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Morir de Fútbol Enrique Vila-Matas Horacio Quiroga Eduardo Galeano

777 prólogo de

Gonzalo Suárez ilustraciones de

Javier Pagola

Consejo Superior de Deportes


© de esta edición

2009, Consejo Superior de Deportes Martín Fierro, s/n 28040 Madrid www.csd.gob.es © de los textos

Gonzalo Suárez, Enrique Vila-Matas, Horacio Quiroga y Eduardo Galeano © de las ilustraciones

Javier Pagola edición al cuidado de

Juan Manuel García Ruiz diseño gráfico

Miguel San José Romano producción editorial

Calamar Edición & Diseño isbn 978-84-692-6897-1 depósito legal m-48715-2009 nipo 008-09-001-5


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7 Amores que matan Gonzalo Su谩rez 13 Coraz贸n tan tricolor Enrique Vila-Matas 19 Juan Polti, half-back Horacio Quiroga 25 Muerte en la cancha Eduardo Galeano


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Amores que matan Gonzalo Suárez

ste es un prólogo a tres epílogos. Todo epílogo es, en cierta manera, una necrológica. Cuando algo acaba, algo muere. Ewos tres relatos dedicados a la memoria del centrocampiwa uruguayo Abdón Porte, apodado “El Indio”, son tres epílogos. O tres necrológicas. Lo que convierte ewe prólogo en una especie de funeral. El muerto no ewará presente. Sólo queda el eco de su vida y la resonancia de un disparo en el epicentro de un ewadio vacío. “Era un muchacho bueno, amigo de los amigos, gau-

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chazo para hacer bien. Manso en la cancha aunque lo rompieran a patadas”, dice de él Luis Scampinachis en su libro “Gambeteando frente al gol”. Nacido en 1880, de no haberse pegado un tiro, a ewas alturas habría muerto por otra causa sin el aura romántica que le proporcionó su suicidio. Pero hubiera tenido que afrontar la amargura de ver truncada su carrera a los 37 años, una edad en la que cualquier persona que no se dedique a un deporte de competición se encuentra en plena madurez profesional. Desde muy joven, he vislumbrado con aprensión la brevedad del éxito en los jugadores de fútbol. Por supuewo, podríamos extrapolar el aserto a otras modalidades que requieren esfuerzo físico, del ballet al boxeo pasando por el atletismo. Pero el tema de ewe libro y mis vivencias personales me retrotraen a aquellos efímeros dioses, que antaño eran cromos y ahora son camisetas, llamados futboliwas. Algunos adquieren

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pronta fama. Creen tener el mundo a sus pies cuando lo que tienen es un balón. El mundo sólo se parece al balón en que es redondo y rueda. Por lo demás, la diferencia esencial es que al balón le das patadas y el mundo te las da. La patada más dolorosa es siempre la última que recibes, por supuewo. Esa que Abdón Porte no supo soportar. No obwante, a pesar de los aires funerarios acordes con el enunciado “Morir de fútbol”, la vida balompédica no es necesariamente más fugaz que la vida en general y, en ocasiones, el fulgurante esplendor en la hierba propicia prórrogas doradas en el banquillo o en la trawienda de las gradas. Ha habido jugadores que han obtenido más gloria, y más duradera, como técnicos que correteando sobre el césped. Como ejemplo emblemático, Helenio Herrera, al que conocí bien, había sido un mediocre jugador y se reconvirtió en un gran entrenador. Asumiendo él su pasado de defensa simplemente volunta-

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rioso (aunque hubiera jugado en una ocasión con la selección nacional de Francia), afirmaba que los grandes jugadores no solían ser grandes entrenadores. Controvertida opinión que Guardiola, sin ir más lejos, ha descalificado. Aprovecho la ocasión para reivindicar a otro extraordinario centrocampiwa dotado de visión angular, Luis Suárez, ahora dedicado a tareas ejecutivas en el Inter de Milán, al que debería ofrecérsele una nueva oportunidad como entrenador para demowrar que, también en el fútbol, la inteligencia sobrevive a las piernas. De ello cabe deducir que, pese al caso Abdón Porte, más allá de los cuatro banderines y seis palos que acotan el tapete del juego, hay espacio para seguir sirviendo al club de sus amores o vivir de una profesión en la que, sobre el amor a los colores, hoy en día, prevalece el color del dinero. Comparado con Criwiano Ronaldo, por poner otro ejemplo emblemático, Abdón Porte cobra épica anacronía en el recuerdo.

