Ánima Barda Nº8 Oct-Nov 2012

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La revista de relatos de ficción

Oct. - Nov. 2012 La revista es de publicación mensual y se edita en Madrid, España. ISSN 2254-0466 Editor J. R. Plana Ayudante ed. Cristina Miguel Ilustración, diseño y maquetación J. R. Plana Ánima Barda es una publicación independiente, todos los autores colaboran de forma desinteresada y voluntaria. La revista no se hace responsable de las opiniones de los autores. Copyright © 2012 Jorge R. Plana, de la revista y todo su contenido. Todos los derechos reservados; reproducción prohibida sin previa autorización. Búscanos en las redes sociales @animabarda www.facebook.com/ AnimaBarda Anima Barda (g +)

Pulp Magazine www.animabarda.com Relatos cortos UNFORGETTABLE • Ciencia Ficción Carlos J. Eguren Hernández EL MALETÍN • Noir Eleazar Herrera

Núm. VIII

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Especial Halloween LA MANSIÓN RICHFIRE • Terror Erótico Cris Miguel EL ÁTICO • Terror J. R. Plana UN BOSQUE DE SANGRE • Terror Carlos J. Eguren Hernández ENANO DE JARDÍN • Terror Cris Miguel DESPACHO S-193 • Terror J. R. Plana IGNORANCIA • Terror Diego Fernández Villaverde EL CUADRO DE LOS BRADBURY • Terror Ramón Plana LA LUNA • Terror Cris Miguel OJO DE PIEDRA • Terror Eleazar Herrera

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El resto UNAS PALABRAS DEL JEFE • Editorial J. R. Plana

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UNAS PALABRAS DEL JEFE

Culpables E

J. R. Plana

n julio de este año, George R.R. Martin estuvo unos días en España. Durante su gira por aquí, el periodista Álvaro Ruiz pudo charlar con él en uno de esos maratonianos días de encuentros. Álvaro utilizó su última pregunta para pedir un consejo que ayude a los jóvenes escritores. Esta es la transcripción literal de la respuesta del escritor: “No se cómo es en España el mercado ni las perspectivas que hay, pero para alguien que trabaje en inglés mi consejo es siempre empezar por historias cortas. Todavía hay un mercado viable para la escritura en inglés en fantasía y ciencia ficción. No se empieza con un libro grande o una saga de siete libros. Empiezas con una buena historia corta y la vendes a una revista especializada. Escribes otra y la vendes. Acabas escribiendo una historia corta al mes durante un par de años y vendes todas las que puedes hasta hacerte con un nombre y aprender los pequeños trucos del gremio. Tienes que aprender tu arte, tu trabajo. Hay que hacer experimentos con estas historias. Escribir una en primera persona, otra en tiempo presente, utilizar tres puntos de vista… usar técnicas y ver cómo te acomodas a ellas y ver qué funciona y lo que no. Obtendrás fracasos, pero es un buen lugar para seguir aprendiendo y cuando llegue el momento de escribir una novela, tienes la experiencia y conocimiento para hacerlo. ¿Hay un mercado en España? ¿No hay revistas? ¿No? Entonces mis consejos no valen para mucho”. El sr. Martin y yo, además de en el nombre, coincidimos en la visión sobre el relato. La pena es que no coincidamos también en panorama cultural... Lo cierto es que en España sí hay revistas especializadas, pero son pocas, casi todas digitales y de bajo (o nulo, como la nuestra) presupuesto. Con lo cual vamos tachando lo de “vender”. Y claro, la falta de presupuesto normalmente va unida a la falta de publicidad, que lleva, a su vez, a un bajo nivel

de difusión, así que puedes tachar también lo de hacerse un nombre. Surgen preguntas. ¿Por qué no hay revistas de relatos? Bueno, los pulp se extinguieron porque la tele, el cine y los cómics se los comieron. Luego hubo intentos por el camino, pero no cuajaron.¿A quién señalamos? ¿Sobre quién recae el peso de haber echado a perder esto? Creo que aquí tienen culpa todos, que se convierte en un círculo vicioso que engorda cada vez más. Estos son los tres acusados: Los que ponen la pasta: la gente que tiene dinero para invertir (y cuando digo dinero no hablo de unos ahorrillos, sino de la pasta que mueve el mundo) no quiere dejarse los cuartos en cosas que no rentan, y las revistas pulp y los relatos perdieron su empuje hace un tiempo, en parte por no invertir dinero y atención, y en parte porque miles de personas no compraban historias cortas. Obviamente, prefieren usar las perras en producir libros que se vendan como churros y en tapa dura, que es lo que da guita de verdad (y a pesar de eso el asunto está mal, así que imaginen). No se les puede culpar de todo, pues al fin y al cabo su trabajo es buscar rentabilidad para el negocio, y eso lo hacen bien. Aunque quizá sí se les puede culpar de otras cosas, cosas que tienen que ver con la literatura y los libros de verdad, con que les interese realmente ese mundo. Pero eso mejor otro día. En cualquier caso, creo que si se ponen de acuerdo y hay interés por el tema, se puede hacer que se vuelvan a poner de moda los re-

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UNAS PALABRAS DEL JEFE latos. Aunque no ahora, desde luego. Los que escriben: la autoedición, Internet y, últimamente, la crisis, son, a mi juicio, los causantes de una proliferación de aspirantes a escritores que, si bien es posible que hayan existido siempre, nunca habían tenido tanta “voz” y “visibilidad”. O más bien, nunca habían hecho tanto ruido. Buscan el refugio de una profesión atractiva, con aire bohemio y en la que, a su juicio, no hay títulos, formación o cortapisas. Esto en principio debería ser bueno, pues significa que la cultura aumenta. Sin embargo, el aumento de la cantidad pocas veces va asociado al aumento de la calidad, y lo que nos encontramos es una marea incesante de gente con poca base cultural y literaria, pobre manejo de la lengua y nulo interés sincero y práctico por mejorar y aprender. Como bien dice George, no empiezas a escribir con una saga de siete libros. Parece un poco de Perogrullo. Primero haces un relato, luego otro. Coges el ritmo, aprendes el oficio, lees un montón y poco a poco te vas ganando el difícil sobrenombre de escritor. Si una historia corta sale mal, no te cuesta nada rehacerla, replantearla, cambiar el estilo. O hacer otra de cero. Esto no se puede hacer igual con una novela. O sea, que, en principio, empezar con relatos es lo suyo. Bueno, bien, pues no. Lo normal es tirarte de cabeza a escribir un libro, a ser posible una saga, y mejor si es de algo en lo que no tienes práctica, cuesta un montón documentarse y no tenga sentido, como una novela fantástico-histórica ambientada en la edad media. Esta falta de conocimiento provoca muchas cosas, pero dos que nos interesan a estos efectos: uno, que cada vez sean menos los “autores” que se dedican seriamente en sus inicios al relato (algo considerado antes indispensable), tanto por desconocimiento como por desinterés; y dos, que los lectores no se lo tomen en serio. Ni a los relatos ni a los escritores. Y luego, para engordar más el tema, están esa clase de escritores (que por desgracia venden) que son a la calidad literaria lo que Telecinco

a la decencia, el buen gusto y la vergüenza torera. Vamos, que “escriben” libros como el que se compra una bolsa de pipas, porque pasaba por allí, le apetecían y había un puesto a mano. Y las cáscaras al suelo. O al panorama cultural, que viene a ser lo mismo. Al fin y al cabo, para ser escritor basta con que te saquen un libro. Basta con aprender a juntar las palabras. “Mira mamá, perro en inglés se dice dog, ¡ya sé idiomas!”. Los que leen: si ya les cuesta acertar a los que estudian las tendencias del mercado, yo no me atrevo a hacer análisis de ningún tipo. Pero a lo que sí me atrevo es a decir lo que creo. Creo que la gente en España lee poco y compra menos, y que lo poco que se lee y compra es sota, caballo y rey. Quizá se compra menos porque cada vez es más caro. Creo que la gente en España juzga mal a los relatos, que prefieren leer (a su juicio) “un buen libro” antes que tres relatos, no sé si por problemas de temática, porque implican un riesgo a la hora de que te guste o no o porque prefieren historias más “elaboradas”, lo que quiere decir historias más largas. Creo que aquí somos muy de histórica, muy de costumbres, muy de política, muy de testimonio. Y esto en sí no es malo, pero sí cuando va en detrimento de todo lo que requiere imaginación. Al fin y al cabo, Homero, Virgilio, Las mil y una noches, El Quijote, Shakespeare… no entran en los géneros anteriores, ¿verdad? Creo que se ha perdido el amor por la lectura y la capacidad de análisis. Y aún nadie ha conseguido demostrarme lo contrario. Me gustan los relatos. Son a las novelas lo que un puñetazo en la cara a una carga de infantería. La última la sueles ver venir. El primero casi siempre te coge por sorpresa. Y también me gustan para escribir. Son algo esencial a la hora de curtirte, además de que pueden llegar a presentar una gran complejidad. El por qué se los denuesta tanto es y será para mí un misterio. O a lo mejor es algo simple y antiguo: el puro desconocimiento.

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UNFORGETTABLE

UNFORGETTABLE por Carlos J. Eguren Hernández Un anciano empieza a ser perseguido por una especie de organismo secreto (¿buenos o malos?) que buscan unos recuerdos que no son suyos. Sin embargo, el viejo parece no acordarse de nada... Incluida su propia vida.

“Unforgettable, that’s what you are. Unforgettable though near or far. Like a song of love that clings to me. How the thought of you does things to me. Never before has someone been more […]”. Unforgettable de Nat King Cole.

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CARLOS J. EGUREN HERNÁNDEZ

F

ue despertar de la inconsciencia para atontarse con tantas preguntas. —¿Está despierto? ¿Está con nosotros? Sí, así es. Soy Don Gris, un agente a servicio secreto del gobierno y quiero saber qué sabe de nosotros, señor Hinds. ¿Qué esconden tantas arrugas? A lo que el viejecillo respondió con cara de extrañeza: —¡¿Qué?! ¿Puede repetir? ¿Puede hablar más alto? ¡A los jóvenes de ahora no se les entiende nada! La mayoría de las veces hizo aquello de no escuchar por necesidad (estaba algo sordo), la otra mitad por fastidiar a la gente vestida con trajes y caras largas. Era tan irrespetuosa… ¿Por qué le preguntaban tantas cosas? El anciano acababa de recuperarse de una operación. Se encontraba en aquella habitación blanquecina junto a un hombre que no conocía de nada y que le fulminaba a preguntas. Y no, no era un concurso de holotelevisión. ¿Por qué no habían enviado, al menos, a una enfermera sexi? Don Gris miró a Doña Gris. Ambos se encogieron de hombros. Ella ya lo había dicho antes: “Creo que otros se han trabajado ya al viejo este y le han robado todo lo que sabía”. Don no estaba dispuesto a creerlo aún, había hecho un curso de tres meses para ser incrédulo. Doña Gris marchó a por un café, mientras Don Gris seguía con su asedio. —Señor Hinds, el pasado cuatro de octubre, a las doce y treinta y dos, compró un rememorador en un mercadillo de las afueras de la ciudad, regentado por Bloom, el Ladrón de Cuerpos. Sabemos todo. —Es que estoy sin blanca. —¿Disculpe? —¡QUE ME LO COMPRÉ EN UN MERCADILLO PORQUE ESTOY SIN BLANCA! ¿Cree que la pensión me da para repararme? ¡El año pasado vendí un riñón a cambio de la cadera nueva! —No es eso a por lo que he venido… —¿Por qué me hace perder el tiempo entonces?

Don Gris sacudió el rostro. Vaya, aquello pintaba especialmente difícil. Había sido preparado para interrogar a tipejos que eran moles de músculos y se habían arrancado la lengua para no decir nada, pero el paciente Hinds parecía más complicado. —Señor Hinds, usted compró un rememorador que no estaba en blanco. Ni siquiera fue reiniciado. Ese grabador y visor tenía recuerdos de su antiguo portador. Perteneció a Don Rosa que… —¡Qué nombre más ridículo! ¿Ya no os ponen nombres de verdad? ¡Es vergonzoso! Don negó con la cabeza. Tenía que continuar. No podía ser vencido en un duelo contra un abuelito. —Escúcheme, señor Hinds. Le advierto de que esto no es broma. —¿Qué? Repita… Gris admitió que tenía que perfeccionar su técnica si quería descubrir la verdad. Debía dar algo más para empujar al viejo a la confesión. —Don Rosa era un agente doble. Estaba vendiendo secretos de estado al enemigo. No sabemos cuántos ni a quién exactamente, pero al enemigo. >>Nuestros agentes abatieron a Don Rosa. Por desgracia, cayó a un río y los miembros de la organización que le dieron la baja no fueron a por el cadáver, porque su turno laboral había concluido... Ya se imaginará usted cómo está la burocracia, supongo que pidió fecha para esta intervención hace tiempo. Tuvo que ser la lotería. >>Sea como sea, los Merodeadores encontraron el cuerpo de Don Rosa antes que el escuadrón que comenzaba su turno. Esos basureros sacaron todo lo necesario del cadáver, todo lo que pudieran vender: unos pulmones por aquí, unos litros de sangre por allá… Y entre ellos, el rememorador que llegó a usted. Lo necesitamos, señor Hinds. ¿Comprende que el destino del mundo libre depende de usted? La respuesta del viejillo, algo distraído mientras leía la guía de la holotelevisión, fue:

