En busca del tiempo perdido

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En Busca del Tiempo Perdido I

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Y cada vez que durante la visita volvió mi madre a la carga, repetía: Pero yo no sé quién puso eso en el piano, porque no es su sitio; y desviaba la conversación hacia otros temas, precisamente porque ésos le interesaban menos. Su pasión era su hija, la cual, con sus modales de chico, tenía tal apariencia de robustez, que no podía uno por menos de sonreír al ver las precauciones que su padre tomaba con ella, y cómo tenía siempre a mano chales suplementarios para abrigarle los hombros. Mi abuela nos había hecho notar la expresión bondadosa, delicada y tímida casi que cruzaba muy a menudo por la mirada de aquella niña tan ruda, y que tenía el rostro lleno de pecas. Cuando acababa de pronunciar una palabra, oíala con la mente de la persona a quien iba a dirigida, se alarmaba por las malas interpretaciones que pudieran dársele, y bajo la figura hombruna de aquel .diablo, se alumbraban y se recortaban, como por transparencia, los finos rasgos de una muchacha llorosa. Cuando, antes de salir de la iglesia, me arrodillaba delante del altar, al levantarme sentía de pronto que se escapaba de las flores de espino un amargo y suave olor de almendras, y advertía entonces en las flores unas manchitas rubias, que, según me figuraba yo, debían de esconder ese olor, lo mismo que se oculta el sabor de un franchipán bajo la capa tostada, o el de las mejillas de la hija de Vinteuil detrás de sus pecas. A pesar de la callada quietud de las flores de espino, ese olor intermitente era como un murmullo de intensa vida, la cual prestaba al altar vibraciones semejantes a las de un seto salvaje, sembrado de vivas antenas, cuya imagen nos la traían al pensamiento algunos estambres casi rojos que parecían conservar aún la virulencia primaveral y el poder irritante de insectos metamorfoseados ahora en flores. Al salir de la iglesia hablábamos un momento con el señor Vinteuil delante del pórtico. Mediaba entre los chiquillos que se estaban peleando en la placa, defendía a los pequeños y sermoneaba a los mayores. Si su hija nos decía con su vozarrón que se alegraba mucho de vernos, en seguida parecía que en su misma persona otra hermana más sensible se ruborizaba por estas palabras de muchacho irreflexivo, que quizá podrían hacernos creer que quería que la invitáramos a casa. Su padre le echaba una capa por los hombros, y ambos montaban en un cochecito que guiaba la chica, y se volvían a Montjouvain. A nosotros, como al día siguiente era domingo y nos levantaríamos tarde para la hora de misa mayor, cuando había luna y el tiempo estaba templado, en vez de

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