En busca del tiempo perdido

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En Busca del Tiempo Perdido I

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unos bosques, y por encima de ellos asomaba únicamente la fina punta de la torre de San Hilario, tan sutil, tan rosada, que parecía una raya hecha en el cielo con una uña, con la intención de dar a aquel paisaje, todo de naturaleza, una leve señal de arte, una única indicación humana. Cuando se acercaba uno y se veía el resto de la torre cuadrada y medio derruida, que menos alta que la del campanario, aun subsistía junto a ella, sorprendía ante todo el tono sombrío y rojizo de la piedra; en las brumosas mañanas de otoño, elevándose por encima del tormentoso color violeta de los viñedos, hubiérase dicho que era una ruina purpúrea, del color casi de la viña virgen. Muchas veces, al pasar por la plaza, de vuelta del paseo, mi abuela me hacía pararme para contemplar el campanario. De las ventanas de la torre, colocadas de dos en dos, unas encima de otras, con esa justa y original proporción en las distancias que no sólo da belleza y dignidad a los rostros humanos, soltaba, dejaba caer a intervalos regulares bandadas de cuervos, que durante un instante daban vueltas chillando, como si las viejas piedras que los dejaban retozar sin verlos; al parecer, se hubieran tornado de pronto inhabitables, y exhalando un germen de agitación infinita los hubieran pegado y echado de allí. Y después de haber rayado en todas direcciones el terciopelo morado del aire, se calmaban de pronto y volvían a absorberse en la torre, que de nefasta se había convertido en propicia, y unos cuantos, plantados aquí y allá, parecían inmóviles, cuando estaban, quizá, atrapando a algún insecto en la punta de una torrecilla, lo mismo que gaviota quieta, inmóvil, con la inmovilidad del pescador, en la cresta de una ola. Sin saber muy bien porqué, mi abuela apreciaba en la torre de San Hilario esa falta de vulgaridad, de pretensión y de mezquindad que la inclinaba a querer y a considerar como ricos en benéfica influencia a la naturaleza siempre que la mano del hombre no la hubiera, como la de nuestro jardinero, empequeñecido. y a las obras geniales. Indudablemente, la iglesia, vista por cualquier lado, se distinguía de los demás edificios en que tenía infusa como una especie de pensamiento; pero en su campanario es donde parecía tomar conciencia de sí misma y afirmar una existencia individual y responsable. La torre hablaba por ella. Creo que en la de Combray encontraba mi abuela la cualidad que más apreciaba en este mundo: la naturalidad y la distinción. Como no entendía de Arquitectura, decía: «Hijos míos, podéis reíros de mí; no será hermosa conforme a los cánones, pero me gusta mucho esa forma suya tan vieja y tan rara. Estoy convencida de que si tocara el piano tocaría con «alma». Y, al

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