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UNFORGETTABLE —Ajá, prosiga. —¿Qué? ¿Cómo que prosiga, señor Hinds? ¡Ya le he dicho todo! El anciano bajó el libro y miró a través de sus gafas de pasta al caballero del traje. —Ah… Eh… ¿El qué? —¡Maldita sea, señor Hinds!— exclamó Don Gris. Caminaba de un lado a otro, como un hámster en una rueda. Se le acababan los métodos—. ¡Sabía que me enfrentaba a un agente encubierto veterano, pero no sabía que se les enseñase tan bien! La explosión de ira de Don Gris no llegó hasta el mayor, que simplemente preguntó: —¿Es usted el enfermero? ¡Prefiero una enfermera! Jovencita, pelirroja a poder ser, y con… —¡Señor Hinds, no se burle de mí! Usted esquivó a todo el equipo de rastreo más de cuarenta veces. ¿Cómo se explica sus habilidades si no es porque es usted un agente? ¿Cómo fue capaz de ir de su casa hasta esa maldita estación sin que le pillásemos? —Uso el autobús y muchos sombreros distintos. Don Gris resopló: —¡No pudo ser tan fácil! Sé que la crisis ha mermado nuestros efectivos, sé que me equivoqué al intentar quitarle la cara pensando que era una máscara, pero… —¿Me trae un vaso de agua, enfermera machona? Don Gris tomó aire, profundamente. No sabía qué hacer. Pero hizo aquello para lo que preparan a los suyos: obedecer. Se acercó a una jarra de agua e insertó las monedas de rigor por cada gota (la sanidad es de todos). Miró a su alrededor. Todo estaba rodeado de la blancura aséptica de un hospital. Olía a lejía. Es la manera más inteligente de que los moribundos no hiedan. Llenó el vaso de agua y se lo acercó al anciano, que bebió un sorbo. Sus manos temblaban un poco. Aquel señor de ochenta años era un enigma para Don Gris: ¿cómo un tipo tan peligroso se escondía tras la fachada de un anciano bonachón, con bigotillo, medio calvo

y ojos vivarachos y todo eso? ¿Cómo? —Señor Hinds, no me gustaría empezar con la tortura, pero es la única opción que me está dejando… —¿Me puede poner la tele, jovencita? Antes de que Don Gris dijese algo más (que, lo más seguro, es que hubiera sido una palabrota), la puerta de la habitación se abrió. Por desgracia para Hinds, no era alguna enfermera de buen ver, sino aquella mujer con blusa, chaqueta, falda larga y zapatos casi negros. Don Gris no le prestó atención a la que él llamaba la Víbora. Doña Gris había vuelto y parecía traer varias carpetas consigo. El agente secreto se centró en Hinds. —Señor Hinds, necesito que me diga la verdad o empezaré a… —Don Gris, tenemos que hablar sobre esto. Eso lo dijo Doña Gris, que parecía que iba a soltar alguna bobada. —Estoy a punto de sacarle la información, Doña. Espera un momento. El señor Hinds está a punto de contarme todo. Diga, señor Hinds, ¿para quién trabaja? Hinds frunció el ceño. —¡No trabajo para nadie! ¡Estoy jubilado! ¡Su gobierno no hará campaña conmigo para la Segunda Vez, no volveré a trabajar tras jubilarme, leñe! ¡Yo llevaba trabajando cincuenta años cuando sus mamás aún les ponían pañales, maldita sea! Don Gris dio una patada a la silla más cercana mientras Doña Gris se acercaba a él. —No me pases nada por la cara, Doña. Te lo dejo claro… —Tengo que hacerlo, Don. He conseguido varios informes médicos sobre Hinds. Uno hecho por nosotros. Todo contrastado, ninguno falso. ¿Sabes de qué han operado a Hinds? —¡Yo qué sé! ¡Soy agente, no un maldito vidente! Debe ser de alguna gilipollez de esas que tienen los abuelos… ¡Joder! Hubo un golpe, los agentes desenfundaron sus pistolas y rodaron por el suelo. Contemplaron el proyectil que les habían lanzado. Era una peligrosa… babucha. El señor Hinds

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CARLOS J. EGUREN HERNÁNDEZ se la había tirado. —¡En mi casa nadie habla así, muchacho! ¡Cuida esa lengua o te la limpiaré con jabón, lejía y un buen estropajo! Don Gris deseó estrangular al viejo, pero Doña Gris tenía algo que decirle y fue bastante clara. —Don Gris, el señor Hinds se acaba de retirar un implante, un rememorador. Argumentó que lo estaba volviendo loco. Ese cachivache hace que sea imposible olvidar. Todo lo que vivimos es grabado y se puede disfrutar en cualquier momento de nuevo, con completa exactitud. Borramos la nostalgia del diccionario. —¿Por qué me lo dices como si no llevásemos uno, Doña? —Porque, Don, el señor Hinds seguramente ya no lo recuerde. Se lo implantó creyendo que recordaría así su pasado. No comprende que recupera los recuerdos a partir de que se implanta ese aparato. Se graba desde ahí. Los recuerdos anteriores se pierden. —Perder recuerdos… Eso debe ser un horror —dijo Don Gris. Llevaba el rememorador desde que era un bebé. —Sea como sea, ya no se acordará de nada. —¿Por qué? ¿Vais a usar alguna de esas máquinas que inducen el olvido o…? —El señor Hinds tiene Alzheimer, Don Gris. Se olvida hasta de su nombre, cómo vestirse o hablar. No recordará todo lo que ha pasado aquí, los hechos que le llevaron hasta aquí. >>Prisionero del olvido, quiso un rememorador. Lo malo es que era de segunda mano, buscado por nosotros, y el señor Hinds ni siquiera recuperó sus pensamientos antiguos. —Quieres decir que… —No recuerda nada, Don Gris. Todo desaparecerá. Si olvidar te bendice, este hombre es un santo. Don Gris miró al anciano. Sintió cierta tristeza por él. Hinds había comenzado a dormitar. Don no se despidió de él, tampoco Hinds recordaría que lo conoció al fin y al cabo. El agente secreto fue a por el rememorador

extirpado. El hospital lo había incinerado siguiendo su protocolo sobre cápsulas recordatorias. ¿Qué diantres sería lo que vio y vendió Don Rosa como para tener que matarlo y que toda la organización buscase sus recuerdos? Sería un secreto que ni el anciano podía recordar. Don Rosa tuvo que llevárselo a la tumba (submarina). Doña Gris se marchó poco después de que el señor Hinds despertase. El hombre mayor preguntó a una enfermera si alguien le había visitado, ella dijo que no. —Oh, me pareció ver a mi mujer y mi hijo. Son unos cabezotas, siempre discutiendo y… Olvidó lo que iba a decir. —Su mujer murió de un paro cardíaco hace cinco meses y su hijo hace diez años en una de las guerras de la Federación. Tome esas medicinas y descanse, señor Hinds. Olvide todo lo demás. “Eso… Eso se me da bien”, pensó decir… Pero no encontraba las palabras, parecía que se habían ido de vacaciones lejos de su mente. El anciano se quedó desconcertado. ¿Qué estaba haciendo allí? *** El paciente Hinds fue dado de alta a primera hora del día siguiente. El hospital estaba superpoblado y no necesitaban más inquilinos. El anciano hizo varias preguntas, pero nadie se las respondió. Era más mayor que la media de la población, era un trasto para muchos y, como tal, lo trataban. Estaba angustiado. Sentía miedo. ¿A dónde ir? ¿Dónde estaba su casa? ¿Qué tenía que hacer ahora? ¿Podía llamar a alguien? ¿Dónde podían ayudarle? Cogió su abrigo y su sombrero. Quería serenarse. Se llevó las manos a los bolsillos para buscar un pañuelo y, entre papeles de pastillas de azúcar, encontró un papelillo con una dirección. Seguramente, tendría que ir allí.

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UNFORGETTABLE No sabía a dónde ni muy bien cómo, pero si tenía la dirección debía ser por algo. *** Un día después, el señor Hinds llegó a una playa. Era una tranquila tarde de otoño. Sabía el nombre de aquel melancólico sitio no porque lo recordase, sino simplemente por la nota. Sólo sabía que quería ir allí. ¿Por qué? Eso ya se le escapaba. Se sintió cansado tras el viaje. Se sentó en un viejo banco, junto a la arena. Emitió el leve gemido de unos huesos desgastados por la vida. Sus pequeños ojos observaron las olas, mientras el sol caía. No sabía por qué, pero quería hacerlo. Era una corazonada, algo que le impulsaba a hacerlo. De pronto, sonrió tras mucho tiempo sin hacerlo. El anciano rebuscó en sus bolsillos. ¿Tendría algo de comer? Encontró un papel, lo observó, le costaba leerlo. Era la dirección, no había más. ¿Por qué había querido ir ahí desde hacía tantísimo tiempo? ¿Qué le llevó a querer ir a aquel sitio tan lejano? ¿Qué significaba para él? ¿Por qué tuvo aquella corazonada? No terminó de entenderlo. Se empezó a olvidar de las preguntas a la par que sus ojos reflejaban el vaivén de las olas, arrastrando las hojas de otoño de algunos árboles cercanos. Aquella visión le entretuvo sobremanera. Los pensamientos se alejaron. Sonrió. Algo cayó del bolsillo de su chaqueta. Lo arrastró una corriente de aire, como si fuera un papelillo más. La ráfaga fue el sinónimo del tiempo llevándose cualquier viejo recuerdo, como aquel que no era suyo sobre unas bombas atómicas que volarían al amanecer. Eso no le importaba. Lo que cayó fue una foto antigua. No de las primeras holográficas, que estaban tan de moda desde hacía décadas. ¡Era papel! Toda una reliquia. La imagen mostrada era estática. El color se resentía, pero era clara aún: había un hombre y una mujer en una playa. Eran jóve-

nes y lucían grandes sonrisas. Buscaban ser el equivalente de la palabra “feliz” en vida. Ambos sentados en un banco, junto a la arena, observando de vez en cuando el vaivén hipnótico de las olas, mientras el sol caía. Un momento inolvidable, gracias a una vieja foto y muchos sentimientos más. La brisa cálida hizo girar la fotografía. Detrás, había una pequeña anotación que decía: <<Aaron y Julia Hinds en nuestra luna de miel en la Playa del Ocaso, Urbe de las Afueras>>. De fondo, en un lugar cercano, comenzó a sonar una canción. El anciano no se acordó del nombre. Era Unforgettable de Nat King Cole. Tras ella, se hizo silencio y todo pareció olvidarse. “[…] Unforgettable in every way and forever more, that’s how you’ll stay. That’s why, darling, it’s incredible That someone so unforgettable Thinks that I am unforgettable too. Unforgettable in every way And forever more, that’s how you’ll stay. That’s why, darling, it’s incredible That someone so unforgettable Thinks that I am unforgettable too”.

Carlos J. Eguren @Carlos_Eguren

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ELEAZAR HERRERA

EL MALETÍN por Eleazar Herrera

Andrea tiene en su poder un maletín muy importante, pero desconoce lo que hay dentro. Él solo es un intermediario, un malpagado que acepta un encargo aparentemente sencillo. Entonces… ¡un, dos, tres!, y de repente ya no hay maletín, sino un plátano. Y después no habrá plátano, sino bolígrafo, agenda, palo, libro; el cambiazo es continuo e irritante. ¡Alguien ha metido a Andrea en un buen lío!

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EL MALETÍN

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ndrea camina con pasos rectos y cortos. Es un muchacho estoico que porta un maletín cerrado, negro y desconocido. Llévalo a la Sucursal, le dijeron. Llévalo a la Sucursal y te haremos rico. El misterioso encargo no conllevaba ninguna dificultad. Solo tenía que atravesar la avenida —que no eran más de quince minutos andando, y en un día soleado como aquel se agradecía el paseo—, entrar en el banco y depositar el maletín en el primer mostrador libre. Y luego sería rico. ¡Está fenomenal!, canturrea Andrea para sí mismo, elevando la vista al cielo azul y dejando que la brisa le acaricie el rostro. Está convencido de que es un trabajo fácil, y es verdad, pero no le han advertido de mi presencia. Ellos pensaron que sería mejor para él, para que no sospechara, para que anduviera tranquilo. No, aún no me ha visto. Sigo sus pasos unos metros por detrás. Me oculto tras las farolas más finas y tras las hojas de los árboles; me muevo con las sombras y espero, sobre todo espero, al momento de actuar. Andrea incluso se atreve a silbar. ¡Claro, hoy se hará rico! Porque tampoco le han comentado lo que ocurrirá si pierde el maletín. El negocio está perdiendo mucho; ahora obvian las amenazas y endulzan las recompensas, supongo que para animar al intermediario a realizar con éxito su misión. Pero luego vienen los lloros, las lamentaciones y los balazos en la sien. Y si supiera lo que hay dentro del maletín, jamás habría aceptado este trabajo. El joven dobla la esquina y se pierde un momento entre el gentío. La ciudad está en plena ebullición. El ruido de los coches, el humo de los tubos de escape, las palabras saltando de conversación en conversación. Me escondo en las espaldas de los transeúntes, calculando que Andrea llegará en menos de diez minutos al banco. Es hora de actuar. Hay ladrones sofisticados que utilizan silenciadores para acabar con las víctimas.

También existen los ladrones que entran con ametralladoras y se hacen con una piña de rehenes para conseguir lo que quieren. Y luego está la técnica del Jugador Secreto. Desfilo endiabladamente rápido entre las personas, zigzagueando sin rozar sus hombros, y me detengo justo detrás de Andrea. El maletín no se balancea, pues el muchacho lo tiene bien agarrado por el asa. En un abrir y cerrar de ojos, saco un reloj del bolsillo, abro su mano y se lo cambio por el maletín. Andrea no se inmuta y sigue caminando. El trabajo está hecho, pero soy muy puñetera. Quiero asustarle. Dejo caer el maletín al suelo y desaparezco entre la multitud. Lejos de nuevo, veo que un hombre trajeado se agacha y para a Andrea. —¿Este maletín es tuyo? Andrea palidece y asiente. Traga saliva. Casi puedo sentir la gota de sudor frío que desciende por su cuello como una silenciosa advertencia. Ha faltado poco, piensa. Le da las gracias sin apenas mover los labios y reanuda la marcha. Esta vez aferra el maletín con una fuerza inaudita, apretando el puño hasta hacerse daño. ¿Cómo ha podido pasar?, se pregunta mientras acelera el paso. ¡Ah, Andrea, ha sido tan fácil! ¡Y eres tan divertido! Necesito repetir. Me pego a él como si fuera su sombra, y en cierta manera lo soy, pues está tan concentrado en el maletín que apenas repara en mi presencia. Sus dedos se arremolinan en torno al hierro de las asas provocando que el maletín se meza violentamente. Andrea pierde los nervios con facilidad. De nuevo, ¡chas! Saco un plátano y se lo cambio por el maletín. No se entera. Abro y cierro su mano con suavidad, como si se tratara de una caricia. Esa es una de las claves para utilizar esta técnica: moverse al son de la víctima, ser aire, dejar que su miedo lo arrastre. Luego, claro está, faltan los años de entrenamiento. Pocos son los ladrones que se atreven con ella, pues hay que ponerse en el

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ELEAZAR HERRERA lugar del otro. En el fondo, es como si Andrea se hubiera robado a sí mismo. Me alejo y repito la operación. Quiero desestabilizarle, hacer que abandone su misión. Aunque hay algo en este chico —su ceño y sus labios fruncidos, que ahora rozan la obstinación— que me pondrá las cosas difíciles. Andrea se gira, llevándose al pecho el maletín. Está decidido a hacerse rico. Sus ojos chocan con los míos en un barrido circular, pero enseguida vuelve a mirar hacia delante. La fachada blanquecina de la Sucursal asoma entre dos bloques de viviendas, insuflando a Andrea la energía suficiente para echar a correr. Y yo voy detrás. El juego acaba aquí. Debo impedir que entre. Doy un pisotón en el suelo y me encaramo a los balcones hasta llegar a un ático de aspecto formal. El viento está de mi lado; casi puedo caminar por el cielo y saltar de un edificio a otro con más ímpetu del que debería. Una, dos, tres fachadas desfilan vertiginosamente por el rabillo de mi ojo, y ya estoy en la Sucursal. Inspiro hondo y desciendo despacio, como ingrávida, hasta la puerta. Un segundo después, Andrea choca contra mí y nuestros ojos vuelven a encontrarse. Él tiene el gesto torcido en una mueca de entendimiento. Sabe que yo le he dado todos esos sustos, le he tendido todas esas trampas. —Ahora solo puedo pedir que por favor me des el maletín y sigas con tu vida —comento sin cambiar un ápice de mi rostro. Él, como respuesta, da un paso hacia la derecha, y yo le sigo; da otro a la izquierda, y allí me tiene también. —Seríamos una buena pareja de baile. —¿Te apartas? —me pregunta. —No puedo. —Tengo que dejar este maletín allí. —Andrea cabecea hacia delante y se muerde el labio. —Lo comprendo, pero tengo órdenes de impedírtelo. Estamos aquí, hablando como dos viejos

amigos, mientras nuestras vidas penden de un hilo. —Yo… Tengo que pasar —murmura. —Necesitas el dinero, ¿verdad? Andrea levanta el mentón, dispuesto a impedir que sienta pena por él. La siento, sí, pero no por lo que parece. Alguien va a morir hoy. Él, si no cumple con su misión, o yo, si no cumplo con la mía. La encrucijada es horrible. —Me matarán si no entrego el maletín que llevas, Andrea. —¿Cómo sabes mi nombre? ¿Y cómo has llegado hasta aquí tan rápido, si hace apenas unos minutos estabas…? —barbota de pronto, consternado, volteando el rostro. Me aproximo hacia él hasta rozar la punta de su nariz con la mía. —Se llama El Jugador Secreto, y hoy no ha salido bien. Andrea se aparta, intercambiando varias miradas con la pared de la Sucursal y yo. Traga saliva otra vez. No entiende de qué estoy hablando, y cree que de haberlo sabido podría haber impedido todo esto. —Dame el maletín —le ordeno con voz tajante. —No. ¡No! —grita, tirándome al suelo de un empellón y corriendo hacia el interior de la Sucursal. Tendida en el suelo, le agarro del tobillo a tiempo y tiro de él, pero me alcanza con el pie como si fuera una coz. Me incorporo entre tosidos e intento arrebatarle el maletín. A las puertas del banco, nadie parece advertir el alboroto que estamos causando; nada interrumpe la rutina de los oficinistas, ni siquiera el peor de los altercados. Andrea y yo tiramos cada uno de un lado del maletín. Es curioso. Ambos peleamos por un maletín cuyo interior desconocemos. ¿Y si está vacío? ¿Y si solo hay un ridículo papeleo entre corruptos? ¿Qué hacemos manchándonos las manos por otras personas? El dinero. Es el puto dinero. He vendido mi técnica por dinero. El Jugador Secreto ya no es seguro.

