Ágora nº 21 Boletin 6

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Ágora núm. 21

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mereció la propia por el celo que ponía en los sencillos menesteres pastorales: bautizar, confesar, asistir a los enfermos, enterrar a los fieles difuntos, rezar los oficios y hacer la poquita caridad que le permitía su escaso estipendio. Don Deogracias recuerda que salió del obispado canturreando la canción asturiana y aún española por excelencia, con la que había amanecido. Había cogido el autobús de línea, había hecho el viaje y había entrado en el palacio, ronroneando una y otra vez la frase, tengo que subir al árbol tengo que coger la flor. Al salir de palacio, se colocó la teja, dio unos pasos y se la quitó arrojándola al aire. Y, riendo y cantando, para asombro de algunos viandantes, se dirigió a la entrada de la catedral. Hacía tiempo que, cada vez que venía a la ciudad, daba el mismo paseo por la nave lateral derecha, la girola y la nave lateral izquierda. Pero esta vez, le estremeció la tierna penumbra de la iglesia, la tamizada luz de las vidrieras, el olor de las rosas marchitas y del incienso quemado en alguna celebración reciente. Por eso, entró en la nave central, se sentó en un banco delante de

de bien labrada madera y se dio cuenta de que no sabía rezar. No podía más que repetir como si se tratara de un salmo absurdo los dos versos de la canción. Quiso recitar algún texto de su breviario que conocía de memoria pero no recordaba ninguno. El cerebro se le embotó y sintió, en su pecho, que el corazón aceleraba su ritmo y que un fuerte dolor bajaba por su brazo izquierdo. Turbado, preguntó cambiando las palabras de Samuel cuando Yavé lo llamó en plena noche: Señor, ¿qué coño quieres ahora? ¿Es llegado el momento? Y aquí sucedió algo muy raro porque el narrador de esta historia, asegura que se oyó una voz melodiosa y persuasiva que decía: no alcanzarás ningún atisbo de la gloria si no subes de una vez y cortas la flor. Pero el narrador no está seguro de que don Deogracias oyera la voz del Señor de cielos y tierra, -bendito sea su nombre por los siglos de los siglosporque puede que aquella voz fuera del maligno que sobrevoló la cabeza del cura y desapareció bajo uno de los asientos del coro, dejando en el aire dormido de la iglesia, el acre olor del azufre. Estaba sudando y abrió los ojos y encontró sentada a su lado, una adolescente de gran belleza que volvió, hacia él, lo suyos tristes y sonrió de esa forma maternal de algunas jovencitas, que parecen madurar el alma en la preciosa visión de un almo destino. - ¿Se encuentra bien, padre? Don Deogracias asintió mudo y creyó ver en la muchacha el ángel pintado junto al lecho de muerte de la Virgen, en uno de los casetones del retablo. Ella le tomó el pulso: - Estudio enfermería, ¿sabe? Lo tiene muy alterado. Debería visitar a un médico. El cura abrió la boca para musitar un “gracias” que salió de su garganta como un ruido indescifrable. La muchacha, por su parte, hizo una genuflexión y se alejó por la nave izquierda. Se detuvo ante un medieval sarcófago de piedra agujereado y luego desapareció entre las sombras, se diría que tragada por el túmulo.


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