Deg.E.Fanzine 6

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Deg.E. Fanzine


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Deg.E.Fanzine


Colaboran en este número: Diego Marín A. Rezgo Reis

Lidia Alba Gaviña Alicia Colmenar

Helena Tramunt

Rafael Luna

Lucas Rodriguez

Sonia San Román Verónica Moreno Carmen Silza Sara R. Ferraz Lucía Fraga Ana Patricia Moya Eric Valverde

Sara R. Gallardo

Arturo Accio

LuisLenes

Little Popy Saray García

Reparto de Ilustradores P.Q.Art

E.A.V.

Elizabeth Aliende

Borja Diaz Manzanares Agustin Garcia Garcia Eric Sarmiento


E.A.V.


¿Y si es el mero miedo al vacío, al papel en blanco, lo que hace que el escritor delire sobre las páginas como un demente o que no toque pluma durante meses? ¿Y si ese mismo miedo es el que se apodera del pintor al tomar su pincel? ¿Y si la estabilidad ata y enmudece lentamente a las musas, y todo lo que precisa el artista es un continuo tormento para crear buenas obras merecedoras de un lugar entre el público, consumiendo en el proceso lentamente la salud física y mental del artista? ¿Y si el mero hecho de saber que existen más y más páginas donde seguir escribiendo, lectores ocultos en las diferentes épocas del tiempo, observadores conmocionados que todavía no conocen la obra que el artista está plasmando, es lo que empuja a la creación? ¿Y si cada escrito ha de ser para un lector concreto y por ello siente el escritor que debe escribirlo? ¿Y si cada ilustración es para plasmar la emoción concreta de un observador y es él quien decide el color a través del dibujante? ¿Qué quedaría entonces en manos de la imaginación? Está claro que a los colaboradores de nuestro nuevo número no les preocupan estas cuestiones. Deg.E. Fanzine 6, que está ahora entre tus manos está repleto de imaginación, talento y ganas de hacer saber al mundo todas las inquietudes de unos cuantos artistas, cada cual en su palo, que han tenido a bien ayudar a esta rana literata a dar un paso más en el camino.


E.A.V.


EL PASO ENTRE DOS VERSOS

POESÍA Elizabeth Aliende


Rezgo Reis Tengo la broca quebrada, roto labrio, con un roca incrustada, de esta ladro, de una pared la lengua, de un muro este paladrar, de perras erres y errar herrando siento forjar tantos cimientos cruentos cuentos de hierros cientos, y óxidos por las manos una piedra en la salibra, espesa mas de cien libras y... estalla de sien peldaños que llano puedo escalar de pétrea precipitado, tengo grieta que no grita acantilados acá tirados los ecos de Eros acurrocados tengo loca liza en vista ojos desrocalizados rojos rotos de iridio iris cristales de cuarzo ladrido latido mazo que golpea y zincocea por estas venas de brea roca materia arteria que granita y escoplea con un cincel el mar-tillo golpe de mar-mol suena medusa absurda ígnea apnea donde ahogo mis


petreles de petróleo y aguarenas, derrumbescena teatros a mi me aludes como de alud, alimento de mi pena y peña que mi desplomo plomo midas ya sin oro, en la broca una corona o un tricono que perfore la caída que ates oro. Agita grieta grita gira la broca y granítica retuerce este magma que desarma y esta lava que oscurece, corazón cavó sinrazón corazón cabrón carbón yeso hueso áridos de pecho dentro pizarra mi habitación que de cal atiza tiza que de grafito que atizo que hendido de estalactita atravesado pulmón como un antro se antracita en piritas de mentira y esquistos en el colchon noche negra queme hulla y al final vuelvo de roca de roca perro me ahulla "siempre tuya" en mi petreo petreo centro dentro el cruel filón que derroca mi lamento y mina mi corazon.


Lidia Alba Gaviña Somos un momento, en el café, una lágrima en la noche, la confidencia,el amor, quizás una esperanza. O un adiós; somos la sonrisa en la mañana y angustia, por ahí; viajamos separados, vivimos separadamente y gozamos de las cosas, si es que gozamos; se metieron en el mundo de la dialéctica y los planos yo tengo ganas de que nos veamos pero a veces ni nos miramos.

P.Q.Art


Helena Tramunt Siento que mi hora llegó hace tiempo, que debo hacer como los animales, irme a un rincón del bosque y dejarme morir en paz. Ya no como, ya no duermo ni despierto, me ahogo en un sueño verde y amargo, un eterno déjà vu. No debería estar aquí... Amé y odié como nadie lo ha hecho, he estado en mundos inimaginados, perdí más amigos que palabras, traicioné a mi religión, me traicioné a mí, Desde que empecé, no he dejado de morir en ningún momento. Y sin embargo sigo aquí, todavía existo. Siento que debo hacer como los animales, irme a un rincón del bosque y dejarme morir en paz, pero la tierra no me deja.

Borja Diaz Manzanares


Sonia San Román Verde que te quiero, verde. F. Gª Lorca Está cayendo sobre mí una lluvia gruesa que huele a pescado viejo. Se sienten verdes los edificios y los pasos de cebra. Es más verde el verde de las hojas con el tronco ennegrecido por el agua. Llueve verde y tiñe de verde mi espanto. Son verdes tus pupilas mirando esta lluvia de fantasmas. Soy charco que refleja césped y césped que amontona lluvia. Somos norte y nube y camino sin norte plagado de nubarrones. Mi voluntad reverdece en esta tarde mojándome los pies y, en tus pies mojados, me tumbo a echar raíces.


Ana Patricia Moya Sentimientos encontrados al percibir la imagen de la heroína edulcorada lanzando piedras en el puente del parque, al ritmo de un acordeón nostálgico: no se pueden arrojar al fondo las heridas que no cicatrizan, la felicidad resbala entre las manos, como el pez rojo abandonado, demasiadas utopías altruistas deambulando en terrenos exclusivos de la imaginación desbordada. De qué sirve tener alma infantil, pura y soñadora, para qué dedicarse a limpiar con belleza la tristeza de los demás con gestos desinteresados en un mundo donde los sentidos se hallan en calentar camas ajenas, para acortar la soledad, el convertir en deporte el jugar con los sentimientos de lo que ahora son las personas, trozos huecos de carne con genitales bajo el esternón, en simular que somos clones de un Peter Pan con barba, barrigón y calvo obsesionado con la televisión, caja de reflejos trastornados y que regala una realidad tan sumamente gris… Todo esto le confesé al oído a la chica de porcelana mientras confirmaba, entre lágrimas ácidas, que había asesinado mi inocencia a pedradas. Porque yo era como ella... y ahora, vivo en la basura, entre tristes corazones infectados de falsedad y sonrisas desconcertantes.


