Cuentos para el andén Nº39

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andéndos

Pájaros a la deriva entre constelaciones Tere Susmozas CUANDO ya casi había olvidado el verde, nació otra vez la hoja. Y nació erguida hacia el sol menguante y la luz estelar de la semi-noche perpetua, violenta. El primero en verla fue el niño sin pelo. Se asombró tanto que bajó corriendo la ladera estéril, atravesando el río sin cauce, hasta entrar en el poblado. Corrió tan aprisa que, al llegar, sintió sed. Sólo pude darle unos cuantos hongos desecados previos a la erupción del último volcán. Luego, a voz en grito, bajo el cielo de estrellas fijas, nos contó lo que había encontrado con tanto temblor en la voz que le creímos loco. Durante tres jornadas, con sus lunas dobles, insistió sin que le prestáramos atención hasta que, cansado de que nadie le creyera, con el dedo índice de una de sus manos, la dibujó en la tierra árida que nos encalla los pies. Desde sus ojos a la yema escueta de su dedo, alumbrados por Venus, pudimos reconocer la hoja. Fue tanta la emoción de los más viejos que, si les hubiera quedado algún jugo en sus ojos, habrían llorado. Con la mirada fija en la cabeza rosada del niño, los que aún teníamos aspecto ágil, por ser jóvenes o estar todavía sanos, ascendimos por la ladera tras él. Mientras andábamos, saludé en silencio los lugares donde habían estado mis cosas hacía algún tiempo. Lugares en los que había habido algo de mí antes de que todo fuera del negro basáltico y donde, ahora, nos esperaba la hoja. El niño no había mentido. Ahí la encontramos, sola, única, huérfana, elíptica, frágil, apenas larva, coronando un tallo corto y, quizá, débil. Su color verde saltó a mis ojos con tanta viveza que caí de rodillas en la tierra sintiéndome sin edad, ni nombre. Entendiendo la semioscuridad constante como el paso uterino del propio

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