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He conocido jugadores mercenarios que han puewo todo el esfuerzo y talento para defender al club que les pagaba y también he conocido a otros que, amando la camiseta como a su madre, la cambiaban por otra con sospechosa ligereza. De lo que se desprende que no es imprescindible morir de fútbol. Y si tuviera que responder a la cuewión planteada por mi admirado Vila-Matas, respondería que la mejor jugada es siempre aquella que ewá por hacer, aunque nunca lleguemos a realizarla. Para finalizar un prólogo que más parece un funeral, creo oportuno traer a colación la muerte del torero Belmonte que, como Abdón Porte, también se pegó un tiro por amor.

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Corazón tan tricolor Enrique Vila-Matas

«Fue un momento/un momento/en el centro del mundo.» Idea Vilariño

n la década de los noventa entablé cierta amiwad con futboliwas que leían. Con Pardeza y Pep Guardiola, muy especialmente. Ellos querían que les hablara de literatura, y yo en cambio que me contaran secretos del fútbol. A los dos les martiricé en diferentes noches preguntándoles si exiwían futboliwas de éxito que en el mismo terreno de juego hubieran sido conscientes, un día, de que acababan de hacer la mejor y última

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gran jugada de su vida. Se trataba obviamente de una pregunta que, en términos literarios, pocos escritores aceptarían responder. Yo, al menos, no he conocido a nadie que ewé dispuewo a reconocer que su mejor libro ya lo ha escrito. Pardeza y Guardiola capearon el temporal con taeo y terminaron siempre eludiendo la respuewa a mi pregunta noeurna y obsesiva. La respuewa la hallé casualmente, años después, en la historia trágica de Abdón Porte, medio centro del Nacional de Montevideo. Rostro afilado, cabellera lacia, muy alto, tenacidad combativa. Corría el mes de marzo del año de 1918 y en Uruguay se jugaba en aquellos momentos el mejor fútbol del mundo. Abdón Porte tenía 27 años y era el ídolo de los hinchas del Nacional, aunque ewos no sabían que Abdón sabía perfeeamente que había hecho ya la última gran jugada de su vida. Había entrado en un ligero declive del que era consciente, y se veía suplente de otro medio centro en la siguiente temporada.

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Toda la hinchada tricolor (blanco, azul y rojo son los colores del Nacional) amaba a Abdón Porte, y aquel día de marzo el equipo derrotó por 3 a 1 en su ewadio del Parque Central al Charley. Tras el partido, Abdón fue a fewejar la vieoria con sus compañeros. A la una de la madrugada se despidió de todos y dijo que tomaría el tren en la Ewación Central. Pero algo sucedió cuando se quedó solo y cambió de idea, regresó al ewadio. En medio de la noche, fue hawa el círculo central del campo, donde tenía la cowumbre de reinar. Ya no le suwituiría nadie. Allí, en el centro mismo del ewadio, se mató de un disparo en el corazón. A la mañana siguiente, el cancerbero del equipo, que fue el primero en entrar en el ewadio, encontró el cuerpo del medio centro. Junto al revólver, un sombrero de paja, con dos cartas. En una se despedía de los seres amados. Y en la otra –para que luego digan que literatura y fútbol ewán reñidos– unos versos copiados a mano: “Nacional aunque en polvo convertido / y en polvo siem-