Alicia Colmenar Somos una historia de sábado por la tarde. Película de sobremesa. Argumento trillado. Soy la amiga muda que se traga el grito cuando pierdes el aliento por la morena de la tercera fila. Soy la amiga ciega que se tapa los ojos cuando abres la puerta y preguntas: ¿no es hermoso este cuerpo delgado que encaja en mis brazos? Es hermoso su cuerpo sus grandes ojos negros el triángulo de tu pene al cuadrado. Rabia. Cuando acaba la sesión cierro despacio y mido en silencio la hipotenusa de mi sexo innecesario. Cateta, cateta. Soy la amiga manca que transforma sus dedos en tus labios. Así, desnuda, gimiendo, buscando abriendo la boca a la sequedad de un espasmo ahogado.


Verónica Moreno Puerto He escrito hasta depurar la rabia, hasta crear un estilo refinado y locuaz para el grito. Hasta domesticar la injuria y pasarle el muerto a la palabra in-significante. Intentando estar a la altura del aullido, tan exigente. Poder contener el impulso del vacío en una V de ribera del Duero. Y no sé si estos signos serán capaces de igualar al latido, o representar una naúsea en condiciones. Desverbalizar en insomnio el grito de la lengua partida.

Borja Diaz Manzanares


Lucía Fraga Esta mañana he metido los cereales en la nevera. Nuestra pasión se diluía en el tazón de leche, Mientras yo me empeñaba en revolver con la cuchara Las mentiras que me trataba de contar. Esta mañana echaría las bragas a la basura en vez de a lavar. He encontrado una rata mordisqueando tu corazón, Cuando recogía las sábanas de anoche. Esa rata de apatía, hace meses, se ha instalado en tu cabeza Esta mañana he metido los cereales en la nevera Y, sin darme apenas cuenta, lloraba como una chiquilla, Porque tú ya no estabas a mi lado; tenías que trabajar. Pero ahora todo se me antoja un sabotaje de la realidad. Esta mañana echaría las bragas a la basura en vez de a lavar. Tengo el presentimiento de un mañana ceniciento y, la verdad, No quisiera despertar, con lo que sé, sola en ese amanecer. Sin embargo, algo me dice que te voy a perder como mi rey en este tablero de ajedrez. Esta mañana he metido mi corazón en el congelador. ¿Para qué sufrir? Si sé que juego con pérdida segura. Volverás a la madriguera de la que saliste un día Y yo me quedaré con la tristeza y tus discos de Miles.


Little Popy Y en el “purgatorio de lo nunca dicho” mi “te quiero” desolado por no haber asomado mientras en ese siempre él. Pena el no decir en el lugar donde no se padece. Cauterizan por su nulo uso. No decir acobarda el mundo de los vivos, desinfla historias plegadas a poco. Espacio contaminado de lo que pudo ser. Cargado de miles “te necesito” frustrados chocando unos contra otros hasta quedarse mancos, cojos, ciegos, mudos, sosos… Merodean esclavos del “tarde” maldiciendo al embaucador “demasiado pronto” y aunque la lengua no entienda de tiempos no arranca un “sin ti ya no imagino mi vida” que fallece en el instante en que queda por decir. Supuran la ilusión ya disecada por el “no haberse dicho”. Segregan el misterio ya desvelado en clave de omisión. Yerran mermados de identidad al verse arrebatados de su ejecución, ejecutados en los labios de quien no dijo.


Y salvo, libero… de entre todos, mi “te quiero” por que es mío por que quiero y se adapta en su boca mientras el suyo por que es suyo por que no quiere es impulsado a ese limbo de “lo nunca dicho” sin saber lo que ha perdido. Mientras en ese siempre ella. “Dicen que hay quien se quiere sin decirlo para no dejarse de querer”.

Agustin Garcia Garcia


Susika Sanz Hoy que me machaco y que me como el coco, hoy, que he descubierto que siento... hoy que sé del hijo puta, cicuta de los sueños que he tenido... hoy, que se ha perdido sumido en la mierda mi privilegio... todo esto, no me lo enseñaron en el colegio. Hoy, que se me escapa la esperanza por la jugada que has hecho, hoy, que estoy sola sobre este lecho maltrecho, por carencia, por la cruel irreverencia de tu ausencia... dime lo que hago aquí escribiendo, sabiendo que Tú ya no estás al acecho, que de hecho Tú, no estás. Hoy, que por fin y a mi pesar, acepto, que está vacio tu hueco hoy, que admito y no omito, que he intentado llenar tu sombra con otra boca y con otro cuerpo queriendo poner a cero mis sentimientos... Hoy, que te ha buscado mi mirada por las calles, por los bares... hoy, que he deseado que un mensaje en mi movil, inmovil me contase cuentos chinos...o filipinos ¡qué más da! quizá tan solo, que me diga que estás.

P.Q.Art


Sara Royo Ferraz Matemáticamente calculando el área de la sábana tersa hallando el logaritmo más tibio de su piel no alcanzo a despejar una diaria incógnita: por qué es exactamente la curva de su espalda el espacio que queda de valor absoluto para que yo refugie mis restas y mis sumas ese encaje perfecto de cuerpo contra cuerpo la noche compartida partida para dos.

P.Q.Art


Carmen Silza Mi corazón, llegará a un débil palpitar, exalando un silbido, perderá su voz. Oye el ruego del que será, un afligido, antes que emprenda vuelo veloz. Muchos vuelos, en mi forma de volar. El oyó en la tierra, iré a visitar, rodeado de silvestres praderas, un día triste iré a ocupar. Dejaré mi hacienda, vendrá la guadaña, silbidos se han de oír, por el mármol y montañas, se harán repercutir. De ese oyo, niebla se expande, exalado por la putrefacción. Por el cielo se extiende, niebla negra de espesa unión. Di le a mis tesoros, que los adoro, que cuando llegue el día, qué los deje. Solo pensarlo, triste su ausencia lloro. Que su recuerdo siempre amare. Diles, que el cielo será mi consuelo, hecho de brillos y tul. Que será mi casa, el cielo negro y azul.