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EL MALETÍN No... Dejo caer mi as en la manga. Un segundo maletón, idéntico, cae con estrépito al suelo. Andrea primero mira el suyo, asegurándose de que sigue en su mano, y luego mira el falso. —¿Qué has… cómo has… eh? —¿Llevas el maletín correcto? —Claro que sí. —¿Pero y si no? —No lo he soltado en ningún momento, así que sí —asegura, más para convencerse a sí mismo que para contestarme. ¡Como si eso fuera suficiente! ¿Acaso valía, después de haberle robado el maletín varias veces en sus narices? No lo creo. Y él lo sabe, por eso lo aprieta contra su pecho. Está nervioso. —Lo hago por el dinero, pero no quiero morir —confiesa inesperadamente. —Yo tampoco —le replico, y es verdad. Somos estúpidamente sinceros. —Pero tú sabes cuál es el verdadero maletín —me acusa. No contesto. Quizás sí, o quizás no. —Escoge uno y entrégalo —le insto—. Yo cogeré el que quede y me lo llevaré. —¿Pero por qué me haces esto? —ruge cansado, enfadado y tenso. ¡No me lo merezco!, parecen gritar sus ojos. —Te estoy dando una posibilidad de salvar tu vida. —¿Y qué posibilidad es esa si no sé distinguirlos? ¡Tú juegas con ventaja! En el fondo no es cierto. A veces el cambiazo puede volverse en tu contra. —Si no eliges tú, lo haré yo. El mal ya está hecho —le digo, esperando sonar lo suficientemente autoritaria para que escoja de una vez y pueda marcharme. Andrea se muerde el labio. Una gota de sudor frío desciende lentamente por su frente. Me mira e intento mantener una expresión neutra, pero las dudas me han ensombrecido el rostro. ¿Sabrá que no estoy segura? ¿Qué es lo que quiero que escoja exactamente? ¿Quiero que se salve o que muera? ¿Y qué quiero

para mí? Todo no se puede, susurro imperceptiblemente mientras clavo la vista en el maletín del suelo. Él también desvía la vista; en vano cree que puede ver alguna diferencia entre ambos… No es posible. La técnica solo fue diseñada para ganar. Los minutos pasan sin más, envueltos en un asfixiante silencio. La ciudad entera se ha detenido a la espera de una decisión. «Si el Jugador Secreto falla una vez, una sola vez, ya no será efectivo. Tenlo en cuenta». Inspiro, espiro. Andrea tira su maletín, recoge el del suelo y entra dentro de la Sucursal apresuradamente. Yo retiro el sobrante. Suspiro. No volveré a utilizar esta técnica nunca más. El dinero puede comprar una casa, puede comprar amigos, e incluso amor, pero no puede condicionar mis decisiones. No vivo por el oro. El Jugador Secreto ha muerto. ¿Mi próximo destino? Cancún, Badajoz, Marte. Cualquier lugar que pueda esconderme para siempre.

Eleazar Herrera @Sparda_

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CRIS MIGUEL

LA MANSIÓN RICHFIRE I

por Cris Miguel

La rutina impera en la mansión Richfire. Sólo por la noche, en la oscuridad, Joanne se desvela con los ruidos procedentes de la habitación de su señor; ruidos guturales que importunan la quietud reinante. ¿Qué se encontrará Joanne si gira el picaporte?

E

l pasillo estaba oscuro. Joanne no llevaba mucho tiempo trabajando en la mansión de Richfire, aún así había recorrido ese pasillo numerosas veces. Aunque no por conocérselo le parecía menos aterrador. Ni mucho menos. Avanzaba sigilosamente. La lámpara que llevaba proyectaba una luz demasiado débil, haciendo que fuese aun más siniestro con ese tenue resplandor. La mayoría de las noches los ruidos la despertaban. Ruidos que procedían de la habitación del conde Richfire. Consabidamente, ella no interrumpía lo que estaba haciendo. Las dudas la embargaban, incluso llegaba a poner la mano en el frío picaporte. Pero su sentido del respeto y del deber la impedían girarlo. Se quedaba varios minutos frente a la extraña puerta. Escuchando, atendiendo a los distintos sonidos que guardaba en su interior. A veces, le parecía que el señor sólo estaba disfrutando del placer de una muchacha; otras, en su mayoría, intuía que había algo más. Algo oscuro. Su intuición se lo decía. Sin embargo la parte racional la dominaba y lo atribuía a la cantidad de novelas de suspense y terror que le gustaba devorar. Sea como fuese, siempre volvía a su habitación, a sus sábanas frías. Pensando, sopesando e imaginando lo que podría encontrarse si abría esa maldita puerta alguna noche. Sus pies descalzos se detuvieron. El suelo estaba frío, la traspasaba, pero su naturaleza curiosa necesitaba ser alimentada. Y ahí se encontraba, frente a la alcoba del conde Richfire. La noche caía implacable sobre la mansión. Joanne no tenía sueño, lo había dejado junto a su almohada. Una madrugada más se había desvelado y escuchaba, apoyada en la pared de enfrente, los ruidos, los jadeos, los alaridos del interior. Un grito la sacó de los caminos escabrosos de su imaginación y le aceleró la respiración. La lámpara temblaba en su mano izquierda, que había cobrado vida propia. Se había hecho el

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LA MANSIÓN RICHFIRE silencio tras aquel sonido desesperado. Joanne aguantó el aliento y tras unos segundos, o minutos, de absoluta calma, volvieron a oírse gemidos, más guturales, mucho más intensos. Joanne se sorprendió queriendo estar en esa habitación con el conde Richfire, le daban igual los gritos y los aullidos, los gemidos respondían a la pasión; y aunque tan sólo pensarlo era una inmoralidad para una señorita como ella, el deseo flagrante que permanecía dormido se despertó, devolviéndola diligente a su dormitorio, a su cama, con sus pensamientos, con sus dudas y sus anhelos. II A la hora del té las nubes ocupaban todo el cielo a placer, pero no llovía. Aún. Joanne estaba apoyada en una ventana, con un libro en las manos. Hacía rato que había acabado las lecciones que la competían: se encargaba de instruir a las sobrinas del conde Richfire. El hermano del señor acostumbraba a emprender largos viajes, en los cuales le acompañaba su mujer. Ahora estaban en la India. A Joanne le parecía una irresponsabilidad ver a sus hijas un mes al año, a lo sumo. Pero obviamente, no le correspondía a ella juzgar las costumbres de quienes le ponían la comida en el plato. Las niñas resultaron ser muy listas y curiosas. Ángela era la más inquieta, Sophie, la pequeña, era más tranquila y seguía los pasos de su hermana mayor siempre que ésta la dejaba. Ahora, Joanne gozaba de unos minutos de tranquilidad, que ocupaba en leer junto al ventanal, su lugar favorito de esa gran casa. Mientras contemplaba el ajetreo de la ciudad, de los coches de caballos y de la gente que iba y venía, ella se proyectaba a otro universo, las letras la poseían, dominándola, dejando sólo su cuerpo como muestra de que su corazón aún latía. Porque su mente ya estaba lejos, muy lejos. Y más hoy. Los recuerdos de la noche anterior la atormentaban. Se sentía culpable por querer eso para ella. Por otro lado, su curiosidad no hacía más que crecer. Las dudas la embargaban, dejando el

libro delicadamente sobre sus rodillas, entreabierto, sin tiempo ni ganas para dedicarle la atención que merecía. —Señorita Ellis, parece ensimismada, ¿qué está pensando la cabecita que tiene sobre esos hermosos hombros? —Joanne se sobresaltó, no le había oído acercarse. Instintivamente se cubrió con el chal los hombros y le miró extrañada. Había sentido una extraña afinidad hacia él, pero se podían contar con los dedos de una mano las veces que habían mantenido una conversación. Si es que se podían llamar conversaciones a eso. —Señor Richfire, me ha asustado. —Lo lamento, parecía tan lejos de aquí, me daba pena importunarla. Pero su mirada era… ¿Está turbada por algo, señorita Ellis? —Los ojos del Conde eran penetrantes, la estaba leyendo, ella lo sabía. —No encuentro el motivo por el que le pueda interesar mi turbación, señor. —¡Oh! Por supuesto que me interesa, sabe que busco el bienestar de todos mis empleados, y en particular de usted. ¿Hay algo que pueda hacer para aliviarla? La imagen de la puerta se le vino a la cabeza de golpe. El Conde sonrió de medio lado y ella agachó la cabeza avergonzada. Es imposible que supiera lo que estaba pensando. Es imposible que existiera una mínima posibilidad de que tuviera conocimiento de lo que hacia ella por las noches mientras él… —Se lo agradezco, señor. —Intentó recuperar la compostura—. Sólo estaba con mis pensamientos, no me ocurre nada. Le agradezco su preocupación. —Sonrió afablemente, lo mejor que supo. Ese hombre le ponía la piel de gallina y a la vez hacía que el corazón marcara un ritmo desorbitado. Tenía un frondoso pelo rubio, su mandíbula irradiaba masculinidad y sus ojos… Eran pozos azules, impenetrables, inescrutables, intimidadores. Se quito el chal, dejando al descubierto de nuevo sus blancos hombros, tenía demasiado calor y el corsé no la dejaba respirar con comodidad. —No me tiene que agradecer nada. —Se

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CRIS MIGUEL dispuso a irse y en el último momento se volvió hacia ella—. ¿Le gustaría acompañarme y jugar conmigo una partida de ajedrez? Estoy harto de William, creo que hace que gane apropósito —confesó sonriendo. Joanne no supo qué le hizo asentir. Tenía impulsos que la empujaban a disfrutar de la compañía del señor Richfire, pero también tenía sensaciones, presentimientos, de que ese hombre albergaba un alma oscura, debajo del dorado y el azul de sus ojos. Aun así aceptó y se acomodó en un butacón enfrente de él y de las piezas blancas que amablemente le había cedido. —Le toca mover, señorita. —La miraba de una forma extraña, sujetándose el mentón. Joanne estaba a todo menos a la estrategia. No sabía cómo no la había ganado aún, porque sus movimientos estaban siendo cualquier cosa menos brillantes. —¿Se rinde, señorita? —preguntó tras un baile de fichas. Joanne miró el tablero y supo que la tenía acorralada. Moviera lo que moviese, él la iba a ganar. Se apoyó rendida sobre el respaldo, ignorando las normas protocolarias por un segundo. Richfire soltó una carcajada, victorioso, y se dispuso a encender la pipa que llevaba en el bolsillo de su chaqueta. —Gracias por esta fabulosa partida, señorita Ellis —dijo soltando el humo, una vez preparada. —Siento contradecirle, pero para mi persona no ha sido, como dice, fabulosa —dijo vencida. —¡Oh! No se sienta mal, estoy dispuesto a darle la revancha cuando le plazca. Los ojos de Joanne refulgieron, o a ella se lo pareció. La sola idea de que el Conde quisiera pasar más tiempo en su presencia… Para él no era más que una simple institutriz. Realmente no sabía a qué se dedicaba el señor, pero disponía de varias empresas bajo su mando. —Es tentador, pero puede que no le guste perder ante una mujer —le provocó intencionadamente.

—Sería una experiencia que me encantaría probar. —Arqueó una ceja—. Para todo hay una primera vez. Joanne recuperó la postura y miro por el gran ventanal del salón, que formaba parte de la fachada principal de la mansión. —¿No le gusta observar a la gente e imaginar hacia dónde van y de dónde vienen? —le preguntó dejándose llevar. —¿A usted sí? —inquirió. —Sí… —Joanne suspiró—. Me gusta imaginarme historias, cuentos. Lamentablemente, carecemos de fantasía bajo este cielo gris. —¿Le gusta la fantasía, señortia Ellis? —¿A quién no puede gustarle? —Sus ojos desbordaban entusiasmo—. Estamos demasiado sumergidos en la rutina. Y usted todavía es un hombre, si me permite la incumbencia, pero para mí, la fantasía es lo que me permite volar y soñar con cosas imposibles. —Cosas imposibles… —Richfire inhalo su pipa y echó el humo despacio—. A lo mejor no son imposibles, que no lo haya visto no significa que no exista. —¿Noto cierto misticismo, señor Richfire? —Realmente la estaba sorprendiendo. —Llámelo como quiera. Únicamente aporto que lo que se piensa que es fantasía es posible que sea más real que usted y que yo. —¿Se refiere a lugares exóticos, a monstruos de tres cabezas y a hadas? —bromeó Joanne. —Si realmente es eso lo que imagina, debo ponerme en contacto con la institución mental más próxima inmediatamente —Richfire continuó la broma y ambos soltaron una carcajada. —De todos modos, sólo elucubramos… ¿Y no es eso ya de por sí fabuloso? —dijo Joanne—. Muchas gracias por la partida y por la conversación, señor Richfire. —Joanne se levantó del butacón. —El placer ha sido mío, señorita. Espero tener la oportunidad de repetirlo. —Señor —dijo con una leve inclinación de cabeza. El Conde, a modo de asentimiento, la cogió