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pre amante / no olvidaré un inwante / lo mucho que he querido / Adiós para siempre”. Corazón tan tricolor. Todavía hoy, en todos los partidos jugados en el Parque Central, se puede ver en la tribuna una bandera con la leyenda Por la sangre de Abdón. “Pavada de alegoría –escribió alguien–. Allí donde ewaba, siendo patrón del medio, quería que el tiempo se hiciera eterno”. Pavada o no, dos semanas después de aquel suicidio, Horacio Quiroga, cuentiwa magiwral y una de las vidas más trágicas de la literatura, se basó en la hiworia de Abdón para escribir Juan Polti, half-back, un relato que publicó en la reviwa Atlántida en mayo de 1918. “Cuando un muchacho llega, por a o b, y sin previo entrenamiento, a guwar de ese fuerte alcohol de varones que es la gloria, pierde la cabeza irremediablemente”. De ese alcohol de varones y del mítico suicidio hablaría también, años más tarde, el relato Muerte en la cancha, de Eduardo Galeano.

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El 13 de julio de 1930, sin relación alguna entre el suicidio del medio centro y la competición universal que se inauguraba, se jugó en el ewadio del Parque Central el primer partido de toda la hiworia de los mundiales de fútbol. Se enfrentaron Ewados Unidos y Bélgica. Así que puede decirse que el primer balón del primer mundial comenzó a rodar desde el lugar exaeo donde Abdón cayera muerto, desde aquel círculo central en el que el medio centro decidió jugar su último partido, eternizarse en el centro del mundo, de su mundo.

El País, 31/05/08

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Juan Polti, half-back Horacio Quiroga

uando un muchacho llega, por a o b, y sin previo entrenamiento, a guwar de ese fuerte alcohol de varones que es la gloria, pierde la cabeza irremisiblemente. Es un paraíso demasiado artificial para su joven corazón. A veces pierde algo más, que después se encuentra en la liwa de defunciones. Tal es el caso de Juan Polti, half-back del Nacional de Montevideo. Como entrenamiento en el juego, el muchacho lo tenía a conciencia. Tenía además, una cabeza muy dura, y ponía el

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cuerpo rígido como un taco al saltar; por lo cual jugaba al billar con la pelota, lanzándola de corrida hawa el mismo goal. Polti tenía veinte años, y había pisado la cancha a los quince, en un ignorado club de quinta categoría. Pero alguien del Nacional lo vio cabecear, comunicándolo enseguida a su gente. El Nacional lo contrató, y Polti fue feliz. Al muchacho le sobraba, naturalmente, fuego, y ewe brusco salto en la senda de la gloria lo hizo girar sobre sí mismo como un torbellino. Llegar desde una portería de juzgado a un ministerio es cosa que razonablemente puede marear; pero dormirse forward de un club desconocido y despertar half-back del Nacional, toca en lo delirante. Polti deliraba, pateaba, y aprendía frases de efeeo: –Yo, señor presidente, quiero honrar el baldón que me han confiado. Él quería decir blasón, pero lo mismo daba, dado que el muchacho valía en la cancha lo que

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una o dos docenas de profesores en sus respeeivas cátedras. Sabía apenas escribir, y se le consiguió un empleo de archiviwa con 50 pesos oro. Dragoneaba furtivamente con mayor o menor lujo de palabras rebuscadas, y adquirió una novia en forma, con madre, hermanas y una casa que él visitaba. La gloria lo circundaba como un halo. –El día que no me encuentre más en forma –decía–, me pego un tiro. Una cabeza que piensa poco, y se usa, en cambio, como suela de taco de billar para recibir y contralanzar una pelota de football que llega como una bala, puede convertirse en un caracol sonante, donde el tronar de los aplausos repercute más de lo debido. Hay pequeñas roturas, pequeñas congewiones, y el rewo. El half-back cabeceaba toda una tarde de internacional. Sus cabezazos eran tan eficaces como las patadas del team entero. Tenía tres pies; éwa era su ventaja.

