ocurrió. Perdí el conocimiento y solo recuerdo que desperté en la orilla tumbado junto a ella. Junto a esa mujer a la que desprecié por ser lo que era aquella noche que marcó mi vida y por la que sentí durante 183 —]


VII CERTAMEN DE RELATOS «EL MUNDO ESFÉRICO» _________________________________

tantas noches un sentimiento contradictorio de desprecio y de deseo. Todo era tan extraño pero a la vez tan bello que es casi imposible de narrar. Una situación utópica que solo podíamos experimentar ella y yo. Estábamos desnudos y la brisa del mar nos tocaba envolviéndonos en un millón de besos y caricias inolvidables e imborrables en mi memoria. La tenía a ella y la hice mía tantas veces que la maravillosa fragancia de su pelo se convirtió en el aroma más usual para mis sentidos. Besé su cuerpo desnudo y acaricié sus manos suaves y tersas como la arena de la playa en la que nos amamos una y otra vez durante toda la noche. Fue una noche inconcebible en la que desee con todas mis fuerzas que el tiempo se parase para impedir que ella se fuera de mi lado. Pero cuando el sol salió todo acabó y tuve que separarme de ella y regresar a casa. Sin embargo, regresamos tantas noches a encontrarnos y aquello se volvió asiduo y cotidiano pero no menos hermoso que la primera vez. Adoraba aquella exaltada rutina. No me importaba nada más que aquel hábito en el que disfrutaba de su serena presencia. La amaba más que a nada en este mundo. Solo pensaba en tocarla, en abrazarla, en acariciar su pelo, en rozar sus labios y hacerla mía. Solo así olvidaba mi dura realidad y mi apagado y sombrío mundo. * Fueron tantas las primaveras que pasé con ella e innumerables las noches de verano en la que pude gozar de su [— 184


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sonrisa que aunque no podía ver, imaginaba a la vez que escuchaba sus risas y carcajadas. Nuestra historia era un precioso secreto que sólo conocíamos ella y yo. Eso lo hacía aún más apasionante. Era feliz por fin y todo fue gracias a ella, a esa enigmática mujer, junto a la que aunque pasé tantas noches nunca podía dejar de verla como a un ser extraordinario e insólito. Ella me dio la vida y el amor que me hizo renacer entre tanta angustia e intolerancia. Pero un día, desgraciadamente, todo volvió a cambiar. Cuando llegué a la playa aquella cálida noche de verano, no estaba. La llamé durante horas pero no la encontré. Pasé toda la noche buscándola pero no di con ella. Regresé a casa, triste y desconsolado. ¿Dónde estaba, qué había pasado, por qué me había abandonado? Quizás ya no quería verme, pero ¿por qué se había marchado de aquella forma, sin decir nada? Todo parecía insólito y misterioso. * Pasó una semana en la que nada calmaba mi desconsuelo. Volví a no salir de mi habitación y a tener el mismo miedo a todo. Empecé a no ser capaz, ni siquiera, de salir a la calle a buscarla. Era como si se hubiera marchado la luz de mi vida que alumbraba mi oscuro caminar. La alegría volvió a abandonarme y de nuevo mi única compañía era la constante soledad que me seguía a todas partes en todo momento. Perdí totalmente la esperanza de recuperarla y un día, de manera impredecible, sin saber por qué, mi padre, mortificado por el arrepentimiento, me lo confesó todo. Me describió cómo aquella noche en la que ella me esperaba 185 —]


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junto a la orilla él fue a la playa y, lleno de ira y envidia, la había matado de un par de puñaladas y había tirado su cuerpo al mar. Lo había hecho porque no soportaba que un hijo suyo disfrutara del amor de una mujer como ella, que aunque era hermosa solo era una despreciable puta. Al conocer aquella sorprendente verdad lo odié con todas mis fuerzas pero hoy puedo decir que yo actué de manera más cobarde y pusilánime que él, dado que en lugar de tener la valentía de terminar con su vida en aquel momento y después con la mía, me quedé quieto llorando lleno de ira y rabia y no hice nada para poner fin de una vez por todas a una vida de intransigencia y obcecación que había acabado con la vida de la persona que más he amado. Fui un estúpido cobarde y no la defendí nunca. De manera que volví a darle otra bofetada como la de aquella noche que la conocí. Perdí de esta manera a la mujer que más he querido, la única que me ha hecho feliz en este cruel mundo en el que vivo. A pesar de que ella me lo dio todo, su amor, su cariño, su ternura, y de que se entregó a mí sin miedo para hacerme olvidar la pena de mi ceguera… A pesar de todo aquello, yo le respondí siendo un traidor que nunca la mereció. * Hoy vivo recordándola cada día y siendo el mismo. Sigo sentándome en mi balcón durante la primavera y yendo a la playa por las noches para intentar encontrar un suspiro de aquel amor que acabó llevándose mi corazón en su precioso pecho.

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ÍNDICE PRESENTACIÓN STONEHENGE TELÚRICO (Juan Jesús Aguilar Osuna)

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AGRADECIMIENTOS

11

MODALIDAD NACIONAL FRANCISCO DE PAZ TANTE, Albarreal de Tajo - Toledo. EL VIEJO MUGIDO DEL TREN (Primer Premio)

15

MANUEL LUQUE TAPIA, Doña Mencíal- Córdoba. ASÍ ME LLAMA (Segundo Premio)

27

INTERLUDIO: DE ESCRITORES Y POETAS TOMÁS GUTIÉRREZ BUENESTADO Juego Tiovivo Jitanjadesaforada ¿Por qué nos abandonan las casas?

41

VICENTE MAZÓN MORALES Poemas 1-10.

47

FERNANDO DEL PINO JIMÉNEZ Para Marcelino Fernández Piñón La grieta (se abre la grieta) A Pepita Tomás Montero, «In memoriam»

59

JUAN JESÚS AGUILAR OSUNA LA MALDICIÓN DE LOS LAMECQ.

67

MARCELINO FERNÁNDEZ PIÑÓN PARADOJA HINDÚ (O CASI).

75

ANTONIO MARTÍN PRADAS MILAGRO EN LA MERCED.

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MODALIDAD ALUMNO 1º y 2º E.S.O. EL MORO CRISTIANO. JOSÉ ÁNGEL RUIZ ANCIO (2º E.S.O. — I.E.S. Pablo de Olavide, La Luisiana) HISTORIA DE JOAO, UN NIÑO QUE TRIUNFÓ. RAFAEL ESPEJO MACHADO (2º E.S.O. — I.E.S. Colonial, Fuente Palmera) 3º y 4º E.S.O. CONOCE A TU ENEMIGO. ANTONIO JOSÉ MÁRQUEZ ALCAIDE (3º E.S.O. —I.E.S. Nicolás Copérnico, Écija) LILIUM. PAULA GONZÁLEZ DELGADO (4º E.S.O. —I.E.S. Nicolás Copérnico, Écija) BACHILLERATO PASADO, PRESENTE Y FUTURO. LOLI GAJETE ORTEGA (2º Bachillerato — I.E.S. Nicolás Copérnico, Écija) LOS OJOS DEL MAR. ANA CALDERÓN CARO (1º Bachillerato — I.E.S. Nicolás Copérnico, Écija)

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