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LA MANSIÓN RICHFIRE de la mano por sorpresa y apoyó levemente sus labios en ella. —Señorita Ellis. III Joanne pasó varios días sin ver al conde Richfire desde su encuentro frente al tablero de ajedrez. Doritha le dijo que el señor no se encontraba bien y ella no quiso indagar más. Una noche se encontraba contemplando el fuego, como si pudiese ver a través de las llamas, cuando oyó una voz por detrás. —Siempre en otro mundo, señorita Ellis. —Señor Richfire —dijo poniéndose en pie— . ¿Se encuentra mejor? —Lamentablemente sigo un poco débil. — Sonrió de medio lado y se acomodó en el butacón frente a ella. —Siento escuchar eso. ¿Y por qué se ha levantado de la cama, entonces? —Joanne sacó su vena más maternal sin siquiera sopesarlo. Supo que se había extralimitado. El Conde la miraba divertido y sorprendido a partes iguales—. ¡Oh! Lo siento, señor. No es de mi incumbencia. —Se puede inmiscuir todo lo que quiera, señorita —dijo sujetándose la barbilla—. Simplemente quería estirar las piernas y disfrutar de otras vistas que no fueran las níveas paredes de mi alcoba. Joanne se sonrojó más de lo que estaba. El Conde estaba flirteando con ella, ya no por sus palabras, que pueden llegar a encandilar tanto como distorsionar la realidad, sino que lo notaba por su mirada, sus gestos… Su respiración se alteró inconscientemente. Le miró de soslayo y percibió un atisbo de sonrisa al tiempo que él dirigía la mirada a la chimenea, igual que Joanne. —Si me disculpa, es tarde y voy a acostarme ya. —Se puso de pie al tiempo que se colocaba el largo vestido. —Permítame que la acompañe. Tiene usted razón, no debería haber salido de la cama. Acto seguido el Conde ofreció el brazo a Joanne. Ésta le miró recelosa. Era una simple institutriz, no estaba bien pasearse del

brazo de un Conde, aunque sólo fueran unos tramos de escalera y no se cruzasen con nadie. —Por favor —suplicó él, y Joanne no tuvo más remedio que acceder y asirse a su brazo. Llegaron a la puerta de la habitación de Richfire, sin decir nada, Joanne prácticamente conteniendo la respiración; él se detuvo y la observó. Joanne se obligó a mirarle a los ojos, y lamentó haberlo hecho, porque le resultó imposible desgajarse de su mirada. Richfire le acaricio suavemente la mejilla con su mano derecha. —Tenéis una belleza extraña —sostuvo, mientras llegaba a la delicada barbilla. Joanne había cerrado los ojos, le resultaba más sencillo invadirse de aquella caricia cálida y a la vez tan fría. —Señor… —Se separó intentando recuperar la compostura—. Buenas noches, señor Richfire. Y entró en su habitación sin mirar atrás, con el pulso acelerado y tímidas perlas de sudor en la frente. IV Un ruido fuerte la despertó. Llevaba varias noches disfrutando de un largo y placentero sueño, pero ahora se volvía un espejismo. Los golpes habían vuelto. ¿O quizá nunca se habían ido? Encendió la titilante lámpara y se pasó un chal por los hombros cubriéndose el camisón. En el pasillo no había nadie, nunca había nadie. ¿Sólo se despertaba ella o el resto del servicio ignoraba deliberadamente aquellos extraños sonidos procedentes de la habitación del señor? Con pasos temerosos llegó a la puerta del Conde. En un acto reflejo, se tocó la mejilla que esa misma noche había acariciado dulcemente el señor. Un grito desgarrador la desterró de su imaginación, devolviéndola a aquel oscuro pasillo y a aquella espantosa puerta, que se había convertido en todo un misterio para ella. Golpes suaves se oyeron en su interior y otro grito más fuerte que el

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CRIS MIGUEL anterior, prácticamente gutural. Joanne dejó sus contrariedades a un lado y llamó ligeramente a la puerta. Nadie contestó. Nadie la oyó. Un rugido la heló la sangre y sirvió como resorte para que se atreviera a girar el picaporte. Lo que vio la dejó paralizada, hipnótica, su cerebro se paró y su corazón se convirtió en el dueño de la estancia, golpeando fuertemente su pecho. El señor estaba en la cama, sin ropa, y tenía el muslo de una mujer entre sus manos. Sin embargo, la escena no era de simple lujuria. Richfire tenía sangre en sus manos, en el pecho, en la boca. La mujer tenía un mordisco en la cara interna del muslo, como si, como si… Joanne no pudo más y salió corriendo de allí. —¡Joanne! —oyó un grito a su espalda. Entró en su cuarto y cerró con llave. Ahí de pie, mirando la puerta, era ajena a los golpes que Richfire estaba dando. —¡Ábrame, Joanne! El empeño de Richfire le resultaba ajeno. No se consideraba una mujer racional, siempre se había creído en posesión de un punto de vista místico. Pero aquello era mucho más de lo que podía haber imaginado nunca. Beber sangre, mientras, mientras… Joanne sintió calor. Volvió al mundo que la rodeaba y comprobó que también lo hacían los brazos del señor Richfire. —Apártese de mí. —Intentó zafarse sin conseguirlo. —Escúcheme, escúcheme, no tenga miedo. —Le sujetó la cara entre sus manos—. No voy hacerla daño señorita Ellis. —Eso ni me lo he planteado. —Se apartó súbitamente de él—. ¿Qué clase de criatura es usted, respondiendo a esos impulsos tan primarios? —Oh, desde luego alguien con una fortaleza inferior a la suya. —Consiguió cogerla de la mano—. Por favor, olvide lo que acaba de ver. —Eso me parece del todo improbable, aunque lo intente. —Joanne dejo entrever su de-

cepción—. No puedo seguir trabajando para alguien como usted. —No, por favor, no se vaya. Usted ha conseguido que quiera aspirar a algo más. No al simple placer carnal. —Joanne recuperó su mano. —No es eso lo que demuestran sus actos… —Joanne dejó su fortaleza a un lado—. ¿Sabe? Creía que era usted distinto. —Y lo soy. —Richfire arqueó la ceja intentando bromear. —No quería decir en ese sentido. —Joanne se dio la vuelta incapaz de mirarle. Realmente no esperaba nada de él. Su maestra ya la advirtió que los caballeros de verdad son sólo una invención de mujeres que buscaban dar sentido a sus fantasías y a sus sueños más hilarantes. —Señorita Ellis… Joanne, por favor. —Richfire se había acercado a su espalda y la acariciaba el brazo levemente. —¿Por qué le preocupa tanto lo que yo piense? Sólo soy una institutriz. —Le miró a los ojos y se arrepintió en el acto. —Se infravalora. No quiero que tenga miedo de mí. —Pasó el dorso de su mano por la frágil mejilla de ella. —No le tengo miedo. —Sus ojos eran desafiantes. El beso fue cálido y apasionado a partes iguales. En una milésima de segundo, Joanne reaccionó y se intentó apartar. Richfire la sujetó con fuerza por la cintura y la atrajo hacia sí por el cuello. Joanne cedió. Se engañaría a sí misma si afirmara que eso no lo había pensado nunca. No sólo cedió a su fuerza, sino también a sus propios impulsos, que luchaban por imperar en sus acciones. Se sorprendió a sí misma cerrando la puerta de su alcoba y lanzándose de nuevo al cuello del frío conde Richfire. Le quitó la bata que cubría su desnudo e impío cuerpo, mientras él hacía que corriera la misma suerte su camisón. La echó sobre la cama, poniéndose sobre ella. Era tan blanco y su piel tan suave… No había ni rastro de vello en todo su cuerpo.

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LA MANSIÓN RICHFIRE —Realmente sois un ser sobrenatural —logró decir entre jadeos Joanne. Richfire respondió perdiéndose nuevamente en su boca. Jugando con su lengua, mordiendo su labio. Olía tan bien. Él sabía que ella no podía resistirse, pero necesitaba evitar que volviera asustarse, con lo cual se dedicó a lo que mejor se le daba: embriagar a las damas, darles placer. El cuerpo de Joanne respondía a las caricias que le daba, contrayéndose y excitándose para él. Absolutamente entregada, confiada. Recorrió sus muslos con los labios, con la lengua… hasta que llegó al centro y ahí se demoró intencionadamente. Sabía que sólo era un aperitivo, que después iba el plato fuerte, pero le encantaba, sabía tan bien. Ella jadeaba, gemía, como si le estorbara su propio cuerpo ante el abanico de sensaciones que estaba sintiendo. Era el momento. Mientras ella se contraía con el orgasmo, él le clavó suavemente los colmillos en la parte interna de su muslo. Era más de lo que había imaginado. Succionó un poco, le lamió las marcas que la había hecho para que no quedara cicatriz y se incorporó. Realmente ella no era consciente de nada. Richfire se mordió el labio mientras la contemplaba debajo de él. Era tan hermosa, tan pura. Le acarició la cara bajando por su pecho hasta sus caderas, y entró en ella. Joanne, que había abierto los ojos, le acarició el torso y le atrajo hacia ella hasta alcanzar su boca. Rochfire quería evitar eso, muchas mujeres no soportaban el sabor de la sangre, pero Joanne se abrió paso con su lengua y, si la disgustó, no dio ni una ligera muestra de ello. El beso excitó aún más si cabe a Richfire, que aumentó el ritmo, colocándose las suaves piernas de ellas sobre los hombros. Para llegar al final, a lo más profundo. Joanne no aguantaba más, no podía acallar los gritos que salían libres por su garganta como respuesta al placer y al dolor que estaba sintiendo, notó esa electricidad en la punta de los pies de nuevo. Richfire, como si la leyera, la incorporó sentándola sobre él, y entre gritos y gemidos llegaron juntos al éx-

tasis. Richfire alargó sus colmillos y esta vez los hincó más fuertemente en su cuello. Bebió de ella mientras aún se estremecía sobre él. Era deliciosa. Le curó la marca con su saliva y la besó castamente en los labios, tumbándola de nuevo sobre la cama y arropándola. Se quedó un largo rato contemplándola, entrelazando los dedos con su pelo. Ella se giró hacia él. —Esto es el camino más oscuro que he recorrido —dijo ella desperezándose. —Entonces vos sois la luz que lo ilumina. —Le acarició la mejilla. Ella negó con la cabeza, quedándose poco a poco profundamente dormida, y, por una vez, Richfire deseó poder quedarse a verla despertar. V Joanne inhala el aire fresco y puro, pero nada le llena los pulmones. Las lágrimas no dejan de caer por sus mejillas. Se tiende sobre la nieve haciéndose un ovillo. Sabe que tenía que dejarle, igual que sabía que no podía resistirse a él. Pero no es propio de ella ceder de esa forma a los impulsos carnales, no está bien. Por eso le ha abandonado. El frío empieza a calar en la ropa, intenso, imparable. Pero ella no lo siente, el dolor abarca todo su cuerpo sin dejar espacio a nada ni a nadie más. Desea no tener que levantarse nunca de allí. Del frío, del blanco, del hielo, de su corazón.

Cris Miguel @Cris_MiCa

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J. R. PLANA

EL ÁTICO

por J. R. Plana

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l hombre terminó de empujar el sillón contra la puerta y se miró las manos; estaban llenas de sangre. La derecha estaba atravesada por un profundo corte en la palma, por el que se entreveían los tendones y el hueso, y sangraba profusamente. La izquierda tenía un mordisco. Y no era animal ni humano. Ahora que la entrada al ático estaba bloqueada con varios muebles, corrió al salón. Las luces no funcionaban, así que tuvo que ir con cuidado para no abrirse la cabeza contra alguna puerta. Allí, alumbrado por la luz de la luna, se arrancó un jirón de túnica para improvisar una venda mientras sentía como el miedo atenazaba sus manos. ¿En qué habían fallado? ¿Dónde estaba el error? No alcanzaba a entenderlo. Supo que algo iba mal cuando el sótano se quedó a oscuras, iluminado únicamente por el resplandor púrpura de las líneas dibujadas en el suelo. Un agudo grito de terror rasgó el mutismo y el Maestro se retorció, arrastrado a las sombras de un tirón. Él no esperó a ver más, tiró el cuchillo ceremonial al suelo y salió corriendo, abandonando a su suerte a los otros cuatro iniciados que, apenas empezaron a chillar y suplicar por su vida, fueron silenciados con chasquidos y gorgoteos demenciales. Casi no llegó al ascensor, a medio camino unas mandíbulas se cerraron sobre su pulgar y tuvo que patear a esa cosa con fiereza para lograr que le soltara sin llevarse el dedo. Con la herida taponada, comenzó a pensar en una salida. Los nervios de la huida le habían traicionado, y había pulsado el botón que llevaba al ático en vez de salir en la primera planta y correr a la calle. Ahora estaba atrapado allí arriba, con la única entrada bloqueada y a treinta y dos plantas del suelo. Un ruidito amortiguado le llegó del otro lado de la puerta. Cliiiink. Ánima Barda - Pulp Magazine


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EL ÁTICO Mierda. Han encontrado el ascensor. No corrió, ni siquiera se movió del sitio. No podía. Sólo era capaz de mirar horrorizado la entrada, con los muebles apiñados y manchados de sangre. Sus músculos reaccionaron bruscamente cuando la puerta se convulsionó y agitó, como si la hubieran embestido, pero sin emitir ni un solo sonido. Permaneció un instante parado hasta que volvió a pasar, y entonces huyó hacia la terraza. Esos bastardos la tirarían abajo en completo silencio. Venían a por él. Corrió la puerta de cristal y se asomó al exterior. Los edificios estaban demasiado separados y no había ninguna cornisa por la que poder escapar. El viento soplaba a rachas violentas, con esa potencia que sólo se encuentra en las alturas. La luna llena y amarillenta parecía burlarse con muecas desde el cielo estrellado, disfrutando de su desliz e insignificancia. Agarrado a la barandilla, echó un vistazo por encima del hombro. La puerta seguía vibrando, cada vez más combada. Personalmente, prefería una muerte de treinta y dos plantas que una eternidad con ellos. Con lágrimas en los ojos y pulso tembloroso, tomó fuerzas y pasó las piernas de un salto al otro lado, soltando las manos en cuanto estuvo en el aire. El viento lo azotó, agitando su túnica, y sintió vacío el estómago cuando bajo su cuerpo solo tuvo aire. El suelo lo encontró rápido. Fue un golpe seco, crudo, de plano, como cuando te das un planchazo en la piscina, y sintió dolor en la cara, en las manos, en el torso y en las piernas. Y le dolió aún más cuando su corazón siguió latiendo y su cabeza funcionando. Abrió los ojos. Seguía vivo. No se había desmembrado ni sus intestinos estaban repartidos por la acera. Estaba… Estaba en la terraza del ático. Seguía en la condenada terraza, sólo que él había saltado hacia la calle y ahora estaba dentro, sobre el suelo de gres. ¿Cómo demonios…? Dirigió sus ojos hacia la puerta, justo a tiempo para verla saltar por los aires en completo silencio, destrozando los muebles apilados y desperdi-

gándolos por la entrada. No se lo pensó dos veces, se puso en pie de un brinco y volvió a pasar por encima de la balaustrada, precipitándose de nuevo al vacío. Vio algunas personas que paseaban por la calle, pequeñas almas noctámbulas, diminutos puntos sobre el asfalto. Sin duda, lo que menos esperaban es que un hombre vestido con una túnica y las manos heridas se despedazara contra el suelo a altas horas de la madrugada. Y por segunda vez besó el gres, y esta vez le dolió el doble, no solo por el golpe, sino porque tomó conciencia al instante de dónde se encontraba. Sin levantarse, miró dentro del piso. Se veían al fondo las astillas de la puerta, que colgaban desmadejadas del marco de la entrada. Uno coro de sombras desiguales, grandes y pequeñas, se recortaban en el salón, observándolo, con maliciosos puntos rojos por ojos. Algunas sombras tenían más de dos. La sangre se le apelmazó en las venas y la saliva se convirtió en arena. Empezó a temblar frenéticamente, casi con convulsiones, y sintió el calor de la orina mojándole las piernas. Algo lo arrastró al interior, con una violencia que casi le arranca los brazos. Las sombras le rodearon y, sin emitir un solo ruido, se lanzaron sobre él, sumiéndole en un mundo de oscuridad y ojos rojos. Lo había intentado, pero nadie podía escapar de ellos.

