Cuadernos 18 - junio, 2009

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Junio, 2009

Cuadernos Nº 18

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Un corazón tricolor en Canadá Erika Roostna Javornik

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ay un dolor grande cuando se deja la tierra donde se nació, pues la tierra siempre se ama como a una madre que nos ve nacer y crecer. Hay ausencias que nos marcan, las que nacen de las memorias de la vida que desarmamos allende de nuestro pasado. Pero cuando ponemos distancia entre nosotros y el centro de nuestros afanes, sólo entonces somos capaces de comprender el impacto en nuestra esencia, de reconocer la sustancia de que estamos hechos, de acometer lo que somos capaces. Nací en una tierra donde no vivo. No sé si fue el hecho de coyunturas históricas o de herencia feroz, pues soy hija de inmigrantes, que la Segunda Guerra esparció por el mundo y se asentaron en Venezuela. Crecí escuchando historias peregrinas sobre sus andanzas cargadas de nostalgia por el pasado bueno, de miedos de la crueldad que enfrentaron y de toques mágicos por las nuevas oportunidades. Oí ancestrales coplas de viaje, cantadas por mis abuelas, mientras se mezclaban las melodías con sus risas y sus llantos. Habiendo enfrentado penurias y hasta la muerte, dieron un salto de fe, recomenzaron vida y se hicieron más venezolanos que las orquídeas. Por eso, ahora en el silencio que da la distancia, comprendo muchas cosas de mi estirpe que antes daba por hecho sin mayor reflexión. Somos el negro, el blanco, el indio y el inmigrante bajo el tricolor que nos alberga en la historia y nos marca en los destinos. Somos Salto Ángel, somos tepuyes y verdes bóvedas tropicales, somos los llanos de Rómulo Gallegos, nieves perpetuas del Pico Bolívar, efímeros médanos de Coro, palmeras desperezadas en alguna playa de Margarita. Somos vibración de los tambores de San Juan y de los Diablos de Yare, metidos en la sangre. Somos pasión desenfrenada de los juegos de béisbol de Caracas-Magallanes, somos exquisitez de las arepas con queso telita, somos amistad infinita acompañada con la cervecita bien fría y frenesí de las discusiones políticas de moda. Somos venezolanos. Estirpe de libertadores, casta de grandeza, heredamos la certeza de que donde he-

mos de llegar, plasmamos nuestra huella, sutil o potente, pues nos define el aroma de la autodeterminación, la senda de la algarabía y el orgullo en la piel. Por diversas circunstancias, traviesas o trascendentes, el destino nos ha reunido en Canadá, que pudiera ser cualquier parte de este vasto mundo. Nos hemos incorporado en su cultura de múltiples aristas, a algunos, de manera suave y terrenal, para ennoblecerla con nuestro profesionalismo y desafío superlativos; a otros, como una prueba de fuego frente a paradigmas de corto plazo y arquetipos de fiesta perenne, para aleccionarlos en la perseverancia y en el futuro. Canadá nos ha marcado en lo profundo de las entrañas latinas. Pero nosotros, seres de luz o luz de seres, también estamos forjando nuestro rastro indeleble: somos un tatuaje de amarillo, azul y rojo, exótica flor tropical, que se funde con el maple leaf en una danza de varios mundos y nos ha transformado, a venezolanos y a canadienses, en únicos e irrepetibles, en experiencias y reflexiones, en turbaciones y en coraje.

“Hemos disfrazado la nostalgia por la patria con la cotidianidad serena y el tránsito de las estaciones” Hemos disfrazado la nostalgia por la patria con la cotidianidad serena y el tránsito de las estaciones. Hemos enmascarado la tristeza del ombligo enterrado en Choroní, Maturín o San Fernando de Atabapo, con la contemplación admirada y silenciosa ante un jardín recién nevado en mitad del mes de enero. Tenemos la dicha, pero también el compromiso colosal, de poseer entre las manos lo mejor de dos mundos, nunca excluyentes: la espontaneidad tórrida y el colorido erótico de una Venezuela que late, entretejidos con la disciplina tenaz y la confiabilidad bondadosa de un Canadá que alberga. Muchas de estas tesis se nos antojarán irónicas, quizás plagadas de di-

cotomías, pero las experiencias peregrinas parecen tener un mismo patrón: mezcla de alegrías y tristezas, añoranzas y gratitud, expectativas y miedos, fe y dudas, un poco de envidia y deseos de suerte de los que se van y de los que se quedan. Y es precisamente en los vericuetos de las dualidades donde encontraremos la robustez de nuestras raíces; es lejos de Venezuela y de nuestro idioma, donde nos reconciliaremos con nuestros fundamentos y serán las dudas las que nos guíen en el periplo de ser felices profetas fuera de la tierra que nos parió, para acometer los sueños en el arrebato de una paz recién descubierta. Hay cosas que suceden en una vida, hay otras que suceden en dos o más. Sólo tenemos ésta; nuestros hijos se encargarán de las suyas. Sé que su alma tierna es capaz de albergar muchos hogares y mucho amor. Canadá es la tierra donde crecen, viven y luchan; Venezuela es el recuerdo ancestral que no se borra. Pero, si acaso las distancias le hiciesen mella a las memorias, es nuestro deber de sangre, como embajadores de una Venezuela imponente y pujante, que nuestros hijos añoren su terruño, que no pierdan el español, lengua de cadencias y de pasión, que cultiven su identidad de venezolanos “echados pa’lante” y que mantengan en alto el tricolor en el corazón. erika.brett@rogers.com

Historias de emigrantes La historia de los padres de Erika es por demás intresante. Su padre, Arne Roostna, nacido en Estonia, vivió parte de su niñez en Alemania; y su madre, Elisabeth Javornik, de origen Esloveno, era hija de refugiados de la II Guerra Mundial. Arne y Betty viajarona en el mismo barco rumbo a Venezuela y ambos llegaron al Trompillo, estado Carabobo, depósito de emigrantes europeos en los años 50. Allí, sus vidas se separaron. Años después se volvieron a ver casualmente en una playa del litoral caraqueño, en un breve viaje que realizó Arne a Venezuela desde EE.UU, donde estudiaba ingeniería en la Universidad de Florida. El reencuentro produjo el flechazo y meses después se casaban. Producto del matrimonio, nacieron Erika y Verónica, dos bellas catiritas muy criollas. Por cuestiones del destino ambas, felizmente casadas, viven en el exterior. Desde Canada, Erika nos regala este precioso escrito. Actualmente, el profesor Arne Roostna Reinwald funge como Cónsul de Estonia en Venezuela. Emigrar parece ser el destino de algunas familias...


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