POBRE NEGRO

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Y dirigiéndose a la esclava: —¡Gracias a Dios que llegas a tiempo, Nazaria, porque la criatura como que viene con ganas de pegá el primer leco antes de que el gallo cante! Chacá la que ya trais en los brazos, pa luego ayudarte a bajá. —No –repuso la negra vieja, en cuya voz había un estrago de pena honda–. Está de más de fresca la noche y se pué resfriá. Ayúdenme ansina mismo entre los dos, usté también, niño Fermín. Bájenme en peso, que no es mucho más del mío sola. Entró Nazaria en la casa de El Matajey con lo que llevaba en brazos bajo el mantón prestado y volvió a poner el pie en el estribo Fermín Alcorta. Pero antes de echarle la pierna al caballo díjole a Gomárez: —Nunca sabré agradecerte bien el favor que esta noche me haces para toda la vida. He cometido, como ya te he dicho horas antes, una falta que jamás me perdonaré. ¡Doble culpa! He traicionado la confianza de mi esposa con un desliz vulgar y he dado origen a que venga al mundo una criatura cuya madre no puede retenerla consigo. —Descuide, don Fermincito –volvió a decir Gomárez–. No se atormente más. De esta casa no saldrá nunca una palabra en contra del juramento que endenantes le hicimos Eufrasia y yo ante el Santo Cristo. Y hechas así las cosas, al día siguiente pudo decir José Trinidad Gomárez que su mujer le había dado un par de mellizos: una niña más y un niño. De la ausencia de la noche de San Juan no volvió por completo el alma de Ana Julia Alcorta. Se acabaron las lanzadas que traspasaban el pecho, pero el espíritu quedó sumido en los negros remansos de la melancolía. Nadie volvió a verle la cara –recluída en la Casa Grande, ni a cuyos corredores se asomaba, todo el día en su habitación, sentada ante una ventana que daba vista al mar lejano por entre el arbolado de la hacienda– fuera de sus padres que con ella compartían la reclusión y de la negra Nazaria, que la había visto nacer y en ella había puesto todos sus amores –su hija blanca, como la llamaba–, criándola cuando a doña Águeda se le quedaron enjutos los pechos, lidiándola de pequeñita, contándole cuentos bonitos para que tuviese sueños agradables, contemplándola, sufriendo junto con ella los dolores de las lanzadas y al lado de ella compartiendo luego el silencio de la melancolía. Así llegó a los trances finales de su vida. La asistió el licenciado Cecilio Céspedes, cuñado de Fermín, y éste hizo el sacrificio de su buena reputación ante los Gomárez, a fin de que ni ellos supiesen la verdad. Murió dos días después del parto y en pos de ella la pesadumbre del infortunio se llevó pronto a sus padres, pero en la confianza de que todo se había hecho sin mengua de lo cristiano, conforme a lo que exigía el cuidado de la honra. En premio del secreto que se les confiaba y por los gastos de crianza, los Gomárez recibieron la propiedad de las vegas de El Matajey –que ya venían cultivando en medianería desde los tiempos del isleño padre de José Trinidad– y allí discurrieron serenos los primeros años del repudiado de la Casa Grande, que por su parte no les dio mucha lidia, pues en la cuna se pasó los días sin rebullir, contemplándose los dedos gordezuelos de los piececitos, y desde que pudo valerse de ellos no los empleaba para travesuras, sino para ir a sentarse fuera de la casa, a solas y en silencio, en un sitio tranquilo, desde donde pudiera alzar los ojos a las cumbres de los montes lejanos y allí dejarlos como olvidados, horas y horas. Pero si con aquella mansedumbre, añadida a la compasión que tenía que inspirarles, ya se había conquistado el amor de los Gomárez –muy especialmente el de José Trinidad– a Eufrasia empezaron a intrigarla muy pronto estas contemplaciones y se lo pasaba espiándolo, no como a un niño cualquiera, más o menos soñador. —¡Aguáitalo, José Trinidá! –insistía en decirle al marido–. Tuitica la mañana se la ha pasao asina. ¿Verdá que parece un caidito de otros mundos que tratara de recordarlos? —¡Quién sabe! –repúsole una vez Gomárez, ya molesto por la insistencia impertinente. —¿Tú crees, José Trinidá? –replicó la simple, atemorizada–. ¿No nos trairá daño eso? —¡Qué voy a cré, mujé! Quítate esa tema y deja quieto al muchachito, conforme a su inclinación. No se la combatía, pero continuaba observándolo, y sí se le acercaba inquisitiva, convencida de que iba a oír revelaciones extraordinarias, del propio mundo de las brujerías: —¿En qué piensas, Pedro Miguel? Como él se le apartara arisco para irse más allá a sus contemplaciones inexpresables, ella regañaba:


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