Enrique Villagrasa Como una estrella que nació en invierno: ante ti el drama de la soledad, el gran telón del mar. Tú, que buscas lo fácil: encuentras, oleajes de acantilados, cipreses en el cielo plomizo. Pero el gran silencio del vino trae ecos. Y en la memoria recobra su rostro la imagen. Este es tu sino: asciendes del pretérito absurdo y entre máscaras tu soledad, que soñando poemas anida en el presente. Sólo ella, que duerme su propio sueño, no deja escapar ni un solo beso. En la soledad se olvidan todos los ecos y el susurro de la brisa es quedo, suave, eterno. La arena se ha extraviado.

E.A.V.


Luis Lenes Me hallarás caminando entre tus pasos, me verás donde caiga tu mirada, estaré contemplando desde lo alto, tu comienzo de cada madrugada. Sentirás mi calor al sol mirando, el frescor en el agua inmaculada, en el cielo remando con mis alas, y el aroma de las flores, aspirando. Te hablaré en la quietud de tus ideas, y en silencio alumbrando tu camino, como estrella de noche al peregrino, a pesar de las sombras más completas. Pero nunca podré pertenecerte, porque libre así siempre voy contigo, no encarceles mi vida te lo pido, a sentencia segura de mi muerte. Pues si miras, habrás, a mí encontrado, en cualquier situación, tras meditado, a pesar de apariencia de abandono, sentirás mi presencia siempre a tu lado.


Lucas Rodriguez Que me jodan que me den por el culo y encuentre cositas blancas en mi cuca que me roben la bici y me despidan de mi mierda de curro que Satanás me desgarre las tripas que pierda el abono trasporte a primeros de mes que me prohíban la entrada al circo y se me caiga el poco pelo que aún me queda que se me averíe la play y que no me salga nunca el sol que mis lágrimas me sepan a hiel que me persiga el acordeonista de recoletos y que encuentre nunca a nadie que te sustituya.

Eric Sarmiento


Arturo Accio

Al terminar de poner la Ăşltima piedra en la torre de Babel se dieron cuenta que pasando las nubes no hay mucho que ver.

P.Q.Art


ÍND

Prólogo....................................................... 5 El paso entre dos versos, Poesía............... 7 Perro Pétreo.................................................8 Somos momentos........................................10 Agonía........................................................11 Verde..........................................................12 El crimen de Amelié.....................................13 3..................................................................14 Poética........................................................15 Cereales en la nevera .................................16 En el purgatorio de lo no dicho....................17 Hoy..............................................................19 Matemáticamente ........................................20 Mi corazón ...................................................21 Paisaje de mar .............................................22 Una letra de amor ........................................23 De rositas.....................................................24 Perspectiva..................................................25


ICE

Al Ritmo de las Palabras............................ 29 Siete............................................................30 Blanco, negro, balnco.................................32 Historia de la Lengua ..................................35 LavapiĂŠs......................................................36 Sin prisa y sin pausa....................................39 Terrorismo del sexo......................................40 Felices.........................................................41 Cenizas.......................................................42

Estrellas del Papel.............................. 46


E.A.V.


AL RITMO DE LAS PALABRAS

N A R R A T I V A Elizabeth Aliende


Sara R. Gallardo Siete plantas subimos hasta llegar a su casa. Íbamos en el ascensor, los dos mirándonos en el espejo, guardando un silencio ritual. Escrutándonos la mirada. Luego bebimos vino, uno de la tierra, para darle sabor a los besos, mientras cocinábamos nuestro deseo. Mezclamos nuestras manos de harina y nos llenamos de alcohol y palabras dulces mientras la cena crepitaba expectante encima de la mesa. Había nacido hacía pocos otoños, muchos menos de los que él creía, y, sin embargo, llevaba demasiadas primaveras dolorida al caminar por las avenidas de una ciudad muerta. Las articulaciones de mis pies crujían de hastío y de ternura al recorrer esa ciudad que ahora nos acogía cómplice y sin rencor. Nos guardaba en silencio, para que nadie supiera dónde estábamos, mientras allá en el parque, los árboles dejaban escapar sonidos de tambores y yo miraba la ciudad desde la ventana, esperando algo, quizás el viento calmo del verano, quizás un abrazo inesperado. Pidió que me sentara en su sitio. Enfrente del paisaje. Comimos poco y hablamos mucho. Con la ventana abierta como una flor, trayéndonos los olores de la ribera. Hablamos de Rayuela. El tirante de mi vestido se caía de vez en cuando y él me recorría con la mirada parpadeando mucho y jugaba con sus manos. El viento libre dejaba entrever mis versos libres pendiendo de mis labios rojos. Sus pupilas dilatadas esperaban el postre. Siete silencios compartimos, mientras yo hurgaba en las estanterías, veía vibrar la llama trémula de las velas que él tenía colocadas por toda la casa. Descalza, pisaba el vestido largo con el que trataba de impresionarle. Me recosté en su sofá sin que él me lo permitiera. Posamos las copas vacías. Junté mis pies y él los miró. Luego tocó mis tobillos y subió sus manos por mis piernas claras.


Mi corazón galopaba. Desde su siete. - Cada vez que me besas, me das tres besos, yo quiero siete –dijo. Y luego le besé, le besé toda la noche y nos tomamos de la boca fresas y lunas, siete lunas claras, lunas de julio, y a dentelladas nos arrancamos la noche de la piel. Mi pecho y sus manos pactaron a escondidas. Me sorprendieron siete y mil veces engarzándose como dos mallas de la misma cadena. Luego mi cuerpo entero le acarició. Sus gemidos de placer sonaban como llanto y cuando por la mañana, a la luz del amanecer, me leyó páginas de su novela con la voz suave y su mano sobre mi espalda, pensaba en el sonido de la ciudad, que en realidad era llanto de agua, de vidas inmóviles, descendiendo por el cauce de los anhelos que sólo brillan cuando las luces se han apagado. Y los restos de la cena y el vino de las copas vacías nos miraban compartiendo nuestro secreto, mientras la cera se tibiaba. Yo era una mujer de cien años, que lloraba ante el suicidio de un niño. La parte baja de mi espalda se enfrió después de una noche en vela. Él me había enseñado qué era poesía mientras me recogía con su mirada, como un gatito extraviado. Me tapaba con sus manos la piel y me hablaba en susurros, para que no me asustara. Tumbada en su cama, en la cama a la que regresa cada noche para refugiarse, pensé en los años que había pasado en esta ciudad. Más de siete años y ni un recuerdo limpio de heridas encostradas ni de hiel. Siete días pasaron hasta que me compré ese perfume y él me invitó a salir formalmente. Y fueron siete. Siete días pasaron y él me enseñó las vistas desde su casa y todas sus cicatrices. Y yo, que creía ilusa que había visto todo de esta ciudad, que nada podía enseñarme ya, me vi serena y me vi distinta. Siete días pasaron y me dijo que se estaba enamorando de mí. Y yo vi la ciudad nueva. Desde su ventana abierta. Desde su siete.