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Pues bien: un día, Polti comenzó a decaer. Nada muy sensible; pero la pelota partía demasiado a la derecha o demasiado a la izquierda; o demasiado alto; o tomaba demasiado efeeo. Cosas éwas todas que no engañaban a nadie sobre la decadencia del gran half-back. Sólo él se engañaba, y no era tarea amable hacérselo notar. Corrió un año más, y la comisión se decidió al fin a reemplazarlo. Medida dura, si las hay, y que un club mawica meses enteros, porque es algo que llega al corazón de un muchacho que durante cuatro años ha sido la gloria de su field. Cómo lo supo Polti antes de serle comunicado, o cómo lo previó —lo que es más posible–, son cosas que ignoramos. Pero lo cierto es que una noche el half-back salió contento de casa de su novia, porque había logrado convencer a todos de que debía casarse el 3 del mes entrante, y no otro día. El 3 cumplía años ella, y se acabó. Así fueron informados los muchachos esa misma noche en el club, por donde pasó Polti ha-

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cia media noche. Ewuvo alegre y decidor como siempre. Ewuvo un cuarto de hora, y después de confrontar, reloj en mano, la hora del último tranvía a la Unión, salió. Ewo es lo que se sabe de esa noche. Pero esa madrugada fue hallado el cuerpo del half-back acowado en la cancha, con el lado izquierdo del saco un poco levantado, y la mano derecha oculta bajo el saco. En la mano izquierda apretaba un papel, donde se leía: “Querido doeor y presidente: Le recomiendo a mi vieja y a mi novia. Uwed sabe, mi querido doeor, por qué hago ewo. ¡Viva el club Nacional!”. Y más abajo, ewos versos: “Que siempre ewé adelante el club para nosotros anhelo Yo doy mi sangre por todos mis compañeros, ahora y siempre el club gigante ¡Viva el club Nacional!”

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El entierro del half-back Juan Polti no tuvo, como acompañamiento de conwernación, sino dos precedentes en Montevideo. Porque lo que llevaban a pulso por espacio de una legua era el cadáver de una criatura fulminada por la gloria, para resiwir la cual es menewer haber sufrido mucho tras su conquiwa. Nada, menos que la gloria, es gratuito. Y si se la obtiene así, se paga fatalmente con el ridículo, o con un revólver sobre el corazón.

Revista Atlántida, Buenos Aires, año i, nº 11, 16 de mayo, 1918

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Muerte en la cancha Eduardo Galeano

bdón Porte defendió la camiseta del club uruguayo Nacional durante más de doscientos partidos, a lo largo de cuatro años, siempre aplaudido, a veces ovacionado, hawa que se le acabó la buena ewrella. Entonces lo sacaron del equipo titular. Esperó, pidió volver, volvió. Pero no había caso, la mala racha seguía, la gente lo silbaba: en la defensa, se le escapaban hawa las tortugas; en el ataque, no embocaba una.

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Al fin del verano de 1918, en el ewadio del club Nacional, Abdón Porte se mató. Se pegó un balazo a medianoche, en el centro de la cancha donde había sido querido. Ewaban todas las luces apagadas. Nadie escuchó el disparo. Lo encontraron al amanecer. En una mano tenía el revólver y en la otra una carta.

El fútbol a sol y sombra, Madrid, Ed. Siglo xxi, 1995

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Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948) es uno de los escritores europeos más importantes del momento. Sus libros, empapados de literatura, traspasan las fronteras de los géneros. Algunos de ellos son: Historia abreviada de la literatura portátil (1985); Suicidios ejemplares (1991); El viaje vertical (1999), Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos; Bartleby y compañía (2000), Premio Ciudad de Barcelona 2001 y Prix du Meilleur Livre Étranger 2002; El mal de Montano (2002), Premio Herralde, Prix Médicis - Roman Étranger 2003, Premio Nacional de la Crítica 2003; París no se acaba nunca (2003); Doctor Pasavento (2005), Premio de la Real Academia Española 2006, y Exploradores del abismo (2007). Dietario voluble (2008) es su último libro.

