Cuentos para el andén Nº52

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andéndos

—Es Sanchis, no Sanchís. Rectifica sin molestarse. —Pasa a la cabina 2. Paso. Allí en la puerta comienza el interrogatorio. —¿Alguna cosa de hierro en el cuerpo? A veces, el corazón, estoy a punto de decirle. Creo que no lo entendería así que me limito a negar con un gesto. —¿Peso? —No tengo ni idea. Entre 50 y 60. Me mira con expresión de a quién quieres engañar. Pero anota una cifra en el formulario. —Te vamos a tener que poner un contraste. La miro con cara de susto. —Es como un gotero. Así podemos ver cómo pasa el líquido por las zonas de tu cabeza que hay que examinar. Me quedo más tranquila. —Quítate la ropa menos las braguitas y los calcetines y ponte esta bata y estos peucos. Braguitas. Peucos. Por un momento casi me convenzo de que me van a hacer un masaje para los cólicos del lactante. Cierro la puerta y obedezco. —¿Ya estás? Vamos. Otra mujer con bata blanca me espera unos metros más allá. —Hala, túmbate aquí y pon la cabecita allí. Aquí es una camilla y un gran tubo blanco en el que me temo que me van a introducir. La chica del piercing me pincha en el brazo. Mientras, la otra me va poniendo unos cascos en las orejas y encierra mi cabeza en una especie de máscara cuadrada de acero. Intento hacer una broma. Digo algo de las arrugas y de una muela picada. Ninguna de las dos parece haberme escuchado. —Sobre todo tienes que estar muy quieta. Si notas que te encuentras mal, aprieta este timbre. Y la mujer sin piercing me da una especie de sacamocos de goma que cojo con la mano izquierda.

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