Eric Valverde En aquel efímero instante creí llegar al punto máximo de iluminación consciente de que era capaz. Nunca en mi vida, jamás, ni siquiera en ensoñaciones que hacía mías sin serlo, sentí tan de cerca el turbio aliento de la oscuridad, el ojo clavado en mi nuca. No se trataba del mero escalofrío reflejo que acompaña al miedo más banal. Era algo mucho más profundo, un peso moribundo postrado en un abismo negro, un cuerpo pesado y húmedo que era imposible elevar. Caminando había llegado hasta allí, y del mismo modo pretendía regresar, entre árboles cenicientos semejantes a viejos dioses desnudos. Paso a paso, brinco a brinco y piedra a piedra; así es la senda infinita que va y viene de la laguna y hasta la laguna. Así, bañado en sombras, pasé ya bilocado el umbral neblinoso que sirve de guarida a las ratas de agua, hasta alcanzar con los pies las aguas, cenagosas y tristes. Si allí se ocultaba el oro de los antiguos hombres, como estaba esculpido en las peñas más peregrinas del acantilado, del mismo modo allí debían de amontonarse los anhelos y las ropas perfumadas de innumerables generaciones de jóvenes intrépidos, en el fondo abisal del que nadie nunca recibió respuesta. No sé qué fue lo que me llevó a masticar el fango de la orilla. Nunca antes se me pasó por la cabeza. Las partículas minerales se incrustaban sin piedad entre mis muelas, mellando las piezas de marfil con un chirrido apagado por la saliva y el barro negro. En la lengua los sabores ignotos penetraban convulsamente, en oleadas fétidas cargadas de organismos descompuestos y disueltos, transformados en líquido y vapor. No era capaz de reprimir las sucesivas arcadas, cada vez más punzantes, que contraían la boca de mi estómago, en un intento por deshacerse del fango almacenado bajo el paladar. A pesar de ello, mantuve los labios sellados, ignorando las súplicas que, en forma de aspavientos, elevaba mi cuerpo. No sé por qué lo hice. Llegó el momento en el que los vapores de podredumbre, siguiendo la vía ascendente que su liviandad hacía natural, alcanzaron no sólo a escapar lentamente por mis fosas nasales, sino a colarse entre membranas y nervios, músculos y hueso, hasta abrazar el cerebro palpitante que se pensaba así mismo una milésima de segundo en el pasado.


Ese retardo sináptico e idílico no soportó el impacto directo de una andanada de humores pastosos provenientes de un mundo tan lejano y luminoso como del que había llegado reptando el aroma venenoso del cieno lacustre. Así pues, la nausea, gigante y espesa, tomó fuerza desde el fondo de mis tripas e, ignorando con soberbia la ley gravitatoria, ascendió rauda por el único camino marcado hasta embestir brutalmente al oscuro y fétido fango alojado en torno a mi dentadura. Con un gorgoteo breve, el cieno maloliente cayó de entre mis labios para de nuevo unirse a la inmensa masa homogénea de la que formaba parte. Los ojos me lloraban, las encías me sangraban y notaba cómo los sesos se frotaban, circunvolución con circunvolución, al ritmo indecible de las neuronas. No recuerdo si la niebla se espesó en la laguna o si quizás fueron mis lágrimas las que enturbiaron el escaso paisaje que desde allí puede contemplarse. De una manera u otra, una película blanca se descorrió por mis pupilas, una leve gasa que permitía adivinar sombras y siluetas, en un blanco diferente, más blanco aún. Me percaté en ese momento de que mis manos sujetaban mi cabeza con enorme fuerza; notaba cada uno de mis dedos clavados como aguijones, perforando el cráneo sin llegar a traspasarlo. Noté también que estaba húmedo y sudoroso, como arropado en una manta mojada en agua hirviente. Intuí que estaba tendido sobre el fango de la orilla, o flotando sobre las turbias aguas, quizás encallado en los juncos. Fuese cual fuese mi situación, sólo veía blanco sobre blanco, y nada más me importaba que traspasar esa blancura a fuerza de pensar en ella. Era un blanco que sabía a hierro blanco, que olía a lombrices blancas, pero que no era blanco del todo. Sentía los besos de los peces o las picaduras de los tábanos, pero la sensación llegaba tarde, a destiempo, como el calor y la respiración; fingiendo ser presente pero sin serlo. El blanco, lo quisiera o no, era lo único presente, la radical actualidad, el día y la noche, uno tras otro al mismo tiempo. Flotando, con los pies contraídos y la sonrisa del loco que cree saber, me crecieron cuernos hacia el espacio exterior, y me inyecté cinco dedos en cada hemisferio. Cayó de pronto la cortina blanca, rodeada de gas blanco, y fui en el blanco estrella. Arriba, en la incertidumbre de lo que perdura demasiado, solté las riendas que ya sólo acariciaba por costumbre. Era tras era, eón a eón, blanco a blanco. Todos diferentes y demasiado parecidos. Blanco estrella por los siglos de los siglos… Sangre blanca, otra vez, de regreso a la cañada blanca. La boca llena de renacuajos blancos, y volver a empezar.


Ser blanco para ser blanco, más allá del blanco, y encontrar el blanco, la blancura. Las nubes, la nieve, la sal… nada. Blanco, tras un millón de años, blanco. Lejos al horizonte, la luz se fuga. Brilla la oscuridad. Escuché las libélulas zumbar en su aleteo, de pie, babeando sobre mi pecho y cubierto de fango negro y hediondo. Estaba desnudo, con las manos relajadas y los pies cubiertos de musgo nuevo. Esquivé las preguntas y las respuestas. Sólo había camino que ir y que volver, así que me saludé al pasar. Recogí blanco azahar y colmé mi vista con nubes blancas. Blancos eran mis más jóvenes cabellos, nacidos bajo un sol blanco. Blanca era mi piel y mi casa. Mientras descansaba, el cieno negro seguía en su orilla, y su sabor conmigo.

