POBRE NEGRO

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—Mal encaminao no propiamente hablando. Sino que estamos tratando de componelo, para una muchacha del camino de Caucagua, que se ha prendao dél, siendo buena proporción. Cecilio Céspedes sabía que entre brujos "componer" una persona era hacerla propicia a lo que otra quisiese de ella, especialmente el amor. Y repuso: —Pero él o no gusta de ella o quiere a otra. ¡Gran piélago! —¡Jm! –hizo Tapipa–. ¡Quién sabe! Lo cierto es que el mozo tiene contras pa toas las composiciones. Na menos que ayer me se cortó la de las tres raíces y las siete yerbas. Que no manca. Al Licenciado Céspedes no extrañó la ingenua confesión, pues ya solían hacérselas casi todos los brujos de la comarca, de quienes se había hecho amigo y hasta confidente en algunos casos, gracias al sistema que con ellos empleaba de presentárseles como entendido en el arte y, sobre todo, a la favorable disposición en que para ello ya los tenía su fama de horribre raro y de conocedor de yerbas, entre tantas otras cosas. Y así le objetó: —Quizá no tomarías bien todas las precauciones del caso. —To jué hecho conforme es debío –replicó Tapipa–. Las tres raíces arrancás de un solo envión al canto de gallo de una noche de viernes, y las siete yerbas, cortás caminando cinco pasos entre una y otra, en la dirección por donde se quiere enrumbá al hombre. —¿Y la oración? —La que se usa en esos casos: –"San Rafael de los caminantes, encontraos y no perdíos, acompañaos y bien dirigíos. Que estas güellas que voy dejando entre las siete yerbas beninas, sean de tus cinco pasos benditos entre las siete palabras de Cristo, por donde a... Fulano voy enrumbando"–. Y por ahí sigue. —¡Bien, bien! –aprobó el Licenciado–. Pero Juan Coromoto, como si tal cosa. —¿No le digo que el mozo tiene contras pa toas las composiciones? Era la misma ingenuidad de todos los brujos conocidos y tratados por el curioso extravagante, que a propósito de ellos ya le había dicho a Cecilio el joven: —No hay sobre la tierra criatura más inocente que un negro brujo. Los he tratado íntimamente a todos, todos me han revelado sus terribles secretos, y te aseguro que son verdaderamente encantadores. Pero como lo son los niños. Y esta observación se repetía a sí mismo, a propósito de Tapipa, cuando éste, después de un silencio atento, como para percibir rumores lejanos, sonrió y murmuró: —Ahí viene el piélago... Estaba escrito que los de hoy tenían que sé de pasos. ¿No escucha, don Cecilio? Es una sombra blanca que va por allá lejos, recogiendo los pasos que dio en una hora menguá, pa que otra alma no los encuentre estampaos sobre la tierra y se malencamine por sus güellas. Otra alma que debe de vení detrás, pero que entuavía no se divisa bien en el piélago. Quedóse el Licenciado mirándolo como la vez anterior, en tanto se preguntaba mentalmente: —¿Será éste un simulador de demencia? Si no me equivoco, ahora se refiere a la conseja de La Blanca, que se aparece para evitar que otra mujer de la familia... ¿si irá a resultarme aquello de si quieres saber lo que ocurre en tu casa, salte a la calle?... Que en este caso sería: súbete al monte. Mientras Tapipa continuaba: —¡Pasos! ¡Pasos! Los hombres están sembrando de pasos el mundo... Es la guerra que ya se acerca. Toa la tierra está cubierta de tropas, don Cecilio... ¡Umjú! La candela y la pólvora... ¡El gran piélago! Dios nos coja confesaos. Días después, pasando el Licenciado andarín, en su matinal caminata, por uno de los caseríos esparcidos entre las haciendas de cacao, lo halló inusitadamente alborotado y agitado. Mujeres que corrían de aquí para allá recogiendo a sus hijitos; otras, asomadas a las puertas de sus ranchos, gritando y gesticulando como poseídas de un delirio colectivo, mezcla de consternación, de horror y de furia; unas que se echaban a la calle blandiendo el machete de rozar o el hacha de cortar la leña, profiriendo blasfemias, mientras las de las puertas les hacían al paso el coro de los alaridos suplicantes para que se revolvieran a sus casas; otras que ya venían del lugar del acontecimiento,


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