POBRE NEGRO

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—Tú no lo necesitas, muchacho, porque llevas dentro de ti, conforme a tu teoría, todas tus voluntades bien vigiladas, y bien empleadas. —¡Muchacho! –recogió Pedro Miguel–. ¡Que tengo veintiocho años, don Cecilio! —¡Vaya, pues! –exclamó éste–. ¡Qué empeño tienen ustedes los jóvenes en hacerse viejos! El otro día fue Luisana y ahora eres tú quien puntualiza. ¡Y yo que ando buscando a quien darle parte de mis sesenta! Pedro Miguel frunció el ceño y se puso de pie. Pero en seguida rectificó: —Perdóneme que me haya levantado antes que usted. ¿Pero no le parece que ya es hora de que vayamos regresando? Pronto se hará de noche. —Sí. Vámonos. Y así podré mostrarte, de paso, otra tierrita con la cual tengo unos amorcitos por ahí. —¿Algún conuco que nos está sem brando el ánima? —No. Las tierras de esas siembras fueron novias de un día, aventuras de caminante. Ésta es de amores definitivos. Ya te la mostraré. Pero Pedro Miguel sólo atendía a sus sentimientos y así repuso: —Aunque no se por qué he dicho "nos está sembrando", ni para qué le habré pedido al ánima que me eche una manita, pues ya como que voy a estar cogiendo mi camino. —¿Qué estás diciendo? —Que pronto no haré falta por aquí, don Cecilio, y empezando a despedirme de estos amores con finca ajena era que estaba sobre esa loma. Ya la señorita se está enterando de todo lo necesario para el manejo de la hacienda, y si todavía no he cogido mi cachachá, como vulgarmente dicen, es porque aún me falta algo que explicarle. Poca cosa, por cierto. —¡Déjate de tonterías! Lo hace sólo por distraerse un poco. ¡La pobre! Además, quizá sea yo quien le haya dado la idea, a fuerza de despotricar contra estas infelices mujercitas nuestras, que no viven sino por el hombre y para el hombre, esclavas de éste, más tirano cuanto más amoroso. Que no saben valerse ellas solas para la práctica de la vida, ni tienen preocupaciones espirituales fuera de los prejuicios con que les atiborran el alma la madrecita y el cura. Quítales tú el hombre por quien y para quien viven –padre, hermano, marido o hijo– y ya las verás pegando el grito en el cielo: "¡Dios mío! Otro hombre, nada más." Con perdón de tus creencias. De mí te digo, Pedro Miguel, que si hubiera tenido una hija, desde chiquita le habría levantado los fustancitos y le habría dado una nalgada, diciéndole: –¡Arrea! ¡A valerte por ti misma! ¡A convertirte en una persona y no en una muñeca! —¡Las cosas suyas, don Cecilio! –dijo Pedro Miguel–. Siempre termina usted por cosas de reír. —¿Y cuáles no son en esta vida? Sólo que tú las llamas de reír, pero no te ríes. —Defectos de nacimiento... Pero ¿con esta conversación no habremos pa sado de largo lo que usted quería mostrarme? —No. Ya estamos llegando. Faltaba un buen trecho, en realidad, pero prefirió hacerlo en silencio como parecía quererlo Pedro Miguel. Acaso había hablado más de lo conveniente. Y así llegaron al sitio a que se había referido. Era uno de aquellos parajes donde solía quitarse las gafas y abandonarse a coloquios con las intimidades de su alma. Un pequeño prado apacible y recogido, cubierto por esa hierba tierna que crece al abrigo del sol y en cuyo verdor delicado se apagaba dulcemente la luz del día, en torno a la peña de un manadero de agua que por entre musgos y helechos –clepsidra de un tiempo lento– daba una gota de cuando en cuando. —Aquí tienes mi novia, Pedro Miguel –díjole, deteniéndose en medio del minúsculo prado–. Te he traído a conocerla porque tú serás el padrino de nuestras bodas. —¿Qué va a hacer con esto, don Cecilio? Aquí no se le va a dar nada de lo que siembre. —No se trata de que se me dé, sino de que se me reciba, más bien. Aquí voy a hacer una cosa muy importante. Nada menos que devolverle a la tierra el préstamo que le hizo al espíritu de la Vida, para que por boca mía dijera el cúmulo de tonterías que ya tengo dichas. Aquí se realizará el acto solemne de esa restitución. Ya


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