Borja Diaz Manzanares


Rut Sanz Igual que del agua queda el vapor y del pan, las migas; igual que de la tierra, los granos en las estrías; igual que de las uñas queda el sabor; y de los ojos, las astillas lloradas de madera podrida; de la piel, los pretéritos indefinidos tan nítidos; de los números, el calendario de los años por cumplir cumplidos; y del mundo, unas canciones que (w)au-guran contarlo todo; de los dientes, los trozos de lengua mordida y envenenada; que de los buenos gestos queden analogías; y de los errores no se gasten las disimilaciones. Que del dolor quede solo haplología y el miedo se apremie con prótesis; que la inseguridad se esfume con síncopas y apócopes; que de alegría se llene todo con epéntesis y tengamos (siempre) cojones para alguna paragoge.

E.A.V.


Saray García Cuando llegué a Madrid, con una beca de prácticas en uno de los mejores periódicos de tirada nacional, llevaba el corazón henchido de planes. Me instalé en un apartamento antiguo en Lavapiés, con mucha luz y pocas prestaciones, y me dispuse a comenzar la andadura que aún no he abandonado. En Lavapiés, todas las calles van a desembocar en una plaza central donde las señoras juegan al tute y beben chinchón, los jóvenes hacen algún negocio turbio y los viejos pasan las horas tirando a la petanca, lo que confiere a este barrio un aspecto de pueblo castizo muy peculiar. Al lado del portal de la que entonces era mi casa, se encuentra un bar que abría tarde y cerraba más, regentado por Turo. En él ahogaba mis penas a medida que iba cayendo en la cuenta de que mis sueños de juventud resultaban irrealizables en aquella jungla capitaneada por el “Poderoso Caballero Don Dinero”. Mis llegadas eran anunciadas por el titilar de un atrapasueños polvoriento, suspendido entre las dos puertas de madera. De vez en cuando vuelvo por allí, coincidiendo con un mal día o con otra ilusión rota. Esta noche ha sido una de esas: el cierre de edición ha resultado especialmente difícil y, dejando atrás la redacción, me he dirigido a Lavapiés, y no a las Rozas, donde me esperaba mi marido. Turo, mi primer amigo en la capital, estudió algo relacionado con el medio ambiente, abusa de la buena literatura y recita maravillosamente a Antonio Machado, sobre todo aquel poema que ora: hay en mis venas gotas de sangre jacobina / pero mi verso brota de manantial sereno… Si no fuera por la buena voluntad de su clientela habitual, no cobraría a nadie, unas veces por despiste y otras por el poco valor que le concedía a aquel caballero poderoso, que le permitía pagar el alquiler del garito y del pequeño apartamento donde vivía, justo encima. Turo había sido, y es, un anti-todo: anticapitalista,


antiglobalización, anti-OTAN… pero se define ante todo como un pacifista cuyo imperativo ético se reduce a “vive y deja vivir”. Cuando he abierto la puerta del bar, el olor dulzón de incienso y marihuana ha abrumado mis preocupaciones. Entre las cabezas de los clientes, he divisado a Turo secando con un paño una fila de jarras de cerveza de medio litro. El reflejo de las velas, en sus recipientes vidrierados, dibujaba sombras chinescas sobre las baldosas mozárabes de las paredes. Vestía una camisa verde de algodón orgánico, unos pantalones de lino y unas sandalias de cuero. Con su barba, cuidadosamente desaliñada, y una incipiente barriguilla se ha acercado, en inciertos tumbos, a través de la barra. Aposentada en mi esquina favorita he apelado a su atención con una mirada torcida: -¿Un mal día?- él sonríe con la lenta melancolía del hachís, mientras saca dos vasos de chupito y una botella de absenta. Yo asentí.Entonces vamos a escuchar al Rey- y programó, en la cadena musical, un disco de Bob Marley. Poco a poco, el local se ha ido vaciando y, tras darle dos vueltas de llave a la puerta, se ha sentado a mi lado en la barra y me ha acariciado la mejilla y el cuello. Su voz ronca y sus manos grandes dan a mi alma la tranquilidad de no saberme sola en aquel lado de la existencia moral. A la luz de las pocas velas que se mantienen temblorosamente encendidas, le beso saboreando su paladar de cerveza tostada. Después de hacer el amor sobre el pequeño escenario ubicado en una esquina, y cubiertos por los cortinajes de terciopelo rojo, estoy dormitando y perdiéndome en los tirabuzones del humo azul de un cigarrillo. Retumban en mi cabeza viejas anécdotas de la movida madrileña y del Concierto de Primavera, de movimientos reivindicatorios en la Gran Vía, y la amargura que se apodera de la voz de Turo mientras se acuerda de los amigos dejados por el camino, víctimas del monstruo capitalista… Mira el vano de la puerta de entrada, miramos en vano aquel péndulo emplumado e irisado, como si aquel atrapasueños hubiera atrapado todos los nuestros.


En LavapiĂŠs, todas las calles van a desembocar en una plaza central, como las vidas que son los rĂ­os que van a dar a la mar, que es el morir.


Lidia Alba Gaviña Llegó corriendo, la lluvia había abandonado, sus cabellos, cortos, color marrón, sin perder un momento, se fue sacando, de prisa la ropa, y dejándola, en el suelo, como un reguero de río, acompasado; con el control prendió su equipo y una música suave, lenta, armoniosa, llenó todo el espacio de su gran departamento. Abrió el grifo, esperó unos segundos y el agua caliente, de la ducha, ya estaba a punto. Su imagen se envolvió en la neblina, del agua en sus cabellos, tenía esa extraña sensación de que alguien mas había en el departamento. "No, no hay nadie", se dijo. "La llave solo la poseo yo", pensó, un tanto intranquila, por las supuestas tentaciones, que "tiene a veces, la paranoia normal, que manejamos inconscientemente, día a día... con respecto al cuidado. Termino de ducharse, seco rápidamente el cabello, los hombros, los senos, su piel suave como lentejuelas ahumadas y se vistió ya, para morir, si para morir, aún cuando ella, no se enteró jamás de su muerte, por el silencio del grito que tapó tan bella música, que inundaba, ahora mas alta, para siempre su departamento.


