POBRE NEGRO

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que le abandona Luisana, y ésta se estremece, porque asimismo se la habían estrechado ya todos sus enfermos para despedirse de ella al morir. —Era la expresión balbuciente de las inquietudes de mi espíritu, en el afán de interpretar las señales que desde niño empezó a bacerme el destino. Luego vinieron los libros que fue poniéndome en las manos Cecilio el viejo. Uno a uno me llevaron de aquí para allá, de un concepto de la vida y del destino humano a otro, y luego a otro; pero siempre hacia adelante, con fe en la vida y confianza en mí. La vida es belleza, me dije con los poetas; es pensamiento, rectifiqué luego con los filósofos; es acción y su camino la violencia, me insinuaron otros. Pero siempre continué concibiéndola como armonía, y para descubrir la fórmula de ésta, leía y leía, "las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio", como Don Quijote. Pero un día descubrí que sería inútil afanarme por las cosas apasionantes para los hombres que han de vivir entre los hombres, pues bien pronto éstos me arrojarían lejos de sí asqueados de los remedios que les ofreciesen mis manos, y fue entonces cuando adquirí la convicción desconsoladora de que la vida es, por encima de todo, fatalidad. Hace otra pausa y luego concluye: —Fue mi último concepto de la vida, pero no lo saqué de los libros. Un día descubrí que mis manos... —¡Tus manos! –exclama ansiosamente Luisana, precipitándose a cogérselas entre las suyas con movimiento maquinal. Él las retira y dice: —Ya en la mesa las observaste torpes y vacilantes. Y tomando del velador un alfiler que allí había puesto hacía poco, agrega: —Ahora mira. Y con esa propensión a los espectáculos impresionantes que se desarrolla en los espíritus infantilizados por conmociones profundas, antes de que Luisana pudiera impedírselo, se pincha la mano izquierda entre el pulgar y el índice. —¿Qué haces? –protesta ella, dudando ya de que estuviese en sano juicio–. ¿Cómo te hieres así? —¡Pero si no se siente nada! –replica él, con la amarga sonrisa en la boca torcida por el rictus de las comisuras y con acento de infinita tristeza–. Está, aquí, por lo menos... Y como Luisana intenta restañarle la sangre del pinchazo. —¡No! Mi sangre está dañada. No la toques. Desistiendo de súbito de su impulso, Luisana le apoya las manos sobre los hombros, lo mira ansiosamente a los ojos arrasados en lágrimas, y de la interrogación apenas acierta a formular: —¿Qué? —La muerte en vida –responde Cecilio sombríamente, entrecortadamente–. ¡La lepra! —¡No! –grita la hermana, horrorizada–. ¡No es posible! Tú no estás en tu juicio. Tú deliras, Cecilio. Y al volver la cabeza, a un gesto del hermano, ve a don Fermín en el umbral de la puerta, desde donde había oído la tremenda revelación, la diestra en la frente, cerrados los ojos y con la otra mano extendida en el aire, buscando apoyo. Corre a sostener al padre y se abraza a él. Cecilio, el de las esperanzas, hunde otra vez el rostro entre las manos dañadas y murmura sordamente: —He hecho mal en venir... Debí quedarme por el trayecto... El mar me brindó la ocasión... pero quise verlos a ustedes una vez más... Estar entre ustedes un rato siquiera... III El sacrificio Como muchos de los que sobrestiman el qué dirán, Fermín Alcorta, sin dejar de ser un hombre normal y corriente, tenía dos personalidades, una de las cuales parecía haberse desarrollado con mengua de la otra. La de puertas afuera, la del mantuano imbuido de sentimientos de casta con pujos de aristocracia, hombre de voluntad recia y tenaz en el mantenimiento de la rectitud de conducta y del decoro del patronímico, allí capaz de la máxima entereza de ánimos y de los mayores sacrificios, y la de puertas adentro, persona


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