POBRE NEGRO

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—Ya le digo, don Fermín. Es que se me ha presentao una buena propor ción. Y Fermín Alcorta cometió la debilidad de dar por terminada la entrevista con estas palabras: —Bien. Si allá está tu mayor conveniencia, no insistiré más. Lamentaré que te vayas de por aquí donde se te estima como lo mereces. Y te deseo buen éxito. Puesta por obra la determinación, días después abandonaban los Gomárez las vegas de El Matajey, con sus tres hijas por delante, y Pedro Miguel entre ambos, camino de los Valles del Tuy, donde los esperaba una suerte problemática: el trabajo que por allá encontraran. Y Eufrasia, encarnizados los ojos, todavía se los restregaba, recriminándose mentalmente: —Qué hora tan menguá la de esa tarde, junto al fogón. La herencia de don nadie Había duelo en la casa de los Céspedes, por la muerte de Amelia días antes, y estaban las hermanas doloridas en la galería, ya a la oscurecida, recibiendo las visitas de pésame, cuando las sorprendió la pregunta sin preámbulos de uno que acababa de detenerse en la puerta del patio: —¡Cuántas criaturas dejó! No se había sacado el sombrero, aludo y metido hasta las orejas, usaba gafas y cabalgándole en la punta de la nariz, pero había inclinado la cabeza para mirar por encima de ellas. Quedábanle grandes las prendas del vestido, todo arrugas, traía atestados de libros los bolsillos, que más parecían alforjas, y el polvo amarillo del camino ocultaba el color de sus zapatos. —Cuatro –respondió automáticamente una de las doloridas. —No está mal cumplido el precepto bíblico –dijo el de la puerta, reti rándose de ella en seguida para dirigirse al interior de la casa. A tiempo que la otra Céspedes –solteras ambas– exclamaba, levantándose del asiento: —¡Pero si es Cecilio! —¡Válgame Dios! –dice la de la respuesta automática, levantándose también–. ¿Cómo es posible que yo no lo haya reconocido? Pero ambas recordaron en seguida que al hermano extravagante no le agradaban recibimientos efusivos, ni siquiera simples saludos –no era la primera vez que, sin dirigirlos ni prestarse a recibirlos, regresaba a la casa después de largas ausencias–, y volvieron a sus asientos murmurando: —¡Este Cecilio y sus cosas! ¡El mismo de siempre! Mientras las visitantes coreaban: —¡Genio y figura! Y fue así cómo el licenciado Céspedes se reincorporó al seno de la familia; de donde faltaba hacía diez años. Fue el día de la muerte de Ana Julia Alcorta, a quien hubo de asistir en sus trances postreros a fin de que todo quedase en el secreto familiar. Le cerró los ojos, la besó en la frente –nadie había sospechado que la amase–, abandonó la Casa Grande, y sin regresar a la suya, tal como de allí salía, emprendió viaje que ahora acababa de terminar después de haberse recorrido a pie casi todos los caminos del país. Subió a las habitaciones que le es– taban destinadas en el alto de la casa solariega, abrió la puerta de su biblioteca, en cuya cerradura, como de costumbre, estaba la llave y al echar de menos la babélica confusión que, por el suelo, sobre las mesas y en los anaqueles, siempre había reinado entre sus libros, escritos en todas las lenguas, vivas y muertas, se detuvo en el umbral y preguntó en voz alta, hacia la galería: —¿Quién ha metido aquí la mano irreverente? —Cecilio, el de Fermín –respondiéronle de allá. —¡Ah! –exclamó memorioso, y penetró en el recinto donde solía pasarse la mayor parte del tiempo cuando estaba en casa. Se sacó de los bolsillos los libros que todavía venían a enriquecer la ya extraordinaria colección, los arrojó sobre el escritorio como cayesen, se acercó a los estantes donde ahora imperaba la tiranía del orden, leyó algunos títulos –previo el quitarse las gafas, que en realidad no las necesitaba para nada–, hojeó algunas páginas, restituyó los volúmenes a sus sitios, y como en seguida advirtiese que todos los había puesto de cabeza, los enderezó sonriendo a la voluntad del sobrino que ya se le imponía –siéndole propiamente desconocido, pues lo dejó de meses apenas– y luego fue a sentarse al escritorio, en el sillón frailuno de alto respaldar, donde reclinó la cabeza, cerrados los ojos para que la visión real no estorbase a la interna. —¡Cecilio el joven, Cecilio el viejo! –murmuró quedamente–. Envejecer, pasar, hundirse en el olvido...


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