J. R. Plana @jrplana

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CARLOS J. EGUREN HERNÁNDEZ

UN BOSQUE DE SANGRE por Carlos J. Eguren Hernández

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UN BOSQUE DE SANGRE

“Simplemente bajo la nieve que cae de la mala hierba. ¡Qué mariposa nació! Cubierto de mariposas, el árbol muerto florece […]”. KOBAYASHI ISSA. UNO Deacon vagaba perdido, no sabía que se dirigía rumbo a la muerte. Ante él, una amplia extensión de nieve, cincelada por el viento gélido. Todo era un desierto blanco infinito, donde temblar se podía hacer por el frío o el miedo. Al principio, pensó que él mismo era una palabra en una página en blanco. Después, que era un punto. Más tarde, una muesca en una hoja sin fin. Empezaba a aceptar que nunca escaparía… Pero seguía andando, intentando añadir palabras a un capítulo que no llevaba a ninguna parte. DOS Cuando era de noche, la oscuridad caía sobre él y se tenía que cubrir con un par de pieles. Dormía con su única arma: una estaca de madera y su mente enferma. El aullido de los lobos salvajes era cada vez más y más próximo. TRES Podía ser cierto, podía no escapar de allí jamás… Pero no se detenía. Sabía que no tenía esperanza, pero no quería morir. Solo caminaba. No sabía qué hacer más allá de caminar. Paso tras paso, día tras día. Era su sino. CUATRO En un momento indeterminado de un día indeterminado, se arrancó el dedo pulgar. No

lo hizo con orgullo o rabia, sino entre llantos. Él era humano. El dedo se le había congelado. No iba a chuparlo más por la noche. Al menos, no se arrancó la lengua. CINCO Él eligió hacer cosas malas. Por eso, lo exiliaron. Quizás, les hizo cosas malas porque sabía que por culpa de ellos acabaría en la intemperie helada. A lo mejor, los muertos que llevaba a su espalda siempre estuvieron con él y, simplemente, se vengó antes de tiempo. SEIS Siguió con dificultad, pero la fortuna le sonrió de oreja a oreja: encontró un cervatillo muerto. Se lo comió. Los gusanos helados estaban especialmente exquisitos. Sabían a pollo. SIETE Los días y noches no encontraban separación. Eran nexos en una mente fundida en óleo y helada en nieve. Fue en un momento entre que la luz cedía y la noche la devoraba, cuando Deacon encontró algo en medio de la nieve. Sus párpados, que apenas podían moverse, mostraron una mirada nerviosa donde se reflejaron una docena de grandes árboles en aquella nieve mezclada con tierra, el cóctel de lo estéril. OCHO En otro tiempo, Deacon había escuchado a viajeros hablando sobre los desiertos, cálidos y terribles cuando estás en ellos, hermosos cuando estás en la nieve, medio congelado. Decían que la mente se fundía con el sol y podían encontrar oasis, falsas ilusiones, paraísos de mujeres, agua y vegetación… Pero no eran reales. Solo era que la mente se vendía a lo falso y se convertía en tu enemiga. Pero, ¿puede ocurrir en la nieve? ¿El cerebro no está demasiado aturdido como para

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CARLOS J. EGUREN HERNÁNDEZ convertirse en un zorro en busca de presa? He aquí pues los pensamientos de Deacon. NUEVE Debía de ser real, pero parecía falso. Un pequeño bosque de grandes árboles, que la nieve no había rozado. Sus troncos eran grandes y llenos de muescas, creciendo en una copa abultada de verde. ¿Cómo era posible? Se acercó a ellos y empezó a notar el calor. ¿Qué clase de sol escondía la espesura? ¿Qué mente terrible había imaginado tal juego? Entonces, alguien le encontró y la soledad de Deacon el perdido concluyó con la mirada hermosa y los labios tiernos de una mujer. Ella era el sol. DIEZ ¿Cómo había llegado allí? ¿Qué clase de magia era esa? ¿Ella también estuvo perdida hasta que encontró el refugio? ¿Qué escondía la mujer de cabellos verdes, piel tersa y morena, cuerpo desnudo? Él quería saberlo todo. ONCE La dama le sonreía y él supo que si había vivido era por aquel momento. Ella abrió sus brazos en un gesto que lo reclamaba en cuerpo y en alma. No hubo palabras, pero Deacon se entregó a ella, con la mirada perdida en la desconocida (qué hermosos ojos verdes). Pareció eterna la breve distancia que los separaba, pero cuando llegó a la dama, él sintió el calor de los árboles verdosos gracias a un sol propio con labios de mujer. Entonces, la dama y él se fundieron en un abrazo. Literalmente, en cuerpo y alma. Las caricias pasaron de ser delicadas a ser duras y Deacon empezó a toser. Sentía una presión en el cuello. Ella le alzaba con una fuerza indecible… Y jamás tuvo el beso por el que suspiraba. Lo que pensó en ese preciso instante fue que parecía haber vivido eso antes.

DOCE Cuentan los aldeanos, que muchos años atrás, un hombre perdió la razón en la nieve. Lo habían exiliado por sus crímenes. Narran que se encaramó a un árbol y se ahorcó. Sin embargo, aquel no fue su fin, porque a lo mejor, su dolor fue tan grande que se merecía algo peor. Dicen que cada noche de ventisca, su fantasma yerra por el mundo, olvidando su fatal destino y riega los árboles con su sangre y su muerte. Condenado a repetirlo por toda la eternidad. Aprendió la gran verdad que se escondía a simple vista: ¡qué altos crecen los árboles que se alimentan de sangre!

Carlos J. Eguren @Carlos_Eguren

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ENANO DE JARDÍN

ENANO DE JARDÍN por Cris Miguel

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l resplandor del farolillo me alumbra lo suficiente. Claro que para mi abuela no, ella dice siempre que me estoy destrozando los ojos. Pero me encanta leer en la tumbona del jardín de la parte de atrás. Y eso hago. El aire remueve el follaje, las hojas de los árboles… Me coloco el pelo detrás de la oreja para que los mechones curiosos no me impidan leer. Respiro hondo. Qué tranquilidad. Ánima Barda - Pulp Magazine


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CRIS MIGUEL Un ruido entre las hojas hace que levante mi vista del libro. Será algún animalito. Me sumerjo de nuevo en las páginas. Lo cierto es que cada vez me cuesta más ver las letras aunque la luz de la cocina esté encendida, pero está tan emocionante. Jijijiji. Dejo el libro en la tumbona y me pongo de pie. El maizal se agita como si alguien estuviera jugando al escondite y buscara refugio en sus grandes hojas. Me acerco. Lejos de la luz apenas distingo nada, mis ojos se acostumbran a la oscuridad pero aún así es inútil, no se puede ver nada. La quietud me pone los pelos de punta. Me convenzo de que ha sido un animalito y me vuelvo a sentar. Aunque no cojo el libro. Miro suspicaz los límites del bosque y del campo. Estoy en tensión, pero el profundo silencio hace que mi corazón vuelva a su ritmo normal, me recuesto y miro las estrellas. Total ya no me voy a concentrar en leer. Hay tantas… Intento distinguir las constelaciones. Jijijiji. Me incorporo y un escalofrío recorre mi espalda. Camino hacia donde empiezan los árboles, el jardín no está cercado con vallas, es el bosque y el maizal los que demarcan el comienzo y el fin. El viento mueve las ramas, pero al margen de eso no se mueve nada más. Me adentro sigilosamente, no hay nada, ni un murmullo. Me vuelvo. Será mejor que me vaya a dormir. Conforme enfilo el camino hacia casa, algo está fuera de lugar. Mi corazón va a mil por hora. El nerviosismo me está atrapando. Pero, ¿por qué están las luces de la casa apagadas? —¡Abuela! —grito. Nadie contesta. Se me agarrotan los músculos mientras corro y subo las escaleras del porche. —¡Abuela! —vuelvo a gritar. Giro el picaporte pero está cerrada. ¡Cerrada! ¿Qué está pasando? Aporreo la puerta sin dejar de llamarla nadie me contesta. Miro ansiosa a mi alrededor. Junto al columpio de la ventana hay un enano de jardín. Me extra-

ño al verlo. Mi abuela tiene varios pero todos en la parte delantera para dar la bienvenida. Lo cojo para dejarlo en su sitio. Tiene una pala y una maceta y sonríe. ¿Por qué no me contesta la abuela? Puede que le haya pasado algo. Las posibilidades más funestas se me agolpan en la cabeza, cada una peor. Con el enano en la mano, bajo las escaleras para rodear la casa. —Jijijiji. —De nuevo esa risa maligna. Del susto dejo caer al enano, que ha cambiado sus rasgos entrañables por una mirada sombría. El shock me impide moverme. Sin poder esquivarlo siento un profundo dolor en la pierna, me tiro al suelo y me la cojo con las manos. Sangre. Joder. El enano ha desaparecido. Intento taparme la herida, es muy profunda. Las lágrimas corren por mis mejillas. Jijiji. Lo oigo antes de verle lanzarse a por mí. El dolor es insoportable. Y lo último que veo son esos ojos diabólicos esculpidos en cerámica.

Cris Miguel @Cris_MiCa

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DESPACHO S-193

DESPACHO S-193 por J. R. Plana

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ras dos golpes de aviso, la puerta crujió al abrirse y la cabeza de un joven se asomó al interior. —Buenas tardes, profesor, soy Javier Guerizabal. —La cabeza habló con ímpetu para ir amilanándose después—. En el email me dijo que me pasara hoy por aquí. —Adelante. —El hombre encorbatado del escritorio no levantó la vista de los papeles que tenía ante él. La única luz provenía de una pequeña lámpara sobre la mesa, que alumbraba lo suficiente pero daba a la estancia el aspecto de la consulta de un adivino—. Siéntese, por favor. Javier cerró la puerta suavemente y se acercó a la silla en dos zancadas, sentándose a toda prisa y poniendo la mochila encima de las piernas. El despacho S193 olía raro, como un poco a rancio, y había más humedad de la normal. La facultad era muy vieja, y esa parte estaba sin reformar; las habitaciones eran calurosas en verano, heladas en invierno y húmedas si estaban en los sótanos, como en este caso. Javier se colocó bien las gafas y carraspeo suavemente, concentrándose en no empezar a sudar. —Bueno, profesor, verá, yo venía por el tema del examen de septiembre, que como ya le dije… —Ya sé lo que me dijo, Guerizabal —le interrumpió con un ademán sin mirarle—. Vaya al grano. Javier enmudeció, incómodo por la brusquedad de la respuesta. Conocía de sobra la fama de ese hombre, pero una cosa era oír hablar de él en los pasillos y otra sufrirla en tus propias carnes. “Realmente es comprensivo”, le habían dicho. “Deberías ir a verle”. Tragó saliva e intentó fingir que no le afectaba lo más mínimo. —Su asignatura es la única que me queda del curso pasado y este año me tocan prácticas. Si no la apruebo, tendré que esperar un año más. —La solución es fácil: estudie. Javier miró fijamente al profesor. No sabía que le cabreaba más: la respuesta, que le hubiera suspendido o que aquel hijo de puta con pintas no se dignara a establecer contacto visual. Respiró profundamente dos veces antes de continuar. —Verá, profesor, es que ya he estudiado. —Discrepo —contestó, escribiendo algo en el papel—. Si lo hubiera hecho, habría aprobado. —Me temo que no es tan fácil —repuso Javier, revolviéndose un poco en la silla—. He asistido a todas sus clases, he copiado cada palabra que ha dicho y las he aprendido de memoria, eso sin contar las prácticas escritas al final de cada tema y de los manuales complementarios no obligatorios. Verá, profesor, no hay nada más que estudiar. —Siempre hay algo más para estudiar, Guerizabal. El joven valoró la opción de que le estuviera tomando el pelo. No podía ser tan imbécil. Ánima Barda - Pulp Magazine

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J. R. PLANA —No me está entendiendo, profesor. Hablo del plan de estudios y su temario. No hay más. Me lo conozco al dedillo. —“Mejor incluso que usted”, pensó para sus adentros. Por fin le miró a los ojos, y al instante Javier deseó que no lo hubiera hecho. Así era aún más conminatorio. —¿Sí? ¿Eso cree? —Javier tuvo la extraña sensación de que le había leído la mente—. Vaya, vaya, esto sí que me da risa… —Pero ni en su voz ni en su rostro había pizca de gracia. El profesor dejó cuidadosamente la pluma que sostenía a un lado del escritorio, guardó los papeles en un cajón, se estiró los puños de la camisa y entrelazó las manos sobre la mesa. Una gota de sudor resbalo por la patilla del alumno. Allí dentro empezaba a hacer calor. —Mire, le confesaré una cosa, Guerizabal. —Javier sentía que esos ojos le taladraban, que eran capaces de ver más allá de él e incluso encontrarle en la distancia—. Estoy harto, hartísimo, de que los alumnos vengan a clase a copiar como cotorras las gilipolleces que salen de mi boca para luego repetirlo sin más en el examen. No piensan, no discurren, se comportan como pajarillos atiborrados que vomitan lo que les da su madre, que en esta cuestión soy yo. —El hombre masticaba las palabras con rabia creciente y la tenue luz creaba duras sombras en su rostro—. Y para colmo jamás vienen a tutoría. Nadie se acuerda de mí. Por todos los infiernos, si tuvieran dos dedos de frente, al oír lo que digo o leer alguno de los manuales vendrían corriendo a preguntarme qué clase de idioteces son esas. ¡Pero no! Aquí nunca viene nadie, sólo aparecen cuando se dan cuenta de que es muy tarde y que rezar no les servirá de nada. Entonces sí, todos bajan aquí, entre llantos y lágrimas y rechinar de dientes. Tenía las manos crispadas, con los dedos rojos y las uñas blancas, una vena amenazaba con reventarle el cuello y los ojos iban a salir rodando. Javier estaba encogido en la silla, abrazado a su mochila como si fuera su

peluche favorito, pasmado ante el repentino acceso de ira. Casi había olvidado la humedad y el intenso olor a rancio, como a podrido, que estaba empezando a producirle mareos. ¿Cómo podía aguantar aquel hombre todo el día allí? ¿Por eso estaba de tan mal humor? El profesor inspiró con fuerza y relajó un poco los músculos. Inmediatamente, la vena volvió a ocultarse bajo la piel. —Lo cierto es que dejan mucho que desear. —Su voz sonó cordial, casi conciliadora—. En cualquier caso, volviendo al tema que nos ocupa, dígame, Guerizabal, ¿qué quiere usted? —Verá… yo es que… he oído a unos compañeros, o bueno, me han comentado, que usted… a veces manda trabajos extraoficiales y cosas así… y que con eso basta para subir nota. —Javier cogió aire entrecortadamente, sintiendo como la sangre se le agolpaba en la cara. Lo que no supo es si era por vergüenza o debido a la atmósfera nauseabunda—. Así que, si le parece bien, claro… podría hacer algo de esto. El hombre se pasó la lengua suavemente por los labios, sin apartar la vista de Javier. —Le veo poco claro, Guerizabal, casi tengo que adivinar qué me pide. Creo que usted quiere que hagamos un trato, ¿correcto? — preguntó bajando un poco la cabeza. Javier asintió con precaución—. Lo que me propone es que yo le apruebe a cambio de un trabajo, ¿correcto? —Otra leve sacudida en señal de afirmación—. Bien. Le mentiría si le dijera que es el primero, porque está claro que no lo es. No estoy de acuerdo con aprobar a quien no se lo merece, no obstante, reconozco que valoro que los alumnos muestren interés y hagan el gravoso esfuerzo de venir a quejarse hasta el sótano. Cómo no iba a premiar ese inusual despliegue de iniciativa. —¿Era eso una sonrisa?—. Es cierto que a veces hago excepciones, pero he de decir que estas tareas no tienen nada de extraoficial, deben estar perfectamente registradas y firmadas. En eso me temo que le han informado mal sus compinches, Guerizabal. —El profesor se