777 Horacio Quiroga es un escritor argentino que nació en Uruguay (Salto, 1878). Fue profesor, fotógrafo, juez de paz, periodista, poeta (Los arrecifes de coral, 1901), novelista (Historia de un amor turbio, 1908, y Pasado amor, 1929), dramaturgo (Las sacrificadas, 1920) y sobre todo cuentista. Gran lector y admirador de Poe y Leopoldo Lugones, fue agrupando sus relatos en sucesivas entregas, tales como: Cuentos de amor, de locura y de muerte (1917), Cuentos de la selva (1918), Anaconda (1921), El desierto (1924), Los desterrados (1926) y Más allá (1935), su último libro de cuentos. Tras una vida llena de sobresaltos, acortó la agonía de un cáncer gástrico con una ingestión de cianuro. Tenía 58 años.

777 Eduardo Galeano (Montevideo, 1940) es un autor imprescindible de la literatura en español. En sus textos se mezclan el periodismo, la poesía, la narración, la historia y el ensayo. Las venas abiertas de América Latina (1971), El libro de los abrazos (1989), Patas arriba (1998), Bocas del tiempo (2004) o Espejos, una historia casi universal (2008), su última obra, son títulos destacados de su extensa bibliografía. A su pasión por


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el fútbol ha dedicado dos libros: Su majestad el fútbol (1968) y El fútbol a sol y sombra (1985). Ha sido traducido a más de veinte idiomas y posee premios como Casas de las Américas (Cuba), America Book Award (Estados Unidos), de la Fundación Lannan (Estados Unidos) o la Medalla de Oro del Círculo de Bellas Artes de Madrid.

777 Gonzalo Suárez (Oviedo, 1934) es director de cine y televisión, escritor, autor teatral, actor y pintor. Un día, cuando se despertó, era Martín Girard, periodista deportivo de la Barcelona de los últimos años 60. La suela de mis zapatos (2006) es una recopilación actualizada de aquel cronista. Antes dio títulos para el cine como Oviedo Exprés (2007), El candidato (2002), El portero (2000), Mi nombre es sombra (1996), El detective y la muerte (1994) y Remando al viento (1988). Y para la literatura, Ciudadano Sade (1999), Gorila en Hollywood (1980), Operación Doble Dos (1979), Rocabruno bate a Ditirambo (1966) o De cuerpo presente (1963). Tiene, entre otros, el Premio Nacional de Cinematografía, la Medalla de Oro de Bellas Artes, la Concha de Plata del Festival de San Sebastián y el Goya al mejor director.

777 Javier Pagola (San Sebastián, 1955) es pintor. Ha realizado más de cien exposiciones y su obra forma parte de importantes colecciones (entre ellas, Museo de Bellas Artes de Roma, Colección FundescoTelefónica, Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona, Fundación Juan March y Fundación Antonio Pérez). Javier Pagola utiliza para sus creaciones plásticas elementos propios del cómic, de los dibujos animados, la caricatura y el grafitti, y sus personajes habitan un mundo de fantasía existencialista lleno de sugerencias. Sus dibujos han iluminado durante años las páginas de los suplementos culturales de ABC y La Vanguardia y ha ilustrado, entre otros libros, las ediciones del Círculo de Lectores de Gargantúa y Pantagruel (1994) y El mago de Oz (2000).


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Morir de fútbol es un homenaje a este deporte el año en que la Real Federación Española de Fútbol cumple su primer centenario. Se acabó de imprimir el 19 de noviembre de 2009, fewividad de San Abdías. Conwa la edición de 1.000 ejemplares, 100 de ellos numerados del 1 al 100 y acompañados de un grabado original de Javier Pagola.

compuesto con las familias tipográficas dtl Fleischmann y Bodoni Ornaments ¶ impreso en Brizzolis ¶ sobre papel Saville Row Plain ¶ encuadernado en Ramos.


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Ilustraciรณn de Julio Mรกlaga Grenet para el cuento de Horacio Quiroga en la revista Atlรกntida de Buenos Aires, 1918



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