POBRE NEGRO

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—Ahora no –respondió ella–. Cecilio debe de estar esperándome para almorzar. Pero esta tarde, si quieres, ven a buscarme. —Será tarde ya. —U otro día. No tengo prisa. Pedro Miguel reflexionó unos momentos y luego, deteniendo su bestia: —Vamos a salir de esto de una vez. He convenido en acompañarla hasta acá... —¿Quién te lo pidió? –replicó ella–. Sola venía y sola pude continuar. —Quise decir otra cosa; pero usted entiéndalo como mejor le parezca. Quise decir que vengo a entregarle a Cecilio las cuentas de la administración de la hacienda y a comunicarle que me marcho hoy mismo. —¿De veras? Y adónde piensas ir? —Adonde me lleve el primer camino que coja. —¿El de las charreteras? —¡Eso es cosa mía! —¡Ya me lo esperaba! Vas a lanzarte a la guerra, como todos los que necesitan encontrarse a sí mismos. Eso es cosa tuya, como dices. ¡Muy bien! Y para que te convenzas de que no me coge de sorpresa, mira esto. Y le entregó el despacho de capitán que para él acababa de obtener. —¿Qué significa esto? –inquirió él, clavándole la mirada, después de haber leído. —Ahí lo dice. Que ya eres capitán del ejército federal. Te lo manda el Padre Mediavilla. —¿Me lo manda él o fue a pedírse lo? —¿No significa lo mismo, al fin y al cabo? —¡Que se lo imagina usted! Pero ya voy a sacarla de su confusión. Si me lo mandara el Padre Mediavilla, aun no habiéndoselo exigido, tal vez doblaría este papel y me lo guardaría en el bolsillo, para lo que más adelante pudiera servirme; pero como ha sido cosa de usted y sin mi consentimiento, mire lo que hago con él. Volverlo trizas y tirarlo al monte. Esto lo oyó y lo presenció Luisana como cosa esperada, en la que se complaciera y luego dijo: —Bien. Quieres debértelo todo a ti mismo. ¿No es eso? —¿Le interesa mucho saberlo, le pregunto yo ahora? —En realidad, ya lo suponía. Y no me disgusta. Pero en aquel cálido brillo de sus ojos había algo que no debían ver los de Pedro Miguel, mientras algo tuviese que mostrarle todavía el odio, aun en su hora tremenda. —Bastaba ya con que a mí no me disgustara –díjole ásperamente. Y sacándose en seguida del bolsillo los papeles destinados a Cecilio: —Mire, señorita, siga su camino sola y hágame el favor de entregarle esto a su hermano. Es la rendición de cuentas de mi administración y espero que él, o la persona a quien él comisione, encuentre las cosas tal como dicen esos papeles. Y que me despido de él. —¿Así, solamente, Pedro Miguel? ¿Sin una explicación? ¿No te merece Cecilio otra conducta? —Ya él se lo explicará, si no tiene mala memoria. —Bien. ¡Qué se va a hacer! Te marchas, a pesar de todo. Huyendo de ti mismo. —¡Huyendo de usted! ¿Era eso lo que quería oír? Pues ya está dicho. Y volvió grupas, camino de la oficina otra vez. Luisana se quedó mirándolo alejarse. Luego continuó el suyo. A la mañana siguiente, muy temprano, llegó Cecilio el viejo, con la noticia: —}Alea jacta est}! Anoche se alzó Pedro Miguel con el pelotón de Antoñito, de Céspedes. Además, toda la peonada se fue con él. Cecilio el joven, ya con un libro en las manos, en busca de un párrafo que debía citar en el suyo, por fin cerca de su término, lo dejó caer sobre sus piernas, cerró los ojos, inclinó la frente y se la apoyó en la diestra.


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