Rafael Luna Gómez Querido terrorista: Las calles ya no quieren más perras con el rabo entre sus patas, aullando despavoridas, vapuleadas por hablar, inertes, con farolas repletas de gatas inyectadas de psicotrópicos, lamentándose a la luna. Me mutaré, ofreceré esa mirada que un día me dio un collar, una razón para ladrar, seré la perra más perra que lame los pies de su amo. No me golpees por no encontrarte, ya no hábito esta casa, soy el pellejo maltratado por tus manos, un espectro amoratado. Dices que no me pinte y a brochazos borro tus huellas. El día que me fallen las fuerzas encontrarán: una piel de talco, una cordillera con tiritas y tus tatuajes táctiles, pero… no seré tu felpudo, el garrón donde escupes tus blasfemias, donde sofocas la ira que te nubla la razón, y me tiene atrapada, muerta en vida. Sueño… sueño con el día que termine con un golpe certero, que me libre de ti, pero tienes impreso en la memoria cada centímetro donde no me has marcado, no me libraré de este martirio hasta que no grabes tus perjuicios en todo mi cuerpo. La única esperanza que tengo es que…cuando me mates… nuestros hijos no vean tu obra, la mortaja que soporto, al asesino de su padre, al hombre que les dio la vida.


Arturo Accio

Gente pasa por la vida como por una pista de atletismo: Corren, sudan, se cansan, y acaban. Otros como por el Camino de Santiago y cuando llegan, se suben a un bus y vuelven a casa a continuar haciendo el mal. Algunos viven siendo esclavos de sus placeres carnales, son mรกquinas del sentir, y es el deleite de lo que mรกs aman y menos deben, lo que los mata. Otros van de trekking y por culpa de salir guapos para la foto, tropiezan y caen por un barranco.


Arturo Accio Me pregunto quién intimidó al fuego. Al principio irrumpía en este planeta sin preguntar. Ahora es crimen, algo que cada vez más, se oculta y aplaca. El fuego era vida y origen, y ahora se toma por destrucción y arrebato. Bendito sea el fuego que de improviso invocamos y al que ahora tanto tememos. Ese fuego que alimentamos, sabiendo… necesitando. Que creció hasta envolvernos y que acabó fundiéndonos. El mismo fuego que nos estremece cuando en él pensamos. Donde sus lenguas nos sacudieron y convirtieron nuestras mentes en cenizas, Nuestros sentimientos en amasijos, algo que perdió sentido, forma, pero que alimentó al fuego; justo ahí nos amamos. Nuestros cuerpos siguen hechos de las mismas cosas, Serán nuestros miedos los que todo han petrificado. Yo sólo aspiraba a abrazarte desde la espalda, Besarte como sólo lo hacen en el séptimo arte y en los cuadros. Abrazarte precipitadamente como algo que me enfría, mientras ardes. Acercarte para que sientas el latido de mi corazón y la frecuencia de mis espasmos, Mientras nos destemplamos el uno al otro con los ojos cerrados. Terminar siendo ascuas, a las que el viento roba retazos, Volviendo a formar parte de la vil materia, Recogiéndonos en el infinito, habiéndonos destrozado.



ESTRELLAS

DEL

PAPEL

Diego Marín A. DIEGO MARÍN A. (Logroño, 1979) es licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de La Rioja, dirige la revista CODAL del Instituto de Estudios Riojanos, codirige la Editorial Buscarini, coordina el Espacio Literario del Foro de Jóvenes Creadores del Ayuntamiento de Logroño y colabora en DIARIO LA RIOJA. Ha publicado el libro de relatos Inmejorable (2003) y la novela Gente cercana (2009; VIII Beca para Jóvenes Artistas con Proyección del Ayuntamiento de Logroño), así como también ha editado volúmenes como la antología poética Vida de perros (2007). También ha realizado estudios y ediciones sobre la obra de los escritores riojanos Esteban Manuel de Villegas, Armando Buscarini, Antonio Cillero Ulecia y Carjosán.


MALDITO LIBRO Alberto ha apoyado la novela que está acabando de leer en el techo del automóvil. En esta época del año no tiene demasiado quehacer en el trabajo y gasta el tiempo leyendo libros. Un instante antes de cerrar la puerta se acuerda del regalo que ha comprado a su hijo, que cumple diez años al día siguiente, y que ya se olvidaba dentro del coche. Qué cabeza tengo, piensa. Desierto de fuego, de Lola Fornés, ya le ha entretenido dos mañanas enteras: 300 páginas leídas en dos tirones. En total, casi 400 páginas olvidadas sobre el techo del Opel Astra. Cuando va a acostarse temprano con el fin de acabar el libro, y así acudir al día siguiente al trabajo con un nuevo ejemplar para no quedarse a media mañana sin nada que hacer, se percata del olvido y baja en pijama a la calle. Pero ya es demasiado tarde. ~ Capitán es elegante y serio, apenas levanta medio metro del suelo pero el nombre le sienta como anillo al dedo. Sólo es un perro de tres años, feliz de comer y dormir caliente todos los días, que detecta algo en la rueda delantera situada junto a la acera del vehículo azul. Alguien ha pasado por allí antes, seguramente la perrita que vive al final de la calle. Lola, le llaman. —¡Coño! Lola Fornés —exclama David, dueño de Capitán, al fijar la vista en el techo del Opel Astra azul sobre cuya rueda deposita ahora el pis Capitán. Acerca las yemas de sus dedos al libro como quien tantea un bizcocho recién hecho, sin saber si tomarlo ya o dejarlo enfriar un poco más. Es, en efecto, su última novela, todo un éxito, cuatro ediciones ya, 200.000 ejemplares vendidos, más acción y amor en el Sahara protagonizado por Clara Oliver, su protagonista fetiche, y, sobre todo, más de veinte euros ahorrados al bolsillo. Es tapa dura. Capitán aprovecha el ensimismamiento de su dueño para aliviar el estómago en el minúsculo jardín del árbol más próximo al que su correa


