Archipielago No. 14

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a certificar la negación de ese papel discriminatorio que venía ejerciendo la Universidad pública en las sociedades democráticas. Zygmunt Bauman, el filósofo de la modernidad líquida, recordaba una idea de Claus Offe donde apuntaba que las sociedades complejas «se han vuelto tan rígidas que el mero intento de renovar o pensar normativamente su orden […] está virtualmente obturado en función de su futilidad práctica y, por lo tanto, de su inutilidad esencial». Efectivamente, el mero hecho de pensar desde un espacio teórico el papel de la Universidad en una sociedad altamente tecnificada es rechazado por su «inutilidad esencial», y sin embargo dicho pensamiento supone una profunda crítica contra la practicidad de dicha sociedad tecnificada. Se pregunta ahora una y otra vez, qué respuesta da la Universidad ante la crisis del sistema social y económico que estamos viviendo, cuál es el papel de la Universidad en tiempos de crisis como los que nos toca vivir (sin tener en cuenta que la crisis, concebida como cambio continuo, es el estado en que se desarrolla nuestra existencia). La Universidad lleva

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enunciando su respuesta de modo machacón desde hace por lo menos medio siglo, si no mucho más, pero la sociedad tecnocrática del capitalismo avanzado ha preferido borrar los espacios teóricos desde donde esa respuesta se enunciaba, por su «futilidad práctica», mediante un progresivo desarme ideológico (la Universidad está habitada por utopistas que muerden la mano que los alimenta), un desarme social (no cumple el papel social para la que se formó) y económico (sus enseñanzas no son rentables económicamente). Frente al rodillo de los beneficios económicos a corto plazo, en un sistema que está demostrando a las claras que resulta insolvente para manejarse con el mundo contemporáneo, para construir un mundo más justo y solidario, la Universidad lleva años clamando en el desierto con un pensamiento crítico, con un constante «no, no era esto», que reivindica el lugar y la importancia de los espacios teóricos, de los espacios de reflexión teórica, frente a la supuesta practicidad de un mundo altamente tecnificado, que no trata de formar ciudadanos sino de instruir a trabajadores alienados, productoresconsumidores con una conciencia

acrítica, que inmolar, como en Metrópolis, la película de Fritz Lang, al gran dios Moloch, al gran dios de la productividad y el consumo, que sustenta su propio sistema. A la Universidad se la ha recluido tácticamente al margen de la sociedad, y se la ha acusado del escaso rendimiento social de los saberes que impartía. Quizás haya llegado ya la hora de demostrar el verdadero rendimiento social de ese conocimiento, que el valor del espacio teórico que construye la Universidad consiste en intentar no participar directamente de la dinámica mercantilista que sustenta una sociedad tecnocrática basada en el beneficio económico cortoplacista, que olvida la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos, los valores de solidaridad e igualdad en que ha de construirse una verdadera sociedad democrática; definir el saber desde perspectivas que no se pliegan a esos valores económicos, sino que invocan otros: los de la posesión democrática del saber y de la cultura; los del derecho a participar en las redes de desarrollo, transformación y transferencia del conocimiento; los del derecho democrático a definir el saber desde otros lugares. Marcel Gauchet se quejaba hace unas semanas de la vacuidad de una reforma universitaria, como la emprendida en Francia por Sarkozy, que no atiende a las verdaderas cuestiones de fondo. Quizás sea hora, como planteaba Gauchet en sus palabras, de cuestionar la redefinición del saber que se lleva a cabo desde el neo-liberalismo. El saber no debería definirse en términos de desarrollo y beneficio económico, de productividad social medida en términos dinerarios, puesto que ya hemos visto el fracaso del sistema que sustenta dicha definición del saber; el saber debería definirse en términos de construcción de


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