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DESPACHO S-193 inclinó hacia la izquierda y revolvió en un cajón. En la mano sacó unas hojas y las puso sobre la mesa, de cara a Javier—. Aquí está todo bien especificado. El trato es el siguiente: usted se compromete a colaborar con mi departamento en lo que le pida y yo, a cambio, le apruebo la asignatura de inmediato y sin más preguntas. Javier respingó al oír esto. No podía creerse que fuera tan fácil. —¿De inmediato? —preguntó receloso, en un alarde de temeridad—. ¿No espera a ver resultados o si cumplo con mi parte? —Créame, en cuanto firme ahí no tendrá manera humana ni divina de librarse de mí. Cumplirá su parte del trato, delo por hecho. El profesor volvía a tener las manos cruzadas en el escritorio y parecía disfrutar con el desconcierto de su alumno. —¿Y qué tendré que hacer? —indagó Javier. —En general, sufrir con las tareas propias de mi especialidad. No se preocupe, usted casi no tendrá que hacer nada. Aprenderá y le curtirá el carácter. Javier ojeaba las hojas que tenía delante. Parecían una especie de contrato, lleno de líneas estrechas y diminutas, con el viejo sello de la universidad estampado en la esquina superior derecha de cada folio. El papel estaba apergaminado, como si hubiera sido impreso hacía años y llevara toda la vida en ese cajón. El joven dejó de leer, tan poca luz y tanta letra le mareaba. O quizá era el olor a podrido. —¿Y por cuánto tiempo será? Tenga en cuenta que empezaré ahora con las prácticas… —Estará el tiempo que yo estime necesario, probablemente hasta que me canse de usted. Aún así no le creará conflicto, no faltará a sus prácticas. —Me tranquiliza saberlo. —El joven se mostraba aún dubitativo—. Sólo por aclararme: si accedo, me aprobará sin más, ¿no? —En cuanto firme ese papel. —En ese caso no queda más remedio…

—No, si busca conseguir lo que quiere. ¿Lo tiene claro ya? ¿Sabe lo que quiere? Se quedó un instante bloqueado. ¿Sabía lo que quería? Sí, quería aprobar. ¿Sólo aprobar? No. Quería nota. ¿Y con qué nota? ¿Quedaría mal si pedía un diez o un nueve? Le parecía demasiado presuntuoso, pero un aprobado de cinco era muy pobre. ¿Un siete quizá? ¿Un ocho mejor? Un notable estaba muy bien, sería todo un logro en esa asignatura. Desde luego, vaya que sí, la envidia de sus compañeros, podría pasearse con la cabeza bien alta. Sí, un notable estaba muy bien. Se dio cuenta entonces de que realmente quería tener esa puntuación, la deseaba con todas sus fuerzas, más que nada en ese momento. Pero no era la nota en sí, era el triunfo sobre los demás, el éxito. Al fin y al cabo, se había esforzado, ¿no? No le iba a caer por la canalera, como si tal cosa. Merecía ese premio más que nadie. Merecía esa victoria. La deseaba. Deseaba el éxito. Por él daría cualquier cosa. Javier palpó su cazadora en busca de un bolígrafo. —Aquí tiene. —El profesor le acercó la pluma con la que estaba escribiendo cuando él entró. Era negra con sutiles vetas rojizas y finos labrados en oro, y la punta tenía unos surcos que parecían formar enigmáticas palabras. Javier pasó las hojas una a una firmando abajo. Seis en total. Cuando acabó, le devolvió la pluma al profesor, que ahora sonreía abiertamente mientras recogía los folios—. Muy bien, muy bien… Ahora dime, ¿qué nota quieres tener, Javier? El chico le miró, algo le había extrañado. No tardó mucho en darse cuenta de que lo raro es que había empezado a tutearle. —Quiero un ocho. Quiero un notable —respondió. Pero ese no era él. Sí, era su voz, y eran sus pensamientos, pero el que había contestado no era él. Se giró bruscamente en el asiento, justo a tiempo para ver como se abría el viejo armario empotrado y salía él mismo. El armario no era un armario, en su interior, en vez de baldas, dos rugosas paredes de piedra

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J. R. PLANA se perdían a lo lejos, descendiendo, y un resplandor rojizo proveniente del fondo iluminaba ahora el despacho S193. El sofoco y el olor a rancio se redoblaron, provocando a Javier arcadas. Olía igual que un trastero subterráneo lleno de huevos podridos. —¿Con que un ocho, eh, pillín? —dijo alegremente el profesor, que estaba riendo y dando pequeños saltitos en su asiento. Javier le miró horrorizado, asiendo con más fuerza su mochila. El profesor estaba empezando a mutar. Las manos, que seguían sobre la mesa, se alargaban al tiempo que las uñas crecían, volviéndose curvas y negras, como garras. La esclerótica se había vuelto naranja, y en vez de pupila e iris tenía dos rayas gruesas y oscuras de reptil. Se pasó la lengua por los dientes, que ahora eran largos y puntiagudos, y mientras se los chupaba vibró y se estiró, separándose en dos, y se enredaban entre los colmillos separados, asomándose y escondiéndose como los juegos de matar topos de la feria. —Sssííí, Guerisssaaabal —siseaba el profesor—. Podrásss ssseguir con tusss prácticasss, y con tusss clasesss, y tusss amigosss, y tusss familiaresss, pero lo hará él, no tú. Tú essstarasss conmigo ahí abajo. El joven arrojó la mochila al suelo y se levantó como un resorte, pero dos fuertes manos lo volvieron a dejar sentado partiéndole la clavícula con el golpe. —Claro que sí, profesor, yo seguiré con mi vida. —El falso Javier le sujetaba de los hombros, presionándole contra la silla. Le arrancó las gafas de un manotazo y se las puso él. Javier pudo observar, en mitad del histerismo, que tenía dos rayas por pupilas, las cuales fueron contrayéndose tras ponerse las gafas hasta formar dos círculos negros—. Volveré con mis compañeros y a los que me pregunten por la asignatura les diré siempre lo mismo: “Te manda un trabajo y ya está. Realmente es un tipo comprensivo. Deberíais ir a verle”. El sustituto lo soltó, pero antes de que pudiera ponerse en pie, dos garras cadavéricas

surgieron del armario seguidas por dos brazos como picas, anormalmente largos, y se le clavaron en la espalda. Javier gritó con todas sus fuerzas, un alarido desgarrador que brotó de su estómago descompuesto, a lo que el profesor y el sustituto respondieron con crueles y salvajes carcajadas. Las garras se le hundieron en la piel, atravesando músculos y huesos, y tiraron de él con un chasquido seco, arrastrándolo en su caída a las profundidades rojizas del armario. Las puertas se cerraron de golpe tras su paso y el olor intenso del azufre, que le recordaba al de los huevos podridos, le revolvió las tripas una vez más. Las garras tiraban, desgarrándole la carne, y pronto pudo oír el coro de llantos y lamentos, y sentir en su cuello el ígneo calor de las llamas del averno.

J. R. Plana @jrplana

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IGNORANCIA

IGNORANCIA por Diego Fdez. Villaverde

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l sol se está poniendo, este monte es famoso por las historias de montañistas perdidos y no quiero volverme uno de ellos. Me encuentro muy cansado, llevo todo el día dando vueltas y no recuerdo cuando me salí de la ruta. He perdido mi mochila donde guardaba el mapa de la zona, la brújula, un poco de comida y el saco de dormir que llevo siempre como precaución, así que encontrar un refugio cercano es de vital importancia. Pese a mi precaria situación me encuentro bastante calmado. Nunca antes me he encontrado en esta situación y no sé muy bien qué hacer, pero supongo que todos los años que llevo practicando alpinismo me han dado seguridad. Por fin llego a la cima del monte y miro a mi alrededor. Jamás había visto estos riscos en mi vida, y no veo ninguna población cercana. Llevo mucho tiempo viniendo por aquí y no reconozco nada de lo que veo. ¿Cómo es posible que me haya alejado tanto? Ánima Barda - Pulp Magazine

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DIEGO FDEZ. VILLAVERDE Vislumbro un riachuelo a lo lejos. La forma de encontrar algún rastro de civilización siempre es seguir el curso del agua. Si fuera más temprano descendería la colina y continuaría mi camino, pero lo mejor será buscar un sitio para pasar la noche. En este páramo es fácil encontrar alguna cueva entre las formaciones de granito. Encuentro una pequeña caverna. Me acurruco en la pared y me cruzo de brazos para conservar el calor. Afortunadamente, es primavera y las noches ya no son tan frías, pero aún así no va a ser nada fácil. Oigo pisadas en el exterior. Parece que hay algo que merodea cerca de la entrada. En estos montes no hay animales peligrosos, los lobos y los osos que los habitaban fueron cazados hace mucho tiempo. Solo será algún gato salvaje. El ruido se acerca cada vez más, parece un animal grande. ¿Habré tenido la mala suerte de acabar en la madriguera del último oso de la región? Intento tranquilizarme. Solo es mi cabeza jugándome una mala pasada, nada más. Me concentro en planificar qué voy a hacer mañana. Seguiré el curso del río y encontrare civilización tarde o temprano. Ya no oigo nada. Suspiro aliviado e intento volver a dormirme. Empieza a hacer frió. Ojala tuviera el mechero para encender una hoguera, pero está en mi mochila. ¿Cómo he podido perderla? Intentó recordar dónde la he podido dejar. Me he bajado del coche, he cogido la mochila y he seguido el sendero. Me he encontrado con una parejita de ancianos y he visto una familia haciendo picnic. Luego me he salido del camino para ver las cascadas provocadas por el deshielo. Y… lo siguiente que recuerdo es subir a la cima buscando refugio. ¿Por qué no recuerdo nada? Le estoy dando vueltas a todo. ¿He comido algo? ¿Por qué me encuentro tan cansado, si solo he salido a pasear por el monte? Me estoy poniendo muy nervioso. ¿Cómo es posible que no sepa lo que he hecho en las últimas horas? ¿Y cómo sé que solo han sido horas? ¡Puede que lleve un día entero aquí!

Escucho una especie de gruñido. No sé qué es lo que hay ahí fuera, pero me estoy preocupando. Si entra en la cueva, posiblemente se pondrá nervioso con mi presencia y me atacará, quizá debería buscar otro sitio donde dormir. Pero si salgo puede que sea peor. No sé qué hacer. La bestia sigue gruñendo. Decido salir fuera, si es algo peligroso al menos tengo alguna oportunidad de huir. La luna llena ilumina el monte tenuemente. En el exterior sólo hay silencio. No se oye ni el viento ni grillos. Miro a mi alrededor. No hay rastro de ningún animal. Me doy la vuelta y me dirijo de nuevo a la cueva. El gruñido vuelve a sonar, pero esta vez del interior. Dos ojos brillan amenazantes, y asustado empiezo a correr. Me alejo lo más rápido que puedo. ¿Cómo ha podido entrar sin que yo me diera cuenta? Llego al bosque y miro hacia atrás. No veo nada. No pienso volver a esa cueva, tengo que buscar otro sitio donde pasar la noche. Oigo el crujir de las hojas detrás de mí. Me doy la vuelta y está vacío. Vuelvo a escuchar el gruñido, pero no viene de la cueva. Me estoy preocupando, me alejo lentamente. Si es un animal salvaje espero que así no me vea como una amenaza. Hay algo que me sigue. Acelero el ritmo, y él también lo acelera. Me detengo, y no oigo ni un solo ruidito. Me doy la vuelta y sigo sin ser capaz de ver ningún animal. Se oye una risa cruel. Me giró hacia ella, y veo la silueta de una persona. -¿Hola? ¿Quién eres? –le pregunto asustado. Él no me contesta, sólo sigue riendo-. ¡Si esto es una broma no hace gracia! -grito. La persona para de reír. Empieza a caminar hacia a mí. -Deberías empezar a correr -me dice con una voz que suena familiar. No sé quién narices es, pero me están dando ganas de pegarle un puñetazo. Me quedo quieto, esperando a que se acerque más. Cada paso que da hacia mí el corazón empieza a latir más rápido. Mis piernas tiemblan. Algo en mi cabeza me dice que tengo que salir

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IGNORANCIA pitando. Le hago caso. Corro por el bosque lo más rápido que puedo. Oigo como me está persiguiendo, y no para de reír. La luna no puede penetrar las copas de los árboles, y no veo dónde piso. Miro hacia atrás y no hay nada. Siento dolor en la punta del pie y caigo. Me he tropezado con una raíz. Empiezo rodar ladera abajo, hasta que me golpeo con un árbol. Me duele todo. Cuando intento levantarme, veo que mi perseguidor está delante de mí. Con una mano me agarra del cuello y me levanta como si no pesara nada. Empiezo a suplicar que me suelte, me tiembla todo el cuerpo. El viento mueve los árboles y un rayo de luz le ilumina la cara. Soy yo. Me mira con los mismos ojos brillantes que vi en la cueva. No puedo dejar de mirarlos. Estoy aterrado. Su risa se ha vuelto una carcajada. Grito lo más fuerte que puedo. Siento como empiezo a desvanecerme, como si me estuviera vaciando con la mirada. Todo me da vueltas, y lo último que veo son sus crueles ojos. Me despierto en una cueva. Cerca de mí hay una bolsa de patatas fritas, unas manzanas y una cantimplora. Devoro la comida, estoy muerto de hambre. ¿Qué pasó anoche? Juraría que al final salí de la cueva. ¿Pero para qué? No recuerdo nada. Miró en el exterior ¡Esta atardeciendo! ¿Cuánto tiempo llevo dormido? Miro mi reloj. ¡Son las siete de la tarde! ¿Cuánto he dormido? El sol se está poniendo y este monte es famoso por las historias de montañistas perdidos, y no quería volverme uno de ellos. Me encuentro muy cansado y me duele un pie, pero estoy decidido a salir de esta montaña.