extensible le deja aproximarse, pues intuye que está cerca el regreso a casa. Este o aquel portal —siempre se confunde— es el suyo y ya han completado la vuelta a la manzana. El perro entra en el portal casi volando gracias al tirón de la correa y su dueño se introduce en el ascensor de un salto. Una vez que están ambos a salvo, ascendiendo mecánicamente, David libera el marcapáginas y lo coloca al comienzo del libro. ~ Marta tiene que visitar a unos clientes en Pekín para cerrar unos negocios de exportación en su empresa. No le gusta ese país, pero ha tenido que aprender a duras penas el idioma para conservar su cargo directivo. El avión sale en una hora y media y el taxi ya le espera en el portal y la maleta en el recibidor. Por si fuera poco, le da pánico volar y no acepta la ingesta de tranquilizantes que le ayuden a conciliar el sueño. Una buena novela podría ser, de nuevo, la solución, piensa. Desde donde se encuentra puede ver que sobre la cómoda del salón descansa el libro que David lee desde hace algunos días. Ayer sólo le quedaban unas pocas páginas, así que ya lo habrá terminado, concluye. Lo coge al vuelo, le hace una caricia a modo de despedida al perro, que le viene siguiendo desde que ambos se han levantado, y baja con el libro en una mano y la maleta en la otra. En el ascensor, hojeando el libro, comprueba que su marido aún no había acabado de leerlo, todavía le quedan un centenar de páginas, como indicaba anoche el marcapáginas. —David me mata —susurra después de morderse el labio inferior. En el portal se cruza con el vecino que tanto escándalo armó la semana pasada en el cumpleaños de su hijo. Una vez en el coche, desde la ventanilla de la puerta trasera del taxi, le inquieta que éste le sigue con la mirada sin entrar aún en el edificio. ~ La penúltima escala del vuelo es Madrid, por tanto, tan solo quedan ya un par de horas para llegar a Lisboa. Leandro lleva fuera de casa una semana y ya acusa el cansancio. Una mujer que le recuerda a su hija ocupa un asiento en su misma fila pero al otro lado del pasillo. Ésta ha pasado todo el viaje de vuelta leyendo un libro, algo tensa, como si


tuviera miedo a volar, hasta que ha caído rendida de sueño, con la novela sobre su vientre. Él no tiene miedo a volar pero sufre de insomnio. Las películas que ha proyectado el avión han sido las mismas del viaje de ida, así que únicamente ha conseguido entretenerse un par de horas con algunos crucigramas, hasta que los ha completado todos. Luego ha borrado el lápiz de alguna sopa de letras, pero ni siquiera ha vuelto a terminar una porque sabía de memoria las palabras. —Estimados pasajeros, en breves momentos tomaremos tierra en Madrid, penúltima escala del vuelo Pekín–Lisboa. Rogamos que se coloquen en sus asientos y se abrochen el cinturón de seguridad. Gracias —informa el piloto por megafonía. La mujer española se despierta y de inmediato vuelve a tensar su cuerpo. Se nota el miedo en sus manos, que vuelven a agarrar muy fuerte el libro. El sueño ha debido de ser reparador. Leandro la envidia. Una vez que han aterrizado, los pasajeros españoles cogen sus equipajes de mano y guardan su turno en fila india para abandonar la nave. Leandro, reconfortado por saberse en casa antes de que anochezca de nuevo, se relaja en su asiento. Pronto nuevos pasajeros ocuparán las localidades vacías y, tan sólo observándolos unos minutos a cada uno —algo que le encanta—, se le pasará el viaje volando. Claro. Cuando una azafata pasa a su lado tan sólo le da tiempo a ver su estela, aunque sí ve el libro que leía la mujer que le recordaba a su hija sobre su asiento, ya vacío. —¡Senhora, o livro! —grita, pero ella ya camina por la pista rumbo a la terminal. —¿Le ocurre algo, señor? —le pregunta la azafata deshaciendo sus pasos—. ¿Lhe ocorre algo, senhor? —repite seguidamente. —Essa mulher se esqueceu o livro —explica Leandro a Mónica, la azafata. Mónica le explica a Leandro que ya no pueden hacer nada, que bien dejan el libro en objetos perdidos a la espera de que la mujer lo reclame, algo que rara vez ocurre por un objeto de tan poco valor, o bien puede quedárselo él. Ella no se lo dirá a nadie, le promete en voz baja antes de volver hacia donde se dirigía en un principio. Leandro toma el libro entre sus manos. Desierto de fuego, de Lola Fornés, lee en español. Justo en el instante en que Marta se da cuenta de que ha olvidado el libro en el avión, Leandro coloca el marcapáginas


en la primera hoja y comienza a leerlo. —David me mata —vuelve a susurrar después de morderse el labio inferior. Leandro apenas entiende un poco el castellano, pero éste y el portugués no son lenguas muy diferentes y entiende, al menos vagamente, la narración. Acostumbrado a la lectura en diagonal de tantos y tantos informes interminables en inglés, francés y portugués, cuyas lagunas completa la experiencia de que el 75% de esas redacciones contienen la misma morralla, tan sólo se detiene en diálogos exclamativos, alguna descripción minuciosa y el desenlace de los capítulos. Así consigue llegar a la página 312 cuando el avión aterriza en Lisboa. Como no lleva equipaje de mano, nada más aterrizar se desabrocha el cinturón y se levanta para ser el primero en desembarcar. En la línea de recogida de maletas, impaciente por recuperar la suya y montarse en el taxi que le conduzca a casa para poder leer cómo sobrevive a aquella gélida noche en el desierto la cooperante Clara Oliver, se le hiela la espina dorsal al darse cuenta de que él también ha olvidado el libro en el avión. Maldita novela, no quiere que nadie termine de leérsela, refunfuña. Pero se consuela porque en menos de una semana debe viajar a Madrid para una convención de la empresa y entonces allí aprovechará para comprar el libro y saber, por fin, cómo acaba. ~ Al día siguiente, Adriana, otra azafata de Air Europa, sube al avión para preparar el vuelo. En el carro de la prensa le extraña ver una novedad editorial como Desierto de fuego, de Lola Fornés. Seguramente se lo haya olvidado algún pasajero y ha comenzado a formar parte del pasaje, deduce. No es la primera vez. El equipaje perdido nunca encuentra a su dueño original, les tienen dicho, por lo que es mejor que el libro se quede allí, esperando a que su lector vuelva a viajar con la compañía. ~ Carlos y Luisa vuelven de pasar una semana de vacaciones en Cascais. En la playa cada uno ha devorado las mismas tres novelas en jornadas


