En busca del tiempo perdido

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En Busca del Tiempo Perdido I

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que, uniforme y grisácea, con los tres escalones de piedra delante de casi todas las puertas, parecía un desfiladero tallado por un imaginero gótico en la misma piedra en que esculpiera un nacimiento e un calvario. Mi tía no habitaba en realidad más que dos habitaciones contiguas, y por la tarde se estaba en una de ellas mientras se ventilaba la otra. Eran habitaciones de esas de provincias que .lo mismo que en ciertos países hay partes enteras del aire o del mar, iluminadas o perfumadas por infinidad de protozoarios que nosotros no vemos. Nos encantan con mil aromas que en ellas exhalan la virtud, la prudencia, el hábito, toda una vida secreta e invisible, superabundante y moral que el aire tiene en suspenso; olores naturales, sí, y con color de naturaleza, como los de los campos cercanos, pero humanos, caseros y confinados, ya, exquisita jalea industriosa y limpia de todos los frutos del año, que fueron del huerto al armario; cada uno de su sazón, pero domésticos, móviles, que suavizan el picor de la escarcha con la suavidad del pan blanco, ociosos y puntuales como reloj de pueblo, y a la vez corretones y sedentarios, descuidados y previsores, lenceros, madrugadores, devotos y felices, henchidos de una paz que nos infunde una ansiedad más y de un prosaísmo que sirve de depósito enorme de poesía para el que sin vivir entre ellos pasa por su lado. Estaba aquel aire saturado por lo más exquisito de un silencio tan nutritivo y suculento, que yo andaba por allí casi con golosina, sobre todo en aquellas primeras mañanas, frías aún, de la semana de Resurrección, en que lo saboreaba mejor porque estaba recién llegado; antes de entrar a dar los buenos días a mi tía tenía que esperar un momento en el primer cuarto, en donde el sol, de invierno todavía, estaba ya calentándose a la lumbre; encendida ya entre los dos ladrillos y que estucaba toda la habitación con su olor de hollín, convirtiéndola en uno de esos hogares de pueblo o en una de esas campanas de chimenea de los castillos, cuyo abrigo nos inspira el deseo de que fuera estalle la lluvia, la nieve o hasta una catástrofe diluviana pasa acrecer el bienestar de la reclusión con la poesía de lo invernal; daba unos paseos del reclinatorio a las butacas de espeso terciopelo, con sus cabeceras de crochet; y la lumbre, cociendo, como si fueran una pasta, los apetitosos olores cuajados en el aire de la habitación, y que estaban ya levantados y trabajados por la frescura soleada y húmeda de la mañana, los hojaldraba, los doraba, les daba arrugas y volumen para hacer un invisible y palpable pastel provinciano, inmensa torta de manzanas, una torta en cuyo seno yo iba, después de ligeramente saboreados los aromas más cuscurrosos, finos y reputados, pero más secos también, de la cómoda, de la

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