Durante siglos ha ido evolucionando y mejorando sus tácticas de caza. Puede adquirir la forma que quiera y generar cualquier sonido que haya oído. Pero su mayor proeza fue descubrir que el verdadero miedo surge de la ignorancia. La gente teme lo que no puede entender. Podía aterrar a una persona durante días, pero al final el miedo se desvanecía y sólo querían morir. Descubrió como borrar la memoria de los humanos. Ahora puede aterrar a una persona, alimentarse de su terror más primigenio, hacer que olvidara lo que había sufrido y volver a alimentarse de él. Eventualmente sus víctimas mueren de cansancio tras varios días, pero eso no le importaba. Siempre podía encontrar más presas.

Diego Fdez. Villaverde @LordAguafiestin

*** Hace mucho tiempo, en estos bosques, alguien invocó a una terrible criatura para acabar con sus enemigos. Como suele ocurrir con estas cosas, la bestia se volvió contra su amo y desde entonces vaga libremente. Se alimenta del miedo de las personas, y de nada más. Ánima Barda - Pulp Magazine

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RAMÓN PLANA

EL CUADRO DE LOS BRADBURY por Ramón Plana I

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l sonido de la campanilla me despertó. Me incorporé torpemente en el sillón mientras me frotaba los ojos. Aparté el libro y alcancé a oír los pasos de la señora Pattinson que acudía para atender la llamada. Poco después tocaba con los nudillos en la puerta de la biblioteca, y la cara sonrosada de mi ama de llaves apareció en el umbral. —Doctor Woodward, el cochero ha venido a recogerle. —Me miró, y añadió—: Será mejor que se arregle un poco. Le diré que espere. —Gracias señora Pattinson. Enseguida estaré listo. Subí a mi habitación a quitarme el batín. Me lavé la cara y me peiné. Una camisa limpia, una corbata y un chaleco hicieron el resto. Me contemplé un momento en el espejo y bajé. Ahora, poco después, estoy sentado en el carruaje de Bradbury, en dirección a su casa, pensando en los avatares de la vida que me han llevado a esta situación. Me llamo George Woodward, doctor en siquiatría a punto de retirarme. Trabajo en un hospital y también tengo una modesta consulta privada. Hace unos días se presentó en ella mi colega, el doctor Hamptom, con la petición de que visitara a uno de sus pacientes y le die-

se mi opinión. Se trataba del último descendiente de una de las familias más antiguas de Leicester: Theodore Bradbury, y presentaba una posible esquizofrenia. Acepté hablar con él y confirmar el diagnóstico, pero solo podía dedicarle dos o tres días. Lo que empezó como un favor a un amigo, se convirtió en un caso cuyo final no acierto a predecir en este momento. Durante dos días he compartido con él las experiencias más inquietantes y aterradoras de mi vida, y esta noche espero desvelar lo que se ha convertido en una obsesión también para mí. Todo comenzó hace dos días, cuando acudí a su mansión para conocerle. Vivía en una extensa propiedad, dominada por un castillo imponente repleto de historias y secretos. El último de los Bradbury era un hombre atormentado, que, a criterio de su médico, padecía de alucinaciones. Estas se le presentaban en la forma de un antepasado suyo que falleció en extrañas circunstancias hace unos doscientos años y que, según él, se le aparecía con cierta frecuencia. Nuestra primera sesión fue al caer la tarde, tomando un té en su biblioteca. Al principio le costaba hablar, así que toqué temas que a él le gustaban: los caballos, el deporte y los libros.

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EL CUADRO DE LOS BRADBURY Dos horas después, pude hablar de pintura, y de ahí, pasé a su antepasado. —¡Qué cosas me dice! ¿Ve a un antepasado suyo? —dije mostrando sorpresa—. ¿Y cómo se le aparece? —Como una forma corpórea imprecisa — contestó con un murmullo—. Siempre a través de un espejo, o una sombra. —¿Por qué cree que es él? ¿No puede ser un reflejo, un montón de ropa o un juego de luces? —¡No! ¡Lo sé porque le conozco! Era pintor y hay autorretratos suyos por toda la casa — exclamó tajante—. Sus facciones son inconfundibles. —Pero al ser una forma imprecisa, ¿cómo puede usted distinguirlas? —A veces le ilumina un poco de luz. Entonces compruebo que es él. Llevo viéndole toda mi vida —dijo con voz angustiada. —¿Por qué piensa usted que se le puede ver a través de los espejos? —insistí. —Usted parece un hombre culto doctor. Seguro que ha leído a Platón. Asentí con la cabeza, sin saber a donde quería ir a parar. —Pues recordará lo que dice de las almas —continuó—. El griego afirma que son eternas y siempre están observando y cuidando nuestro mundo. Pero con el tiempo, sus imperfecciones les pesan y son arrastradas hasta que se apoderan de algo sólido en donde se establecen formando un cuerpo nuevo. El problema es que al nacer, han olvidado su conocimiento acumulado durante tanto tiempo y tienen que luchar contra los deseos del cuerpo desde cero, hasta redimirse. —Pero no veo la relación —comenté. —Porque no lo ha pensado con detenimiento —siguió Bradbury—. Al igual que la luz se descompone en colores a través de un cristal, así el mundo de los espectros nos deja entrever su imagen a través de los espejos. En ese reflejo, unas veces adoptan formas imprecisas y otras desconcertantes, pero se manifiestan porque de alguna manera el cristal desdobla la composición de su materia y muestra su

imagen actual, o aquello que fueron. —¿Y se comunica con usted? —¡Sí! A través de un cuadro. —¡De un cuadro! —repetí muy interesado por el giro que tomaban los acontecimientos. Esto no me lo había comentado Hampton. Los dos nos quedamos pensativos durante unos momentos. Nada en su proceder hacía pensar en que fuera un impostor. Realmente lo creía, y sufría intentando convencerme. Le miré. Sus manos se retorcían, sus ojos erraban por el vetusto y oscuro salón, lleno de libros y objetos. —¿Y yo podría ver ese cuadro? —le dije suavemente. Me miró sobresaltado, como si estuviese esperando que le hiciese la pregunta y la temiese. Luego dirigió la mirada al gran espejo que adornaba el salón, y volvió a mirarme de nuevo. —Sí —contestó. Sin poder evitarlo, yo también giré la cabeza hacia el espejo. Pero solo vi el reflejo del salón. Al retirar la vista, me volví a girar, pues me pareció ver en ese reflejo un ligero movimiento cerca de la puerta. El heredero de los Bradbury se percató de mi mirada y sonrió. —Ya empieza a percibir algo, ¿verdad? — dijo, algo inquieto. —Creo que sí —dudé—. ¿Puede ser su antepasado? —Claro, pero no se preocupe. No puede dañarnos. —De momento no me preocupa, solo siento curiosidad. ¿Decía usted que puedo ver el cuadro? —Por supuesto —dijo incorporándose—, acompáñeme por favor. Cogió uno de los pesados candelabros de bronce para alumbrarnos y se dirigió hacia la puerta. Salimos al recibidor, una ancha escalera de mármol cubierta por una larga alfombra ascendía hasta la primera planta por dos alas simétricas que se juntaban en un descansillo. —El cuadro está en el estudio que él utili-

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RAMÓN PLANA zaba para pintar, en el primer piso. Ahí guardaba él sus útiles. —¿Cómo utiliza el cuadro? No será escribiendo. —No. Lo utiliza pintando en él —respondió Bradbury mientras alumbraba el largo y oscuro pasillo—. Ahora lo verá. Llegamos hasta la tercera puerta y me pasó el candelabro mientras se inclinaba sobre la cerradura. —¿Le importa alumbrarme, por favor? Se abrió la camisa y sacó una llave muy antigua colgada de un cordón de oro alrededor de su cuello. La introdujo en la vieja cerradura y abrió. Entramos a una habitación donde las sombras huyeron bailando según avanzábamos nosotros. Descorrió las pesadas cortinas de un par de ventanas para que la claridad del atardecer nos iluminara algo más. Y allí estaba el cuadro, sobre un caballete, en el centro de la habitación, cubierto por un amplio lienzo blanco, rodeado de pinturas, pinceles, paletas y demás elementos propios de un pintor. Un diván, una estantería, unas sillas y una pequeña mesa completaban el mobiliario. En el suelo una alfombra muy gastada por el tiempo y con grandes manchas oscuras, se deshacía. Cerca del caballete, un espejo de cuerpo entero sobre un trípode permitía al pintor contemplar al modelo desde otro punto de vista. Nos acercamos ambos al caballete, Bradbury cogió el lienzo con la mano derecha y lo retiró despacio dejándolo en el suelo. Acerqué el candelabro. El cuadro contenía una escena en la que un hombre se inclinaba sobre otro que estaba en el suelo. Ambos posaban delante de un caballete de pintor sobre el que se veía un lienzo. La escena se desarrollaba en una habitación con una chimenea a la derecha y varias ventanas, dos de ellas abiertas dejaban entrar una luz tenue. —¿Lo comprende usted ahora? —dijo Bradbury con voz temblorosa. —No —contesté acercándome más para verlo en detalle—. ¿Qué tengo que comprender?

—Lo que ve en el cuadro es esta habitación, y la escena que se representa en él es lo que ocurrió aquel atardecer de hace cincuenta años. Le miré incrédulo mientras empezaba a comprender. —Él, de repente, empieza a dibujar algo —continuó—, algo que se va materializando en pocos días. Y acaba el cuadro cuando ocurre la tragedia. —Hizo una pausa antes de seguir—. Doctor Woodward, en esta habitación se han cometido más de cinco asesinatos durante doscientos años, y todos aparecieron pintados en el cuadro antes de que ocurrieran —terminó. Por primera vez un escalofrío me recorrió la espalda. —Pero su antepasado murió hace más de doscientos años. ¿Sugiere usted que los ha pintado él? —Sí —respondió. —¿Y no los ha podido pintar otra persona? —¿Quién puede pintar un cuadro en dos días, representando una escena que aún no se ha producido? —exclamó—. Además, sólo existe esta llave, y la habitación siempre se queda cerrada. —¿No hay pasadizos, ni falsos armarios, ni posibilidad de trepar hasta las ventanas? —¡No, no y no! —gritó nervioso—. ¡Ni pasadizos, ni armarios, ni ventanas abiertas! —Se quedó pensativo—. Bueno, hace tiempo hubo una chimenea, pero se tapió cuando empezaron los asesinatos. —No se irrite Bradbury. Comprenda que me cuesta aceptar el hecho de que un hombre muerto hace doscientos años pinte un cuadro de un asesinato que aún no se ha producido, y además en dos días. Lo podré creer cuando lo vea —dije mirándole. Acercó su cara a la mía escudriñando mis ojos. En los suyos pude ver como aparecía una chispa de locura. —¿De veras quiere verlo? —preguntó. Por un momento pensé en negarlo para conseguir que se calmara, pero el caso me interesaba. Necesitaba saber si era cierta su

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EL CUADRO DE LOS BRADBURY versión o si alguien manipulaba los hechos. —Sí —respondí con firmeza—, quiero verlo. —¡Pues lo verá! —repuso él con voz ahogada, apartando su cara de la mía. Los dos nos quedamos mirando el lienzo, alumbrados por la llama del pesado candelabro de bronce, mientras la luz que entraba por las ventanas disminuía, hasta desaparecer. Me acerqué un poco más y observé que el hombre inclinado tenía las manos en la garganta del que estaba tumbado. Lo estaba estrangulando. También pude ver que el cuadro que estaba detrás de ellos tenía pintada una escena similar, en la cual un hombre sujetaba por el hombro a una mujer mientras le clavaba un cuchillo en la espalda. Por la ropa, debían de ser del siglo pasado. —¿A quiénes representan las dos figuras principales del cuadro? —pregunté. —Uno es mi padre, el otro no lo sé —contestó Bradbury con una extraña calma. Le miré con sorpresa. Luego pregunté: —¿Y de quiénes son las figuras representadas en el pequeño lienzo que se ve al fondo? —De mi abuelo paterno, no recuerdo quién era la mujer —respondió con igual tono—. En el lienzo que aparece en la escena, siempre pinta en miniatura el asesinato anterior. —¿No ha conseguido comunicarse con él cuando se le aparece? —No —dijo—. Solo me mira en actitud suplicante. Lo veo en la biblioteca, a los pies de mi cama, siguiéndome por los pasillos, en los armarios. Siempre vigilando y suplicante. ¡No sé qué quie…! No llegó a terminar la frase. La puerta se cerró con un portazo, un reflejo de color brilló con violencia en el espejo y un murmullo se dejó oír en la habitación. La llama del candelabro se apagó y nos quedamos a oscuras. —¡Maldito! —gritó Bradbury descompuesto—. ¡Maldito seas mil veces! ¡Déjame en paz! —¡Tranquilícese! —exclamé nervioso mientras un frío intenso me corría por la espalda—. ¡Y encienda el candelabro, hombre!

Oí sus manoteos. Busqué la caja de cerillas en mis bolsillos, saqué una y la encendí. A su luz, pude ver al pobre hombre dando golpes al aire, con el candelabro apagado. Rápido, me acerqué a él, se lo quité de las manos y aproximé la cerilla. La luz pareció tranquilizarle. Le tomé del brazo y lo arrastré fuera de la habitación. La cerilla se me cayó de la mano. Bajamos al salón, le hice sentarse y le preparé un coñac. Yo me tomé otro. Mientras bebíamos, le observé. Estaba ensimismado, poco a poco recuperaba el color y la cordura. —¿Cree usted que eso lo ha provocado él? —le pregunté. —¡Sí! Lo hace para asustarle a usted y molestarme a mí. —¿Lo suele hacer con tanta intensidad? Me miró. —¿Le ha sorprendido, verdad? —murmuró. Luego dio otro sorbo a la copa y se quedó pensativo—. Suponiendo que haya sido él, no, normalmente no suele ser tan agresivo. —Levantó la cara—. Pero se habrá dado usted cuenta de que en la habitación no había corrientes de aire. —Es cierto, no había corrientes de aire — coincidí—. A pesar de todo me cuesta creer su historia, debe comprenderlo. —En la habitación me dijo que quería ver cómo cambiaba el contenido del cuadro, ¿no es así? —Sí, eso dije. —Pues ahora él lo ha oído, y actuará en consecuencia. —¿Piensa usted que empezará a pintar el cuadro de nuevo? —pregunté con interés. —¡Sí! Empezará pronto, ya lo verá. Ahora no se le puede parar. —Pero, ¿qué relación hay entre el cuadro y los asesinatos? —Es como si él, a través de la pintura, influyera en la voluntad del asesino para que cometa el crimen. Así ha sido en las ocasiones anteriores. —¡Bien! Entonces quiero asegurarme de que la habitación permanezca cerrada, y