intensivas de cuatro horas por la mañana y cuatro horas por la tarde, con dos descansos de media hora para bañarse, cuando más olas hay en el mar gracias a la marea. Cuando descubren el último libro de Fornés en el carro de lecturas que conduce la azafata no se lo piensan y lo escogen para leerlo juntos. Al llegar a Madrid ya han superado las 100 páginas. Carlos no se da cuenta de devolver el libro a la azafata ni de que lo lleva en la mano junto a la funda de las gafas, la mochila con la cartera, los kleenex, los preservativos y los cinco libros ya leídos, y una gorra que le ha protegido del sol estos días hasta que Luisa, en la cola de los taxis, le acusa: —¡Lo has robado! —¿El qué? —¡Has robado el libro! Joder, tío, podríamos haberlo comprado mañana para terminarlo, cómo eres. —No me he dado cuenta, me cago en la mar. Aunque avanzan en la lectura en un par de sesiones de piscina en la casa de las afueras de Luisa, también avanza la discusión nacida de un despiste trivial. La relación se rompe, aproximadamente, cuando Clara Oliver debe afrontar una noche en el frío desierto sahariano sin protección alguna. Una luz, posiblemente una antorcha, se ve a los lejos, quizá sea su salvación, quizá sus perseguidores. Carlos ya no lo podrá saber porque la novela se queda en casa de Luisa. —¿Qué te pasa, hermana? —pregunta Luis al encontrarse a Luisa sollozando en la habitación que aún comparten. —Carlos y yo lo hemos dejado —le explica secamente. Entre ellos, aunque quisieran, no hay secretos: duermen desde que eran niños en veinte metros cuadrados soliviantados con literas. Las otras dos habitaciones están ocupadas por la cama de matrimonio y el despacho de su padre, que trabaja en casa. —Ya encontrarás a otro mejor, no te preocupes —le contesta intentando restar importancia a la ruptura. En cualquier caso, es el quinto novio medio en serio que colecciona su hermana desde que está en la universidad. Carlos es el segundo en este mismo año. Luisa, piensa su hermano, cometió la torpeza de comprometerse con Carlos yendo juntos de vacaciones pensando en que esta vez, de verdad, era para siempre. Al final, tantas explicaciones para que sus padres se lo permitieran, para nada, en saco


roto. Luis se sienta en la mesa de estudio y apoya los pies en la silla. Si le viera su madre le recriminaría que siente en la mesa y ensucie la silla. Sabe que, aunque no le diga nada, a su hermana no le molesta su compañía, al contrario, agradece que esté allí, en silencio, sin echarle nada en cara, sin recordarle que, una vez más, se ha equivocado. No obstante, siempre ha roto con sus novios por motivos tontos. De pronto se siente incómodo y se quita algo del trasero. Era un libro que ahora hojea: Desierto de fuego, de Clara Fornés; con un marcapáginas muy ajado casi al final. «El desierto es un enorme reloj de arena al que nadie da la vuelta porque parece que nunca sucede nada en él. Sin embargo, Clara sabía que aquellas dunas eran un auténtico infierno de día y un helado purgatorio de noche. Cada oasis era una promesa, la mayoría incumplidas, por tanto, la mayoría inexistentes, imaginarios. Cuando su caballo decidió dejar de galopar, ella le animó descabalgando y caminando junto a él para aliviarle el peso.» Y se engancha a la lectura. Como su hermana no tiene ganas de terminar el libro, Luis se adueña de él. Un par de días después apenas le quedan unas páginas para acabar la novela. Clara Oliver casi se encuentra en la misma situación que al comienzo de la historia, sola en medio del desierto. Luis está relajado, leyendo el libro tumbado en una colchoneta que flota en la piscina. Escucha un chapoteo detrás de él y se alegra porque seguramente sea su hermana, que sale al fin fuera de casa para refrescarse un poco y despejar ideas. No confía en que tenga ganas de bromear así que no permanece alerta por si le vuelca la colchoneta. Además, tiene su libro en las manos y no desearía que se mojara. De pronto, escucha un ladrido junto a su cabeza, lanza el libro por los aires del susto y cae al agua. Sumergido, abre los ojos y comprueba que es el perro del vecino, un cocker spaniel especialmente mal educado pero simpático que ha vuelto a escaparse. No es la primera vez que le da un susto así, pero el libro está ya en el fondo de la piscina. —¡Capitán! ¡Ven aquí! —grita el vecino desde el borde de la piscina cuando vuelve a flote—. Ya puedes perdonar —se disculpa mirando a


Luis un segundo y antes de volver a dirigirse al perro—. ¡Ven aquí! Unas horas después el libro está más o menos seco y parece un acordeón. ~ Alberto entra de nuevo a trabajar a las cuatro y, como ha aparcado el coche en la calle de atrás, sale de casa por la piscina. Alguna vecina toma el sol en silencio, sin hacer el menor movimiento. Da la sensación de caminar por un cementerio: sabes que hay gente ahí, pero deseas pasar desapercibido, por si acaso. Un instante antes de salir del jardín se para a pensar en un detalle al que no ha dado importancia cuando sorteaba las hamacas y toallas. Un libro que le resultaba familiar descansa en el borde de la piscina, como si también tomara el sol. Vuelve con sigilo sobre sus pasos, como intentando no despertar a los muertos, y se agacha ante su libro. Parece haberlo pisado un elefante, está sucio y ajado, como si hubiera viajado hasta China, pero cree comprobar que, como sospechaba, no ha salido de su vecindario. Es, definitivamente, el ejemplar de Desierto de fuego que extravió hace un algunas semanas. Aunque irreconocible (es como un viejo amigo al que se vuelve a ver por la calle años después, la nariz pronunciada, los ojos incisivos... ayudan a la identificación), en este caso, lo reconoce definitivamente por el marcapáginas de La Boutique del Libro que se esconde dentro de la novela de Lola Fornés. Mira a su alrededor para comprobar que nadie le ve, coge el libro con una mano, el marcapáginas con la otra y, al mismo tiempo que se yergue, camina hacia atrás de puntillas, sin hacer el más mínimo ruido. Cuando alcanza el lugar donde había aparcado el Opel Astra, ya fuera de la vista de todos sus vecinos, hojea las páginas de Desierto de fuego hasta que identifica el capítulo exacto donde se truncó su lectura. Sitúa el marcapáginas donde lo dejó cuando perdió el libro y lo apoya sobre el techo del automóvil intentando recuperar el aliento. Las pulsaciones se le han acelerado al robar su propio libro. Después, en un semáforo, conecta la radio. En una tertulia vespertina están entrevistando a Lola Fornés. Qué casualidad, piensa



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