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RAMÓN PLANA también quiero que me dé usted la llave. Así no podrá entrar nadie y no habrá asesinato. Bradbury me miró fijamente, y durante un rato no dijo nada. Luego una extraña sonrisa apareció en su rostro. —De acuerdo. Le daré la llave. Venga mañana por la mañana y revisará la habitación para comprobar que no se puede acceder a ella. Cuando esté conforme, la cerraremos y se llevará la llave otra vez. Pero pasado mañana por la noche vendrá usted aquí para ver si algo ha cambiado en el cuadro o no. Entonces comprobará si estoy loco, o si tengo razón y hay un maldito espectro en esta casa. Se convencerá cuando vea que solo ha necesitado dos días para pintar el nuevo crimen. Y se echó a reír histéricamente. II A la mañana siguiente el coche me recogió temprano y me llevó a la mansión. El mayordomo me abrió la puerta y me acompañó hasta la biblioteca. Bradbury me esperaba sentado en un sillón ojeando un libro. Después de saludarme se dirigió a su mayordomo. —Peter haga el favor de traernos el desayuno a la biblioteca. Estaremos más cómodos. —Como diga el señor —respondió el hombre con una ligera inclinación. Mientras desayunábamos hablamos de cosas sin importancia: el tiempo en Londres, las últimas disputas políticas en la cámara y lo difícil que estaba el servicio. Al llegar a este punto le miré y le dije: —¿Le importaría que hable con su mayordomo? —Si lo cree conveniente, hágalo. Pero solo lleva conmigo un mes. No creo que haya visto nada. —¿Qué pasó con el anterior? —Se puso enfermo y falleció —dijo Bradbury—. Él sí que vio algo, aunque no creo que supiera nada del fantasma. —Pues es una pena, me hubiera gustado hablar con él. ¿De qué falleció? —Creo que del corazón, era muy mayor. Pasado un rato, Bradbury me invitó a se-

guirle al primer piso, al estudio de su antepasado. Subimos pausadamente los escalones. Viendo la escalera a la luz del día, comprobé que los cuadros de las paredes resultaban inquietantes. Representaban a los personajes ilustres de la familia. Una vez ante la puerta, me pidió la llave y abrió. La habitación seguía como la dejamos, las dos ventanas con las cortinas descorridas, el lienzo en el suelo y la cerilla con la que encendí el candelabro caída al lado de la mesita. En ese momento el pelo se me erizó y un escalofrío me recorrió la espalda. La parte central del cuadro estaba manchada de pintura y las figuras centrales habían desaparecido. —Ya ha empezado —dijo Bradbury con voz ronca—. Nada lo podrá parar. —¿Me asegura usted que no ha entrado nadie en la habitación? Me miró a los ojos. —Ayer se llevó usted la llave y ya le dije que no existe ninguna copia. En la casa estamos solos el mayordomo y yo, y no hemos notado nada. No me lo explicaba, me resistía a aceptar una presencia del más allá que indujese al asesinato con la pintura de un cuadro. Examiné el suelo y las paredes, palpé todos los elementos que llevaban las cortinas buscando alguna pista, algún resorte. Busqué en la pared de la chimenea tapiada sin encontrar nada en absoluto. Miré detrás de las estanterías y en los escasos muebles de la habitación. En la tarima, bajo la alfombra y en las ventanas. Nada. Finalmente apagué el candelabro y lo dejé encima de la mesita. Salimos al pasillo y cerré la puerta detrás de nosotros. Bradbury me acompañó hasta la entrada. Allí nos despedimos y el cochero me llevó de nuevo a mi casa. El día siguiente transcurrió con normalidad. Comí en el hospital y tomé el té en mi biblioteca mientras consultaba casos parecidos. Luego me quedé dormido en el sillón, hasta que llegó el cochero para recogerme.

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EL CUADRO DE LOS BRADBURY III Es ya de noche cuando Bradbury me recibe en la escalinata, a pesar del ambiente frío y la fina llovizna. Ambos nos cubrimos con el enorme paraguas hasta llegar a la puerta. Allí nos espera Peter. Pasamos a la biblioteca y nos sentamos mientras el mayordomo nos trae un cordial para calentarnos. Bebemos en silencio unos sorbos. —¿Ha notado usted algo? —le pregunto para romper el pesado silencio. —No —contesta Bradbury, mirándome por encima del vaso. Peter entra en la biblioteca para cerrar las ventanas. Fuera el tiempo empeora. La llovizna es ahora una fuerte lluvia y comienzan a oírse algunos truenos lejanos, que preceden a las tormentas en esta época del año. —Cuando usted quiera subimos —dice Bradbury apurando la bebida. Encendemos un candelabro y vamos hasta el estudio. Allí le entrego la llave a Bradbury. Abre y entramos. La atmósfera dentro de la habitación es pesada. El cuadro está en su sitio, pero tapado por el lienzo. Ambos nos miramos, la tarde anterior lo habíamos dejado al aire y el lienzo estaba en el suelo. —¿Ha podido entrar alguien? —pregunto. Niega con la cabeza y aproximándose al caballete, coge el lienzo y deja al descubierto una parte. La sangre se me hiela en las venas cuando veo, perfectamente dibujado, a Bradbury con un candelabro en la mano y en actitud de golpear a alguien. Alargo la mano para retirar el lienzo del todo. Y entonces sucede. El golpe me pilla por sorpresa, derribándome al suelo, y en la caída dejo el cuadro al descubierto. Intento volverme y protegerme la cabeza, pero ya es tarde, el segundo golpe de Bradbury me rompe el cráneo. Me desplomo y contemplo con horror que el segundo personaje del cuadro soy yo. Mientras me desvanezco miro al espejo y allí veo reflejado al espectro. Está terminando de pintar el cuadro. No hay maldad en sus facciones, sino compasión y pena. Entonces entiendo. La maldad está en la familia

Bradbury, en los descendientes del fantasma. Por eso advierte a todos, denunciando en su cuadro esa enfermedad que les obligaba a matar en esta habitación. Una sensación de paz calma mi anhelo. Ya sé la verdad. Me siento absorbido por un túnel y una luz me llama en la lejanía.

Ramón Plana @DocZero48

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CRIS MIGUEL

LA LUNA por Cris Miguel

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bro los ojos. La saliva corre libre por la comisura de mi boca. Mi cara está apoyada en el tacto áspero de la alfombra. Me incorporo. Todo me da vueltas. La cabeza me va a estallar y me cuesta, aunque consigo, focalizar la vista. Apoyo el brazo en el sofá que está detrás de mí. Y por primera vez soy consciente de mi desnudez. No entiendo nada. ¿Qué cojones hago desnudo tirado en el suelo? Respiro hondo y me levanto. Estoy mareado. No recuerdo haber tomado nada. Ánima Barda - Pulp Magazine


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LA LUNA Salí del trabajo, llegué, preparé la cena… Logro mantener el equilibrio y voy al baño. Todo está a oscuras, pero no me tropiezo. Empujo la puerta y me apoyo en el lavabo. Abro el grifo, me echo agua en la cara y contemplo mi reflejo mientras me seco con la toalla. Tengo los ojos rojos y el pelo revuelto. Hace demasiado calor aquí. Me vuelvo a echar agua. Estoy sudando. Estamos en octubre, la calefacción aún no está puesta, fuera hace frío, el piso no está precisamente caldeado, y yo sudo. Respiro hondo de nuevo sin quitarme ojo del espejo. Parezco un delincuente, la barba, los ojos rojos, las ojeras… Si mi madre me viera así sé perfectamente lo que me diría. Intento domar mi pelo, es inútil. Al levantar el brazo siento una tirantez en la espalda, me duele, me escuece. Me vuelvo para vérmelo, pero la maldita fisionomía humana me impide verme la espalda a placer. Me rozo con los dedos y noto una marca… redonda… ¿dientes? ¡Joder! Por el esfuerzo sudo más y unas gotitas inquietas caen de mi frente al lavabo. ¡Aaaaaaaaaaah! ¿Eso es un grito? No puedo abrir los ojos, siento presión por todo el cuerpo como si fuera a romperme en mil pedazos. El frío de las baldosas me alivia levemente y me hago un ovillo, apretándome, pero no surte efecto. Voy a explotar, voy a morir. Mi respiración está acelerada, el corazón rozando la taquicardia, me retuerzo y el dolor no para. No para. No para. No… Me levanto. Tengo hambre. Huele raro. ¡¿Eso qué es?! Golpeo a la criatura que me mira, pero sólo es cristal haciéndose añicos. Me miro las… Estoy nervioso, muy nervioso. Corro por el salón. No hay nada. Huelo el aire. Abro la terraza. Me encaramo a la barandilla. Olfateo. Hmmm… Esto me gusta más. Salto hasta el duro suelo y sigilosamente me escondo en un arbusto, aguardando, vigilando… Cómo pica. Ya viene. El olor es embriagador. Es todo lo que quiero y todo lo que necesito. No puedo aguantar. Me remuevo

nervioso aunque con cuidado de no delatar mi posición. Sus pasos están más cercanos. Quiero aullar, pero todavía no. Está cerca. Salto y me lanzo al cuello. Enseguida siento el sabor dulce de su sangre. Que carne más blanda. La desgarro con facilidad. Qué tierna. Me alimento y me lleno, como si no me hubiese saciado nunca. Qué placer. No puede haber nada mejor que esto. Oigo unos pasos. Instintivamente sé que tengo que esconderme, aunque no haya terminado. Joder. Corro hasta un parque cercano. Estoy lleno de energía, no me canso. Me paro entre unos árboles. Aúllo y las nubes me dejan ver la enorme luna. Me siento en el césped. Estoy eufórico antes de que todo se vuelva negro. Abro los ojos. La boca me sabe a hierro. Siento humedad debajo de mí, ¿dónde estoy? Me incorporo nervioso. Recuerdo estar mareado, pero ahora estoy bien. Me incorporo, estoy sobre césped, de noche… ¿cómo he llegado aquí? Completamente desorientado intento ponerme de pie pero unas manchas rojas me distraen. Mis manos, mi pecho. Sangre.

Cris Miguel @Cris_MiCa

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ELEAZAR HERRERA

OJO DE PIEDRA por Eleazar Herrera

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ejó caer la maleta con un ruido sordo. Una nube de polvo ascendió hasta sus tobillos, ensuciando el lino blanco de los pantalones, y se esparció por el ambiente nocturno hasta desaparecer. La mortecina luz del farol colgante apenas describía la cerradura del portón, ni mucho menos la llave correcta entre el manojo de la antigua propietaria. Al abrir la puerta, una ráfaga de aire frío le atenazó el cuerpo. Escudriñó la oscuridad. Era densa y aún más gélida que el exterior, así que debía encontrar el calentador cuanto antes. Los primeros pasos hacia el recibidor retumbaron siniestramente, y ella se detuvo. El vaho correteaba por sus labios, pero también la sensación de una mirada acusadora en la negrura. Alzó el candil que portaba y exhaló un largo suspiro cuando encontró los plomos. La casa se iluminó lentamente, como si le costara arrancar después de tantos años dormida. Irina apagó el candil con un soplido y recorrió la estancia. El salón era amplio, con una mesa alargada frente a la boca de la chimenea; agolpados en una esquina se encontraban el lavadero y los fogones para cocinar. No había muebles que decoraran el frío, en todo caso en el desván, y prefirió no hacer uso de la carcoma. Fuera, en el jardín, encontró una pila de leña húmeda y la llevó de vuelta al salón para hacer fuego. Mientras el olor a quemado se adhería a su ropa, abrió todas las puertas y ventanas para que entrara aire limpio. El fuego no cuajó hasta el séptimo intento, cuando, desesperada, prendió un papel de periódico y lo metió entre la madera. “Por fin”, pensó cuando una luz anaranjada iluminó la chimenea. Era la primera vez que hacía algo sola, sin Hugo para supervisarla. Permaneció inmóvil hasta que las llamas se estabilizaron, bañando de cierto calor el salón. Ya podía deshacer la maleta. Aún no daba crédito a las difamaciones que el museo había creado contra ella. Bueno, en realidad había sido obra del gerente y del departamento de Bellas Artes, quienes habían encontrado en ella, que se dedicaba exclusivamente a restaurar esculturas y lienzos desvencijados por el paso del tiempo, un chivo expiatorio perfecto. Matías y Alonso se habían dedicado al contrabando de obras de arte durante más de cinco años, recopilando pruebas y testimonios contra quien descubriera, accidentalmente o no, el fraudulento historial del museo Perkins. El recuerdo de la primera amenaza enturbió su corazón, pero se obligó a mantener la cabeza en otro lugar. Había Ánima Barda - Pulp Magazine


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OJO DE PIEDRA llegado hasta Erustes para deshacerse de los malos momentos y volver a empezar. Volver a empezar. Eso fue lo que se repitió durante los primeros días, quizás los más difíciles de afrontar. Irina se dedicó a limpiar la casa de arriba a abajo, a excepción del desván, con el que no quería encontrarse tan pronto. Pensó en remodelar algunos cuadros y ceniceros estropeados que había encontrado en la despensa; incluso se atrevió a dar cuerda a un reloj de cuco y a colgarlo de la pared. Poco a poco, el polvo desapareció y el frío fue solo un invasor ocasional en los días más crudos. Un día, el teléfono móvil sonó. Irina se irguió desde la otra punta de la casa y avanzó dando grandes zancadas hacia él. En la pantalla se veía reflejado el nombre de Hugo, su novio. O el que fue su novio antes de que decidiera huir. Se dejó caer en el sofá débilmente y esperó a que la melodía acabara. Después, con manos temblorosas, lo agarró y borró todas sus llamadas. También los números de la libreta de direcciones y los mensajes. Lo manoseó durante un rato, inmersa en el recuerdo borroso del juicio que organizaron contra ella. El museo Perkins había encontrado siete billetes de avión en su taquilla, coincidiendo con varios días en los que no había acudido al trabajo. Las esculturas precolombinas que el museo colocaba semanas después procedían del mismo destino, y tanto su agencia como la oficina habían testificado que era ella, Irina Maldívar, la que había efectuado tales viajes. Por supuesto, todo era mentira. Esas pruebas habían sido modificadas; los testigos, comprados; y el museo, sobornado al temerse en apuros fiscales. ¿Qué podía hacer el Sr. Mendoza preso del miedo? ¿Admitir su culpa y despedir a Matías y a Alonso, los verdaderos promotores de su angustia? “No”, se dijo Irina. “Ellos le dieron un nombre. Alguien a quien culpar. Y él aceptó”. ¿Por qué huyes, entonces?, parecía preguntar la casa desde algún lugar, la única dispuesta a darle cobijo. Irina miró en derredor,

sintiendo otra vez esa mirada delatora. Por la ventana, más allá de la lluvia vespertina, la luz de la farola iluminaba un rostro mal perfilado, rocoso y casi destruido. Se aproximó hasta la puerta de la terraza y corrió la cortina para verlo mejor. Era una pequeña escultura de piedra, la figura de un hombre arrodillado mirando al cielo. Durante un instante, Irina pensó que se había movido. Súbitamente envalentonada, salió al exterior y llegó hasta ella, sorprendida de encontrarla tras las ramas de un sauce llorón. No había reparado en su existencia hasta aquella noche. —Es una gárgola —sentenció para sí misma más tarde. Rozó la superficie mojada con la yema de los dedos, recorriendo su torso mellado y el contorno de unas alas puntiagudas de su espalda. El trayecto terminó en sus ojos de piedra, resquebrajados en diminutas grietas. La gárgola no le miraba, pero ella podía sentir una extraña fuerza a su alrededor—. ¿Quién eres? Irina se agachó para apartar el musgo que vivía en la base de la escultura. Oxidada en diferentes tonos de naranja encontró una placa pequeña y rectangular que rezaba lo siguiente: «Allí donde se halle el guardián, habrá algo que proteger; allá donde exista un secreto, habrá alguien dispuesto a desvelarlo». Inquieta, Irina se arrebujó en su chaqueta y volvió dentro de casa.

Eleazar Herrera @Sparda_

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